Era ya de noche y la oscuridad había cubierto el lugar. Elisabeth y Anna descansaban plácidamente en sus cómodas camas y todos en el campo de concentración, oculto de la percepción humana, se habían ido a dormir. Todos excepto un vigilante nocturno que observaba sin descanso la casita donde dormían la doctora y su ayudante.
Aun así, la doctora Braun estaba inquieta, pues sus planes se estaban complicando bastante y no poder seguir contando historias a los niños era un gran problema. Ya cansada de tanto pensar, cerró los ojos y se durmió.
Mucho más abajo, en las profundidades del campo de concentración y más exactamente en la habitación de los veinte niños judíos, la luz de una minúscula vela brillaba en la oscuridad. Todos los niños se habían levantado en silencio y se habían puesto alrededor de Salomón. Éste, con cuidado de no levantar mucho la voz, dijo:
—Por petición de la doctora Braun, os voy a contar un cuento que ella tenía preparado. Éste no es tan largo como el otro, pero me ha dicho que prestéis mucha atención.
Todos se miraron entre sí, pero ninguno pudo decir nada porque Salomón comenzó el relato:
—Esta historia se titula: «Los bosques del tiempo».
«Había una vez una familia que vivía en el norte de Francia. El padre de la familia era banquero; la madre era maestra; y también estaban sus dos hijos: Marie y Pierre.
Como todos los domingos, la familia salía a pasear por un bosque cercano. Siempre llevaban una cesta con comida y, extendiendo un gran manto sobre la hierba, la familia almorzaba feliz siempre que podía.
Un día, mientras estaban comiendo tranquilamente bajo un gran e imponente árbol, una anciana apareció ante ellos. Los años habían pasado factura a su rostro y vestía con harapos y ropa muy gastada. Se apoyaba sobre un bastón de madera e iba encorvada hasta más no poder. Cuando la familia la vio, intentaron no mirarla pero, aun así, la anciana se acercó a ellos.
“Una limosnita para esta pobre anciana”, dijo con la voz más triste del mundo. La familia siguió ignorándola y la anciana volvió a repetir: “Por favor, una limosna para una mujer enferma”. La familia seguía ignorándola y la anciana hizo un último intento de sacar algo de aquellas egoístas personas. Pero fue inútil, pues ninguno de ellos le hizo caso y ésta, muy enfada y maldiciendo por lo bajo, se fue.
Cuando hubo desaparecido, el padre de la familia respiró tranquilo, porque no habría querido echar a aquella mujer delante de sus hijos.
Una vez finalizada la comida, llegó el momento de recoger y todos juntos empaquetaron los restos del almuerzo y la manta y los guardaron en la cesta. El día era caluroso y junto al árbol se estaba muy fresquito; era la hora de volver a casa y había dos caminos para tomar: el camino corto, que estaba descubierto al sol; y el camino largo, atravesando un frondoso pero fresco bosquecillo.
El calor era insoportable y la familia decidió dar un largo paseo por el bosque. Antes de entrar en él, Marie, la hija y la más pequeña de los dos, se encontró con algo oculto entre la hierba. Curiosa por saber lo que era, se agachó y tiró de lo parecía una cadena dorada. Justo al final de dicha cadena había un reloj de bolsillo. Cuando descubrió lo que era, corrió a enseñárselo a su padre y éste confirmó que tanto la cadena como la cubierta del reloj eran de oro puro. Después, el padre le devolvió el objeto a su hija por haberlo encontrado. Ella lo cogió y echó a correr hacia la espesura.
Cuando toda la familia estuvo en los lindes del bosquecillo, a primera vista no parecía muy acogedor pero el calor era insoportable y tenían que arriesgarse. Así, una vez que todos entraron en el frondoso lugar, ocurrió algo que nadie esperaba. Un paso después de penetrar en él, la hija, que portaba el reloj en sus manos, tropezó con una piedra y cayó al suelo mientras el valioso tesoro salía volando por los aires e impactaba sobre la superficie, partiéndose en cinco piezas.
