Capítulo

12

Había caído la noche y el día 7 de junio de 1944 estaba a punto de terminar. El equipaje estaba preparado y colocado junto a la puerta principal; la casa relucía, limpia, pues Anna debía dejarla como si no hubiesen utilizado casi nada de ella. Las luces permanecían apagadas porque no había nadie en el pequeño lugar y esta vez ningún soldado la vigilaba desde fuera.

Los niños la observaban impacientes y ella les devolvía la mirada, intentando que no se le notase su impaciencia y preocupación.

Procurando no tartamudear, Elisabeth dijo:

—Hoy contaré mi última historia —lo dijo de golpe, lo que sorprendió a los niños.

—¿Es que se va a alguna parte? —preguntó una niña de unos siete años.

—Debo marcharme para encontrarme con mi padre enfermo en Alemania, pero os prometo que volveremos a vernos —y, a la vez que lo decía, le guiñaba un ojo a Salomón.

Hubo silencio de nuevo y la doctora vio el momento de iniciar el relato:

—Este último cuento se titula: «Dos historias valen más que una».

«El fuego de la chimenea alumbraba y calentaba la sala de estar mientras el fuerte y frío viento golpeaba las ventanas. Pronto nevaría y era muy posible que se iniciase una tormenta. Junto a las calientes llamas, un perro dormía sobre una alfombra y, a su lado, una anciana sentada en un cómodo sillón y tejiendo un jersey de color verdoso observaba cómo los troncos de madera se consumían poco a poco.

Sus ojos se iban cerrando a medida que pasaba el tiempo, pues la comodidad era tal, que incitaba a dormir durante un rato.

Cuando había comenzado a soñar, alguien abrió la puerta de la sala y entró corriendo en la habitación. Era una niña de unos ocho años que empezó a mover el brazo de la anciana con fuerza. Ésta tardó un poco en volver al mundo real, pero un ladrido de su perro, que había sido despertado por la niña, provocó que la mujer abriese los ojos e interrumpiese sus pensamientos.

Una vez que la anciana vio a la niña, sonrió y le ofreció sentarse sobre sus rodillas. Algo menos alterada, la niña dijo: “Mamá y papá han ido al pueblo a por comida antes de que estalle la ventisca y me han dejado aquí para estar contigo hasta que vuelvan”.

“Muy amable por tu parte”, respondió la mujer.

Durante un tiempo estuvieron las dos mirando hacia el fuego sin darse cuenta de que la ventisca había comenzado. Cuando un copo de nieve de un tamaño considerable golpeó una de las ventanas de la sala, provocó que tanto la abuela como la nieta se sobresaltasen.

Viendo que la niña estaba un poco asustada, la abuela le preguntó: “¿Quieres que te cuente una historia mientras vienen mamá y papá?”.

La niña la miró y, tranquilizándose un poco, asintió. Su abuela sonrió y comenzó a hablar: “Nuestra historia comienza en un país lejano, más concretamente en un pequeño pueblecito. En aquel lugar, de entre toda la población, estaba la familia Smith, cuya fortuna era inmensa; por otro lado, los Bennett, la segunda familia más rica del pueblo, había invertido mucho de su dinero en ayudar a salir adelante a la población, algo que los Smith no habían hecho. Ambas familias tenían una gran rivalidad y ninguno se soportaba. Desde hacía varias generaciones, tanto unos como otros, su único objetivo era intentar apoderarse de la fortuna, de las tierras y del poder que tenían sobre los demás.

Un día, mientas un sol resplandeciente lucía en el cielo, una muchacha de unos veintidós años caminaba por un bosque buscando bayas y alguna que otra flor que poder oler. Era morena y alta, y llevaba un vestido azulado igual que una princesa de cuento. Su distracción era tal que no se dio cuenta de que alguien la estaba siguiendo. Todo lo que ocurrió a continuación fue muy rápido, pues el desconocido se abalanzó sobre la muchacha y ésta no lo vio venir. El hombre le tapó la boca para que no gritara pero ella le mordió la mano, lo que provocó que el desconocido lanzase un chillido de dolor. La chica aprovechó el momento y corrió con todas sus fuerzas hacía la salida del bosque. Pero el desconocido era más rápido que ella y la alcanzó a los pocos minutos.

