Mateo Jesús Peralta estaba montando cajas en un carrito de carga, cuando Bruce y Mónica subieron la rampa hasta la estación marítima. El pescador pelirrojo y medio ciego no reconoció a la Mónica Winters adulta, pero ella sí lo recordaba de las épocas en que buscaban caracoles cónicos con su madre, así que lo saludó por el nombre. El hombre le dijo que el barco explorador Alta Mar ya había atracado, para realizar un proyecto especial que tenía que ver con una escuela local. Claudia y Will esperaron dentro de la diminuta y austera estación marítima, sentados en sillas de plástico y tomándose unas gaseosas de uva que realmente no querían. Cuando padre e hija se marcharon solos hacia la playa arenosa, les desearon suerte y les dijeron adiós con la mano. En la playa había una multitud de chiquillos de escuela, reunidos alrededor de varias personas que llevaban trajes negros de buzo.
No fue difícil reconocer a Alma. Era la única mujer. Estaba rodeada de niños, arrodillada sobre una piscina inflable, con las palmas cubiertas de tortugas marinas recién nacidas, que parecían papas fritas con patas. Le estaba mostrando algo al miembro más pequeño del grupo, un chiquillo moreno que tenía muletas y una prótesis en una pierna. Bruce y Mónica se deslizaron entre el corrillo de maestros y colegas. Mónica se asomó desde la mitad del círculo, protegida por un hombre alto que estaba delante de ella.
La voz de Alma regresó a sus oídos como una oleada de espuma tibia. Todavía podía oír el ruido del mar en esa manera de hablar sutil pero efervescente. Alma tenía una careta de buceo sobre la frente y estaba descalza. Sus uñas pintadas de rojo brillaban sobre la arena color carbón, cuando le dio la vuelta a una de las tortugas bebés para señalar una parte de la anatomía inferior de la tortuga.
Mónica tomó aire lenta y silenciosamente. Pensaba que nunca podría llegar a entender a la mujer que estaba frente a ella, una mujer que podía embeberse en el movimiento de las tortugas bebés, sin darse cuenta de que su hija adulta la observaba desde una distancia de quince años.
Alma puso la tortuga al derecho y levantó la vista, mirando primero las caras que tenía en frente y luego más allá. Mónica se paró de lado instintivamente y se escondió detrás del hombre alto. El corazón golpeaba contra la caja de sus costillas.
De pronto se levantó una mano. “Discúlpeme, Dra. Borrero”, dijo una voz conocida, con una entonación clara y distinta, como la de un actor de teatro. “Si los gatos tienen nueve vidas, ¿cuántas vidas tienen las criaturas del mar?” Todo el mundo se volteó a mirar. Mónica se horrorizó al ver que el que había hablado era su padre. Alma se quedó paralizada, como un pez que se hace el muerto y trata de camuflarse en el entorno. Bajó la vista lentamente y comenzó a devolver las tortugas al platón lleno de agua, una por una, mientras cada animalito hacía un ruido al zambullirse.
“Sólo una”, dijo simplemente.
“Bueno, pero parece que usted, Dra. Borrero, tiene más de una”, dijo Bruce en inglés. “Como un gato”.
La gente se quedó en silencio, pero no porque entendieran lo que estaba pasando sino porque un hombre alto y de ojos verdes acababa de hablar en una lengua extranjera. Se quedaron mirándolo sin ningún recato. Alma se puso de pie y dio un paso adelante, hacia Bruce.
“Bruce Winters”, dijo Alma. “Me encontraste”.
Una niñita salió corriendo hacia los brazos de Alma y le enterró la cabeza en el abdomen. Alma se tambaleó y puso las manos sobre la cabecita llena de rizos negros. Mónica, que todavía estaba escondida, se vio a sí misma a los siete años, en la época en que el cuerpo de su madre era un trampolín que siempre la agarraba y la devolvía al mundo sana y salva. Mónica se imaginó que era esa niñita. Alma debe haber sentido algo, porque cuando levantó la vista de la cabecita rizada, la miró directamente, aunque Mónica seguía observándola con disimulo desde atrás del hombre alto.
“¿Mónica?” preguntó.