Mientras la madre ayudaba a levantarse a su hija, algo dolorida por la caída, el padre y su hijo buscaban las cinco piezas del reloj de oro. Buscaron y buscaron pero no vieron ni rastro de ellas. Al final dieron por perdido el tesoro y, viendo que Marie tenía algún rasguño, decidieron tomar el camino corto para volver a casa. Pero al darse la vuelta sólo vieron más bosque. La entrada al bosquecillo había desaparecido y uno más extenso y sombrío se cerraba sobre ellos. Algo asombrados e intentando recordar la cantidad de metros que habían recorrido hasta llegar hasta allí, decidieron volver sobre sus pasos, pero allí no había más que troncos y ramas. De repente, algo se movió entre el ramaje. La familia se quedó quieta mientras varios arbustos se agitaban rápidamente de un lado a otro. Un rugido se oyó entonces y, sin pensárselo dos veces, la familia corrió en la dirección contraria a la del rugido.
Tras una gran caminata, consiguieron salir del bosque. Lo que vieron a continuación los dejó con la boca abierta: grandes montañas se veían a lo lejos; ellos las conocían como pequeñas colinas. Un gran río atravesaba la zona, lo que ellos recordaban como una pequeña fuente que surgía de las montañas. También había animales que jamás habían visto, como mamuts u otros imposibles de describir. El ambiente, aun brillando el sol, era frío y no agobiante como ellos pensaban. Ninguno podría explicar qué había ocurrido; era como si hubieran viajado en el tiempo, aunque aún no sabían cómo. De repente oyeron gritos y pasos de gente acercándose y la familia tuvo esperanzas de que aquellas personas les pudiesen ayudar. Iban vestidos con pieles y tenían largas melenas y barbas. Portaban lanzas y parecía como si las estuviesen apuntando hacia ellos. Justo en ese momento, una vieja mujer apareció junto a ellos diciendo: “Una limosnita para esta pobre anciana”. Muy sorprendidos de oír aquella voz, todos se giraron y vieron a una anciana mujer vestida con harapos y sucia ropa que se apoyaba sobre un bastón de madera. Ésta los miraba con desprecio, el mismo desprecio que ellos habían tenido con ella al no prestarle atención cuando les había pedido algún dinero para su supervivencia. “Si no hay limosna, jamás saldréis de aquí”, dijo riéndose y ocultándose en las profundidades del bosque.
Por un momento, todos los miembros de la familia se quedaron petrificados y sin saber qué había pasado o qué les había hecho aquella extraña mujer. Dicha detención provocó que por poco, una lanza atravesase a uno de ellos. Igual que el instinto animal que huele el peligro, los cuatro miembros de la familia cogieron el mismo camino que la anciana y se internaron en el bosque. Corrieron a través de él lo más rápido que pudieron, intentando alcanzar a la anciana. De repente, un nuevo problema surgió, pues el cruce de dos caminos se mostraba ante ellos. Ni el padre ni la madre sabían lo que hacer y ya se podían oír los gritos de aquellos hombres prehistóricos acercándose. Pierre dio un paso adelante y notó algo bajo sus pies; cuando lo cogió y lo miró, exclamó: “¡Una parte del reloj!”.
Justo después de coger aquella parte del tesoro y descubrir lo que era, todo se quedó en silencio y el ambiente y el lugar cambiaron por completo: no se encontraban en la misma época que la anterior.
Justo en medio de ambos caminos, un gran árbol se erguía majestuosamente y el bosque a su alrededor había disminuido. Lucía el sol pero seguía sin ser abrasador. Una suave brisa soplaba del Este y todo estaba en silencio. De repente, alguien dijo: “Una limosnita para esta pobre anciana” y, antes de que la familia pudiese darse la vuelta para atrapar a la mujer, ésta salía corriendo por delante de ellos tomando el camino de la derecha.
