Los rayos del sol, como cada mañana, atravesaban las cortinas de la habitación de Elisabeth y se proyectaban directamente en su cara. Solo que esta vez ella no se encontraba en ésta. La cama estaba vacía, las maletas estaban hechas y una fuerte tormenta pronto se iniciaría. Había un gran silencio en toda la casa; Anna estaba preparando el desayuno y, muy nerviosa, intentaba que no se le quemasen las tostadas; Elisabeth aún se estaba arreglando en el baño, un poco más tranquila y dándole vueltas una y otra vez a cómo escaparían de los nazis.
El reloj de la entrada marcó las ocho de la mañana y su sonido resonó por toda la casa. La doctora bajó al comedor; iba vestida de negro como si de un funeral se tratase y estaba muy seria intentando no perder la concentración. Antes de sentarse a comer, miró por la ventana y vio cómo varias nubes negras se acercaban, lejanas pero con un movimiento acelerado.
Ambas mujeres se sentaron y observaron el espléndido desayuno que había agotado todas las existencias del frigorífico y que ocupaba casi toda la mesa. Anna lo había hecho a conciencia para que los alemanes no pudieran aprovechar nada de ella. Puede que ése fuese su último desayuno, pues no sabían qué les depararía el futuro. Al poco de empezar, Elisabeth sonrió por primera vez aquel día y miró a Anna con esperanza: aún no estaba todo perdido. Ésta le devolvió la mirada de manera impasible ya que no las tenía todas consigo.
Después de degustar aquellos apetitosos manjares, las dos mujeres fueron a hacer los últimos preparativos para la marcha. De repente oyeron un trueno, a lo lejos, que daría el comienzo, dentro de poco, de la tormenta.
Elisabeth subió a su habitación para comprobar que había guardado todo en su maleta. Ésta estaba encima de una silla; la doctora la abrió y comprobó si estaba todo en orden. De repente, se dio cuenta de que faltaba algo: el libro de cuentos de su madre. Rápidamente corrió hacia el escondite donde lo había guardado, debajo de una tabla de madera del suelo y lo sacó de allí. No quería que los alemanes lo encontrasen y lo quemasen. Lo guardó en el fondo de la maleta y la cerró dando por finalizada la revisión.
Ayudada por Anna, bajaron todo el equipaje a la entrada principal. El reloj marcaba las diez de la mañana cuando alguien llamó a la puerta. Intentado no parecer nerviosa ni preocupada, la doctora Braun abrió la puerta y se encontró ante ella al oficial Krause.
Las primeras gotas empezaban a caer, aunque la verdadera tormenta aún no había empezado. Todos en el pueblo se habían guarecido en sus casas; las calles estaban vacías, en el puerto no había ni un alma, todo estaba en silencio. El viejo Louis había encargado un cristal nuevo para su escaparate y mientras tanto tuvo que colocar varios tablones de madera para que la lluvia no le mojase la mercancía. Le llevó todo el día ordenar su tienda y, con la ayuda de Pierre, lo había hecho mucho antes de lo esperado. Después de la advertencia de los alemanes, nadie había vuelto a pisar su establecimiento por miedo a recibir también amenazas.
Ese día, Louis recibió una visita; era Pierre y parecía muy alterado y entusiasmando a la vez. Cuando el tendero lo vio, le preguntó sin dudar:
—¿Qué te ocurre?
—Hoy es el día perfecto, Louis, con la tormenta los alemanes no me perseguirán por el lago, es mi oportunidad de escapar —dijo muy sonriente el muchacho.
El viejo lo miró sorprendido, pero sabía que no podría hacerle cambiar de idea, por lo que le animó todo lo que pudo.
—Y, ¿cuándo partirás? —preguntó Louis.
—Poco después de que empiece la tormenta iré hasta mi barco y lo prepararé todo para zarpar. Cuando me adentre en el agua será demasiado tarde para ellos.