Mónica se mordió el labio y salió de detrás del hombre. Madre e hija se quedaron ahí, mirándose, parpadeando y esperando a ver qué iba a hacer la otra. La gente perdió el interés y comenzaron a hablar de nuevo. Por fin Alma dijo: “Acércate”. Sin responder nada, Mónica dio un paso al frente y se arrojó a los brazos de su madre, al mismo tiempo que el dolor la invadía y la llenaba de rabia.
Alma habló primero. “Me alegra tanto verte”, dijo de manera delicada, temerosa, como si estuviera hablando con un tigre de Bengala de trescientas libras. Respiró profundo y miró a Bruce. El aire entre ellos chisporroteó peligrosamente, cargado de tensión. Adivinando acertadamente su intención, Alma dijo: “Vamos a algún lugar donde podamos hablar”.
LOS LLEVÓ a un pequeño parque que estaba cerca de un minizoológico, donde alguien estaba rehabilitando animales tropicales en corrales grandes y totalmente cerrados. Había lugares para sentarse y ella se sentó enseguida, mientras se quitaba la careta de buceo y se la ponía delicadamente en el regazo, como si fuera un sombrerito. Los largos rizos negros de su juventud habían desaparecido y ahora llevaba el cabello corto, con algunos mechones blancos. Tenía los ojos un poco arrugados, por tantos años de trabajar bajo el sol, y Mónica notó que ahora tenía un acento más fuerte, pero de resto se veía igual que antes. Mónica se sentó junto a ella y Bruce se sentó al frente. Mónica juntó los índices y los apretó contra su boca, mientras miraba fijamente el suelo.
“Bueno”, dijo Bruce bruscamente y se levantó los pantalones hasta la rodilla. “Vinimos hasta aquí para confirmar con nuestros propios ojos que de verdad estás viva y bien y viviendo sin nosotros por tu propia voluntad”.
“Pareces un alguacil”.
“Muerta o viva, Alma”, dijo Bruce y señaló hacia el hombro de Mónica con un tono gélido. “No tienes idea de lo que la hiciste pasar a esta niña. Ni idea”.
De repente Mónica sintió un ataque de pánico; tenía miedo de que su padre comenzara a discutir con Alma antes de obtener las respuestas que querían o, peor aún, que al responderle, Alma volviera a romperle el corazón.
Alma entrecerró los ojos para mirarlo y luego bajó la vista por un momento, mientras que aparentemente pensaba en lo que iba a decir. “¿Por dónde quieren que empiece?” preguntó, con un tono similar al de Bruce. “Hay tanto que contar”.
“Por donde creas que empezó, mamá”, dijo Mónica. “Tengo veintisiete años. Puedo soportar lo que sea. Les prometo a los dos que puedo soportarlo”. Miró a sus padres uno por uno. “Pongamos todas las cartas sobre la mesa. Todas”. Trató de calmarse respirando profundamente y luego le contó a su madre una versión abreviada de lo que los había traído desde la habitación de hospital de Ivette Lucero hasta El Salvador, primero, y luego hasta Francisca y, por último, hasta el barco de Alma.
Después de oír la historia, Alma se puso las manos sobre la cara. Cerró los ojos durante un momento. “Es difícil hablar de esto”, dijo. Detrás de ella, un mono araña comenzó a darle golpes a la cerca de su corral, mientras hacía muecas y gritaba y mostraba las encías rosadas y los dientes blanquísimos. Mónica se acordó de Leticia. Un chorrito de sudor se escurrió por la sien de Bruce, que estaba sentado inmóvil, con los ojos ocultos por un par de lentes oscuros.
“Todo comenzó cuando Mateo Jesús era pescador en el puerto La Libertad”. Alma señaló hacia la estación donde habían visto al pescador medio ciego. “Fue ese último fin de semana, antes de... que todo se saliera de control. Ese último día, él me mandó avisar que había atrapado una variedad de conos que nunca había visto”.
DOÑA MAGNOLIA MÁRMOL DE BORRERO se paseaba de un lado a otro de su habitación, arrojándole prendas de ropa sucia a su hija, mientras gritaba. “Oigo cómo la gente habla a nuestras espaldas, Alma. ‘¿Puedes creer que la hija de Magnolia está enredada con ese sucio comunista?’ ¡Ah, qué chisme tan delicioso!”