La familia la siguió, todos muy descontentos con aquella pesada vieja que no paraba de molestarlos. Continuaron por ese camino hasta que tuvieron que apartarse rápidamente, porque un carruaje casi los atropella. El padre gritó algo y, al instante, el vehículo se detuvo. De él se bajó un cochero algo enfurecido y fue hacia la familia con un palo en la mano; antes de que pudiese hacer les daño, la puertecita del carruaje se abrió. De él salió una espléndida mujer vestida con un traje rosado que le cubría los tobillos. Cuando vio que el cochero intentaba sacudir al padre, ésta lo detuvo y muy cortésmente se presentó ante la familia. Ella era una duquesa, pariente del rey Luis X, rey de Francia y de Navarra. Algo curiosa por las vestimentas que llevaban, sobre todo las de las mujeres, se acercó a ellos y les preguntó de dónde eran. Éstos no sabían qué responder, hasta que, de pronto, Marie se fijó en algo que la duquesa llevaba al cuello. Intrigada, miró a su hermano e hizo que se fijara en lo mismo. Cuando éste descubrió lo que le insinuaba Marie, se quedó perplejo: un trozo del reloj roto colgaba de su cuello. La duquesa se dio cuenta de ello y dijo sonriendo: “Es bonito, ¿verdad? Me lo encontré en el suelo mientras paseaba por el bosque. Tiene un extraño mecanismo que no sé lo que es, pero al ser de oro queda muy bien con mis otras joyas”.
Cuando los padres lo vieron también se dieron cuenta de ello.
“¿Quieren que les lleve al pueblo? Está muy cerca de aquí”, dijo la duquesa muy amablemente.
Sin saber qué hacer, todos asintieron, y acto seguido se subían al carruaje. Su única opción era llegar hasta el pueblo y desde allí preguntar si alguien podía darles alguna respuesta de lo que ocurría, pero no fue así. Cuando estaban a punto de cruzar un río, Marie se acercó a la duquesa y ésta, sin sospechar de la niña, lo dejó hacer. Lo que ocurrió después fue algo confuso, sobre todo para la duquesa. Marie agarró el colgante con la pieza de reloj que estaba alrededor del cuello de mujer y tiró de él. La mujer gritó y el cochero se detuvo y bajó de su asiento, dispuesto a pegar a los extraños. Pero cuando abrió la puerta del carruaje, éstos habían desaparecido y la duquesa tenía cara de terror y asombro a la vez.
La familia, tras Marie coger el trozo de reloj e identificarlo, había desaparecido del carruaje y caído al suelo, provocando un gran levantamiento del polvo.
Todos miraron a su alrededor y vieron un largo y hermoso río que circulaba a gran velocidad en dirección al mar. Un magnífico puente de piedra había sido construido por encima de él para que la gente pudiese cruzarlo con mayor facilidad.
De repente se oyeron varios disparos y unos hombres aparecieron de entre los árboles. Iban vestidos con trajes azules y llevaban varias armas en la mano. Cuando vieron a la familia, les preguntaron: “¿No habrán visto a un hombre y a una mujer corriendo hacia alguna parte?”. La familia negó con la cabeza y los soldados tuvieron que creerles. Aun así, uno de ellos los miró de reojo y sus extrañas ropas le hicieron dudar. Después les preguntó si eran de Francia, y la respuesta de “no exactamente” bastó a los hombres para apresar a la familia. Así, bien atados y amordazados, caminaron a través del puente de piedra y se podía escuchar el ruido del agua bajo sus pies.
Una vez hubieron recorrido varios metros, se escuchó un ruido de entre el ramaje. Los dos soldados se detuvieron y la familia con ellos. El silencio llenó el bosque y todos continuaron la marcha. De repente, alguien se lanzó sobre uno de los soldados y esto provocó que su escopeta se disparase sola. Y el otro soldado reaccionó tarde, pues fue golpeado fuertemente con una piedra. Después de liberar a la familia, la pareja de desconocidos, un hombre y una mujer, amordazaron y ataron a los soldados y los ocultaron fuera del camino, entre unos arbustos.
