capítulo 13

LABIOS ROSADO PÁLIDO

El canto de un gallo despertó a Will Lucero mucho antes del amanecer. El gallo alborotó a un perro y empezó una competencia de aullidos y quiquiriquís que se extendió durante horas enteras. Will metió la cabeza entre dos almohadas, pero era imposible tratar de dormir con todo el ruido que había afuera. Cuando el sol comenzó a iluminar los bordes de las polvorientas cortinas de la ventana de su habitación de alquiler, ya llevaba dos horas despierto, pero no estaba molesto en lo absoluto. Tan pronto puso los pies sobre el fresco piso de baldosín, tuvo la sensación de que estaba despertando a un mundo diferente del que había dejado cuando se fue a dormir la noche anterior. En algún momento de la noche se había despertado y le había puesto palabras a los sentimientos absurdamente prematuros que se habían apoderado de él durante la última semana.

Me estoy enamorando.

Cuando estas tres palabras tomaron forma en su cabeza, atravesaron la habitación como una fila de luciérnagas, zumbando y haciendo ruido con su misteriosa luz. Su llegada lo dejó asombrado y no pudo hacer otra cosa que repetirlas una y otra vez, mientras observaba su despliegue secreto de fuego y magia.

Era lo más cercano al poderoso “flechazo” sobre el que recordaba haber leído en El padrino: Michael Corleone ve por primera vez a Apollonia durante un viaje a Sicilia y, de repente, como si le hubiese caído un rayo cegador, queda convertido en un hombre tan enamorado que no puede recordar ni su propio nombre. Aunque esta no era exactamente la misma situación, pensó Will. Había llegado por primera vez a la oficina de Mónica a finales de mayo, lo que significaba que la conocía desde hacía poco más de un mes. Sin embargo, podía reconocer la parte de verdad que había en la ficción. Eso de enamorarse realmente lo manda a uno a otra dimensión. La prueba era que le parecía divertido, incluso hasta encantador, el hecho de despertarse con el canto de un gallo de campo, dos horas antes del amanecer.

Observó su cara en el espejo, mientras se cepillaba los dientes y después se enjuagaba la boca con agua de botella. El nuevo estado de su corazón no parecía para nada una deslealtad con Ivette. Desde hacía algún tiempo había comenzado a pensar que el alma de Ivette ya estaba en el siguiente estadio, esperando por él. Además creía que era Ivette quien le había mandado este regalo, porque veía que a él todavía le quedaba mucho tiempo en la tierra.

Will levantó la vista hacia las tejas de barro del techo. “Ivette”, moduló con los labios. “Gracias, mi amor”.

Silvia no lo vería de esa manera, claro, pero Will decidió no preocuparse; no había necesidad de pensar en eso a estas alturas. Por ahora sólo quería disfrutar de la sensación de estar totalmente prendado, similar a lo que se siente cuando uno se mete en una tina caliente durante un frío día de invierno.

Will se puso sus sandalias, tomó la afeitadora, la crema de afeitar, el jabón y la toalla y atravesó el corredor hasta la ducha comunal. Adentro no había luz eléctrica, pero la luz del sol entraba por los huecos del muro de ladrillo que subía hasta el techo y dejaba algunos espacios para ventilación. La ducha tenía una sola llave y una sola temperatura del agua: helada. En ese momento Will recordó la sugerencia de la encargada de que se ducharan en la tarde, pues su manera de calentar el agua helada que salía del pozo era bombearla hasta una enorme cisterna que había afuera y estaba pintada de negro para absorber el calor del sol durante el día. Pero él era una criatura de costumbres, así que metió una pierna debajo del chorro, hizo una mueca y se obligó a meterse totalmente debajo. La piel de los brazos y el pecho se le erizó. Casi grita al sentir las agujas de agua rebotando contra su pecho y se jabonó y enjuagó en un tiempo récord.

Mientras se duchaba, se preguntó si Mónica habría pensado en él cuando puso la cabeza en la almohada la noche anterior. Sintió que se calentaba un poco allá abajo, al recordar cómo la había abrazado durante un momento al despedirse. Will se sorprendió por la rapidez de la reacción de su cuerpo ante el recuerdo, considerando que estaba parado debajo de un chorro de agua helada.

Después de secarse con una toalla, el aire caliente y cargado de sal se llevó la sensación de frío. Una nube cruzó por su alegre humor matutino, cuando pensó en las dificultades que podría enfrentar este nuevo comienzo: Mónica no se sentía cómoda con las circunstancias de Will; eso lo había dejado bastante claro anoche. Sin embargo, Will comprendía que había ingresado a un intoxicante espacio de infinitas posibilidades que normalmente era privilegio de la juventud, en donde algunos aspectos del futuro todavía podían ser influenciados por la astucia, la imaginación y la suerte.

 

 

LA POSADA ERA una construcción cuadrada, al estilo de las viejas casas coloniales españolas, y tenía un frondoso patio en el centro. Las habitaciones estaban alrededor del patio y daban sobre un corredor amueblado con sillas de mimbre y mecedoras, todas un poco desvencijadas. Will encontró a Bruce sentado en el corredor, tomando café y hablando con un anciano. Los dos estaban mirando al jardín, que resonaba con los extraños cantos, trinos y ruidos de los pájaros tropicales, las ranas y los insectos.

No había muchos huéspedes en la posada. En el comedor Will consiguió una taza de café y una tajada quesadilla, un delicioso pan dulce cubierto de semillas de ajonjolí. Pensó en el día que le esperaba: más reuniones con el personal de la Clínica Caracol. Tenía que llamar al trabajo. Se había marchado en el punto culminante del proyecto victoriano de Mystic y aunque su padre y su hermano le habían dicho que no se preocupara, tenía serias dudas sobre su capacidad para manejar las finanzas de la compañía en su ausencia.