—Tú crees que ella aparecerá —dijo el viejo.
Pierre lo miró seriamente pero no dijo nada, después se despidió de él y se fue a su casa para organizarlo todo para su partida.
Elisabeth tardó unos segundos en dejar entrar al oficial, pues se quedó un poco pensativa. Después de que Anna le diese un toquecito en el hombro, se apartó de la puerta y dejó pasar al hombre.
No tenían nada que ofrecerle porque Anna había agotado todas las reservas de café, té o derivados.
Cuando se hubieron sentado los tres en el salón, las dos mujeres miraron hacia el oficial Krause, intrigadas. Éste lo notó y habló:
—Bien, doctora Braun, hoy es el día de su marcha y, aunque haya infringido alguna de nuestras normas, me ha encantado trabajar con usted y espero que nos volvamos a ver cuando esta guerra termine —dijo el hombre, sonriente.
—¿Qué será de nosotras cuando volvamos a Berlín? —preguntó la doctora.
—¿A Berlín? —dijo casi riéndose el oficial—, me temo que eso no será posible.
—¿Qué quiere decir? —preguntó sorprendida la mujer.
—Quiere decir que no volverán a Alemania; su avión para Tokyo saldrá dentro de cinco horas desde Marsella. Debemos coger el tren para que nos lleve hasta allí de inmediato.
Las dos mujeres se quedaron con la boca abierta. No se podían creer lo que estaba oyendo: Japón, en la otra punta del mundo.
—Pero… —intentó decir la doctora.
El oficial no le hizo caso y continuó hablando:
—Además, hemos recibido un comunicado de Berlín. Al parecer los aliados avanzan por el norte cada hora que pasa y nos han ordenado que abortemos el proyecto. Los niños serán enviados a Alemania y este lugar se reducirá a cenizas; nadie debe saber nunca que hemos estado aquí —continuó diciendo el hombre.
Elisabeth no se lo podía creer, aunque sabía que no debía perder la calma, pues aún no estaba todo perdido.
—Ahora, si me disculpan, iré a por el coche. Estén preparadas para cuando vuelva —dijo el oficial.
Una vez que Anna cerró la puerta, Elisabeth corrió hacia ella y giró la llave cuatro veces, lo que provocó que la puertecilla que había debajo de las escaleras se abriese. A toda prisa bajó por el túnel y cuando llegó, cogiendo una pequeña barrita de metal que había arrancado del desagüe de la cocina, la golpeó contra los conductos de ventilación.
Después volvió sobre sus pasos hasta llegar a la casita y giró la llave una vez hacia la derecha, lo que provocó que el pasaje se cerrase.
En aquellos mismos momentos, los niños tenían su clase diaria de alemán. La señora Vogel impartía la lección y no se dio cuenta de la leve vibración en los conductos de ventilación que había sobre el aula. En cambio, Salomón sí.
El sonido de una bocina de coche se escuchó desde fuera, lo que indicaba que el oficial Krause las esperaba en el camino de salida. Por orden de éste debían dejar la llave de la puerta puesta en la cerradura, de forma que ésta quedase dentro de la casa. Cuando así lo hicieron, cogieron las maletas y caminaron lentamente hacia el vehículo. Elisabeth podía recordar el primer día que habían llegado a aquel lugar, un día soleado; y, ahora, se alejaban en la oscuridad de la tormenta. Unas primeras gotas muy molestas empezaron a caer a gran velocidad, por lo que las dos mujeres tuvieron que correr hacia el coche. Cuando hubieron entrado y luego colocado las vendas en los ojos, el motor del vehículo resonó en sus oídos y, a continuación, se pusieron en marcha.
Desde su casa, Pierre vio que la lluvia comenzaba poco a poco a caer con más fuerza, por lo que decidió que lo mejor era ponerse en marcha hacia el puerto. Cogió sus cosas, cerró la casa con llave y se fue de allí.