Ya estaba a punto de rendirse cuando escuchó una voz detrás de ella. Sonaba a un hombre, más bien joven, y decía algo así como “suéltala” o similar. El ladrón se dio la vuelta y vio a un muchacho joven de unos veinte años de edad que lo miraba fijamente, enfurecido. El ladrón tiró a la chica al suelo y se lanzó contra el recién llegado, el cual, con sus buenos reflejos, pudo evitar que lo golpeasen. Un simple puñetazo bastó para que el ladrón se lo pensase dos veces antes de volver a atacarlo y, olvidándose de la chica, se fue de allí.

Jane, que así se llamaba la muchacha, estaba acurrucada en el suelo, aún muy asustada, y no paraba de llorar. John, el muchacho, corrió hacia ella para ver si ese desalmado le había hecho algún rasguño. Cuando se acercó a la muchacha para ayudarla a levantarse, ésta lo miró y, al instante, se quedó prendada de él. Un poco embobada todavía intentó disimularlo haciéndose la asustada, aunque las lágrimas se le pasaron enseguida. El chico le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Aún era temprano, pero Jane no quería permanecer en aquel lugar ni un minuto más, por lo que, después de agradecer a John el haberla ayudado, le dio un beso en la mejilla como recompensa y se marchó corriendo hacia la salida del bosque que se hallaba a un metro de donde se encontraban. El muchacho al principio no pudo entender porqué se había ido tan rápido, pero él también estaba enamorado de aquella peculiar señorita y no pararía un segundo hasta volver a verla».

La abuela se detuvo y miró a su nieta, la cual parecía muy interesada en la historia. Sin decir nada, continuó:

«Cuando John Bennett llegó a casa, su madre estaba preparando la cena, mientras su padre leía la prensa en un cómodo sillón y fumaba una buena pipa de madera. Su perro Toby saltó sobre él cuando entró por la puerta y empezó a llenarle la cara de saliva. Cuando por fin pudo deshacerse de él, se acercó a su madre y la besó en la mejilla. Ésta notó al instante el buen humor del muchacho y le preguntó si había ocurrido algo en el bosque. Muy entusiasmado, John les contó a sus padres cómo había ahuyentado a aquel ladrón y cómo había salvado a la chica de ser robada o, incluso, secuestrada. El padre, orgulloso de él, le dijo que le ayudaría a encontrar a aquella desconocida.

Toda la familia Bennett estaba reunida para celebrar el ochenta y nueve cumpleaños del abuelo Bennett. Todos los hermanos, primos, sobrinos, hijos, y demás habían ido a la gran mansión para la ocasión.

Y, justo al lado, los Smith celebraban el noventa cumpleaños de la abuela Smith. Todos los Smith del mundo entero también se habían reunido para celebrar el evento.

Ambas mansiones bullían de gente y al final aquello se convirtió en algo agobiante. John tenía mucho calor, por lo que salió al jardín de la casa para despejarse un poco. Caminó durante un rato entre la arboleda hasta llegar a la parte vieja de mansión. Justo al final de la casa de los Bennett y de la de los Smith había un gran lago que unía ambas mansiones y no se distinguía ninguna verja ni arbusto que las separase.