A pesar de la tensión ocasionada por la situación de Ivette y la clínica, el viaje era como unas inesperadas vacaciones mentales. El Salvador le parecía un país bonito, al menos estaba impresionado con la belleza natural que había visto en el trayecto desde la capital: los imponentes volcanes, la frondosa vegetación de las montañas y la pureza oscura y desolada de Negrarena. Le sorprendía la cantidad de comercio que se veía en la capital. Su único punto de referencia era Puerto Rico, pues no había estado en ningún otro lugar de América Latina. A pesar de que Puerto Rico era parte de los Estados Unidos, los dos lugares se parecían en las sólidas construcciones de concreto de los barrios de clase media, en las rejas de hierro que había en las ventanas, en los muros y las portadas y el espeso follaje que se mecía con la brisa tropical. Pero ni siquiera los puertorriqueños más ricos tenían siempre sirvientas que vivían en la casa, lo cual era muy común entre los salvadoreños de clase media. “Aquí hasta las muchachas del servicio tienen muchacha”, había dicho Bruce. “Tener una muchacha que viva en la casa de uno y trabaje tiempo completo, seis días a la semana, cuesta cerca de ciento veinte dólares al mes. Yo pago casi lo mismo en Connecticut por que alguien venga a hacer el aseo una vez a la semana”.

La parte para la que Will no estaba preparado era la impresionante pobreza que se veía por todas partes: niños corriendo desnudos por la calle, pequeñas chozas de adobe y madera, o las ocasionales barriadas de casas hechas de hojalata y cartón. En la calle había hombres descalzos que vendían enormes bultos de carbón o leña que llevaban sobre los hombros, como Atlas sosteniendo el mundo. Y a pesar de los avisos que anunciaban marcas americanas, el lugar tenía un cierto carácter natural: la sensación de que sus orígenes estaban más cerca de la superficie, menos diluidos por el mundo exterior, que estaban más puros. Tal vez en la medida en que la mayor parte de la población no podía adquirir bienes importados, la cultura se había mantenido menos contaminada.

Will se sentó con su café y su pan caliente en una mecedora, junto a Bruce y el anciano. El viejo, que venía de Venezuela, tenía un bigote blanco que no cuadraba con sus espesas cejas negras. Dijo que su nieto estaba en Caracol, pero que no había respondido al tratamiento. Decía que había visto a dos pacientes que se habían levantado y habían salido caminando con sus familiares. Apuntó hacia la cara de Will con un dedo, se acercó bastante y dijo, en español: “Tu esposa puede regresar. Prepárate”.

“¿Prepararme?”

El hombre asintió con la cabeza. “No va a ser la misma persona, ¿sabías?” Luego empujó el pulgar entre el índice y el dedo medio, como imitando el movimiento de una inyección. “El veneno actúa sobre el estupor cerebral como unos cables de inducción sobre la batería descargada de un auto”, dijo y se señaló la cabeza.

“Una batería tiene que estar en cierto estado para aceptar la carga”, contestó Will.

“Exacto”, dijo el hombre. “Ese es el factor que se desconoce: ¿a esa persona todavía le quedará alguna capacidad? Y luego, ¿qué va a suceder cuando el cerebro reciba la carga? Uno de los pacientes se fue de Caracol convertido en un absoluto lunático, amarrado a una silla de ruedas hasta el cuello. Al venir aquí estás aumentando las posibilidades de un despertar, pero abandonando la posibilidad de que se produzca un despertar lento y natural. La persona queda alterada por el choque que recibe su capacidad de estar consciente”.

Mónica apareció en el corredor justo cuando Will estaba recordando lo que ella le había dicho en Connecticut: Sentí algo cuando le di el masaje, Will. Sentí vida. Will sintió un pequeño escalofrío que lo recorrió de arriba abajo y se preguntó si habría sido tan obvio, pues notó que Bruce lo miró de manera extraña. Mientras que Mónica se aproximaba, Will se puso de pie y los dos hombres mayores siguieron su ejemplo enseguida.

“¿Todos ustedes oyeron el escándalo que hicieron el gallo y el perro esta mañana?” preguntó Mónica. Llevaba un vestido amarillo descubierto, ajustado en el torso, que le caía casi hasta los tobillos, y un collar blanco de conchitas en el cuello. Tenía el pelo recogido detrás de la cabeza y unos cuantos rizos se habían escapado y le colgaban en la base de la nuca. No llevaba nada de maquillaje, excepto un poco de brillo en los labios. A su paso dejaba un aroma a acetona y las uñas de sus manos y sus pies relucían con un fresco color rosa pálido. Los ojos se le veían hoy un poco más oscuros, verdes y con manchas, como la piel de un aguacate. Will entrelazó las manos detrás de la cabeza y se atrevió a lanzarle una mirada larga y llena de deseo, mientras que Bruce lo observaba fijamente. Mónica era la imagen más refrescante que había visto en la vida: limpia, sencilla y hermosa. Su presencia emanaba frescura y gozo sensual: la imagen de una cascada en medio de un día caliente y sofocante.

Los hombres mayores gruñeron al oír la referencia a los animales, y el anciano dijo que había tenido la intención de buscar un machete para cortarle la cabeza al gallo, pero que no había tenido suerte porque estaba tan oscuro que era imposible encontrar cualquier cosa. Mónica se rió y besó a su padre en la mejilla. Luego levantó la vista. “¿Y tú, amigo mío?” le dijo a Will.

“Hoy me desperté como si fuera un hombre nuevo”, dijo. “Vamos. Te mostraré dónde tienen el café”. Mientras que Mónica lo seguía hasta el comedor, Will se preguntó si lo que sentía subir y bajar por su cuerpo y detenerse en algún lugar en el centro era realmente la mirada de Mónica, o sólo su propio recuerdo de lo que había sentido al mirarla anoche.

Para revivir la sensación de intimidad y camaradería de anoche, Will pensó que lo mejor sería retomar la conversación en el punto en que la habían dejado. “¿Y qué hay de la esposa de Maximiliano?” le susurró a Mónica, mientras que una muchacha ponía otra bandeja de pan de quesadilla sobre la mesa del comedor.

