Sentado en una silla metálica roja, a las dos y cinco p.m., local time, en Managua Nicaragua beautiful town, el viernes 21 de febrero de 1997, el escrupuloso investigador puede anotar que sobre los chiringuitos de latón a orillas del lago se alzan unas fumarolas grises y azules, y que estas se deslizan delante del volcán Momotombo, dormido sobre el horizonte como un viejo elefante.
Las mesas rojas y negras no están pintadas así porque sean los colores del FSLN (rojo por la esperanza, según Sandino, y negro por el duelo), tampoco los quitasoles rojinegros que prometen Coca-Cola Siempre. Pero felizmente aquí tienen en las heladeras, bien frías, cervezas Victoria. En Nosotros está la V. Una tropa de niños descalzos rodea a los clientes, mendigando un córdoba o un cigarrillo, y la mofletuda dueña los dispersa a golpe de paño de cocina. Los chavales se alejan unos metros y se reagrupan alrededor de otra mesa en la que dos hombres toman café.
El más joven, vestido con una camisa blanca, lee en voz alta un artículo de El Nuevo Diario, que recuerdo haber ojeado esa mañana en la terraza del snack bar Morocco, «Vienen a remacharnos el clavo». Una delegación del Congreso norteamericano vendrá dentro de poco a Managua para negociar las indemnizaciones por los bienes nacionalizados por la Revolución. Después del periodo de transición de Violeta Chamorro, la elección de Arnoldo Alemán significa el fracaso definitivo del sandinismo, el retorno del somocismo... El joven sigue con el dedo las líneas impresas:
–Recordemos las palabras de Franklin Roosevelt a propósito del viejo Somoza: Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta.
El hombre de más edad sonríe.
Lleva gafas negras y su mano gruesa tantea sobre la mesa hasta encontrar el azucarero, cuya tapa levanta torpemente. Un viento ligero agita las palmeras, que pasean las flechas de sus sombras sobre los quitasoles, trazando figuras fugaces que se superponen, se apartan y se mezclan. El ciego corpulento deposita su taza y se pasa un pañuelo blanco por la frente. Su voz es cavernosa. De sus palabras confusas, refunfuñadas, se desprende que el Escándalo de la Piñata pretende desacreditar a hombres como él que han combatido a la más podrida de las dictaduras. Llama a Somoza el Vampiro, tal y como lo apodaron después del terremoto de 1972, cuando revendió para beneficio propio los lotes de plasma sanguíneo de la ayuda internacional. Se enjuaga la frente de nuevo, imaginando quizá aquello que vio y ya no puede ver.
A orillas del lago, las barquillas niqueladas de color rosa fresa y verde pistacho de una noria inmóvil relucen bajo el cielo azul. Aquí el césped está limpio y recortado. Unos pájaros, que quizá sean guardabarrancos, planean a ras de un agua muy verde y muy calma, tras los fustes largos, grises y lisos, como si fueran de cemento, de esas palmeras que los cubanos llaman barrigonas y que están rematadas en lo alto por el tupé danzarín de unas hojas aceradas.
La humedad del aire a orillas del lago Xolotlán, el olor del agua viscosa y el del cerdo que se dora en las braseros de los chiringuitos: nada de esto resultaba extraño para los miles de cubanos que se pasearon por aquí como vencedores, durante los diez años de la revolución sandinista, con sus uniformes verde oliva –incluso si a los verdaderos habaneros Managua debía de parecerles un poco paleta y provinciana, sin las torres flamígeras de los hoteles art déco de colores pastel del Vedado, ni los esplendores pasados de las blancas villas de Miramar, con sus columnas rodeadas de filodendros desmoronándose al fondo de los parques, ni los pavimentos de madera de la plaza de Armas, ni las grúas y cargueros del puerto de La Habana.
La solidaridad entre Cuba y Nicaragua no data de la Guerra Fría. Es anterior a la existencia misma del marxismo. A mitad del siglo XIX, fue William Walker, un norteamericano, quien acogió oficialmente a los exiliados cubanos independentistas. En el siglo XX, fue Ernesto Guevara, un argentino, el primero en apoyar a los revolucionarios nicaragüenses.
En Managua, los internacionalistas enviados en apoyo de los sandinistas, los vencedores que marchaban a orillas del lago Xolotlán con la cabeza alta, encantados de haber sido designados voluntarios en Nicaragua mejor que en Angola, estaban comandados por el triunvirato cubano formado por el general Arnaldo Ochoa, el héroe de África, enviado al frente de la misión militar, Antonio de la Guardia, al mando de las llamadas Tropas, las unidades especiales del Minint, el Ministerio del Interior, y Andrés Barahona López, alias Renón Montero, el tercer hombre, a quien se le había pedido que optara por la nacionalidad nicaragüense a fin de convertirse en jefe de los servicios secretos sandinistas.
El 14 de julio de 1989, diez años después de la victoria de los sandinistas en Managua, Arnaldo Ochoa y Antonio de la Guardia volvieron a encontrarse por última vez en La Habana, delante de un pelotón de ejecución; desdichados fusibles en un cortocircuito del narcotráfico internacional. Y el régimen castrista, caído en la trampa, tuvo el vigor y la furia de un coyote, capaz de roer su propia pata apresada y ensangrentada para escapar cojeando.