Un pequeño quiosco de música situado en una isla en el centro de lago incitaba a la tranquilidad, por lo que el joven muchacho decidió ir hasta allí. En el viejo muelle situado en la orilla del agua el joven encontró una barca y dos remos. Con un pequeño brinco, John saltó dentro y comenzó a remar lentamente hasta llegar a la isla. El lugar estaba muy viejo, como si no se hubiera utilizado durante décadas. Cuando subió el primer peldaño, la madera crujió y alguien se movió en el interior del quiosco. John preguntó por aquél que se había movido pero nadie contestó. Pensando que había sido algún animal, John subió el resto de los escalones y se apoyó en la barandilla para poder observar cómodamente el paisaje. Sin poder esperárselo, alguien lo golpeó en la cabeza, aunque no fue lo bastante fuerte como para dejarlo inconsciente. John se dio la vuelta y vio ante él a la muchacha que había salvado aquel día. Ésta también lo reconoció y bajó la cabeza avergonzada. Después, ambos se sentaron y empezaron a hablar. Jane le contó que solía venir al quiosco todas las noches para poder librarse de su familia durante unas horas y que nunca esperaba que otra persona pudiera encontrar aquel lugar. Por su parte, John asimismo quería alejarse de su familia durante un tiempo y había descubierto aquel lugar silencioso en medio del lago que lo incitaba a ir también.

Poco a poco, ambas personas se fueron relajando y empezaron a charlar. Se lo pasaron bien aquella noche contándose cosas el uno al otro, pero ninguno de ellos desveló su verdadera identidad hasta el final. Cuando estabnan a punto de marcharse, Jane le preguntó: “Y, ¿vives por aquí cerca?”. “Vivo en la mansión Bennett”, dijo el muchacho esperando que su rango de clase alta no influyese demasiado en ella.

Ella se quedó con la boca abierta pero no quiso mentirle y respondió: “Yo vivo en la mansión Smith y hoy es el cumpleaños de mi abuela”, dijo rezando para que su amado no cambiase bruscamente.

Pero a éste, aún con la boca abierta, no le importó y como si de imanes se tratasen, se besaron.

Aun así, sabían que sus familias no aprobarían su relación; por lo que, por el momento, debían mantenerla en secreto.

En los días siguientes, mientras ambas familias disfrutaban de su cómoda vida junto a los suyos, Jane y John salían a escondidas por la puerta trasera de sus respectivas mansiones y se encontraban en el quiosco, su lugar secreto.

Cuando Jane llegó a casa, ya había oscurecido y su madre estaba preocupada. Ella le dijo que había perdido la noción del tiempo pero que no volvería a ocurrir. La abuela Smith estaba sentada junto a la chimenea y le pidió a su nieta que se acercase. Jane se sentó en el brazo del sillón y escuchó a su abuela: “Tú te estás viendo con alguien”, le dijo de repente la mujer. “Creo que te estás confundiendo, abuela”, dijo intentando disimular la chica.

“¿Lo conozco?, ¿es de por aquí?”, volvió a decir la anciana insistente.

“Está bien, está bien, sí, me estoy viendo con alguien pero no se lo digas a papá ni a mamá”, dijo susurrando Jane.

La abuela Smith sonrió de felicidad y le preguntó más detalles a su nieta. Ésta le contó lo suficiente sobre John, pero no desveló su identidad, pues no quería que a su abuela le diese algo.

Por otro lado, el padre de John estaba interesado en encontrar a la chica que su hijo había salvado, y éste no tuvo más remedio que confesar que la había vuelto a ver, pero no desveló su verdadera identidad.

Un día, a comienzos del mes de junio, la pareja decidió dar un paso en su relación y comprometerse. Pero para ello necesitaban el permiso de ambas familias, lo cual era imposible. Aun así, la pareja pesó que quizás la abuela Smith y el abuelo Bennett sí aceptasen. Por lo que, engañando a su abuela, Jane la condujo hasta el quiosco de música del lago. Al principio ésta no quería revivir viejos sucesos, pero al final aceptó; y lo mismo ocurrió con el abuelo de John, pues lo que le hubiese ocurrido en aquel lugar no le traía muy buenos recuerdos; pero, aun así, él también aceptó. Cuando el abuelo Bennett subió los primeros peldaños del quiosco, alguien se levantó de su asiento en su interior y salió de la oscuridad. La abuela Smith tuvo que ponerse las gafas para ver mejor a los recién llegados y cuando las miradas del abuelo y de la abuela se encontraron no hubo más que silencio. Tanto Jane como John se lo esperaban pero, no obstante, no desistieron. Tanto si querían como si no, la pareja obligó a que sus respectivos parientes se sentasen, y una vez ambos se hubieron tranquilizado, Jane empezó a hablar:

“Siento que todo esto haya tenido que ser así, pero no queremos que haya ningún conflicto con nuestras familias. Abuela, te presento a John Bennett, mi… prometido”, dijo la muchacha sin bajar la cabeza mientras su abuela la miraba como si la muchacha hubiese perdido el juicio.

