capítulo 6

UN COLMILLO DE TIBURÓN

El jueves, Mónica se apresuró a llegar a casa después del trabajo para alcanzar a refrescarse y ponerse ropa suelta de algodón y estar lista para el masaje de esa noche. En agradecimiento por la entrevista, su padre le había cedido a Will Lucero la cita que él tenía para que Mónica le diera un masaje. Mónica protestó y le dijo que él no tenía derecho a hacer eso, pero, claro, en ese momento ya era demasiado tarde. “Además”, había dicho Bruce, “tú también estás en deuda con él por alborotar a Silvia con lo del veneno de los caracoles”.

Mónica abrió la puerta principal de su casa diez minutos antes de la seis. “Hola”, dijo Will, al tiempo que se inclinaba para saludarla cortésmente con un beso en la mejilla.

Mónica señaló hacia el interior de su casa por encima del hombro. “Estoy lista para ti”, dijo, pero de repente su saludo de siempre sonó un poco provocativo. Se mordió el labio. Cuando Will entró, Mónica notó que olía a jabón de baño y ropa limpia. Todavía tenía el pelo húmedo.

Will se acercó a la ventana panorámica del salón, que daba sobre la playa. Cruzó los brazos y dijo: “Definitivamente el agua tiene algo especial... irradia tanta paz”.

Mónica le hizo un recorrido por el piso de abajo y la terraza, pero se detuvo en seco al pie de las escaleras que llevaban al segundo piso. Will elogió su gusto para los muebles y las fotografías en blanco y negro, enmarcadas en negro, que colgaban en grupos por toda la casa.

“Podrías pintar esta pared de un color fuerte, como un azul índigo o un rojo cereza”, dijo e hizo un movimiento amplio con los brazos en frente de la pared que tenía el arco y separaba la cocina del comedor. “Tal vez con un poco de textura. Eso crearía un equilibrio totalmente nuevo en este espacio. Podrías elegir cualquier de los tres colores que tiene la alfombra que está en el comedor. Tienes tanta luz aquí”. Mónica cruzó los brazos sobre el pecho y sacó el labio inferior, mientras reflexionaba sobre la idea. Will dijo: “Soy el que se encarga de las finanzas en la compañía de mi familia, pero me gusta observar a los decoradores. Siempre me sorprende lo que puede hacer el color de las paredes para cambiar un espacio y crear un ambiente”.

“Necesito algo que me ayude a contrarrestar el aire de tristeza que se impone después de octubre”.

Will se puso una mano en la barbilla y miró a su alrededor. “Entonces lo que necesitas son paredes pintadas de color mantequilla o amarillo limón. Con decoraciones en naranja. O rojo. O verde”.

Mónica se rió y dijo: “Buena idea. Toda esta parte del país tiene demasiado gris, blanco y café. Tal vez todos deberíamos pintar nuestras casas de colores alegres, como hacen en las Bahamas. Sería maravillosamente desafiante tener una casa color melón”.

“En especial en enero, cuando hay un metro de nieve sobre el suelo”.

Mónica entró a la cocina. “¿Puedo ofrecerte algo de beber antes de que comencemos?”

“Agua, gracias”, dijo Will y la siguió a la cocina. Se aclaró la garganta. “No tenía idea de que eras latina. Cuando tu papá me dijo que habías nacido y crecido en Centroamérica, quedé atónito. Eres alta, delgada; tienes ojos verdes, no tienes acento. Habría jurado que eras irlandesa. Definitivamente eres difícil de ubicar, en términos étnicos, quiero decir”.

Mónica sonrió y encogió los hombros, mientras le alcanzaba un vaso. “¿De verdad?”

“¿Cómo era tu mamá?” Mónica señaló que la siguiera hasta una mesa de madera clara que había contra la pared, al pie de las escaleras. Mónica agarró una foto grande que estaba metida en un reluciente marco de plata y se la pasó a Will.

“Eres tú”, dijo Will.

“No, es mi madre. Piensas que soy yo porque tiene los ojos medio cerrados y no se los puedes ver muy bien”.

Se quedaron mirando la foto de Alma durante un momento. Del cuello de Alma colgaba un colmillo de tiburón, que brillaba a la luz del sol como una daga diminuta. Un pequeño mechón de pelo negro, largo y rizado, volaba como una venda frente a su cara sonriente. Will miró a Mónica, luego volvió a mirar la foto y otra vez a Mónica. “Increíble. La sonrisa es exactamente la misma”. Le entregó el marco a Mónica. “Es muy hermosa”.

Mónica le dio las gracias, mientras se ruborizaba por el cumplido indirecto, y tuvo que demorarse unos segundos reorganizando los objetos de la mesa para no tener que voltearse enseguida y mirarlo.

“Entonces, ¿estás listo?” dijo con entusiasmo, mientras miraba el reloj. “Seis en punto. ¿Preferirías que te diera el masaje afuera en la terraza o aquí adentro?”