“Somos socios en un proyecto humanitario”, contestó Alma, mientras atrapaba la ropa y la dejaba caer sobre el piso de mármol. “Y además, ninguna de las chismosas de tus tés de sociedad vale ni una pizca del oxígeno que consumen”.
“Al diablo con lo que ellos hacen. Estás enredada con Maximiliano y yo lo sé y tú lo sabes y todo el mundo lo sabe, incluso el gobierno. Es repulsivo, Alma Marina. Es un pecado mortal y es peligroso”.
Alma recogió los calzones de seda de su madre, los brasieres, la ropa íntima y las toallas sucias y arrojó todo sobre el colchón de la cama con dosel. “Cuando encontremos el furiosus, ya no tendré necesidad de estar a solas con Max. El día que decida dejar de verlo, lo haré por mí”. Se puso la mano en un lugar que estaba encima del corazón. “No lo haré por Mónica, ni por ti, ni por Bruce, ni por tus criminales amigos de los altos rangos militares, ni por ninguno de esos hipócritas que te importan tanto”. Después de gritar la palabra “hipócritas”, retomó el tono sereno. “Detesto vivir aquí. ¿Sabes qué? Detesto mi vida en El Salvador. Detesto mi aburrido matrimonio, detesto la superficialidad, la obsesión por todo lo material, la codicia, mientras que los campesinos no tienen qué comer”.
“Maximiliano te ha convertido en alguien que no reconozco”, dijo Magnolia, con las manos en las caderas. “¿Sabías que esos sucios comunistas anoche mataron ciento sesenta cabezas de ganado y doce terneros en la Hacienda del Bosque? Los Montenegro perdieron siete millones de colones”.
Alma podía ver una vena azul que había brotado en la garganta de su madre. “Maximiliano es médico, madre. Él cura a los humanos, no mata vacas, así que no le eches la culpa”.
Magnolia señaló a su hija con el dedo. “No te atrevas a decirme que estás de acuerdo con sus ideas políticas. Si este país cae en las garras del comunismo, todos vamos a arder en el infierno. Porque eso es lo que es el comunismo, Alma, una prisión sin ventanas. Y nuestro carcelero será algún demonio peludo que no se baña ni cree en Dios”.
“Yo llevo dos días sin bañarme, imagínate”, dijo Alma, al tiempo que levantaba el codo por encima de la cabeza y se olía la axila. “Debo ser comunista”.
“Te gusta mortificarme, ¿cierto?”
“Y a ti te gusta ponerme un yugo como si fuera un animal”, gritó Alma.
“Olvídate del cono. Ve a casa. Pórtate como una madre. Como una esposa. ¡Pórtate como una mujer decente, por amor de Dios!”
Alma le dio la espalda a su madre. “Mateo Jesús dijo que este era especial. Voy a ir a verlo”.
“Está bien, mañana por la mañana yo te acompaño. No hay nadie en todo el país, además de ti, que sepa más que yo sobre moluscos locales. Estaremos de regreso en San Salvador por la tarde”.
“Ya no tengo quince años, madre”.
Magnolia apuntó otra vez a la cara de Alma con el dedo. “Porque te vas a encontrar con Maximiliano, ¿no es así? Ramera engreída”, dijo.
Alma sintió que algo sonó en su interior. Una especie de indignación elemental que no tenía nada que ver con Maximiliano ni la guerra del país, pero era parte de una guerra que había librado toda la vida con palabras, agujas de distintos tamaños que las provocaban a las dos a vivir en un constante estado de indignación. Alma agarró el montón de ropa que había en la cama y se lo arrojó a su madre. Rugió por la fuerza que le imprimió al movimiento. Luego dio media vuelta y salió corriendo, mientras que Magnolia le gritaba groserías e insultos desde el centro de la pila de ropa, que olía a su perfume francés.