Los niños habían terminado su clase y ahora tenían unos minutos de descanso que debían pasarlos en la iglesia, pues una nueva misa estaba a punto de empezar. Ése fue el momento en el que Salomón reunió a los mayores del grupo, de entre doce y once años, y les explicó el plan para escapar.
Al principio éstos se asustaron, pero luego vieron que no tenían otra opción. Para que los alemanes no sospecharan, se dividieron en dos grupos de diez. Después de formarlos, uno de los niños preguntó:
—Pero, ¿cómo sabremos cuáles son los caminos que deberemos seguir para salir de aquí?
—¿Recordáis las historias de la doctora? —preguntó Salomón a todos.
Ninguno podría olvidar aquellos extraños pero entretenidos relatos que aquella amable mujer les había contado.
—¿Y qué tienen que ver ellos con salir de aquí? —preguntó otro niño.
—Cuando conocí a la doctora me dijo que las historias eran la clave para salir de aquí. Que ellas nos guiarían hasta la salida —siguió diciendo Salomón—; debemos pensar en ellas y encontrar el primer camino.
Todos miraron a su alrededor, desconcertados. ¿Dónde estaría el primer punto, a partir del cual pudiera empezar su huida?
Salomón comenzó a pensar en las historias. Una a una las examinó con detenimiento intentado encontrar la más mínima pista que le ayudase. De repente la halló. Se volvió hacia los niños pensativos y les dijo:
—¿Recordáis la historia: «Una búsqueda en Nueva York»?
Todos asintieron.
—La protagonista quería salir de uno de los barrios de la ciudad y aquel hombre de la cafetería le dijo que había una iglesia al fondo donde, justo detrás del altar, una puerta la llevaría al barrio siguiente —terminó de decir el muchacho.
Y, seguidamente, corrió hacia el altar y, quitando una bella cortina que mostraba la crucifixión, la corrió y descubrió una puerta ante él. Estaba cerrada, por supuesto, pero el niño tenía un as en la manga.
El primer grupo de diez niños se acercó a ella. Su líder, que no era Salomón, vio la puerta y comprobó también que no se podía abrir.
—Cuando la doctora Braun me abrazó ayer, introdujo una llave de oro en el bolsillo de mi pantalón. Estoy seguro de que ésta es la llave correcta —dijo, y se la dio al otro niño.
—¿Y tú no tienes otra? —preguntó éste.
Salomón sacó otra copia de su bolsillo que la doctora Braun había hecho para ellos.
Cuando el líder del primer grupo fue a introducirla en la cerradura, Salomón lo detuvo:
—¿Recuerdas la historia «El secreto de los cuatro cerrojos»? En ella la doctora resaltaba mucho la cuarta habitación donde el príncipe debía superar la última prueba para ser rey. Quizás estas puertas estén conectadas a algo o sea peligroso dar más de cuatro giros a la llave —dijo el niño confiando en la doctora.
La llave fue introducida en la cerradura y girada cuatro veces hacia la derecha. Nada ocurrió a continuación, tan sólo la apertura de la puerta. A partir de ahí, Salomón le dijo al líder:
—Ahora debéis seguir las indicaciones de las historias de la doctora. Si conseguís salir de la casa, ocultaos en el bosque y esperad a que nosotros también salgamos. Os daremos un margen de diez minutos; cinco minutos antes de que empiece la misa entraremos nosotros y espero que los alemanes tarden en reaccionar.
Cuando el primer grupo entró, Salomón volvió con los suyos, los cuales estaban entre asustados y animados.
Cinco minutos después, se oyó un ruido y todos, para abultar, se pegaron unos a otros para que pareciese que estaban los veinte juntos. Un soldado atravesó la sala mirando hacia ellos pero sin hacerles el menor caso ni sospechar nada.