Después, John habló:

“Un día nos conocimos y otro nos enamoramos, pero tenemos constancia de la competitividad que hay entre ambas familias y por eso lo hemos mantenido en secreto. Abuelo, te presento a mi futura esposa: Jane Smith”, dijo el muchacho manteniendo la mirada fija en él mientras éste no podía creer lo que estaba oyendo.

“No queremos causar problemas a nadie y no nos importa el motivo de esta rivalidad que, seguramente, surgió hace muchísimos años”, continuó Jane, “por eso hemos decidido irnos juntos de este lugar, pero antes queremos casarnos”.

Ambos ancianos la miraron sin entender.

“Queremos que vosotros nos deis vuestro permiso para que ello ocurra”, dijo John.

“¿Y qué pasa si no lo hacemos?”, dijo el abuelo Bennett.

“Es decisión vuestra, las consecuencias de lo que ocurra después las sufriréis eternamente”, dijo la pareja al mismo tiempo.

La niña interrumpió a su abuela: “¡Tienen que dejarles casarse!”, soltó la niña, lo que provocó que la mujer se sobresaltase.

“¿Eso es lo que quieres?”», preguntó la abuela.

Y viendo cómo la niña asentía, la mujer continuó: «Hubo silencio nuevamente y la pareja esperó con ansia la respuesta de los dos ancianos. Aquel lugar les traía muchísimos recuerdos; allí ocurrieron cosas que ambas familias desconocían y que ellos no podían ignorar. Al final, ambos suspiraron y sonrieron, después miraron hacia la pareja y dijeron:

“Hace muchos años, en este mismo lugar, nosotros también nos prometimos pero, por causas del destino, nos separamos y más tarde empezaría nuestra disputa. No queremos que también os ocurra a vosotros, por lo que tenéis nuestro permiso para casaros”.

Tanto John como Jane se miraron y sonrieron de felicidad. Después abrazaron a sus respectivos abuelos y les dieron las gracias por lo que habían hecho.

Al día siguiente, una nota aparecía en la cocina de cada mansión. En ella había sido redactada la carta de despedida de ambos hijos respectivamente. Aun así, en ninguna de ellas se mencionaba el porqué de la marcha, pues nadie quería que hubiese alguna disputa entre las familias.

El barco estaba a punto de zarpar y cuatro personas esperaban en el muelle. Jane y John permanecían cogidos de la mano y sus respectivos abuelos los observaban, felices.

Nadie volvió a verlos más y la familia sólo supo la verdad en el lecho de muerte de ambos ancianos, que lo confesaron todo.

Jane y John vivieron felices el resto de sus días. Fin».

La abuela terminó de contar la historia y dio un largo suspiro. Su nieta la miró contenta, pues el relato había acabado con un final feliz.

De repente se oyó abrirse la puerta de la entrada principal y la niña fue corriendo hacia ella: sus padres habían llegado. La ventisca había pasado y ambos pudieron volver del pueblo con provisiones.

Aquella noche, cuando la niña fue a acostarse, su madre se acercó a ella para darle las buenas noches y ésta le habló sobre la historia que le había contado su abuela. Cuando le relató el final, su madre la miró extrañada, pero no dijo nada y sonrió. Una vez hubo apagado la luz, salió de la habitación y volvió a la sala de estar. Su madre, la abuela de la niña, seguía en el sillón observando el fuego mientras sus ojos, húmedos, se secaban lentamente. Una vez que ésta la vio, se los secó con un pañuelo y después dijo:

«¿Ya se ha acostado la niña?», preguntó curiosa.