Will inclinó la cabeza para mirar hacia fuera y levantó una ceja. “Está haciendo mucho calor allá afuera. ¿Qué tal hacerlo aquí adentro? Así tendremos la vista de todas maneras”.

Mónica estuvo de acuerdo. El disco con música relajante estaba listo y las cremas para el masaje se estaban calentando en una botella con dispensador, que estaba conectada a la pared. “¿Tienes unos boxers debajo de eso?” preguntó y señaló los pantalones de Will, pero esta vez sí no pudo ocultar que se puso roja. “¿O necesitas que te preste un par?”

Will sonrió y dijo: “No, vengo preparado. ¿Dónde está el baño?”

Mónica señaló el baño auxiliar que había junto a la entrada. Will atravesó el corredor y se agachó para recoger un pequeño morral de lona que Mónica no había notado. Lo oyó golpearse los codos contra las paredes del diminuto baño. Entonces recordó el día que se había caído en su oficina. ¿Sería Will propenso a los accidentes? Estaba pensando en eso, cuando él salió, con el pecho desnudo y una pantaloneta de ciclista asomándole debajo de otra pantaloneta más suelta. Mónica se sintió impresionada por su físico y, al mismo tiempo, aliviada por su pudor. Algunos de sus pacientes decidían usar solamente una toalla.

“No sé si te interese, pero tengo algunas llaves y grifos extra que te puedo ofrecer para ese baño. Son de esos de porcelana, de estilo antiguo, que vienen marcados Caliente y Frío con letras negras. Creo que se verían bien con las toallas antiguas de lino blanco que tienes ahí”.

Mónica le dio unas palmaditas a la mesa de masajes. “Sí, me encantarían. Ahora, no más charla sobre redecoración. Sólo acuéstate aquí y mira por la ventana”.

“Lo siento, espero no haberte molestado”.

“No, no. Sólo quiero que te olvides del trabajo y te relajes”. Will se acostó. Pronto quedó atrapado por el encanto de las manos mágicas de Mónica, mientras que ella deslizaba los dedos por la inmensidad de su espalda pecosa. La tensión con que se encontró no era cualquier cosa. Este hombre tenía toda la espalda tensa, como suele suceder a la gente que tiene una actividad física rigurosa, combinada con intenso estrés emocional. Sus exclamaciones de alivio y dolor brotaban rápidamente y de manera espontánea, en especial cuando ella hacía presión con la palma de la mano sobre el centro de los músculos e irradiaba el calor de la inflamación. Accidentalmente le rozó los labios con la yema de un dedo, mientras le masajeaba la cara. Will abrió los ojos y la miró, sonrió y luego volteó la cabeza y volvió a cerrar los ojos. Mónica sintió una espiral de placer que bajaba por su cuerpo y eso la hizo sentir terriblemente incómoda.

En lugar de sintonizarse con el lenguaje del cuerpo de su paciente, con esas pequeñas pistas y patrones que eran tan elocuentes para ella, Mónica hizo un esfuerzo por mantener la distancia. Trató de concentrarse más bien en la destreza de sus propios movimientos y en regular su respiración para no cansarse muy rápido. Después de todo, el masaje profundo en un hombre musculoso exigía mucha energía. Mónica no pudo dejar de notar los pequeños moretones aquí y allá y la manera como él se encogía ligeramente cuando ella hacía presión en esos lugares.

“¿Alguien te está golpeando?” preguntó Mónica. “Ya te he visto cinco moretones”.

“Ah, es por trabajar como un esclavo. Vivo horriblemente ocupado todo el tiempo, corriendo de un lado a otro y tratando de hacer demasiadas cosas a la vez. Las últimas dos semanas me he estado estrellando con todo, cayéndome de sillas, tropezando con las alfombras”.

“Esto puede doler un poco, pero ayuda a distribuir la sangre que está enquistada ahí”. Masajeó los moretones y luego les dio palmaditas suaves. “Desaparecerán en dos o tres días. ¿Hay algo a lo que puedas renunciar para hacerte la vida más fácil?” Le puso la mano abierta sobre la espalda. “No contestes. Simplemente es una pregunta que les hago a todos mis pacientes, para que reflexionen sobre eso. Restringir un poco las actividades puede ser beneficioso para tu espalda, o tu cuello, o tus pies, lo que sea. El estrés termina siendo muy costoso”.

“Esa es la razón por la que me gusta salir a navegar los martes”, dijo Will entre dientes. “Es una especie de masaje profundo para mi pobre y cansado cerebro. Saca todas las preocupaciones. Me ayuda a despejarme”.

Mónica se echó un poco más de crema en las manos, mientras él seguía hablando: “Pero a pesar de los efectos antiestrés de salir a navegar, todavía me duelen el cuello, los hombros y la columna. Tres de nuestros obreros se enfermaron el mismo día esta semana, así que tuve que ayudar con el trasteo de cosas pesadas”.