Tras diez minutos de espera, Salomón vio el momento de marcharse. En silencio fue diciendo uno a uno que atravesase la puerta que había detrás del altar. Cuando ya habían entrado todos, se oyó un ruido de pasos en la iglesia y Salomón cerró la puerta con llave, acelerado, mientras su corazón le latía a mil por hora. Sin esperar más, les dijo a los niños que avanzasen rápido hacia adelante. Caminaron durante unos minutos por un largo pasillo hasta que una división en dos caminos los detuvo. Salomón volvió a reflexionar sobre historia de Nueva York y recordó que cuando Caroline, la protagonista, estaba en Central Park, para salir de allí, en cada camino debía coger el de la izquierda. Sin pensarlo dos veces, mandó correr por el camino izquierdo a todo su grupo sin mirar atrás.
El cura llegó a la iglesia de roca y se dirigió al altar. Todo parecía normal, hasta que se dio cuenta de que faltaban los niños. Como no sabía si había ocurrido algo o no, decidió esperar.
Continuaron caminando hasta que vieron otra puerta. Con la misma llave, Salomón la giró cuatro veces y la abrió sin que ocurriese nada. Después de cerrarla, observó el siguiente pasillo y vio un agujero en la pared. Era una apertura bastante grande y parecía como si lo hubiesen abierto recientemente. Según la historia de Nueva York, debían entrar en lo que parecía un conducto de ventilación. Avanzaron por él y, siguiendo las indicaciones de la historia, giraron una vez a la derecha y dos a la izquierda. Cuando llegaron al final del túnel, otros tres les impedían continuar. Salomón volvió a pensar en la historia de Nueva York; después de llegar a Brooklyn y visitar al marinero, éste le daba otra indicación para poder llegar a la casa donde vivía su padre. La primera por la derecha.
«¿Se referirá al primer túnel de la derecha?», pensó el muchacho.
Al final decidió que no tenían otra opción, por lo que tomaron ese camino. Fue poco después cuando descubrieron unas escaleras que subían hacia algún lugar, igual que las escaleras hacia la casa del padre de Caroline. Sin más tardar, comenzaron a ascender.
Ya era la hora de la misa y, al estar ausente el oficial Krause, el suboficial debía sustituirlo. Pensando que ya llegaba tarde, el hombre entró un poco acelerado en la iglesia. Y cuando vio que el cura estaba solo, corrió a preguntarle qué ocurría. Ésa fue la misma cuestión que éste le planteó al suboficial, pues creía que los niños estaban indispuestos a algo parecido. Desesperado, el suboficial, con la ayuda del cura, comenzó a buscarlos.
Parecía que las escaleras no se terminaban, pero al final los niños y Salomón consiguieron vislumbrar luz algo más arriba. Después del último escalón, vieron cómo una especie de puerta diminuta de madera había sido hecha pedazos recientemente, y Salomón supuso que lo habría hecho el primer grupo, pues una larga barra de metal estaba tendida en el suelo. Cuando todos la atravesaron, descubrieron que se hallaban en una casa y que aquel pasadizo se encontraba bajo unas escaleras que daban al primer piso de la misma. La lluvia chocaba contra las ventanas y el sonido de los truenos era continuo. Sabían que no podían quedarse allí por mucho tiempo, por lo que fueron a la puerta principal, cogieron la llave de la cerradura y salieron al exterior. Tanto tiempo encerrados bajo tierra provocó que sus ojos tuviesen que habituarse a la poca luz que había allí. Cerraron la puerta de la casita y giraron la llave cinco veces, olvidándose de parar en la cuarta vez. Tal giro bastó para que en el campo de concentración saltasen todas las alarmas.
Una luz rojiza se encendió en varias zonas del campo y el suboficial detuvo la búsqueda y, sin decir nada al cura, corrió hacia el exterior.