En menos de cinco segundos, Alma bajó corriendo las inmensas escaleras de la casa de sus padres, hacia su auto. Ella sabía que iba a tener que enfriar un poco su romance, al menos hasta que uno y otro decidieran separarse definitivamente de sus respectivos cónyuges o decirse adiós. Alma amaba a Max con todo el corazón, pero la búsqueda del furiosus se había convertido en una triste excusa para cometer adulterio y por ahora los dos se sentían atados a sus familias por el sentido del deber y la obligación. Además, la esposa de Max, Leticia, la estaba acechando; le cortaba las llantas del auto y las seguía a ella y a Mónica de tienda en tienda en el Metrocentro. Hacía sólo una semana, le había arrojado un bulto de harina de cebada en el supermercado, bañándola en un polvo rosado para que todos la vieran. No, su madre no conocía ni la mitad de la historia. Y ahora Leticia también había comenzado a buscar el cono y estaba tratando de ganarle la carrera, pensando que ese pequeño y esbelto trofeo podría devolverle el amor de Max. Alma sabía que era una locura. Pero así era su vida y, si ella podía encontrar el cono, copiar el veneno, producirlo de manera masiva y ofrecérselo a cualquiera que sufriera de dolor crónico, eso sería apenas un pequeño sacrificio. También habían hablado de vendérselo al mercado mundial y usar las ganancias para crear escuelas o construir viviendas y orfanatos, o para comprar tierra cultivable y repartirla entre los campesinos más pobres. Si su extraña alianza podía culminar en la realización de uno solo de sus sueños, entonces tal vez la princesa y el mendigo podrían aplastar las convenciones sociales como si fueran cadenas de papel y hacer que pasara algo bueno en El Salvador. Max y Alma, poniendo sus valiosas vidas al servicio de la humanidad. Y en ese momento, ¿qué podría decir la gente?
Alma y Maximiliano habían acordado encontrarse en el muelle de los pescadores en La Libertad, para echarle un vistazo al nuevo cono. Ella había inventado una historia para tranquilizar a Bruce, que estaba ocupado con la noticia de los asesinatos de la Zona Rosa. Había discutido con Max sobre eso, cuando Alma se quejó de que el violento ataque que había tenido lugar en la Zona Rosa y que había sido ejecutado por una célula comunista similar a la de Max, había sido un acto vergonzoso y sin sentido. Max había argumentado que los “gringos imperialistas” necesitaban “perder unos cuantos apéndices” para que pudieran entender que era hora de retirarse.
Normalmente Alma le habría dado a Mónica la oportunidad de estar presente cada vez que podían estar frente al hallazgo de un posible Conus furiosus. Pero la situación con Leticia se estaba tornando explosiva. Mientras Alma empacaba una maleta para una noche, trató de hacer a un lado la rabia y concentrarse en la posibilidad de que este cono fuera el correcto. Tenía en su colección un caparazón limpio y brillante de un furiosus, pero el animal vivo se vería diferente, pues todavía estaría cubierto por la membrana protectora del periostraco. Mateo Jesús era un pescador inteligente y confiable, que conocía bien las criaturas marinas. Como no tenía acceso a un teléfono, le había mandado la razón a través de un empleado del distribuidor de Borr-Lac.
LOS SÁBADOS por la mañana siempre había mucho movimiento en el puerto de La Libertad, lleno de lanchas amarradas a los lados del muelle. Alma miró a su alrededor pero no vio a Max, así que dio un paseo por el muelle, mientras aspiraba el fuerte olor del mar. La variedad de productos marinos era impresionante; una hilera de rayas, secas y saladas, colgaba de una cuerda como ropa recién lavada; los tiburones se apilaban uno encima de otro sobre barriles y las barracudas parecían brazos de pan con dientes siniestros. Alma regañó a los vendedores que estaban ofreciendo huevos de tortuga de mar, un bocadillo muy popular en las cafeterías de playa y en los hoteles. Algunos puestos ofrecían “cóctel de conchas”, una especia de ceviche de moluscos crudos y, desde luego, cerveza helada.
En un puesto de baratijas, Alma le compró a Mónica un collar con un diente de tiburón engarzado en una cuerda, exactamente igual al que ella siempre llevaba puesto alrededor del cuello. Magnolia se puso furiosa cuando vio a su hija luciendo un diente de tiburón del tamaño de la cabeza de una flecha, colgado de una gargantilla que estaba diseñada para exhibir una cruz incrustada con zafiros y diamantes que ella le había regalado. Eso representa mi escencia, pensó Alma tocando el collar.