Mónica le pasó las manos por la columna y comenzó a moverlas hacia arriba y hacia abajo. Este era el momento en que la mayoría de la gente se quedaba callada, pero Will siguió conversando: “En cuanto a tu pregunta, no sé qué podría dejar de hacer. No puedo trabajar menos, pues nuestro negocio sólo tiene ocho años de funcionamiento y no podemos descuidar las relaciones con los contratistas y los clientes. Hago ejercicio; visito a Ivette y estoy pendiente de su salud. Eso ya es un trabajo de tiempo completo. A veces pienso que debería vender la casa y mudarme más cerca de New Haven, pero adoro nuestra casa, yo mismo la restauré”. Will dejó escapar un gran suspiro de desaliento.

“¿Hay alguna posibilidad de trasladar a Ivette a un lugar que esté más cerca de tu casa?”

“Ya está en el lugar más cercano”.

Will guardó silencio por un momento y luego dijo: “Y tú ¿qué haces para despejarte y sacar las cosas malas, Mónica?”

Mónica hizo una pausa en el masaje, pero volvió a comenzar unos segundos después y dio medio paso hacia atrás para poder hacer más fuerza. “Salgo a pescar con mi padre. Hago trabajos voluntarios para el Acuario Mystic donde trabajo en proyectos educativos para niños. A veces tomo el ferry hasta Martha’s Vineyard y paso allá el fin de semana. Ah, y salgo con mi novio”.

“¿Y qué cosas te producen tensión o te agobian?” preguntó Will y su voz sonó embozada por una toalla que Mónica le puso debajo del cuello.

“Sobre todo mi novio”. Mónica se rió, pero su risa sonó un poco forzada, incluso a sus propios oídos. Sintió que algo pasaba bajo su mano: una tensión muscular que luego desapareció. Ella supo que Will había estado a punto de decir algo, pero luego decidió no hacerlo.

“Pero ¿sabes qué?” dijo Mónica, mientras enterraba su puño en los deltoides de Will. “Estás aquí para relajarte, no para hablar acerca de problemas”.

“Me siento relajado al hablar contigo. Pero está bien. Cerraré la boca”.

Durante los siguientes quince minutos, Mónica pensó en tres cosas que quería preguntarle, pero se mordió la lengua. Will por fin se había callado y aunque ella se moría por saber más sobre él, el silencio era el ambiente ideal para que él aprovechara al máximo el impacto del duro trabajo que ella estaba haciendo con sus músculos. Mónica podía sentir que él estaba, como ella decía, “derritiéndose”. Se estaba relajando, liberando endorfinas y una suave euforia se estaba apoderando de sus músculos. Sus pensamientos deambulaban libremente. Pronto comenzaría a sentirse adormilado.

A continuación, Mónica comenzó a masajearle los pies. Se echó más crema tibia en una mano y masajeó, frotó y jaló sus dedos, produciendo pequeños sonidos. En determinado momento, oyó la pesada respiración de Will; unos minutos después, unos ronquidos suaves.

Ella siempre paraba en este punto, porque ¿qué sentido tenía masajear a alguien que estaba dormido? Lo dejaría dormir durante veinte minutos, luego lo despertaría y terminaría el masaje. Se alejó sigilosamente, se lavó las manos y fue hasta la cocina a buscar algo de beber. Luego salió a la terraza, entrelazó los dedos e hizo algunos estiramientos rápidos. Aspiró el aire húmedo y, aunque el ambiente estaba pegajoso y desagradable, decidió quedarse afuera unos cuantos minutos.

Miró el reloj. Kevin todavía tardaría una hora y media en llegar a recogerla para ir a cenar. Tenía mucho tiempo. Los jueves y los sábados eran los días en que salían y Kevin era muy estricto con eso porque su programa de televisión favorito era los lunes y los miércoles. Los martes y los viernes por la noche iba al gimnasio y Mónica daba masajes en casa.

Cuando pasaron los veinte minutos, entró de nuevo a la casa y sintió alivio por regresar al aire acondicionado. Will todavía estaba dormido, bocabajo. Mónica abrió un armario de madera y buscó un disco más animado. Puso una colección de baladas flamencas y bajó el volumen. Su intención era subir el volumen lentamente, para no asustarlo.

Mónica oyó un suave tintineo detrás de ella. Se volteó y vio aparecer a Kevin, en camisa y corbata, con la chaqueta puesta sobre un brazo. En la otra mano tenía el maletín de su computador portátil. El corredor estaba alfombrado, así que no había hecho ningún ruido al entrar. Mónica se llevó el dedo índice a los labios para indicarle que debía guardar silencio. Pero algo llamó la atención de Kevin en ese momento y desvió la mirada por un segundo o dos, de modo que no la vio. Cuando llegó al salón, sus zapatos resonaron en el piso de madera y dijo, en voz alta y con tono de irritación: “¿Quién diablos está estacionado en mi lugar?” Mientras hablaba, se volvió ligeramente para arrojar el manojo de llaves en un recipiente de cerámica. Las llaves cayeron en el recipiente con un estruendo.