Después indicaron a la familia que los siguiese más adelante, a un claro que había en el bosque donde estarían seguros. Cuando por fin llegaron hasta allí, todos se sentaron en la suave hierba y el hombre preguntó: “¿Por qué les han detenido los revolucionarios? ¿Es que también tienen sangre noble?”. Al oír la palabra “revolucionarios”, todos entendieron que se hallaban en medio de la Revolución Francesa. “Y supongo que ustedes son nobles también”, dijo el padre casi afirmándolo. La pareja asintió, eran duques y pertenecían a una familia que tenía una antepasada, emparentada con Luis X, que afirmaba haber visto personas desvanecerse en el aire en su propio carruaje. Tanto los padres como los hijos se miraron entre sí e intentaron simular el asombro en sus caras.
“Disculpen la pregunta”, dijo el padre, “pero con todas estas persecuciones me he perdido en el calendario”.
“Es muy normal”, contestó la pareja. “Estamos a dos de febrero de 1790”.
De repente, se escuchó un ruido y todos se prepararon para huir o para atacar. Una familia, igual que la de Marie y Pierre, apareció de entre los arbustos.
“¡Ah!, nuestros fieles sirvientes”, exclamó el duque. El padre se quedó con la boca abierta, ya que el sirviente de edad más avanzada se parecía mucho a él y lo mismo pasaba con sus hijos.
“Han tenido mucha suerte de no ser llevados con los revolucionarios. Además, nos lo deben todo”, dijo el duque. “Los sacamos de las calles y de la pobreza ofreciéndoles trabajo y un lugar donde dormir”, continuó diciendo el hombre.
“Será mejor que no continuemos en este sitio mucho tiempo o los soldados revolucionarios nos encontrarán. Hemos descubierto una casita un poco más adelante donde podremos pasar la noche”, dijo una de las sirvientas.
Salieron de entre los árboles y volvieron al camino, siempre atentos a que nadie los asaltara. Ya estaban muy cerca de la casita cuando Marie dijo: “¿Qué es esa cosa que está colgando de esa rama?”. Todos miraron hacia arriba y vieron como un tarugo estaba ligeramente inclinado hacia abajo; algo un poco pesado lo provocaba. Desde esa distancia Pierre cogió un palo y lo lanzó hacia la rama, lo que produjo la caída de lo que colgaba del árbol. Cuando la niña fue a recogerlo, su padre la detuvo sospechando lo que era. Ésta lo entendió y girándose todos hacia los duques y sus sirvientes se inclinaron y les dijeron que ellos ya se marchaban. Los nobles no podían entenderlo y cuando Marie fue a recoger el supuesto fragmento de reloj, una voz conocida resonó en sus oídos: “Una pequeña limosnita para esta pobre anciana”. La familia miró hacia ella y, justo antes de desvanecerse en el aire, pudieron escuchar al duque: “Madre, ¿cómo has llegado hasta aquí?”.
Una nueva nube de polvo lo cubrió todo y no había ni rastro ni de los duques ni de los sirvientes. Lo que sí habían descubierto era que esa anciana era la madre del duque. No tenían ni idea de qué estaba ocurriendo, pero una cosa estaba clara: esa anciana tenía algo que ver con aquellos viajes en el tiempo. Tres caminos les impedían continuar y era muy posible que cogiesen el equivocado hacia la dirección que fuese.
De repente, un hombre apareció por el sendero de la izquierda y mientras caminaba iba gritando: “¡Han abolido la esclavitud! ¡La han abolido definitivamente!”. Cuando vio a la familia les dijo que si querían ir a la fiesta que había en el pueblo debían ir rápido o la comida se acabaría. Y como éstos no sabían a dónde ir, tomaron la ruta de la izquierda.