El segundo grupo aceleró la marcha hacia el oscuro camino del bosque y acto seguido surgió ante ellos el primer grupo. Todos estaban empapados y asustados y Salomón sabía que debía tomar el mando. Lo que tenían que hacer ahora era llegar hasta el pueblo, donde los esperaba la doctora. Pero antes había que atravesar el profundo bosque, lleno de caminos por los que perderse. Aun así, el muchacho sabía que la historia «Los bosques del tiempo» guardaba la solución.
Siguiendo al muchacho, el grupo de niños comenzó a andar a través del camino principal desde la parte frondosa mientras árboles y arbustos los ocultaban. Cuando llegaron a la primera división de senderos, Salomón recordó como la familia francesa perseguía a la anciana que pedía limosnas y que, en el lugar donde había un alto árbol, cogieron el camino de la derecha. Lo que ocurría era que no había ningún gran árbol entre los dos caminos, tan sólo un tronco reducido a cenizas seguramente por un rayo. Rezando para que aquél fuera el árbol correcto, tomaron el sendero de la derecha.
Más adelante vieron un puente de piedra que cruzaba un pequeño río. Recordando la detención de los revolucionarios a la familia francesa, siguieron a través del puente.
El suboficial llegó hasta la casita mediante el pasaje secreto del sótano, que estaba abierto gracias a que los niños habían girado la llave cinco veces. Como pudo comprobar, la puertecita a los conductos de ventilación estaba destrozaba e intentó imaginarse quién lo habría podido hacer. Muy enfurecido, llamó a varios soldados y fue a por su coche para detener el plan de la doctora.
Siguiendo el posible camino, una nueva división de tres senderos apareció ante ellos. Salomón, recordando el grupo de personas, felices porque se había abolido la esclavitud y cómo todos tomaban el camino de la izquierda para ir al pueblo, no lo dudó y fueron en aquella dirección.
Por último, lo más difícil de sortear era la caseta del guardia un poco más adelante. Elisabeth había supuesto que el día de la huida fuese de noche pero, aun así, la tormenta era una gran aliada y aportaba la oscuridad necesaria. Salomón sabía que debían internarse en el bosque para no ser vistos, y así lo hicieron. El guarda estaba encerrado en la caseta para no mojarse y prestaba poca atención a lo que ocurría a su alrededor, por lo que no vio a un grupo de veinte niños bordeando el puesto de vigilancia a unos pocos metros entre los árboles.
Cuando estuvieron fuera de la percepción del alemán, volvieron a situarse más cerca del sendero y continuaron adelante. Pronto vieron en la lejanía las primeras casas de Yvoire y al fondo el lago Lemán.
Siguiendo las indicaciones de la doctora y pensando en el último relato, «Dos historias valen más que una», si querían que aquello acabase bien debían darse prisa y llegar al puerto de inmediato.
En aquellos momentos, los pensamientos de Elisabeth estaban centrados única y exclusivamente en los niños, pues no sabía si habían recibido su señal de aviso o si las pistas de las historias les habían servido de algo para escapar. No paró de darle vueltas a la cabeza hasta que llegaron a Yvoire. Una vez en la ciudad pudieron quitarse las vendas de los ojos y contemplaron que las calles estaban desiertas a causa de la tormenta. Poco a poco atravesaron la ciudad hasta que, cuando circulaban muy cerca del puerto, Elisabeth vio cómo una figura pasaba junto al coche en dirección al muelle. Lo reconoció al instante, era Pierre y la mujer intuía perfectamente lo que el muchacho tenía intención de hacer. Sin pensarlo dos veces y susurrándole algo al oído de Anna, cuando el vehículo perdió velocidad, ambas mujeres abrieron su puerta y saltaron a la carretera. El oficial tardó un poco en reaccionar y, mientras tanto, Anna y Elisabeth se levantaban con solamente rasguños y corrían en dirección al muchacho.
—¡Pierre! —gritó Elisabeth.
Éste se dio la vuelta y vio a la doctora y a su ayudante corriendo hacia él entre la lluvia. Sin saber qué hacer, se quedó quieto y esperó a que llegaran hasta él.