Will abrió los ojos enseguida y se sentó de un salto, con los puños levantados, los músculos flexionados y una expresión de confusión en la cara. Sorprendido, Kevin dio un paso atrás y soltó el maletín del computador para levantar las manos en actitud defensiva. El maletín aterrizó sobre su pie con un golpe seco.

Mónica corrió a pararse junto a Will y le puso la mano sobre el brazo. “Tranquilo, tranquilo”, dijo. “Te estaba dando un masaje y te quedaste dormido”.

Will sacudió la cabeza, se dejó caer sobre la mesa de masajes y se tapó los ojos con la mano.

“Estoy tan apenada”, dijo Mónica. “Estaba esperando a Kevin, pero se suponía que no llegaría antes de una hora o más”. Le lanzó una mirada a Kevin. “Gracias, Kevin. Tanto trabajo para nada”.

Will se sentó de nuevo y se apoyó en un codo. “¿Estás bromeando? Estuviste genial”.

Al oír las últimas dos palabras, Kevin se volteó y observó de reojo el musculoso torso de Will. Enseguida apareció una pequeña arruga entre sus cejas.

Will se bajó de la mesa de masaje y le tendió la mano a Kevin. “Fue una reacción instintiva. No sabía dónde estaba. Lo siento, amigo”. Kevin aceptó el saludo y le estrechó la mano, pero estaba colorado como un tomate.

“¿Tu pie está bien?” dijo Mónica y señaló el pie de Kevin. “Eso tuvo que doler”.

“Estoy bien”, dijo Kevin entre dientes, mientras hacía un gesto despectivo con la mano y cojeaba hasta las escaleras, donde se sentó para quitarse el zapato y masajearse los dedos enfundados en una media negra.

Después de que Will se vistió, Mónica lo acompañó hasta el auto. Él le dio los sesenta dólares que costaba el masaje. Mónica se negó a aceptar el dinero y se disculpó tres veces, y todas las veces él repitió que el susto no había arruinado el masaje y le puso otra vez los billetes en la mano.

“Tu papá me cae realmente muy bien”, dijo Will, cambiando de tema. “Ya nos hemos visto tres veces. Me imagino que te contó que está pensando ir a la Clínica Caracol para echar un vistazo”.

“¿Qué dijiste?” lo interrumpió Mónica.

“Quiere escribir un artículo sobre lesiones cerebrales y...”

“Sí, sí, esa parte la conozco. ¿La clínica se llama Caracol?”

“Sí. Pero, ¿qué tiene de extraño ese nombre?” preguntó.

“Caracol era el nombre de la casa de playa en la que crecí. Mi papá no mencionó ese detalle”.

“Dijo que hasta su muerte, tu mamá se pasó la vida buscando cierto caracol milagroso. No me sorprende que esté tan interesado”.

Mónica levantó una ceja y miró a Will. “¿De verdad? ¿Papá te habló de mi madre?”

“No, sólo mencionó eso. En estos días pasaré por tu oficina. Ivette está vocalizando, moviéndose un poco, haciendo algunas cosas que nunca había hecho. El Dr. Bauer está haciendo nuevos análisis”.

“Son excelentes noticias”.

Will encogió los hombros. “El cuerpo humano hace una cantidad de cosas de manera totalmente involuntaria. Algunas actividades pueden tomarse como reacciones a estímulos, aunque en realidad no lo son. El supuesto ‘llanto’ de Ivette terminó siendo el resultado de una infección ocular. Algunas de las cosas que vimos al comienzo, como los bostezos y el acto de abrir y cerrar los ojos, son parte del ritmo circadiano dirigido por el tallo cerebral y no funciones de la corteza superior, que es lo que estamos buscando. Lo mismo pasa con los ruidos. Parecen ser sólo ruidos y no intentos de comunicación. El reto es determinar si una actividad específica es deliberada”.

Mónica parpadeó. “Suena como una espantosa montaña rusa, Will”.

Will abrió la puerta de su camioneta y se recostó contra la puerta abierta. Fijó la vista en su llavero mientras hablaba: “Después de que pasamos la frontera del primer año, decidí bajarme de la montaña rusa. Llámalo lógica, pesimismo, mecanismo de defensa, como quieras. En lo que tiene que ver con el cerebro, el tiempo es tu enemigo. Cuanto más tiempo estés fuera”, dijo y se puso un dedo en la sien, “menores son las oportunidades de regresar. Cuando una persona lleva un año en estado vegetativo, el resultado ya no va a cambiar significativamente. ¿Qué sentido tiene una mejoría del cinco por ciento? ¿Diez por ciento, veinte? ¿Qué sentido tiene que dentro de un año Ivette pueda armar un rompecabezas para un niño de tres años? En diez años podría ser capaz de completar un rompecabezas ligeramente más complejo y decir seis palabras...”. Will dejó la frase en el aire y se puso rojo. Las llaves se le cayeron de la mano y Mónica se agachó para recogerlas y se las entregó sin mirarlo a los ojos, porque no tuvo el valor suficiente para hacerlo.