Una casita y un molino, ambos recién construidos, estaban junto al camino y el aparato se movía a gran velocidad. Unos minutos después, el padre recordó la fecha en que habían abolido la esclavitud. Al parecer se encontraban en la Segunda República Francesa (1848-1852). Muchos acontecimientos habían ocurrido hasta ese momento, como la Primera República o el Imperio de Napoleón Bonaparte.
Siguieron caminado en aquella dirección hasta que un nuevo carruaje les pasó rozando. Pero esta vez el padre de la familia no gritó nada por miedo a que les ocurriera algo. Aun así, una anciana se asomó por la ventana del carruaje y les gritó: “Una limosnita para esta pobre anciana”. Al verla, todos corrieron en dirección al carruaje mientras la mujer no paraba de reírse.
Al final tuvieron que detenerse, porque el vehículo iba muy deprisa y era imposible que lo alcanzasen, y poco a poco la risa de la insoportable mujer se perdió en aire. La respiración y el movimiento del corazón de la familia eran muy acelerados y todos estaban demasiado enfadados. Justo a continuación, un grupo de personas aparecieron cantando y bailando por el camino. Cuando la familia los vio se unió a ellos y, todos juntos, prosiguieron el boscoso sendero. Entre aquel grupo de personas, un padre, una madre, y sus dos hijos habían sido esclavos durante varios años, y ahora, por fin, dejarían de serlo para siempre. Al ver que un nuevo grupo se unía a la congregación de personas, se pegaron a ellos. Muy contentos, los niños saludaron a Marie y Pierre y éstos les devolvieron el saludo, sobre todo Pierre, cuyo parecido con el otro niño era indiscutible. Y cuando su padre miró al antiguo esclavo, nuevamente volvió a quedarse con la boca abierta y sin poder controlarlo, se le escapó la palabra “¿Abuelo?”. El hombre lo miró extrañado pero no prestó mucha atención de lo contento que estaba. Continuaron caminando hasta que un hombre a caballo llegó a toda prisa diciendo: “¡Bandidos, bandidos en la zona, volved al pueblo cuanto antes!”. De repente varios hombres aparecieron de entre los arbustos y el jinete fue acorralado y liquidado. La gente empezó a correr de un lado para otro sin saber adónde ir mientras los bandidos los asaltaban. La antigua familia de esclavos huyó también mientras Marie, Pierre y sus padres se quedaban allí parados.
Uno de los bandidos los vio y fue hacia ellos rápidamente; sacó su navaja e intentó herir al padre, pero éste tenía buenos reflejos y le pudo esquivar, lo que dio la oportunidad a Pierre de darle un buen golpe en la cabeza y dejarlo inconsciente durante unos minutos. De repente Marie dio un grito y corrió hacia el suelo. Los bandidos la oyeron y fueron hacia ellos sin dilación, pero ya era demasiado tarde, pues la familia, después de varios rayos de luz, se había desvanecido en el aire.
El otoño había comenzado y, gracias a ello la caída sobre el camino fue menos dura, debido a la gran cantidad de hojas que había por todas partes. Cada uno de los miembros de la familia se levantó y miró a Marie desconcertado. Ésta les explicó que uno de los bandidos tenía el trozo de reloj en uno de sus bolsillos y que, cuando Pierre lo golpeó, debió de caerse al suelo. Mientras intentaban descubrir en cuál de las distintas épocas se encontraban, el padre no paraba de darle vueltas a la cabeza sobre lo que había descubierto sobre sus antepasados. Habían sido esclavos durante mucho tiempo y antes simples campesinos. Su padre siempre le había hablado de lo rica y poderosa que había sido su familia desde mucho antes de la revolución y éste siempre había considerado a la gente inferior como algo inservible en el mundo. Y ahora se arrepentía de todo.