Mónica lo miró, sorprendida. “¿Qué pasa con ella?”

“Dijiste que tenía mujer. ¿Qué sucedió con ella?”

“¿Podemos hablar de eso después de que me tome mi café? Cuéntame cómo va Ivette”.

Will se sirvió otra taza de café y le dio un sorbo, luego le pasó a Mónica un juego de cubiertos. “¿Y qué te hace pensar que yo quiero hablar sobre el cautiverio de Ivette antes de tomarme mi café?”

Mónica golpeó suavemente la taza de Will con su taza vacía, para hacerlas sonar. “Esa es tu segunda taza”. Will notó que Mónica examinaba con cuidado el interior de la taza y luego tomó una servilleta y la limpió, antes de permitir que él le sirviera el café.

“¿Por qué hiciste eso?”

“Había pedacitos de insectos”, dijo sonriéndose. “Bienvenido a la selva”.

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BRUCE Y WILL se fueron para Caracol a las ocho, pero Mónica decidió quedarse en la posada toda la mañana. Un motorista vendría a recogerla alrededor de las once. Mónica sintió una oleada de alivio al tener un poco de tiempo para ella misma, después de toda la excitación de los últimos días.

Se sentía satisfecha por la actitud contenida que había mantenido la noche anterior y resolvió tratar de evitar estar a solas con Will. Pensó en Ivette y trató de imaginarse cómo habría sido la vida de Ivette con Will. ¿Serían felices? Mónica no estaba segura, pero suponía que debían haber sido felices, aunque de una manera normal, no extraordinaria. Silvia le había mostrado algunas fotografías que tenía por ahí para tratar de ayudar a Ivette a recordar su propia vida. Mónica pudo ver que Ivette realmente era muy bonita y muy sociable. Incluso había visto unas cuantas fotos de sus antiguos novios. “Will entiende”, había dicho Silvia. “El hecho de mostrarle estas fotos le puede ayudar a reconstruir su pasado”. Pero una de las fotos del montón había hecho que Silvia frunciera el ceño, una en la que Ivette estaba tomada de la mano de un cazador alto y de pelo oscuro, que sostenía un faisán muerto en la otra mano. Silvia había golpeado la superficie de la foto y había dicho: “Pero, ¿por qué querría ella recordarte a ti?” Y había vuelto a poner la foto entre el montón.

Mónica pensó que sería un privilegio ser testigo de la improbable recuperación de Ivette, presenciar cómo la imposibilidad se convertía en milagro, observar cómo el vacío del dolor se llenaba de alivio, gratitud, asombro y amor. Sería un regalo para todos ellos, una señal de que Dios no era cruel ni pasivo, que Él también ponía de su parte. Al sentirse atraída hacia Will, Mónica podía entender la belleza y la luz a las cuales regresaría esta chica. Eso le permitiría celebrar el milagro con más fuerza. Will era de Ivette y Mónica no quería codiciar a alguien que pertenecía a otra persona, en especial alguien tan impotente como Ivette.

Se sentó en una de las mecedoras del corredor, a escuchar el canto de los pájaros del patio, mientras ojeaba un diario local. Pensó que tenía que llamar al trabajo y también a Paige, Marcy y Kevin. Estaba a punto de levantarse para averiguar qué necesitaba para usar un teléfono público, cuando recordó los catálogos de conchas. Tenía ganas de tomar más café, así que fue hasta su habitación a buscar los catálogos y luego se sentó otra vez en la mecedora, mientras ojeaba perezosamente las páginas que todavía no había visto, deteniéndose solamente cuando se encontraba con nuevos descubrimientos de moluscos y entrevistas con biólogos marinos.

Lo que llamó su atención acerca del Hexaplex bulbosa, o múrex hinchado, fue que había sido descubierto en Costa Rica. La mayor parte de los nuevos descubrimientos tenían lugar en aguas de los océanos Índico y Pacífico; los descubrimientos hechos en Centroamérica eran más escasos. Este caracol tenía bandas rosadas y un cuerpo inusualmente hinchado, con un pie largo y enormes espinas con bordes dentados. Mónica lo estudió durante un momento y revisó rápidamente el texto que había debajo y estaba en una letra horriblemente pequeña. Estaba a punto de pasar la página, cuando una palabra atrajo su atención como una puntilla que estuviera clavada en medio de la hoja. Cuando reaccionó, ya le había dado vuelta a la página, así que se devolvió enseguida, mientras se preguntaba si no habría sido producto de su imaginación. Si la página se hubiera pegado a las otras, Mónica habría dejado las cosas así, pero no, ahí estaba, al final del párrafo. El nombre del investigador que lo había descubierto.

“Borrero”.

Mónica sacudió la cabeza. ¿Qué posibilidades había? Y en Centroamérica.

El protocolo científico no obligaba a incluir el nombre de pila del investigador, así que el catálogo no ofrecía más información. ¿Acaso uno de sus primos lejanos se había dejado inspirar por la colección de su madre en Caracol? Ciertamente eso era posible. Pero llegar a descubrir una nueva especie de molusco era la labor de alguien muy ambicioso. Si Bruce insistía en mantener en secreto sus nexos con la familia Borrero, entonces Mónica tendría que investigar por su lado. No era tan difícil, teniendo en cuenta que estaba pensando llamar a Paige, que coincidentemente era una investigadora extraordinaria. Paige trabajaba en la oficina de desarrollo de la Universidad de Connecticut, buscando financiación para proyectos, y tenía acceso a todo un universo de revistas, bases de datos y archivos comerciales y académicos que no estaban abiertos al público. Mónica volvió a mirar la foto del molusco. Había sido encontrado en una expedición de investigación cerca de la costa panameña, en aguas de Costa Rica, en 1999.

Borrero.

Mónica decidió no tomarse la otra taza de café y corrió a buscar un teléfono.