«Sí, y me ha dicho que le has estado contado tu historia pero su final no me suena mucho, la verdad», dijo su hija.

«Alice, Alice, ya sabes que no quiero preocupar a la niña con tonterías del pasado; eso ocurrió hace mucho tiempo».

«Si su abuelo John, papá, siguiese vivo, seguro que le hubiese contado la verdad», siguió diciendo la madre de la niña.

«¡Ya basta! No quiero seguir hablando de ello y será mejor que tú no le cuentes nada», dijo la anciana volviendo a mirar al fuego.

Cuando su hija se fue, la anciana bajó la cabeza y empezó a recordar lo que había ocurrido aquel día en el quiosco de música en el centro del lago.

«Todo estaba en silencio, pues el abuelo Bennett y la abuela Smith meditaban sobre lo que les habían pedido Jane y John. Después de un rato, la abuela Smith dijo: “No pienso dejar que mi nieta se junte con esta gente, no señor, no lo permitiré”.

“Y yo no consentiré que alguien de una familia tan sucia como los Smith manche a mi nieto con su mugre”, soltó rápidamente el abuelo Bennett.

“Muy bien”, dijo la pareja a la vez, “pues entonces no nos dais otra opción”, y, sin que los ancianos los pudieran detener, éstos fueron empujados y tirados al suelo mientras la pareja corría hacia uno de los botes y empezaba a remar en dirección a la orilla.

Por si ocurría lo que ellos temían, habían preparado un sencillo equipaje para embarcarse en un viaje del cual no volverían. Dejando la barca en el muelle del lago, cogieron el coche de los Bennett y corrieron en dirección al puerto del pueblo.

A duras penas, el abuelo Bennett y ala abuela Smith consiguieron levantarse y volver a la orilla. Rápidamente, ambos fueron a avisar a sus respectivas familias y todos juntos se unieron para detener a la pareja.

El primer barco hacia América zarpaba en cinco minutos y Jane y John ya tenían comprados los billetes para esa noche. Desgraciadamente, las familias habían avisado a la policía local para detenerlos y ésta les impidió llegar hasta el barco. Al final, el navío zarpó sin ellos y ambas familias se salieron con la suya.

Durante mucho tiempo, John y Jane fueron aislados del mundo hasta que el abuelo Bennett y la abuela Smith murieron. Las disputas entre ambas familias terminaron y, a pesar de la separación, la llama del amor todavía perduraba. Más tarde, Jane se quedó embarazada de una niña a la que llamó Alice. Por desgracia, John murió a los tres años de nacer su hija y cada noche la abuela Jane pensaba en lo que hubiera ocurrido si la abuela Smith y el abuelo Bennett hubiesen aceptado su compromiso».

La nieta de Jane nunca supo la verdad, pues su abuela no quería que le afectasen cosas que habían ocurrido en el pasado.

Existían dos historias, y una de ellas se había consumido hasta desaparecer.

Elisabeth paró de hablar y durante unos segundos hubo silencio en la habitación. Después, un niño de unos seis años dijo:

—Pero, ¿cuál es el verdadero final de la historia? —preguntó sin haber entendido muy bien cómo había acabado.

La doctora Braun lo miró y sonrió, seguidamente los observó a todos y dijo:

—Eso deberéis decidirlo vosotros —y se levantó de su asiento, lo mismo que el soldado que estaba vigilando. Cuando fueron en dirección a la puerta, Salomón corrió hacia ella y la abrazó; el soldado intentó separarlos pero el niño la estaba agarrando bastante fuerte con sus brazos. Al final acabó por soltarla y tanto el niño como la mujer sonreían. Los niños se levantaron y se despidieron de la dulce doctora mientras desaparecía por la puerta de la habitación, llorando para sus adentros. Parte de su plan había concluido, ahora quedaba lo más difícil: ponerlo en práctica.