“Entonces tal vez sí vale la pena investigar este asunto de El Salvador, Will. Si Ivette ya no tiene mucho que perder en términos de capacidad mental...” dijo Mónica y se atrevió a mirarlo fugazmente a la cara. “Si dices que hay tan pocas esperanzas...”

Will levantó la vista hacia las copas de unos pocos pinos que separaban la casa de la del vecino. “Créeme, nadie se va a llevar a Ivette a El Salvador. Creo que es genial aprender acerca de las cosas que se están experimentando, tal vez considerar la participación en un estudio muy bien controlado, adelantado por una institución de sobrada reputación, como Yale. Pero no vamos a mandar a mi Ivette a El Salvador, a participar en un experimento descabellado. Sería sencillamente irresponsable hacer algo que aplacaría nuestra conciencia, pero que no sería lo más seguro para ella”.

De repente se evaporó la tensión de su cara y Will sonrió, mientras seguía mirando al cielo. “Oye, mira, hay luna llena. Eso explica por qué casi ataco a tu novio”.

Mónica levantó la mirada y luego dejó caer la cabeza. “Había logrado olvidar ese incidente por un par de minutos”.

Will esbozó una sonrisa, se inclinó y la besó en la mejilla. “Desde ya me voy pensando en el próximo masaje”.

Mónica lo vio subirse a su camioneta y arrancar. Will sacó el brazo por la ventana y le dijo adiós. Mientras se alejaba, Mónica se sorprendió al ver un hermoso perro golden retriever en el platón de la camioneta. Ella le respondió el saludo con la mano y el perro, entusiasmado, ladró unas cuantas veces.

Cuando Mónica sintió una ligera brisa que venía del mar, recordó la textura de la piel de Will bajo las palmas sus manos. Levantó la vista hacia la luna llena y plateada. El hecho de que estuviese viendo la luna era como una propina, algo que él le había regalado de manera generosa. Trató de recordar la primera vez que había tocado la piel de Kevin y lo que había sentido, pero no pudo.

Mónica pensó en Ivette y se avergonzó por sentirse atraída hacia Will. Pero no era ningún pecado, mientras no decidiera hacer algo al respecto o tratar de cultivar de alguna manera esa atracción. No había ninguna razón para dedicarle a esta pequeña fantasía amorosa más tiempo del que le dedicaría a contemplar la luna llena. Entonces, el mantra de Alma resonó en su cabeza:

¿Este hombre puede cambiar el mundo? ¿Hacer justicia? ¿Puede salvar lo que es más precioso? ¿Puede traer al mundo una belleza excepcional o, al menos, aliviar el dolor? Si la respuesta es no, entonces, sigue adelante.

No, Will no estaba curando el cáncer, ni salvando ballenas ni sentenciando criminales. Pero estaba restaurando las casas históricas de Connecticut, lo cual tal vez alcanzaba a clasificar como traer al mundo una belleza excepcional. Sin embargo, le sería difícil pasar la prueba, al igual que lo era para la mayor parte de los mortales.

Esa noche Kevin y Mónica no hablaron mucho durante la cena. Kevin había perdido el buen humor y, a pesar de que normalmente no era el tipo de persona que guarda resentimientos, el incidente con Will realmente pareció alterarlo. Mientras regresaban a casa, dijo: “Además de tu padre, Adam y yo, me gustaría que pensaras en la posibilidad de atender sólo a mujeres. Ya sabes, por razones de seguridad”.

“No seas ridículo”, dijo Mónica.

A pesar de que no se veían desde el domingo anterior, Kevin dejó a Mónica en su casa sin siquiera bajarse del auto. Dijo que tenía dolor de cabeza y una reunión temprano al otro día. Mónica corrió, sacó la computadora y se la entregó a través de la ventanilla de su auto. Se besaron, pero de manera fría. Kevin se marchó y Mónica subió y se acostó. Mientras yacía en la cama despierta, se quedó mirando fijamente el horizonte gris y el agua resplandeciente y la luna llena. En ese momento intuyó por primera vez que había algo en Kevin que parecía hacer surgir en ella su ser más independiente y testarudo y la hacía afirmarse en sus posiciones más de lo que quería hacerlo. La mayor parte del tiempo la pasión de sus discusiones se convertía en ardor romántico, de manera que disfrutaban las reconciliaciones. Pero esta noche no. Esta noche se sintieron sencillamente frustrados. Esta noche Mónica se alegró de que él se hubiese marchado.

