Las últimas semanas del mes de mayo de 1944 fueron agotadoras para la doctora Braun y para Anna, pues los niños se encontraban en un estado deprimente a causa de los retrasos y la falta de interés en su formación.
Los alemanes se impacientaban porque querían enviar algún caso completo a los superiores que dirigían la operación cuanto antes, o éstos cancelarían el proyecto.
Por otra parte, Salomón había hecho todo lo posible por evitar que los nazis les comiesen el coco a sus demás compañeros. Y luego estaba la promesa de Elisabeth de ayudarlos a escapar de aquel horrible lugar, aunque el muchacho aún no sabía cómo lo conseguiría.
Fue entonces, el día uno de junio de 1944, cuando todo dio un vuelco inesperado.
Eran las ocho de la mañana, y Elisabeth y Anna ya estaban levantadas y terminando su desayuno matutino. La luz del sol en el amanecer brillaba con fuerza; el verano estaba cerca y el calor empezaba a notarse. Elisabeth suspiró varias veces dicha mañana y Anna sabía por qué. Aquella semana tocaba ir al pueblo, pero debido al incidente de la vez anterior, ambas tenían prohibida la salida de la casa. Anna intuía que la doctora sentía algo por aquel muchacho y que se arrepentía mucho de haberle mentido.
No recibieron noticias del exterior hasta después de la comida, cuando alguien llamó a la puerta. Anna fue hacia ella y giró la llave tres veces hacia la derecha; cuando la abrió, el oficial Krause y el suboficial estaban plantados frente a ella. Mirando hacia abajo y moviendo el brazo derecho indicando que entrasen en la casa, ambos hombres inclinaron la cabeza y accedieron al interior.
Cuando la doctora Braun los vio, se levantó de un salto del sofá, asustada por lo que pudiese pasar. Antes de que los hombres tuvieran la oportunidad de decir nada, Elisabeth preguntó:
—¿Quieren que les ofrezca algo, café o té? —dijo temblorosa y de la forma más amable posible.
—No se moleste, señorita Braun, sólo hemos venido a informarle de su futuro en este lugar.
—¿Mi futuro? ¿Qué quiere decir? —preguntó confusa la mujer.
El suboficial se acercó a ella y sonrió:
—Berlín nos ha comunicado que su padre no está tan desaparecido como se creía. Al parecer, unos soldados vieron al doctor salir a hurtadillas de su habitación con una especie de maletín o maleta de viaje. Los soldados pensaron que iría al hospital por alguna urgencia, pero en realidad fue para darse a la fuga. En la estación de Varsovia lo vieron subirse a un tren en dirección a Checoslovaquia. A partir de ahí se le perdió la pista, pero es muy posible que usted sepa dónde está —dijo acercándose aún más a la mujer, lo que llevó al oficial Krause a obligarle a relajarse.
Elisabeth empezó a sudar pero intentó hacerse la sorprendida, pues no había ninguna prueba de que su padre se pusiera en contacto con ella, salvo la carta que le envió a Berlín, la cual fue quemada antes de partir a París.
—La última vez que hablé con mi padre fue varias semanas antes de que desapareciese y no me comentó nada de fugarse. De verdad que no sé dónde ha podido ir —dijo medio llorando la mujer.
—Tenemos nuestras sospechas de que su padre está en Suiza, aunque por supuesto, no sabemos el lugar exacto. Y da la casualidad de que nosotros nos encontramos muy cerca de dicho país. Si no puede decirnos dónde se halla su padre, la enviaremos de vuelta a Alemania dentro de una semana; usted decide, doctora Braun —dijo el oficial Krause.
Elisabeth se quedó muy sorprendida por lo que acaba de oír y tuvo que sentarse para meditar. Anna la observaba desde la cocina y no se atrevía a acercarse a ella.
Después de pensarlo durante unos segundos, la doctora Braun dijo:
—No sé dónde está mi padre, envíenme a Alemania si quieren, ya no me importa —dijo levantándose de nuevo.
—Muy bien —dijo el oficial—, haré los preparativos que sean necesarios, y usted y su ayudante abandonarán Yvoire el ocho de este mes.
—Sólo una cosa me permito pedirle, oficial —dijo seriamente la doctora, cuyo valor había aumentado un poquito.
—¿De qué se trata? —dijo bruscamente el hombre.
—Déjeme despedirme de los niños, seguro que querrán escuchar la última de mis historias —suplicó la mujer.