Alma les preguntó a los otros pescadores por Mateo Jesús y lo encontró al final del muelle, vendiendo camarones y pulpo. Él la saludó con un gesto de la cabeza y luego sacó un platón rojo y lo puso sobre los camarones. Adentro había un cono de cerca de diez centímetros, medio sumergido entre arena gris oscura y agua. Mateo Jesús le pasó unas pinzas de metal que ella usó para darle la vuelta a la criatura. El pie dentado del gasterópodo se sacudió como si fuera una masa viva y furiosa y un arpón salió con tanta rapidez que ella tuvo que mirar a Mateo Jesús para confirmar que realmente había visto algo.
“Cuidado”, le advirtió Mateo Jesús. “Yo sé que usted respeta a estas criaturas, pero tenga mucho cuidado con esta. Nunca había visto nada parecido”.
“Lo tendré”, dijo Alma. “Este amiguito parece letal. Es muy similar al furiosus, Mateo Jesús, pero es de un solo color y el furiosus invariablemente tiene al menos una machita roja hacia la parte superior. Pero eso puede ser una anormalidad, así que de todas maneras me lo voy a llevar. Lo mandaré a la universidad. Podemos extraerle el veneno para examinarlo, mientras lo mantenemos vivo en un tanque”. Metió la mano entre el bolso y le entregó a Mateo Jesús cincuenta colones. Él la miró de una manera que la hizo meter otra vez la mano y sacar otros diez.
“Seguiré buscando, niña Alma”.
“Pero recuerda, no le muestres nada a nadie más, a menos de que me llames antes”.
“No se preocupe”.
Alma recorrió el muelle sosteniendo el platón con las dos manos, mientras que el agua se sacudía y salpicaba. Vio a Max en el estacionamiento y él le ayudó a meter el platón en su Land Rover, en el suelo del puesto del pasajero, medio escondido debajo de la silla y amarrado con unos trapos para evitar que comenzara a bailar de un lado a otro. Max la besó y dijo: “Me necesitan otra vez en El Trovador. ¿Podrías ayudarme por una hora o dos?”
Alma recordó la furia de Magnolia y tuvo miedo de lo que pudiera hacer su madre. Sin embargo, estaba segura de que no le diría nada a Bruce y tampoco sabría dónde encontrarla después de que se fueran del muelle. “Llamaré a casa y dejaré la razón con la muchacha. Pero le diré a Mónica lo que debe decirle a Bruce y dónde estoy realmente, en caso de que se presente una emergencia”.
“Todavía creo que no es buena idea confiarle ese tipo de información a una niña. De hecho, siento pena por ella. ¿Por qué tienes que ser tan abierta con ella? Eso me hace sentir incómodo. Ella sabe exactamente lo que está pasando”.
“Mónica puede lidiar con eso, Max. Además, no quiero que mi hija crezca pensando que todo el mundo vive como los Borrero. Gracias a la exposición, ha desarrollado empatía, sensibilidad, sabiduría y madurez. No es una chiquilla malcriada, como era yo cuando tenía su edad. Tú viste cómo quería adoptar a ese bebé y cómo me acusó de ser una rica hipócrita e insensible. Tuve que castigarla por la manera tan irrespetuosa como me habló, pero todo el tiempo estaba pensando: ‘Bravo, Mónica. Estás luchando por tus valores’ ”.
Alma buscó un teléfono y le dijo a su hija que iba hacia El Trovador a ayudar a Max a atender a unos campesinos. Le pidió a Mónica que le dijera a su padre que había decidido hacer un viaje inesperado a Guatemala y que regresaría el lunes por la mañana. Se sentía culpable por enseñarle a Mónica a mentir, así que concentró su atención en la meta final. El furiosus todavía la estaba esperando.
MÁS TARDE ESE DÍA, cuando llegaron a la hacienda El Trovador, no había nadie, lo cual era extraño porque por lo general había un par de personas vigilando la entrada. “¿A quién estamos esperando?” preguntó Alma, pensando en prepararse para ayudar a Max con sus pacientes. Ella le había ayudado muchas veces antes, así que sabía qué hacer. Pronto llegarían los heridos y los enfermos, olorosos a caña de azúcar, naranjas o limones debajo de los cuales se habían escondido para burlar el puesto de control militar.
Pasó una hora antes de que oyeran un camión que se acercaba y vieran la nube de polvo que levantó al pasar por el portón abierto y acelerar hacia la casa de la playa. Max y Alma saludaron con la mano y corrieron al encuentro del camión.