 

 

LA CARA DE LETICIA RAMOS le pareció ligeramente conocida. Debía estar en sus cincuenta y era una mujer bajita y regordeta, con el pelo canoso agarrado en una moña. Cuando sonreía, enseñaba una fila de dientes blancos como de laboratorio, tan perfectos como las teclas de un piano, que relumbraban contra su piel morena. Bruce y Will estaban sentados en los dos asientos que tenía frente al escritorio. Bruce había terminado de entrevistarla. Mónica sintió la tensión que había en el aire cuando se paró en la puerta. “¿Puedo entrar?” preguntó.

Will se levantó y le ofreció el asiento. Mónica aceptó y se sentó, mientras que un miembro del personal traía otro y luego regresaba con una bandeja con tazas de café para todos. “Espero no estar interrumpiendo”, dijo Mónica. “Parecía como si estuvieran terminando”.

“Así es”, se apresuró a decir Leticia. Will le lanzó a Mónica una mirada que sugería lo contrario. Will llevó la conversación hacia temas de reglamentación y responsabilidad, mientras que Mónica, que se sentó a observar la escena en silencio, notaba las manchas de sudor que se iban formando en la ropa de Leticia Ramos, bajo los brazos. Mónica estudió la cara de la mujer. Estaba segura de que la había visto antes. Pero ¿dónde? Estaba relacionada de alguna manera con los Borrero, pero no era de la familia, de eso estaba segura. ¿Acaso estaría vinculada a la familia a través de una relación conyugal? ¿Sería la segunda esposa de alguien? ¿O la ex esposa?

“Cuando quieran”, dijo una voz desde el corredor.

Los hombres se pusieron de pie. “Esta es mi hija, la Dra. Fernanda Méndez”, dijo Leticia. “Ella es el cerebro detrás de esta clínica”.

Así que sí había una Fernanda de carne y hueso detrás del viejo alias. Mónica se volvió y miró hacia atrás. Le tomó menos de un segundo entender quiénes eran estas mujeres. Fernanda tenía más o menos su edad y se parecía mucho a Leticia, excepto por una cosa: los inolvidables ojos anaranjados de Maximiliano Campos.

Mónica se levantó y extendió la mano. “Mucho gusto, yo soy Mónica, la hija de él”, dijo y señaló a Bruce. “Su cara me resulta familiar”, se atrevió a decir Mónica. “Por casualidad fue a la escuela en un pueblito llamado El Farolito?”

La mujer sonrió y dejó ver una fila de dientes diminutos y manchados de café, que eran demasiado pequeños para su boca. “Así es, yo viví en El Farolito”, dijo y guardó silencio, esperando la reacción de Mónica.

“Viví con mi tía durante un tiempo y estuve matriculada en la escuela de El Farolito unos cuantos meses”, mintió Mónica. “Yo era muy callada, así que probablemente usted no me recuerda, pero nunca olvido una cara”. Mónica no se atrevió a mirar a su padre, para no tener que enfrentar la mirada de desaprobación.

“¿Recuerda quién era su profesora?” preguntó Fernanda.

“Ay, Dios, no me acuerdo”.

“Bueno, entonces tendremos que reencontrarnos mientras está aquí”, dijo Fernanda. “Podemos hablar sobre los viejos tiempos”. Entornó los ojos al decir esto último y luego hizo una pausa y ladeó la cabeza. “Me sorprende que yo no la recuerde. El Farolito es un pueblito pobre, perdido en la mitad de la nada. Alguien como usted, con esos ojos tan verdes, habría llamado mucho la atención”.

Mónica se rió entre dientes, pero no dijo nada. Bruce le lanzó una mirada de advertencia, se levantó y se dirigió hacia la puerta.

“¿Qué relación tienen ustedes dos con los Borrero?” preguntó Will de manera desprevenida, mientras metía las manos en los bolsillos y le daba a Mónica un golpecito casi imperceptible en el zapato, en señal de complicidad.

A Fernanda se le hincharon de orgullo el pecho y la voz. “Mi abuela fue la nana de varios Borrero, entre ellos Alma Borrero. Y después cuidó a Magnolia Borrero, en sus últimos años”.

“La abuela paterna”, aclaró Leticia.

“Sí y doña Magnolia Borrero le dejó a mi abuela una buena suma de dinero con la que me pagó la universidad. Así que mi madre y yo tenemos vínculos muy cercanos con la familia. Mi padre fue la primera persona que me habló del potencial del veneno de los caracoles”, dijo Fernanda, con las manos en las caderas, mientras le brillaban esos ojos anaranjados. “Los Borrero ya eran unos importantes coleccionistas de conchas marinas y además tenían las instalaciones, el capital y el interés de hacer un estudio del veneno. Fue una unión ideal”.

“Y hablando de uniones...”, dijo su madre con cierto sonsonete y sonrió de oreja a oreja. Mónica no pudo evitar pensar que era una lástima que Fernanda no hubiese heredado esos dientes tan fabulosos.

Fernanda le hizo un gesto de descalificación a su madre, con cara de sentirse incómoda, pero Leticia insistió. “Fernanda está comprometida con uno de los sobrinos de doña Borrero”, dijo con orgullo. “Él es químico”.

“¡Felicitaciones!” dijeron todos y Fernanda se sonrió con aire de modestia.

De repente Mónica notó el soberbio anillo de compromiso que Fernanda tenía en su dedo regordete. Con un diamante de tres quilates, ya era bastante grande para estándares americanos, pero para estándares salvadoreños era como una pieza de museo.

“¡Qué interesante!” fue lo único que logró decir Mónica. “¿Y su abuela todavía vive?”

“Sí, aunque está muy viejita”, dijo Fernanda. “Trabaja en la planta de lácteos Borr-Lac, que no está lejos de aquí. Está tan vieja que realmente no tiene ninguna función, pero ella detesta estar sin oficio. Así que los Borrero la mantienen en la nómina debido a que es una reliquia familiar”.

De repente Fernanda juntó las manos e hizo un ruido que señaló que ya estaba bien de charla y tenía cosas más importantes que hacer. “Entonces, Sr. Winters, Sr. Lucero, ¿sobre qué quieren que hablemos hoy?”