 

 

VARIOS DÍAS DESPUÉS, Mónica encontró el artículo que estaba buscando en la biblioteca del hospital. Lo pidió prestado e hizo tres copias. Luego se sentó en el salón de descanso de los empleados, mientras se comía un emparedado de jamón. Terminó de leer el artículo, que tenía tres páginas, mientras sostenía el emparedado en el aire, sin darle ni un solo mordisco. El artículo, titulado “Sanadores naturales”, afirmaba que BioSource, una empresa biofarmacéutica inglesa, estaba financiando una serie de experimentos clínicos en Centroamérica. Uno de los experimentos se iba a realizar en San Salvador, y en una zona rural no revelada se realizaría otro experimento por separado. Mónica puso un signo de interrogación en tinta roja junto a esa frase. El artículo seguía diciendo que BioSource estaba copiando de manera sintética un péptido de los caracoles (nombre del prototipo del producto: SDX-71) y esperaba poder ofrecerles la droga a la FDA de Estados Unidos y a Europa en un plazo de tres años. BioSource afirmaba que, a pesar de que no había ninguna sustancia conocida que pudiera revertir el daño cerebral, el uso de SDX-71 había mostrado resultados exitosos cuando se trataba de “energizar” procesos estancados o extremadamente lentos. Según decía el artículo, la persona que estaba a cargo del reclutamiento de pacientes y que daba información sobre la compañía se llamaba Leticia Ramos.

La atención de Mónica saltó al ver ese nombre. En los días de la guerra, su madre solía usar ese nombre a manera de alias. ¿Acaso Alma conocía a esta Leticia Ramos? ¿Serían amigas? ¿O era sólo una coincidencia y Alma había elegido ese nombre al azar?

Mientras que Mónica consideraba las posibles explicaciones para que ese viejo nombre hubiese vuelto a aparecer, sintió una inesperada mezcla de emociones que salían a la superficie. Aunque todavía no se había probado nada, se sintió orgullosa de pensar que el propósito de la vida de Alma había sido la búsqueda de algo maravilloso y curativo. También había un poco de tristeza, al pensar que su madre había muerto antes de lograr algo en ese sentido. Si la sustancia SDX-71 resultaba ser viable, el crédito sería para otra persona, aunque con seguridad se habían apoyado en la investigación de Alma. Si sólo Alma no se hubiese complicado la vida con Maximiliano.

Leticia Ramos. Mónica subrayó el nombre varias veces, lentamente, de modo que la tinta roja se regó hacia el siguiente renglón. Masticó y le dio vueltas al nombre como si fuera un chicle gigantesco. ¿Una colega, tal vez una mentora? El Salvador era un país pequeño y Leticia Ramos no era un nombre común. Mónica tenía tanta curiosidad que cuando regresó a su escritorio dejó de lado el trabajo y comenzó a investigar en Internet el nombre y el tema de los experimentos con veneno de caracoles. Escudriñó los sitios web de las organizaciones académicas que aparecían mencionadas en el artículo, pero no encontró nada. Con seguridad su padre encontraría todo lo que había que saber después de que entrevistara al equipo de la clínica. Mónica miró su reloj. Su paciente con reemplazo de cadera debía llegar en veinte minutos. Cerró la revista y decidió que era hora de hacerle una vista a Silvia Montenegro y charlar con ella a solas. Mónica estuvo distraída y un poco torpe durante sus siguientes dos citas. A las tres tomó el teléfono y pidió que la comunicaran con la habitación de Ivette Lucero.

 

 

“HÁBLAME SOBRE EL SALVADOR”. Silvia dio unas palmaditas sobre el sofá de vinilo en que estaba sentada, indicando el lugar que estaba junto a ella. “Sé muy poco acerca de ese país. Sólo recuerdo que salía mucho en las noticias por la época en que Reagan era presidente”. Abrió un atlas universal de gran formato y pasta blanda y lo desplegó sobre sus piernas. Luego recorrió con su dedo huesudo la silueta del pequeño país centroamericano. “Veo aquí que limita con Guatemala por el norte y el oeste, y con Honduras por el norte y el este. Por el sur, con el océano Pacífico”.

Mónica miró el mapa por encima del hombro. “Hace veinte años, cuando venía a visitar a mis parientes aquí, en Connecticut, durante el verano, la gente solía decirme: ‘Me dijeron que eras de El Salvador. ¿Cómo es vivir en la línea ecuatorial?’ ” dijo Mónica y después se rió. “En todo caso, la guerra civil contribuyó mucho a que el público general supiera dónde estaba El Salvador; en términos de ubicación geográfica, al menos”.

“Como sucede siempre”, dijo Silvia.

Mónica usó un bolígrafo que llevaba sujeto al bolsillo superior de su bata para señalar el ombligo del país, una estrella con un círculo alrededor. “Esa es la capital, San Salvador. Todo el país está asentado en medio de una zona sísmica. Tiene más de veinte volcanes; algunos están extinguidos, pero otros están activos. ¿Ves ese lago? Es el lago de Coatepeque. Está en el cráter de un volcán apagado. Nadie ha podido establecer la profundidad que tiene en el centro... como si fuera el orificio que lleva hasta el centro de la tierra”.

Silvia levantó una ceja. “¿El Salvador todavía es inseguro?”

Mónica encogió los hombros. “Se ha recuperado mucho desde la guerra civil y los desastres naturales que le siguieron, entre ellos un terrible terremoto. Pero no tengo información de primera mano. Hace quince años que no voy”.