Un poco asfixiada e intentando recuperar el aliento, Elisabeth dijo:
—¡Oh! Pierre, cuánto lo siento. Sé que me odiarás por estar con la gente para la que he trabajado, pero tienes que creerme: me obligaron y ya sabes que no tenía elección. Pero ahora deseo irme contigo, no quiero estar encerrada nunca más. Te quiero —dijo la mujer casi sin aire.
Pierre se quedó boquiabierto, aun desconfiado un poco de ella, compartía aquel amor y estaba feliz porque estuviese con él.
—Ahora debemos irnos, rápido, antes de que nos encuentre el oficial Krause —dijo Elisabeth.
Lo que ocurrió a continuación fue confuso para la pareja. El oficial salió del coche enfurecido mientras sacaba su pistola. Anna, que se encontraba cerca de ellos, vigilando que el alemán no apareciera, distinguió una figura acercándose entre la niebla. Él la reconoció y, creyendo que la mujer no diría nada, apuntó a Elisabeth con el arma. Anna lo vio y cuando el hombre apretó el gatillo, gritó rompiendo su silencio:
—¡Elisabeth, cuidado!
Pierre escuchó a Anna y, al tiempo que se tiraba al suelo con la doctora, el oficial apretaba el gatillo y la bala salía disparada hacia ninguna parte.
El alemán, sorprendido de que la ayudante de la doctora hubiese pronunciado palabra alguna, corrió hacia ella apuntándola con la pistola. Ésta gritaba de terror pues no quería morir de aquella forma. El oficial, perdiendo ya el juicio, deslizó su dedo sobre el gatillo, pero no tuvo tiempo de realizar el disparo porque una bala le atravesó en ese instante el corazón. El hombre cayó sin vida al suelo mientras Anna lloraba por lo ocurrido. Elisabeth corrió hacia ella y la rodeó con sus brazos, consolándola. Pierre estaba de pie, aún con un arma en la mano y apuntando hacia delante.
—Eso por todos los problemas que nos habéis causado y por no permitirme salir del país —dijo habiendo cumplido su venganza.
Después fue hacia las mujeres y dijo:
—Debemos irnos de aquí antes de que los nazis se den cuenta de que hemos matado a uno de sus oficiales —y fue a por el equipaje del coche mientras Elisabeth ayudaba a Anna a caminar.
Muy pronto llegaron al puerto; al igual que el resto del pueblo, éste estaba desierto. Los barcos permanecían amarrados en el muelle y se golpeaban unos a otros debido al fuerte viento. A duras penas, Pierre las llevó hasta su barco y comenzaron los preparativos para la marcha.
Una vez guardado el equipaje, los motores puestos en marcha y revisado que no se hubieran olvidado nada, Pierre vio el momento de partir. Pero Elisabeth le detuvo, pues aún faltaba algo.
Caminaban lo más rápido que podían, pero había niños de seis años que no estaban preparados para algo como aquello. Salomón lo sabía, pero también sabía que si los volvían a atrapar no saldrían vivos de allí. Cuando pasaron delante de una tienda, éste entró para preguntar por dónde se iba al puerto. El viejo tendero se sorprendió mucho al ver a aquella multitud de niños empapados que esperaba en la fría calle. Quiso ofrecerles pasar pero Salomón, después de agradecérselo, dijo que tenían mucha prisa y que no debían perder el menor tiempo.
Después de darles la dirección, el niño volvió a agradecérselo y salió de la tienda mientras guiaba a los niños para que no se demorasen y siguiesen caminando.
El viejo Louis aún no podía creer lo que había visto, pero cuando vio a un coche de los alemanes pasar junto a su tienda en dirección al puerto lo entendió todo y fue tras ellos.