Cuando el camión estaba a menos de cien metros, Maximiliano le puso de repente una mano a Alma en el pecho y casi la tumba. “Corre”, gritó, con la voz llena de terror. “Militares”.
Alma dio media vuelta y comenzó a correr detrás de él, sobre una mezcla de tierra y arena suelta. Con el cuerpo rebosando de adrenalina e impulsada por un terror ciego, corrió hasta que sintió que los pulmones le iban a estallar y las piernas eran de palo. Entretanto, el camión recortaba cada vez más la distancia que lo separaba de ellos. Si la atrapaban aquí, dirían que era una simpatizante, una colaboradora, una cómplice de los comunistas, y eso no les gustaba a los militares.
Maximiliano siguió corriendo en dirección al mar y, cuando Alma levantó la vista, de repente entendió lo que él estaba pensando. Anclada cerca de la playa había una pequeña embarcación de motor y Alma recordó que la noche anterior había sido usada para traer armas desde Nicaragua, de manera clandestina. Escapar por el mar, pensó Alma. Perfecto.
Y ahí fue cuando Max se separó y la dejó atrás. Alma pensó que él quería adelantarse para ir poniendo en marcha el motor y casi enseguida se alegró al oír el rugido de la máquina que cobraba vida. Gracias a Dios, pensó.
Pero luego el bote comenzó a escupir agua blanca y a alejarse.
Y Maximiliano la dejó.
Alma comenzó a saltar en la playa y a llamarlo a gritos. Podría haber saltado detrás de él, pero Max se agazapó en el fondo del bote, sin mirar hacia atrás, lo cual la dejó paralizada. Alma volteó la cabeza. Los soldados detuvieron el camión y se bajaron rápidamente.
Ella no podía creer que Maximiliano la hubiera abandonado. ¿Acaso pensaba que iba a estar bien porque, así le gustara admitirlo o no, en realidad ella era uno de ellos? ¿O acaso Maximiliano sólo era, en última instancia, otro cobarde tratando de salvar su pellejo?
Alma levantó las manos cuando vio que estaba rodeada. Uno de los hombres la agarró, mientras que los otros corrieron hacia el agua y le dispararon al bote con un arma que parecía un lanzagranadas portátil. El estallido la hizo tambalearse y se desplomó sobre las rodillas. Siguió una explosión y luego una lluvia de fragmentos incendiados voló sobre el agua, mientras que se levantaba un humo negro, como si hubiese habido una erupción. Sobre la superficie del agua sólo quedó una parte del cascarón, que parecía como una humeante balsa que se alejaba con la corriente.
Alma gritó y se dejó caer. Se cubrió la cara con las manos y se imaginó que podía recortar el tiempo como la cinta de una película, para que este momento nunca sucediera. Podría devolverse unas cuantas horas y decirle: No, no vayamos al Trovador, diles a tus pacientes que nos encontremos más bien en tu casa. Algo, cualquier cosa, menos esto. ¿Max muerto? Alma miró la balsa que se consumía en medio del fuego, flotando en dirección a Negrarena.
Los cuatro soldados se rieron y celebraron y felicitaron al que había disparado con una retahíla de groserías. Uno de los soldados levantó un dedo y calló a los otros. A lo lejos se oyó el ruido de otro camión. Ladearon la cabeza para oír mejor y luego sonrieron entre ellos y asintieron con la cabeza. “Más chusma comunista”, dijo uno de ellos. “López, mete a la mujer en el auto. Chucho, a ti te toca manejar el camión cuando terminemos”, dijo el líder y todos se acurrucaron y abrazaron las armas, mientras se dirigían a la casa.
El soldado que se había quedado con ella la hizo meterse en el puesto del pasajero del Land Rover. “¿Te gustaba el comunista?” preguntó, mientras se pasaba la lengua por los labios. Alma notó que la había tratado de tú, en lugar de hablarle de usted, el tratamiento más formal y respetuoso que usaba todo empleado que estaba consciente de su lugar, cuando se refería a un miembro de la clase alta del país.
Podría decirle quién era, pero no, pensó Alma con amargura, no podía usar el apellido de su familia para salir de esta situación. Nunca podría vivir con ella misma si decía: ¿Sabes con quién estás hablando?