“Quiero que hablemos sobre aptitud y competencia”, dijo Will e imitó de manera burlona el gesto autoritario que ella acababa de hacer. “Quiero que me convenza de que usted sí sabe lo que está haciendo”.

Fernanda apretó los labios y asintió con la cabeza. Luego señaló el corredor. “Mi oficina está al fondo del corredor, a mano derecha”, dijo y le hizo una seña a Will. “Por favor, sigan por ahí”. Todos salieron al corredor. Will y Bruce entraron a la oficina y Fernanda los siguió y cerró la puerta.

Mónica y Leticia Ramos se quedaron solas en el corredor. Leticia se volvió lentamente hacia Mónica, con la cabeza hacia un lado, como si alguien la estuviera llamando desde lejos. Parpadeó dos veces y luego sonrió de manera extraña, con una sonrisa fría que sólo dejaba ver los dientes. “Encantada de conocerla... Mónica... Winters”, dijo. Y al oír la manera como pronunció su nombre, con ese tono lento de sorpresa, Mónica entendió, sin lugar a dudas, que la esposa de Maximiliano Campos acababa de recordar exactamente quién era ella.

 

 

EL ENCUENTRO DEJÓ a Mónica muy perturbada. Se preguntaba si Bruce habría establecido la relación de las dos mujeres con Max o si realmente estaba tan distraído como parecía mientras tomaba notas apresuradas. Leticia Ramos, el único miembro del personal de Caracol que podría recordar a Alma cuando estaba viva, había reconocido el parecido entre madre e hija. Con seguridad ella se lo diría a alguien y la noticia les llegaría a los tíos Borrero, los mismos que habían sacado a Mónica del testamento. Pero ¿qué importaba? Después de que Bruce saliera de la oficina de la Dra. Méndez, seguramente ya tendría todo el material que necesitaba para escribir su reporte. Y, de todas maneras, los dos regresarían a casa en pocos días. Además, Mónica no había venido a reclamar una parte del imperio ni a desacreditar el programa. Al menos todos tenían una cosa en común: todos querían que el programa con el veneno de los caracoles funcionara.

Mónica suspiró. Tal vez, sólo tal vez, toda la historia del dinero tenía dos caras; tal vez había habido un malentendido en algún punto. Pero, según Bruce, los Borrero la habían borrado de la familia. No, sin duda los Borrero se sentirían amenazados por su presencia en El Salvador. Mónica decidió no contarle a Bruce sobre su experiencia con Leticia. Eso sólo lo pondría más nervioso de lo que estaba.

Así que la vieja nana Francisca todavía andaba por ahí, pensó Mónica, con una mezcla de nostalgia y alegría. Francisca había terminado tan agotada después de criar diablillos como Alma, Max y otros de los Borrero que, cuando le llegó el turno de criar a la pequeña Mónica, siempre tan tranquila, se portó como una especie de abuela cariñosa pero cansada. Mónica pensó que definitivamente le gustaría hacerle una visita.

Se dirigió a la recepción y miró el reloj. Tres de la tarde. A esta hora Paige ya debía haber pasado toda la hora de almuerzo desenterrando información acerca del caracol costarricense. Mónica se imaginaba que quien había registrado al molusco debía ser el prometido de Fernanda, el químico. ¿Cuál de sus primos sería? se preguntó. La doctora no había mencionado el nombre. Mónica revisó el inventario de sus primos segundos Borrero, pero no tenía ningún recuerdo muy claro, sólo una visión borrosa de un puñado de chiquillos de colegio. ¿Rodolfo? No, demasiado joven. ¿Alejandro? Marco, tal vez. Se preguntó qué habría cambiado en el orgulloso código de comportamiento de los Borrero para permitir que este muchacho se casara con una persona de una posición social tan distinta. Tal vez sólo era otra manifestación de la manera como se repite la historia, tal vez este primo era el rebelde de esta generación y Fernanda era el nuevo Max.

Al mirar los ojos tan conocidos de Fernanda, Mónica había tenido la sensación de estarse sumergiendo en el pasado, de estarse acercando rápidamente a algo; como cuando uno está montado en la montaña rusa de un parque de diversiones y no sabe dónde va a estar al minuto siguiente.

En la recepción de la Clínica Caracol, frente a la exhibición de conchas marinas, había un teléfono público. Mónica miró el reloj y sacó la tarjeta telefónica de la cartera.

 

 

“POR FAVOR, ¿podría hablar con Paige Norton, en la oficina de Investigación para el Desarrollo?”

“Mónica”.

“¿Aló? ¿Aló? ¿Aló?”

“¿Aló? Paige, ¿puedes oírme?”

“¿Mónica? Casi no te oigo”.

“¿Mejor ahora?”

“Sí, hola. Escucha, tengo una reunión en unos segundos, así que no puedo hablar mucho, pero la buena noticia es que lo encontré. El caracol fue registrado en la Asociación de Conquiliología de América en 1999, a nombre de alguien llamado Alma Borrero, que coincidentemente también es miembro actual de la Asociación y tiene su cuota al día, pagada hasta el próximo mes”.

Mónica se mordió el labio inferior.

“¿Todavía estás ahí?”

“Sí”.

“Como eso no tenía ningún sentido, llamé a la Asociación de Conquiliología. Resulta que esta tal Alma Borrero escribió un artículo que va a aparecer en el próximo número de su revista y que describe los efectos adversos de las conotoxinas biofarmacéuticas sobre el sistema nervioso humano. Me enviaron un resumen y dice algo acerca de que el tratamiento causa agresión extrema en los estudios de prueba con ratones”.

Mónica estaba sentada en una banca acolchada que había cerca del teléfono público. Mientras escuchaba, jugaba nerviosamente con la tarjeta telefónica, dándole vueltas entre los dedos. Hizo tanta presión sobre los bordes de la tarjeta plástica que se dejó una línea blanca en las yemas del pulgar y el índice. Mientras apretaba más, susurró: “No hay nadie más en la familia Borrero que se llame Alma. En todo caso, ningún adulto”.