El hombre la miró y luego, haciendo un gesto con la mano, él, junto con el suboficial, salió por la puerta sin decir nada.
Elisabeth cayó en el sofá entre rendida y malhumorada. Una vez pasado el peligro, Anna corrió hasta la doctora y le susurró al oído:
—¿Otra historia, señorita? Pero si nos envían de vuelta a Berlín ¿de qué servirá? —preguntó Anna confusa.
La doctora Braun se secó las lágrimas y dijo firmemente:
—Nuestro plan se efectuará según lo previsto y ni siquiera estos estúpidos nos podrán detener —dijo, y levantándose nuevamente, corrió escaleras arriba.
Ya amanecía y el viejo Louis iba de camino a abrir su tienda como de costumbre. Tarareaba una canción que había escuchado en la radio cuando vio a una mujer que corría hacia él desesperada. Casi sin palabras, le tiró del brazo y le dijo que la siguiera. El pobre tendero no cabía en su sorpresa al descubrir cómo su tienda había sido agredida. El cristal del escaparate estaba roto y en el interior había un gran alboroto de cosas tiradas por el suelo. Pegada en la puerta había una nota de los mismos alemanes. En ella le advertían de que tuviese cuidado y no hiciera preguntas equivocadas. Sólo eso; y él se quedó muy sorprendido por aquella extraña amenaza. Cuando Pierre llegó para ver lo ocurrido, no cupo en su asombro pero no se sorprendió tanto, pues sabía que su relación con la doctora Braun había tenido mucho que ver. Algo intranquilo, consoló al viejo Louis y le ayudó a ordenar aquel desastre.
Esa noche, Elisabeth no dejó de dar vueltas en la cama. Estaba nerviosa y, al igual que Anna, temía que los alemanes las enviasen a un campo por traición o algo parecido.
No lejos de allí, en las profundidades de una de las cuevas situadas bajo la casita, se estaba celebrando una reunión secreta entre el oficial Krause y otro oficial que había viajado extraoficialmente desde Berlín. Venía pidiendo resultados o el proyecto se suspendería; además, corrían muchos rumores acerca de los aliados y no podían esperar sentados a que éstos descubriesen sus experimentos. El oficial Krause bajó la cabeza y asintió sin decir nada. Ni siquiera mencionó a la doctora Braun, pues no quería poner en peligro la confianza que aquel oficial tenía en él. Nada más ocurrió aquel día, y nadie se podía imaginar lo que pasaría varios días más tarde; algo que cambiaría el rumbo de la Historia.
Era la madrugada del 6 de junio de 1944 y Elisabeth dormía plácidamente en su cama. Anna también lo hacía, aunque ambas mujeres no habían parado de pensar todos aquellos días en lo que les pasaría al abandonar Francia.
Todo estaba en calma cuando, de repente, golpearon fuertemente la puerta de entrada. Al principio ninguna de las dos pudo oírlo, pero un golpe aún más fuerte provocó que ambas se sobresaltasen. Un poco adormecida, Elisabeth se levantó de la cama y se puso su bata mientras Anna encendía algunas velas. Volvieron a golpear la puerta y, rápidamente, la doctora Braun cogió una de ellas y bajó las escaleras esperando que el que estuviese fuera no fuese el suboficial. Desgraciadamente la doctora no tuvo tanta suerte, pues éste estaba esperando, impaciente, a que ella abriese la puerta.
Aún medio dormida y con los ojos casi cerrados, Elisabeth le preguntó:
—¿Qué se le ofrece?
—Usted y su ayudante, vístanse y prepárense para reunirse con el oficial dentro de quince minutos —dijo dando media vuelta y desapareciendo en la oscuridad.
Elisabeth lo miró extrañada, pues no esperaba una reunión a altas horas de la madrugada. Anna la estaba esperando en el vestíbulo y Elisabeth le transmitió el mensaje del suboficial. Rápidamente, las dos mujeres corrieron escaleras arriba; sabían que al oficial Krause no se le hacía esperar.
Catorce minutos después, estaban aseadas y vestidas esperando que alguien apareciese. Elisabeth temblaba, porque se estaba temiendo lo peor y era muy posible que las deportasen aquella misma noche.