“Deberías ir, Mónica. ¿Cuándo fue la última vez que visitaste la tierra en la que naciste? Tienes que regresar al regazo de tu madre”. Silvia se dio unas palmaditas en las piernas, como si estuviera invitando a un chiquillo o a un perrito a subirse sobre ella.

Mónica apoyó la quijada en los nudillos. “En realidad mi mamá no era muy maternal que digamos, Silvia. En todo caso, ya murió y mi papá se distanció totalmente de su familia. Los detesta”.

“Pero esa es la historia de tu padre, no la tuya”.

Mónica suspiró. “Las heridas entre ellos son bastante profundas”.

Silvia se volteó y señaló una foto enmarcada, que estaba junto a la cama de Ivette y que Mónica no había visto antes. En la foto aparecían Will e Ivette el día de su boda. “Me he dado cuenta de que muchos hombres le cierran la puerta al pasado con más fuerza que las mujeres. Le dan la espalda a lo que los asusta, mantienen sus sentimientos bajo llave. Pero nosotras no”, le dijo Silvia a Mónica y le dio una palmaditas en la pierna. “Nosotras no tenemos miedo de mirar hacia atrás, ¿no es así?”

Mónica asintió. “Sí, así es”.

“Si sientes que debes ir, entonces ve. Que tu padre se vaya al diablo, ya lo superará cuando vea que estás bien. En ese momento se dará cuenta de que no heredaste automáticamente sus viejos traumas. Probablemente se sienta aliviado”.

“No tengo que ir”, dijo Mónica. “Sólo dije que me gustaría ir. En las circunstancias apropiadas. En realidad es algo sobre lo que siempre he hablado, siempre me he quejado de que no tengo con quién ir, que no tengo a quién visitar, etc., etc”. Abrió los ojos muy grandes. “Pero no estoy muy segura de que realmente quiera hacerlo”. Cruzó los codos sobre el pecho y se frotó los brazos, tratando de controlar la carne de gallina que había aparecido debajo de las mangas de su camisa azul de algodón. “¿Qué hay de ti? ¿Sientes que tienes que llevar a Ivette?”

Silvia levantó una delgada ceja delineada con lápiz negro y declaró con cierta afectación: “Siento que tengo que conocer todos los detalles de este tratamiento, en especial las especificaciones que no mencionan en el artículo”.

Mónica miró de reojo la cama de Ivette y luego volvió a mirar a Silvia. “¿Sabías que mi papá está hablando de viajar hasta allá para investigar si es cierto lo que dicen?”

Silvia se quedó mirando las baldosas del suelo por un momento, como si estuviera organizando sus pensamientos. Luego se puso las manos en el regazo. “Yo ya me adelanté. He estado escribiéndome con una mujer que se llama Leticia Ramos”. Dejó de hablar y miró a su alrededor. Se levantó y cerró la puerta de la habitación.

“Sí, Leticia Ramos”.

Mónica prácticamente gritó después de que Silvia cerró la puerta. “¿Quién es ella?”

“No puedes contarle a Will ni una palabra de esto”, dijo Silvia y levantó un dedo en señal de advertencia. “No te diré nada más hasta que prometas que mantendrás esta conversación en secreto”.

Mónica trazó una línea imaginara sobre sus labios. “Pero ¿por qué se lo vamos a ocultar a Will, Silvia?”

Los ojos brillantes de Silvia se ensombrecieron de repente, al tiempo que apretó sus manos pequeñas en un puño. “Porque él no es madre, esa es la razón. No tiene instintos ni intuición y no se va a salir del camino tradicional para permitirme ayudar a mi hija”. Silvia se puso las manos sobre el vientre y miró de reojo hacia la cama que estaba detrás de ellas. “Ella es mi bebé. Es parte de mí”.

Mónica exhaló lentamente. Se quedó mirando el suelo y guardó silencio, profundamente conmovida por ese fiero instinto maternal de protección. Luego pensó que debería haber más de eso en el mundo. El mundo sería un lugar mejor si todas las madres experimentaran ese sentimiento. Entonces levantó la mano derecha. “Está bien. Prometo no decírselo a nadie. Tienes mi palabra”.

Cuando se sintió satisfecha, Silvia puso otra vez la mano sobre la rodilla de Mónica y la miró a los ojos. “En seis de doce casos similares al de Ivette, han tenido éxito en facilitar una ‘recuperación asistida’, como ellos la llaman. Ese es un récord fenomenal. Fenomenal. En todo caso, la parte difícil son los costos: el transporte de la ambulancia aérea cuesta alrededor de diez mil dólares. Más los cinco mil para la clínica”.

Mónica silbó.

“Tengo el dinero”, dijo Silvia con voz suave.

“Pensé que era un experimento, un estudio. ¿Cómo pueden cobrar cinco mil dólares por un ensayo?”

“El costo cubre la acomodación y la alimentación, el cuidado diario durante doce semanas, los medicamentos, la terapia física, la acomodación en la clínica para un familiar y todo el transporte local. Cuando uno suma todo eso, se da cuenta de que en realidad es ridículamente barato, en comparación con lo que costaría todo eso en los Estados Unidos. El tratamiento con el veneno mismo es gratuito”.