“¿Podría ser un nombre de casada?” preguntó Paige. “¿Qué tal si alguien está usando el nombre como seudónimo? O tal vez se trata de alguien que no está emparentado contigo... ¿Borrero es un apellido común? ¿Como López o Martínez?”

“En lo absoluto”, dijo Mónica, mientras recogía los pies descalzos debajo de su vestido amarillo.

“Me tengo que ir, amiga. Pero me quedaré un rato esta noche y yo misma buscaré el nombre. Tengo curiosidad por ver qué otra información encuentro sobre esta persona”.

Mónica colgó y fue a sentarse en uno de los sofás de la recepción. Sacó el catálogo de su bolso. Lo abrió sobre las piernas y fue directamente a la página donde aparecía el Hexaplex bulbosa, cuya esquina había doblado. Esa sencilla cochita se había convertido de repente en una cajita de secretos calcificada. Se quedó ahí durante un momento, tratando de aclarar la mente, de entender este extraño acertijo y de calmar sus nervios cada vez más agitados. Para acabar de completar, Paige había encontrado que había una controversia acerca del uso de las conotoxinas en humanos, un descubrimiento que ni siquiera su padre había logrado hacer, o que deliberadamente había olvidado mencionar.

A pesar del aire caliente que la rodeaba, Mónica sintió un escalofrío que le subía por los brazos. Sintió la presencia de miles de conchas marinas que, enrolladas alrededor del eje de su propio pasado misterioso, brillaban bajo la suave luz de las vitrinas de la recepción. Volteó la cabeza y sintió como si algo, o alguien, estuviera acercándose; como el viento que sopla a lo lejos entre los árboles murmurando: nunca encontraron su cadáver.

El catálogo se le resbaló de las piernas y aterrizó bocabajo sobre el piso de baldosas. Mónica no lo recogió, sino que se quedó totalmente inmóvil, con la espalda recta. Sus ojos verdes parpadearon al observar con incredulidad las vitrinas de vidrio, donde sintió como si todos esos labios rosado pálido hubiesen abandonado de repente su estado de calcificación para enrollarse alrededor de esas palabras, antes de regresar a su reino de silencio y misterio. Se quedó así durante un largo rato, hasta que Will apareció, se sentó junto a ella, la agarró de la mano y le preguntó si todo estaba bien.

 

 

MÓNICA HABÍA ACCEDIDO a darle un masaje a Ivette y a otros tres pacientes a las cinco de la tarde. Como la cabeza no dejaba de darle vueltas, agradeció la oportunidad de darle oficio a sus manos. Ella era de las que creía en que la tarea más difícil siempre hay que hacerla primero, así que decidió comenzar con Ivette.

Los ojos de Ivette habían dejado de moverse de un lado a otro, pero ahora eran las manos las que mantenían un extraño movimiento casi constante, como si estuviera escarbando. La piel parecía haber tomado una coloración amarillenta y tenía los labios secos y tiesos. Will mojó una toalla en una taza de agua y le humedeció los labios. Mónica le ofreció su protector de labios favorito y más tarde lo botó en la papelera del baño, como si se hubiese contaminado del aciago destino de Ivette.

“¿Puedo ayudar con el masaje?” preguntó Will, mientras trataba de apaciguar una de las frenéticas manos de Ivette.

“Claro”, dijo Mónica. “Sube los pies de la cama a un pie de altura”. Después de elevar la piernas de su esposa, Will tomó entre sus manos uno de los diminutos pies, tal como había hecho el día del primer masaje.

“Mira esas manos”, dijo. “No dejan de escarbar. ¿Cómo puedo hacer para que se relajen?”

“Podemos masajearle las manos al mismo tiempo. El hecho de que a uno le masajeen las dos manos, o los dos pies, simultáneamente produce una sensación muy agradable”. Mónica señaló hacia la mesita de noche. “Toma un poco de crema”.

Aparentemente funcionó, pues las manos de Ivette se quedaron quietas casi de inmediato. Poco después, Mónica regresó a la conversación con Fernanda Méndez y a lo que Paige había dicho por teléfono. Mónica estaba trabajando sobre el dedo meñique de Ivette, cuando Will dijo: “Relájate, amor” y, por un momento, Mónica pensó que estaba hablándole a ella. Cuando se dio cuenta de su error, sintió que el estómago se le revolvía. Como si pudiera leer lo que estaba pasando por la cabeza de Mónica, Ivette retiró abruptamente la mano de la de Mónica y volteó lentamente la cabeza hacia Will.

Will fijó los ojos en algo que estaba detrás de Mónica. Mónica dio media vuelta y vio un ventilador eléctrico que estaba sobre una cómoda y que oscilaba sin hacer ruido, moviendo el aire sobre ellos. Mónica se volvió otra vez hacia Will y dijo: “Ya sé lo que estás pensando y no, no fue el aire frío. Will, yo creo que ella quiso alejarse de mí”.

Will negó con la cabeza. “Si pudiera hacer eso, entonces podría levantarse de esa cama y preparar un emparedado de jamón. Estás cansada, Mónica, puedo verlo en tus ojos. ¿Por qué no duermes un poco?”

Mónica se sobó los ojos. “Tengo otros tres pacientes. Ahora, quítate de mi camino”. Will se sentó en una silla al otro lado de la habitación y abrió un periódico. Después de un rato, salió.

Poco después de que se fue, los dedos de Ivette volvieron a comenzar su incesante movimiento de excavación. Mónica le estaba masajeando la parte delantera de un muslo, perdida otra vez en sus pensamientos, cuando una mano delgada y blanca como un papel se cerró sobre su muñeca y luego la apretó con fuerza. Mónica reaccionó como si se hubiese quemado: gritó y quitó rápidamente el brazo. Se frotó la muñeca, mientras inspeccionaba la cara de Ivette, buscando algún signo de vida. Pero nada. Sus ojos cafés parecían tan vacíos como los de una muñeca.