Aquella noche, el equipo de televisión que filmaba las ejecuciones había instalado sus proyectores sobre un terreno militar en el límite del aeropuerto de Playa Baracoa, varios kilómetros al sur de la Marina Hemingway, un páramo desolado en el arrabal de La Habana, invadido de espinos y rodeado de vallas y alambradas. La aplicación de sentencias respeta la jerarquía militar en todos los ejércitos del mundo. El general Ochoa fue el primero en ser fusilado, Tony de la Guardia, coronel, acuarelista y regatista, lo fue algunos minutos más tarde. Luego se fusiló a los subordinados, Jorge Martínez y Amando Padrón.
A los dieciocho años, Arnaldo Ochoa estaba junto al Che Guevara y a Fidel Castro en la Sierra Maestra. Más tarde fue enviado a Nicaragua, antes de marcharse a ganar la Guerra de Angola. Y aquella noche, a los cuarenta y ocho años de edad, después de haber saludado a cada uno de los soldados del pelotón y de haber rechazado la venda, sacó pecho delante de la salva, en una actitud como la que, no lejos de allí, ciento treinta y ocho años antes, en la época de Narciso López, había tenido el coronel de veintiocho años Crittenden.
Ya se están cavando sus tumbas anónimas en el Cementerio de Colón y el convoy de Mercedes negros atraviesa Miramar. Sentado de regreso en el asiento de atrás de uno de ellos, el viejo Caballo, el Cronos ahíto de larga barba gris, señor de la isla desde 1959, consulta su agenda: esa misma noche asistirá, en la Residencia de Francia, al bicentenario de la toma de la Bastilla.
Para quien no sea por completo indiferente a las fechas simbólicas, ese 14 de julio de 1989, que es el día del aniversario del nacimiento del Che Guevara, según Paco Ignacio Taibo II, constituye la escena final de las revoluciones cubana y nicaragüense unidas, y quizá incluso, ese mismo día, la de dos siglos de revoluciones. No porque el futuro vaya a ser avaro en múltiples levantamientos, insurrecciones y tomas de armas, sino porque en un contexto en el que guerrillas y mafias, sectas de iluminados y carteles de estupefacientes se venden y se intercambian en mercados subterráneos, no es desconsiderado pensar que las revoluciones latinoamericanas, desde la de Simón Bolívar, lector de El contrato social, han sido en realidad las últimas vicisitudes de la Revolución Francesa.
Hoy, viernes 21 de febrero de 1997, hace mucho que todos los cubanos salieron de Managua. Y Andrés Barahona López, el tercer hombre, alias Renón Montero, también ha abandonado Nicaragua.
Él, que había estado a cargo, en 1967, de las relaciones entre La Habana y la guerrilla del Che en Bolivia, él, que recibió la rendición, en 1979, de la Guardia Nacional de Somoza, vive ahora en la villa protocolaria que las autoridades cubanas han puesto a su disposición en el barrio de Siboney, donde se dice que se ha montado un pequeño zoo privado. Y tiene que ser un particular placer, para un agente de ese nivel, que siempre supo evitar caer en la trampa, comer con los pies desnudos sobre la hierba, a la sombra de los jagüeyes y en medio de fieras enjauladas.
Durante los meses en que fuimos vecinos (eso me parece) en La Habana, en 1993 y 1994 (pero siempre resulta presuntuoso identificar a ese tipo de personaje, que puede que todavía se llame Moleón y Corales), yo escuchaba cada tarde, cuando iba a desconectar el motor diésel del grupo electrógeno durante el tiempo de la siesta, los bufidos de un jaguar o de un tigre borgeano. Y le prohibía al gatito enfermo que había adoptado que se alejara de la casa.
Cerca del lago Xolotlán, los neumáticos de los camiones pesados, en los que los obreros, algunos tocados con anaranjados cascos de obra, son transportados de pie y apretados como bestias hacia el matadero del asalariado, levantan una polvareda gris y espolvorean de azul las palmas inmóviles y secas. El ciego atraviesa el bulevar Joaquín Chamorro en dirección a la avenida Simón Bolívar, lleva el bastón bajo el brazo y una mano apoyada en el hombro de su amigo y lector. El sol lanza picaduras de avispa contra las suaves olas del lago. Una línea eléctrica de alta tensión traza una tangente con la orilla del agua y sobrevuela, más lejos, la Casa de Julio Cortázar.
Sobre cada poste de la línea se eleva su negra estructura de crucetas, y reproduce esquemáticamente el ímpetu del monumento a los trabajadores que desde aquí se distingue, blandiendo al cielo sus miles de voltios, pero sin el pico ni la metralleta.
Según sea el humor del observador, que ahora abandona su silla metálica roja a las dos y treinta p.m. local time, se aparta del lago Xolotlán y reemprende su camino hacia la avenida Simón Bolívar en dirección al Hotel Morgut, la hilera de postes eléctricos, que se encogen a medida que se alejan hacia el horizonte, puede también hacer pensar en una cordada de cazadores alpinos atrapados como ratas, con las manos en alto.