“¿Te mandaron alguna información? ¿Un mapa o una dirección?”

“No, simplemente te recogen en el aeropuerto. En realidad no sé en qué lugar de la costa está. Sólo sé que está sobre la playa”.

“¿Hablaron de un contrato, un formulario, algo?”

“No es un Club Med, Mónica. Es un asunto totalmente secreto”.

Mónica hizo su mejor cara de terror. “Silvia, yo ni siquiera hablaría con ellos a menos de que puedan ofrecerte alguna información que especifique los detalles”.

“No soy estúpida”, dijo Silvia y luego agregó con voz más suave, casi susurrando: “Estaba pensando en ir tal vez con tu padre”.

“Eso está bastante mejor”.

Mónica tomó las manos de Silvia y se acercó tanto que pudo ver, en los lóbulos de sus orejas, unos puntos diminutos donde aparentemente debía tener los agujeros de los aretes, que ya se habían cerrado. Luego miró detrás de Silvia, hacia los pies de Ivette que, enfundados en unas medias amarillo pálido, apuntaban hacia dentro y susurró: “Alguien construyó esa clínica y el tratamiento basándose en el trabajo de mi mamá. Lo sé”.

“Entonces, vamos”, dijo Silvia y abrió mucho los ojos. “Es tu deber asegurarte de que tu madre reciba el crédito correspondiente. Hazles saber que estás enterada de lo que están haciendo. ¿Quién sabe? A lo mejor te quieren preguntar cosas acerca de tu madre y su trabajo, que no están documentadas. Puedes quedarte en una posada cercana por unos cuantos dólares la noche”.

Mónica sintió que la recorría una oleada de entusiasmo. Sin embargo, se negó a dejarse arrastrar completamente por ese sentimiento. “¿Qué dice el médico de Ivette? ¿Tú le mostraste el artículo?”

Silvia se rió con amargura y habló con voz ronca, imitando al Dr. Forest Bauer. “ ‘Es algo que tenemos que ver’, me dijo. ¿Qué diablos cree que he estado haciendo durante los últimos dos años? Viendo. Cada movimiento imperceptible, cada vez que Ivette respira”. Silvia negó con la cabeza y señaló la puerta. Tenía los músculos de la cara contraídos por el conflicto interno que estaba experimentando. “La FDA aprueba la importación de fármacos extranjeros si no hay otro tratamiento disponible aquí en los Estados Unidos... siempre y cuando uno pueda lograr que un médico americano supervise el tratamiento”. Seguía señalando hacia la puerta, mientras sacudía la cabeza.

“Pero nadie está dispuesto a hacerlo”, dijo Mónica.

Silvia bajó la cabeza. “Nadie”.

“Bueno, eso no es una buena señal. Aquí en Yale tenemos a varios de los mejores neurólogos del mundo, Silvia. Si ellos no creen que sea una buena idea...” Mónica comenzaba a sentir el peso de la responsabilidad por haber sido la primera en hablar sobre los caracoles.

De repente Silvia pareció animarse y se sacó una cadena de oro de debajo del cuello de la blusa. De la cadena colgaba un antiguo relicario, pero más grande, como una cajita para guardar píldoras. “Mira. Acabo de recibir esto de Roma. Un cabello auténtico de San Antonio. Cuatrocientos dólares. Baratísimo, si piensas en el valor real de esta reliquia. Se supone que ayuda a recuperar las cosas perdidas, incluidas las personas”.

Mónica miró el objeto con ojo inquisitivo. “San Antonio era totalmente calvo desde la adolescencia. Además, el patrón de las cosas perdidas es San José”.

Silvia soltó una exclamación y miró el relicario. Le dio la vuelta lentamente. Mónica la oyó susurrar algo como “Me estafaron”. Luego levantó la vista hacia Mónica y volvió a mirar el relicario, desconcertada.

Mónica le apretó el brazo y sonrió. “Tranquila, estoy bromeando. No sé nada sobre santos”.

Silvia dejó escurrir los hombros, fingiendo que se sentía aliviada, y levantó el pendiente. “Qué bueno, porque realmente estoy contando con que esto funcione”.

Cuando Mónica se marchó, una hora después, tenía el teléfono directo de la misteriosa Leticia Ramos. Silvia le sugirió que se quedara un poco más y saludara a Will, que venía en camino, pero Mónica se apresuró a marcharse, diciendo que tenía una cita para un masaje. Era mentira, desde luego. Más tarde se sonrojaría al recordar el placer con el que había trabajado sobre la columna vertebral de Will, recogiendo los hilos invisibles de tensión que se habían enrollado alrededor de sus huesos. Después de que Will se fue, ella los desenrolló mentalmente y los analizó en secreto. Así supo que él estaba buscando algo. Al igual que todo el mundo, estaba buscando algo que había perdido o que nunca había tenido.