Pierre estaba impaciente, pues si la tormenta pasaba, su huida sería más difícil. Pero también sabía que la doctora tenía una razón para esperar y pronto descubrió lo que era: una veintena de niños apareció de entre la niebla y la lluvia. Elisabeth bajó corriendo del barco y fue hacia ellos casi saltándole las lágrimas. Cuando la vieron, todos fueron hacia ella felices. Al ver ésta a Salomón, se abalanzó sobre él llena de emoción pues; deseaba más que nada que estuviera bien.
Cuando ya se habían calmado un poco y los niños ya empezaban a subir al barco, mientas la expresión de asombro no se iba del rostro de Pierre, el sonido del motor de un coche hizo saltar todas las alarmas. Segundos después, un vehículo alemán surgía en el puerto y de él salían varios soldados y el suboficial, lleno de rabia. La doctora ordenó al resto de niños que quedaban que subiesen al barco y que se ocultasen en él.
Después el hombre habló:
—¿Sabe?, yo nunca confié en usted. Si su padre nos traicionaba, su hija nos haría lo mismo; pero nadie pensaba que la asustadiza doctora Braun pudiese causar tantos problemas. Ya sabe que el precio de la traición es la muerte y luego sus queridos niños serán enviados a Alemania sin remedio —dijo casi riendo el suboficial—. Y, ahora —dijo sacando su pistola—, será mejor que se rinda si no quiere que nadie muera esta noche.
Elisabeth vio que no había salida alguna; tanto los soldados como el suboficial la apuntaban y era imposible que alguien los salvara. Hasta que, de repente, se oyó un disparo y un soldado cayó herido al suelo; y luego otro y otro más; y así fueron derribados todos los demás. El suboficial se dio la vuelta y Elisabeth vio la ocasión para regresar al barco.
—¿Quién se atreve a dispararnos? —gritó el alemán.
Nadie respondió y, acto seguido, el suboficial caía en el suelo herido en una pierna. De entre la oscuridad surgió el viejo Louis, portando su escopeta de caza en las manos. Temblaba de miedo pero no la soltó mientras pasaba junto a los soldados heridos. Pierre bajó del barco y corrió hacia él mientras Elisabeth observaba la escena.
—Has sido muy valiente, Louis, pero ¿por qué has venido? —preguntó intrigado Pierre.
—Esos niños entraron en mi tienda para preguntarme dónde estaba el puerto y cuando vi que un coche alemán iba también en aquella dirección me temí lo peor, así que viene a ayudar —dijo el viejo todavía temblando.
—Ya no puedes quedarte aquí, si te encuentran te matarán por haber herido a un suboficial y a sus soldados —dijo Pierre preocupado.
Louis sabía que lo que había hecho tenía consecuencias y no encontraba una buena solución. Pierre, en cambio, lo tenía bastante claro:
—Tienes que venir con nosotros a Suiza —dijo el muchacho sin rodeos.
Louis lo miró asombrado durante unos segundos pero, queriendo disfrutar lo poco que le quedaba de vida, subió con Pierre al barco.
El suboficial ya había empezado a gritar dando la alarma. Louis había lanzado su arma lejos de sus manos. Pronto todo aquello se llenaría de soldados y debían alejarse antes de que fuese demasiado tarde.
Una vez todos en el barco, Pierre levó anclas e inició la marcha. La tormenta había disminuido pero aún era peligroso internarse en las aguas del lago. Poco a poco comenzaron a alejarse de la costa francesa y muy pronto llegarían a la Suiza. Los refuerzos alemanes habían llegado tarde y ya nadie podría alcanzarlos en medio de tanta niebla y oleaje.
Louis no se sorprendió de ver a la doctora y a los niños en el puerto, pues sospechaba que había una conexión entre ellos. Todos estaban contentos de haber salido de allí pero Pierre aún quería explicaciones sobre lo que había ocurrido. Elisabeth le prometió que cuando encontrase a su padre le contaría toda la verdad.
Y así, a medio día, la tormenta se disipó y pudieron ver Suiza a lo lejos y, muy pronto, Ginebra.