Mónica estaba tan enervada que acortó el masaje. Evadió a Will, empacó sus cosas y le dijo a la enfermera de turno que no se sentía bien y que dejaría el resto de los masajes para los dos días siguientes. Encontró al motorista y regresó a la posada. Se acostó y se durmió casi enseguida, sin soñar nada.

 

 

“VAYAMOS OTRA VEZ a esa tiendita”, dijo Will, cuando se paró afuera de la puerta de Mónica, dos horas después. “Quiero una cerveza”.

“Gracias, pero no”. Mónica abrió un poco la puerta. “Estoy cansada, tuve que arrastrarme hasta aquí desde la clínica. Tal vez mi papá quiera ir”.

“La compañía de tu papá no me hace tan feliz como la tuya”.

Mónica encogió los hombros. “Es hora de acostarse. Ver un poco de televisión”.

“No hay televisión en las habitaciones, sólo ese minúsculo televisor en blanco y negro que hay en el comedor y ya hay cinco mujeres pegadas a la pantalla viendo la estúpida telenovela”.

“Entonces, ¿qué quieres de mí? ¿Que te dé un libro de colorear y unos colores?”

Will miró el reloj. “Son las ocho de la noche. ¿Qué se supone que debo hacer durante las próximas dos horas?”

“Comienza un diario”. Mónica se tapó la boca y bostezó. “¿O preferirías estudiarte uno de los catálogos de conchas?”

Will la agarró de la muñeca. “Ponte zapatos, vas a venir conmigo”.

“¿Perdón?”

“Tú eres la originaria en este aburrido pueblo. Si no me vas a llevar a bailar, entonces lo mínimo que puedes hacer es invitarme a una cerveza”.

Mónica respiró profundo y le lanzó una intensa mirada a Will, con la esperanza de transmitirle todas las razones por las cuales no deberían estar a solas. Pero no funcionó, porque él sólo se quedó mirándola, con las cejas levantadas en señal de ansiedad.

“Está bien, una cerveza”. Miró el reloj y fingió que bostezaba. “Ojalá que la historia de tu vida no tome más de una hora”.

 

 

MÓNICA PENSÓ que si podía mantener el control de la conversación, podría hacer que la noche fuera agradable y estuviera libre de momentos incómodos y comprometedores. “Entonces, ¿dónde conociste a Ivette?” comenzó Mónica. “Me pareció oír que Silvia dijo que ella trabajaba para ti”.

Will le dio un sorbo largo a su cerveza y se acomodó en la silla del modo en que lo hacen algunos hombres cuando están a punto de contar una historia larga. “Yo tenía diecinueve años”, comenzó. “Abandoné la carrera de ingeniería en la universidad y comencé a trabajar como jefe de departamento en una tienda grande. Ivette trabajaba para mí medio tiempo. Estaba comenzando su primer año de universidad en una institución local y, cuando comenzamos a salir, me empezó a acosar para que regresara a mis estudios. Y la cosa funcionó, porque al semestre siguiente yo estaba de vuelta, pero esta vez en el programa de administración de negocios. Mis padres estaban felices, ella era inteligente, bonita, amable y una buena influencia para mí. Y el hecho de que fuera descendiente de puertorriqueños era como una cereza inmensa en la punta del helado”.

“¿Crees que eso tiene importancia?” preguntó Mónica.

“Hasta cierto punto. Es más fácil entenderse entre Latinos”.

“¿Y cuándo decidiste casarte? ¿Fue amor a primera vista?”

Will se rió. “Pareces como el coro de Grease”.

“ ‘Tell me more, tell me more’ ”, cantó Mónica.

“Primero necesito un cigarro”, dijo Will y se levantó. “¿Tú también quieres?”

Mónica negó con la cabeza. “Esta noche no, gracias”.

Cuando se sentó nuevamente, con el último cigarro de la tienda entre los labios, volvió a adoptar la posición de contar un cuento largo y le dio una buena chupada al cigarro.

“Entonces, ¿cómo supiste que Ivette era la elegida?” preguntó Mónica.

Will levantó la vista lentamente. A juzgar por su expresión, Mónica se dio cuenta de que estaba a punto de confesar algo, aun antes de comenzar a hablar. Volteó la cabeza por un momento, botó el humo y dijo: “Lo increíble es que casi rompo el compromiso”.

 

 

ESTABAN EN INVIERNO y Will había ido a visitar a un amigo que tenía un resfriado y estaba atrapado en su habitación del dormitorio de UConn, la Universidad de Connecticut. El amigo era el tipo de chico que prefería morirse antes que consultar a un médico y su novia lo había dejado hacía unos pocos días. Will estaba preocupado por él, así que decidió subir hasta el campus de la universidad después de una tormenta de nieve, desafiando las calles congeladas y peligrosas. La tarde estaba triste y oscura, pero de todas maneras Will atravesó los caminos llenos de nieve con sus botas de construcción, mientras los dedos se le congelaban de frío. Cuando llegó al dormitorio, la habitación de su amigo estaba vacía. Will dio una vuelta, revisó el baño y preguntó por él, pero nadie sabía dónde estaba. Media hora después, estaba a punto de darse por vencido. Cuando iba de salida, alcanzó a ver con el rabillo del ojo, a través de la ventana del corredor principal, el campo que había en la parte trasera del edificio. Se detuvo cuando vio la silueta de su amigo, al cual reconoció gracias a la chaqueta de nieve, parado en medio de una capa de nieve que subía cerca de cuarenta centímetros. El amigo acababa de cavar un corazón gigante entre la nieve y dentro del corazón había escrito, con letras del tamaño de una persona: “Te quiero, Alison”. Estaba mirando hacia arriba y ocasionalmente lanzaba pelotas de nieve a una ventana de los pisos superiores. Aparentemente su gesto había sido ignorado por la desagradecida Alison. Una hora después, Will logró arrastrarlo hasta la enfermería, pero lo que lo aquejaba era algo mucho más serio que la amenaza de un resfrío.

