Esto sucedió otra noche de febrero de 1997, en otro barrio de Managua, en una gran mansión de madera y paredes decoradas con esas espeluznantes máscaras de dioses indígenas multicolores, de Tlamacazcatl o de Tlamacazqui, que llevaban en la noche los muchachos sandinistas en la época de la guerrilla urbana.
Sentados en la terraza, delante de la gran mesa de madera, Ernesto Cardenal reía hasta las lágrimas al escuchar las bromas del poeta Luis Rocha, con un brazo recogido contra el pecho agitado por los espasmos de la risa y la cabeza inclinada hacia el hombro, como un niño viejo de cabellos blancos y boina negra.
Los cinco o seis hombres sentados alrededor de la gran mesa de madera, en la terraza de una casa rodeada de árboles recién plantados, eran una parte de los que dirigieron la Nicaragua sandinista en la época en que parecía inevitable un ataque armado de Estados Unidos, cuando se pensaba que las incursiones de la Contra, en el norte, iban a preceder al asalto final. Esos hombres, reunidos años más tarde en la terraza de uno de ellos, cuando ya había transcurrido un buen tiempo desde que Nicaragua dejó de estar bajo los focos y regresó a los bastidores de la historia provinciana del mundo, estaban sentados delante de unos vasos de whisky, unos trozos de queso y un cuenco de relucientes frutos de marañón, amarillos y rojos, cada uno de ellos coronado por su nuez de color gris pálido.
Esos revolucionarios, a los que su propia honestidad había derrotado políticamente, esos poetas que alcanzaron el poder con la lucha armada y que más tarde respetaron el veredicto de las urnas, comentaban la prensa del día y miraban cómo se ponía el gran sol rojo tras el muro exterior. El Escándalo de la Piñata era en parte el responsable de la escisión del movimiento sandinista y de la creación del Movimiento Renovador Sandinista, del que todos ellos eran miembros y al frente del cual Sergio Ramírez, en cuya casa estábamos, acababa de perder las elecciones presidenciales.
Para persuadirse quizá de que de todos modos la lucha continuaba y su combate no era de retaguardia, muchos de ellos habían firmado un texto en la tribuna libre de El Nuevo Diario para defender el honor de un médico sandinista que era objeto del incordio del nuevo régimen, el doctor Vanzetti:
HONORES –Y NO ATAQUES–
PARA EL DR. VANZETTI
Luis Rocha me había explicado que ese era el nombre de guerra que le habían dado a un médico internacionalista alemán, en la época de la guerrilla, porque formaba equipo con un comandante que se ponía muy nervioso cuando se acercaba el combate y al que sus hombres habían apodado al principio Saco de Nervios, más tarde Saco y finalmente Sacco. Y, evidentemente, el otro tenía que ser Vanzetti.
Una vez que cayó la noche, comentamos un suelto, aparecido esa misma mañana en el diario La Tribuna, en el que, visto el resultado de las últimas elecciones, se anunciaba el exilio voluntario en Madrid de los antiguos ministros sandinistas Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal. El primero acogió el rumor con una sonrisa y un encogimiento de hombros, y siguió picoteando los dados de queso. Ernesto Cardenal frunció las cejas, se puso de golpe serio y triste y afirmó, alzando el índice y con la cabeza inclinada sobre el pecho en un gesto de abatimiento, que no podía sobrevivir en ningún lugar que no fuera Nicaragua.
–Sobrevivir...
Luego, todos regresaron en silencio a sus coches aparcados en la calle, del otro lado del muro exterior, algunos dando amplios bandazos aproximativos a través del parque, con la puerta del jardín en el punto de mira y una linterna encendida cual fanal en el horizonte. Yo había llamado a un taxi, en cuyo asiento trasero me preguntaba hasta qué punto podía admirar a aquellos hombres, que seguían considerando que las frases impresas aún podían influir en la historia del mundo, y me fui a tomar un último trago al bar de los Antojitos, en honor a esos revolucionarios, una de cuyas primeras decisiones, inmediatamente después de la toma del poder, había sido la creación del diario Barricada.
Sentado en la barra del Antojitos, delante de una fotografía en blanco y negro de Managua antes del terremoto de 1972, abrí un cuaderno y comencé a tomar notas sobre dos siglos de revolución y de prensa escrita; ya sabemos hasta qué punto ambas estuvieron relacionadas. También es sabido hasta qué punto el ron Flor de Caña puede, en un segundo, destilar dentro de uno majestuosos planes de obras gigantescas y de Jerusalenes celestiales, y levantar construcciones aéreas que se entrevén por un instante, en toda su gloriosa y dorada perfección al fondo del espejo de la barra, y se evaporan en cuanto la pluma rompe el sortilegio al tocar el papel. Yo imaginaba un libro que reconstituyera, del 14 de julio de 1789 al 14 de julio de 1989, esos sueños de justicia y razón que durante dos siglos –un chasquido de los dedos de la historia– fueron alimentados por los mejores de nosotros, un libro que se abriría con las victorias de los jóvenes generales de la República cuyo recuerdo debería encender nuestras frentes, un libro en el que aparecerían en algún momento los nombres de Simón Bolívar y de César Augusto Sandino, y que se cerraría con el fracaso de las revoluciones cubana y nicaragüense, y las ejecuciones de Arnoldo Ochoa y Antonio de la Guardia, fusilados en La Habana el 14 de julio de 1989, o quizá el 13, pero tan cerca de la medianoche que el símbolo permanece, puesto que cada día coinciden dos fechas en el planeta, y en París ya era 14 de Julio, el día del bicentenario, y faltaba muy poco para que el gobierno de los sandinistas perdiera el poder en Managua.