Varios segundos después, un soldado alemán entraba por la puerta principal de la casa. Después de colocarles los vendajes negros y guiarlas hasta el campo de concentración, ambas mujeres vieron la belleza de la cueva-iglesia iluminada. En uno de los bancos y muy cerca del altar se encontraba sentado el oficial Krause. Estaba pálido como si le hubiesen dado un buen susto, aunque intentaba fingirlo. Cuando vio a las dos mujeres se levantó y las saludó con una reverencia. Después les ofreció que se sentasen y hablando con voz clara dijo:
—Supongo que se preguntará por qué les he llamado a estas horas, doctora Braun.
—¿Qué puede ser tan importante, que deba hablar conmigo en medio de la noche? —preguntó Elisabeth entre valerosa y nerviosa.
—Aún es pronto para que las noticias lleguen hasta aquí, pero por el norte seguro que han declarado la alarma —dijo el oficial, que volvió a palidecer.
—¿Qué ha pasado en el norte, oficial? —preguntó la doctora curiosa.
El hombre casi no podía hablar pues los nervios lo corrompían por dentro. Al final consiguió soltar alguna frase:
—Las tropas aliadas han desembarcado en Normandía, todo está lleno de americanos, ingleses, franceses y demás.
Elisabeth se quedó con la boca abierta; todavía había una oportunidad de que los rescatasen. Pero el oficial interrumpió sus pensamientos:
—Aun así, puede que sea como en otras ocasiones y caigan ante nuestros ejércitos —siguió diciendo el hombre.
—Y para eso me ha llamado, ¿para decirme que las tropas aliadas están intentando liberar Francia? —dijo Elisabeth perdiendo el miedo al oficial.
Él la miró malhumorado pero, aun así, siguió hablando:
—Si los aliados consiguen hacerse con el control de este país y descubren nuestro pequeño proyecto, nos arrepentiremos eternamente de haberlo iniciado, y por eso debo esperar a que alguno de mis superiores me dé alguna instrucción —dijo el hombre nervioso.
—¿Y qué pasará conmigo, Anna y los niños? —preguntó Elisabeth preocupada.
—Usted y su ayudante saldrán de aquí como estaba previsto dentro de dos días. Los niños serán enviados a un campo, normal, de concentración en Alemania.
Era de esperar y Elisabeth sabía que el tiempo se le estaba acabando y no podía dejar tiradas a aquellas criaturas.
—¿Alguna cosa más? —preguntó la mujer esperando salir cuanto antes de allí.
—Eso es todo por ahora. Vayan preparando sus cosas para el viaje —dijo y se dio la vuelta para marcharse, cuando la voz de la doctora Braun resonó en su cabeza:
—Disculpe, oficial, pero me gustaría pedirle un último favor, si no le parece mal —dijo poniendo los mejores ojos que tenía.
Éste dudó unos segundos pero al final respondió:
—¿De qué se trata?
—Nunca más volveré a ver a los niños, si me pudiese dejar contarles la última de mis historias y despedirme de ellos, se lo agradecería enormemente —dijo poniendo cara de pena.
Él volvió a dudar; ya no confiaba completamente en ella y al final dijo:
—Está bien, pero un soldado deberá estar presente durante el relato, ¿entendido? —dijo severamente el oficial.
Elisabeth sonrió y asintió felizmente, aunque no lo expresó demasiado.
Después, el oficial se dio la vuelta y se marchó. Elisabeth y Anna fueron conducidas de nuevo a la casita donde los primeros rayos de sol empezaban, levemente, a atravesar las cortinas. No había tiempo que perder, debían prepararlo todo para que su plan saliese según lo esperado.
Las noticias no tardaron en volar por todo el país y llegaron hasta los oídos de Pierre y del viejo Louis.
La tienda aún estaba en reparaciones, pero Pierre fue de todas formas. Cuando Louis lo vio le dijo en voz baja:
—Pierre, no deberías estar aquí; si alguien te ve hablando conmigo en estos momentos, los alemanes podrían quitarte tu barco, o algo peor —dijo preocupado el viejo.
—No te preocupes, estarán demasiado ocupados enviando hombres al norte. Lo voy a hacer dentro de dos días —dijo muy convencido el muchacho.
—¿Estás seguro de ello? ¿Lo has meditado con calma? —le preguntó el hombre intentando hacer que recapacitase.
—Está decidido, abandonaré este lugar lo antes posible —dijo el muchacho.
—¿Y ya has reflexionado sobre qué hacer con Elisabeth? —preguntó el viejo, intrigado.
—No paro de pensar en ella aun estando en el bando en el que se encuentra, pero sé que es imposible, así que me iré sin su compañía.
Y dicho esto, salió de la tienda y corrió en dirección al puerto.