Más tarde esa noche, Will soñó con aquel corazón tallado en la nieve. En su sueño se veía llenando el corazón con palabras para Ivette. Estaba tratando de escribir “Te amo”, pero las letras se desorganizaban para expresar un sentimiento mucho menos halagador: “Me ato”.

Will se despertó con un terrible sentimiento de duda que le pesaba en el pecho y preguntándose por primera vez si lo que sentía por Ivette sería algo distinto al verdadero amor. Tal vez, sólo tal vez, lo que él pensaba que era amor no era más que complacencia y comodidad. Preocupado, se tomó el día libre y se montó en un ferry que iba a Block Island, donde su hermano Eddie estaba pasando el fin de semana con su esposa. Will los encontró en su cabaña y les contó lo que había ocurrido. Con los puños apretados, se reprendía por no ser el tipo de hombre que se arriesgaría a pescar una neumonía por Ivette. “Tal vez el amor debería impulsarte a hacer locuras como esa”.

Eddie y su esposa le aseguraron que, más que la demostración de un amor maduro, las payasadas de su amigo eran una manera de llamar la atención. Cuando se terminó el fin de semana, lo tenían convencido de que el gesto de su amigo no era una manifestación de pasión sino de inmadurez. Un año después, Will e Ivette estaban casados.

 

 

MÓNICA PENSÓ que Will ya había terminado su historia, pero de repente lo vio acercando más su asiento hacia el de ella, para continuar: “Cerca de un año después de la boda, comencé a trabajar con mi padre y con Eddie. Parecía sensato esperar un tiempo para tener hijos. Pero luego de cinco años, le dije a Ivette que estaba listo y que podía dejar de tomar la píldora cuando quisiera”.

Por alguna razón que ella misma no comprendió, Mónica sintió la necesidad de desviar la mirada.

“Ivette tenía una amiga que estuvo a punto de morir al dar a luz, así que se sentía muy atemorizada por la idea de tener hijos”. Will bajó la cabeza por un momento. “¿Sabes, Mónica? Quisiera que hubiésemos tenido un hijo, porque así tendría una parte de ella”. Will no la miró mientras decía esto, pero debido a la manera en que parpadeó, Mónica se dio cuenta de que se le aguaron los ojos.

“Dios, lo lamento”, dijo Mónica. Y como no supo qué otra cosa decir, le hizo señas a la tendera. “Por favor. Necesito otra cerveza”.

 

 

A MEDIANOCHE, cuando la tienda cerró, todavía estaban conversando. Mónica le contó hasta el último detalle del día: que Leticia la había reconocido, su conversación con Paige, lo que había encontrado en el catálogo de especimenes, la supuesta controversia que rodeaba el tratamiento con conotoxinas y que Paige había descubierto, y la inquietud que le causaba el hecho de que el nombre de Alma anduviera dando vueltas por ahí. Mónica le dijo a Will que había decidido ir a visitar a Francisca, la antigua nana de los Borrero. Francisca, la madre de Maximiliano Campos, había cuidado a Alma y a Mónica con cariño y paciencia durante varias décadas. También era la abuela de la Dra. Fernanda Méndez y podría brindarle una información que nadie más tenía.

“A Ivette le van a hacer unos análisis mañana por la mañana y ellos quieren que Silvia y yo no estemos por ahí”, dijo Will. “Los motoristas de la clínica me dijeron que podían llevarme a donde quisiera si les daba algo de dinero. Te propongo que nos levantemos un poquito tarde mañana y vayamos a la planta Borr-Lac a eso de las diez”.

Cuando el plan quedó decidido, las preguntas definidas y las teorías suficientemente discutidas, Will y Mónica se quedaron un rato en silencio. Will miró hacia la puerta, hacia el cielo lleno de estrellas y sonrió. “Ella sabe lo que está haciendo”.

Mónica lo miró con desconcierto.

“Ivette. Ella planeó todo esto, este tortuoso camino que trazamos mientras seguíamos un rastro de migajas de pan y que nos trajo hasta este remoto lugar”, dijo, mientras seguía mirando hacia el cielo. Luego señaló hacia arriba. “Allá es donde está la verdadera Ivette, ¿sabes?”

Mónica levantó la mirada hacia donde él estaba señalando, como si realmente pudiera ver la figura de una mujer joven flotando sobre la costa salvadoreña.

“Todo tiene una razón, Mónica, y tengo el presentimiento de que estamos a punto de averiguar por qué estamos aquí”, dijo Will, luego puso la cerveza sobre la mesa y le lanzó una intensa mirada que expresaba claramente sus sentimientos. En ese momento Mónica entendió que lo que estaba pasando bajo la superficie era más profundo que una simple atracción física, tal vez era algo que estaba más allá de la admiración.

¿Cómo había sucedido esto? ¿Quién se suponía que estaba a cargo de vigilar que la leche no hirviera y se desbordara? Mónica creyó haber tenido cuidado.

Así que desvió la mirada y dijo, con tono de indiferencia: “Kevin y yo decidimos que vamos a ofrecer una fiesta en honor tuyo y de Ivette”. Aplastó un mosquito con las manos y sonrió. “Después de que Oprah entreviste a Ivette”. Luego fingió otro bostezo y esta vez trató de ser más convincente. Entrelazó los dedos y se estiró. “Hora de regresar. Estoy cansada”.

Mientras iban de regreso a la posada, le dijo a Will que se alegraba de haber encontrado en él a un verdadero amigo. Se aseguró de repetir tres veces la palabra “amigo” y, cuando se desearon las buenas noches, se despidió sólo con la mano.

Después de acostarse esa noche y a pesar de sentirse más cansada de lo razonable, Mónica no pudo dormir. Aparte del maremágnum de emociones que le producía el hecho de estar en su país, estaba la presencia de Will y esa inquietante manera en que los dos estaban derivando hacia una cierta intimidad. La fría y aterradora manera en que Ivette le había agarrado la muñeca ese día le había servido para recordarle de quién era Will todavía.