Ya habían pasado dos días desde su huida y su llegada a Ginebra. Un aire de libertad se respiraba en el ambiente y Elisabeth, Anna, Pierre, Louis y los veinte niños caminaban por las calles de la ciudad en busca del padre de la doctora.
De momento dormían en el barco y tenían suficiente dinero para alimentarse, pero no había ni rastro de Arnold Braun. Por razones de seguridad, su padre no había redactado en la carta que le envió a su hija hacía unos meses el lugar donde se había escondido, por lo que ella desconocía su residencia.
Fue poco después, cuando uno de los niños enfermó de apendicitis y, como Elisabeth no tenía lo necesario para operar, decidieron que lo mejor era llevarlo a un médico más preparado. En la zona centro de la ciudad se oía hablar de un hombre que recibía buenas críticas como médico, por lo que decidieron ir a verlo.
En la consulta, varias personas estaban esperando mientras una secretaria les iba tomando los datos. Cuando Elisabeth entró con el niño, fue corriendo hasta la mujer, pues la operación era urgente. Ésta les permitió pasar primero y avisó al doctor para que fuese preparando la mesa quirúrgica. A los pocos minutos el niño entraba en la sala de operaciones mientras Elisabeth aguardaba fuera.
Varias horas más tarde, el doctor entraba en la sala de espera en busca de la mujer que había traído al niño. Y cuando se vieron las caras se quedaron mirando el uno al otro: delante de Elisabeth Braun estaba su padre, Arnold Braun.
Al parecer, cuando su padre llegó a Suiza buscó trabajo rápidamente y acabó montando su propia consulta. Un día decidió enviarle una carta a su hija para decirle dónde estaba y que se encontraba bien, porque la echaba mucho de menos.
Cuando el niño estuvo recuperado, Elisabeth llevó a su padre para presentarle a Pierre y al resto de la curiosa familia. Éste se sorprendió de ver a toda la gente que su hija había conocido en aquel viaje.
Una noche, cuando todos estaban reunidos en la mesa para cenar, Pierre pidió a Elisabeth que cumpliese su promesa de explicarles qué había ocurrido en Yvoire.
Rompiendo el juramento que la doctora le había hecho al oficial Krause en Berlín, la mujer comenzó a relatar lo que sería su quinta historia. En ella habló sobre la desaparición de su padre; de cómo el oficial la había llamado porque necesitaba sus servicios para ir a un campo especial de concentración en el que había encerrado a treinta niños con un coeficiente intelectual altísimo. Habló del proyecto de hacerles pasar al bando nazi reeducándolos debido a su temprana edad; de su viaje a París y luego a Yvoire; de su llegada a la casita y de la visita al extraordinario campo de concentración. De cómo había conocido a veinte niños y la extraña desaparición del resto; de su plan para escapar mediante historias que les contaba a los niños y que contenían pistas para salir del campo a través de lugares que ella había descubierto antes. Y de cómo había conocido a Pierre, a Louis, y todo lo que había ocurrido entre ellos y los alemanes.
Tanto Pierre como Louis y el padre de Elisabeth escucharon atentamente la historia y había veces que se quedaban asombrados por la astucia de la mujer. Cuando terminó, Pierre le pidió perdón por haber dudado de ella y ésta se disculpó por haberlos mentido.
Al año siguiente, 1945, cuando la guerra terminó, Elisabeth y Pierre se casaron y se fueron a vivir a París.
Louis se quedó en Suiza y montó una tienda que pronto se convertiría en una cadena de establecimientos.
Arnold Braun regresó a Berlín en 1950 y montó una consulta a la que puso el nombre de su esposa.
Anna también volvió a Alemania con su familia y no se separó de ellos nunca más, aunque se escribía frecuentemente con Elisabeth.
Los niños fueron acogidos por varias familias de Suiza y Francia.
Salomón se quedó en Suiza con Louis hasta que tuvo la mayoría de edad para entrar en la Universidad. Llegó a convertirse en uno de los mejores médicos del país.
El campo de concentración fue destruido en su totalidad y no se dejó constancia de su existencia. Nadie de los que estuvieron allí habló jamás de que hubiera tal lugar, y lo único que quedó en pie fue la casita donde la doctora Braun y Anna pasaron varios meses aisladas del mundo. Quizás nadie encuentre el secreto que guarda; y si alguien lo hace, sin las historias de la doctora Braun no será capaz de encontrar la salida.