Caminaron un poco más hasta que llegaron a una especie de barrera con una caseta donde, seguramente, encontrarían a un guarda. Aún no habían vuelto a su tiempo, así que lo mejor sería no llamar la atención y rodearla atravesando el bosque que había alrededor. Cuando hubieron bordeado la caseta, intentaron alejarse lo más posible, pero un fuerte estruendo se produjo a lo lejos, como si una bomba hubiese caído muy cerca de donde ellos se encontraban.
El hombre que se encontraba en la caseta salió corriendo y dejó su puesto de vigilancia. La familia iba a hacer lo mismo cuando una persona les chistó por detrás. Era la anciana que los había metido en aquel lío. Todos estaban muy enojados con ella, todos excepto el padre, pues gracias a ella había descubierto que su familia lo había engañado durante tantos años. Pero antes de que él pudiera decir nada, ésta les dijo que la acompañasen, que tenía que mostrarles algo.
Anduvieron durante unos minutos hasta que llegaron a un pueblo medio en ruinas. Los vestigios de la Primera Guerra Mundial provocaban que muchos se quedasen sin sus casas y, en 1916, la hambruna y la pobreza llegaban a cientos de lugares que fueron arrasados por ambos bandos.
Sigilosamente y sin que nadie los viese, la anciana los guió hasta una casa más o menos estable y les hizo mirar por la ventana. Pudieron ver a un hombre y a un niño de unos cinco años junto a él. El padre de la familia se dio cuenta al instante de que el que estaba tumbado en la cama, moribundo, era su verdadero padre. La anciana le explicó que él murió como soldado y que, luego, el niño fue adoptado por una familia rica y poderosa.
Tanto el padre como su familia no podían dar crédito a lo que veían. “Ahora podéis ver que, aunque pertenezcas a una familia poderosa o pobre o que sus antepasados lo fuesen, no puedes dejarte influenciar por ello y convertirte en uno de ellos. Por eso yo, una pobre ancianita que tiempo atrás tuvo antepasados de la más alta aristocracia francesa, acabó convirtiéndose en una pobre viejecita pidiendo limosna y ahora está pagándolo abriendo los ojos a otros para que no cometan el mismo error. No os creáis poderosos y ya está, usad ese poder para ayudar a los demás y seréis recompensados”.
Y dicho esto, metió la mano en su bolsillo y sacó el quinto fragmento del reloj de oro. “Ahora podréis volver a vuestro tiempo”, dijo la mujer. “¿Y qué va a pasar contigo?”, preguntó Marie. La anciana sonrió y dijo: “Quizás algún día cumpla mi condena y descanse en paz, pero hasta entonces, intentaré que todos los que pasan por mis manos entiendan mi mensaje”.
Alargó la mano y le entregó el fragmento a la niña. Cuando ésta lo cogió, todo se volvió negro y un profundo sueño llenó a la familia, que se despertó minutos después bajo la sombra del gran árbol.
¿Había sido todo un sueño? ¿Nunca habían viajado en el tiempo? No había respuesta a esas preguntas, pero quizás el reloj de oro que Marie tenía en su bolsillo podría responderlas. Algo cansados, la familia recogió la comida y la metió en la cesta y por precaución tomó el camino corto aunque el sol fuese abrasador. Ellos sufrirían pero habían aprendido una importante lección».
Salomón terminó de hablar y los niños lo miraron, un poco adormecidos pero contentos por haber escuchado una historia tan fantástica.
De repente se oyó el ruido de pasos y todos volvieron rápidamente a sus camas. Era la hora del reconocimiento y si había algo raro sufrirían un castigo por estar levantados tan tarde.
Salomón se acostó y tardó un rato en dormirse pensando en la historia de los viajeros en el tiempo y de por qué la doctora Braun le había dicho que era muy importante que todos la escuchasen sin perder detalle. Estuvo reflexionando durante un buen rato, pero al final el sueño le pudo y se quedó profundamente dormido.