Como si le hubiese leído la mente, el soldado dijo: “Tu madre le dijo al general que Maximiliano Campos estaba aquí, en El Trovador”.
“¿Mi madre los envió a buscarme?”
“A ti no” dijo y señaló hacia el agua. “A buscarlo a él”.
Alma se tapó la cara y comenzó a llorar. Pero sus sollozos cesaron casi al tiempo que comenzaron. El soldado la estaba mirando, entrecerrando los ojos con placer al verla tan desesperada. No podía llorar frente a él. Así que dirigió los ojos al frente e ignoró la mirada de lujuria del soldado.
Mónica. Mónica era la única que sabía el verdadero paradero de Alma y la única que conocía la ubicación exacta de la hacienda El Trovador. Finalmente Mónica debía haber abierto la boca. Debía habérselo dicho a Bruce o a Magnolia, o a ambos, o uno se lo había contado al otro, no importaba. Maximiliano estaba muerto debido a eso. Max, a quien ella había conocido toda la vida; un chico que había crecido a su lado, subiéndose a los árboles, coleccionando insectos y montando a caballo en Negrarena. Un hombre que hacía sólo veinticuatro horas había despertado a su lado después de una perezosa siesta, acariciándole el cuerpo con la pluma de un quetzal. Max, su Max, alejándose, dejándola en manos del enemigo. ¿Qué habría pasado por la cabeza de Max en ese momento? ¿Acaso se imaginaba que ella estaba blindada gracias a su apellido? ¿Acaso todavía pensaba que ella era uno de ellos? Tal vez todo se reducía al puro instinto de supervivencia. La última era la única explicación con la que podía vivir, así que esa fue la que decidió creer.
Con la muerte de Max, Alma se sentía completamente sola en el mundo. No podía confiar en ninguno de los miembros de su familia, ni siquiera en su propia hija. Alma entendía que ella también los había traicionado, pero siempre había esperado que su traición produjera algo muy bueno con el tiempo. ¡Vaya error!
Miró por la ventanilla del auto. A lo lejos, los soldados estaban poniendo en fila a los campesinos enfermos que acababan de llegar en un camión lleno de caña de azúcar y entre los cuales había dos muchachos jóvenes y una mujer embarazada. “No”, dijo con tono suplicante y volteó la cara, porque sabía lo que iba a pasar enseguida. Cerró los puños y rindió homenaje a los últimos momentos de esas seis personas sobre la tierra. Comenzó a temblar, mientras se enterraba las uñas en la piel y apretaba cada vez más los puños, hasta que las uñas cortaron la piel de sus palmas.
El tiempo parecía pasar muy despacio, aunque probablemente transcurrieron menos de cinco minutos antes de que ella escuchara los disparos de fusil. Los seis ecos fueron absorbidos y puestos en cuarentena en un lugar frío y anestesiado, que le permitiría conservarlos separados de todos sus otros recuerdos. Eso le permitiría almacenarlos de manera segura, hasta que tuviera el valor, años más tarde, de abrir esa caja y mirar lo que había dentro.
En el Land Rover, el soldado le puso una mano sobre la rodilla, mientras la miraba con lujuria y mostraba una fila de dientes dañados. Era demasiado arrogante para recordar de quién era hija. Alma bajó la mirada. Debajo de la silla se alcanzaba a ver el borde del platón. Mientras que el soldado se inclinó para agarrarle los senos, Alma estiró la mano que tenía más cerca de la puerta y agarró el cono con el dedo índice y el pulgar, teniendo cuidado de sostener la base lejos de su mano. El soldado tenía una horripilante sonrisa en el rostro, mientras le aplastaba los senos. Alma se volteó y se inclinó hacia él, para ponerle el caracol sobre las piernas con la mayor suavidad posible.
El caracol comenzó a explorar el extraño entorno de la tela de algodón de un uniforme del ejército. Exactamente cuatro segundos después, el soldado lanzó un grito. Estiró las piernas con rigidez y levantó la pelvis hasta pegarse contra el volante. Se llevó rápidamente la mano a la entrepierna, donde agarró al aparentemente inocuo caracol, y lo examinó, confundido, sin encontrar la relación entre el animal y la sensación de frío que ya se apoderaba de su abdomen. Alma recordó haber oído que la picadura de algunos conos se asemeja a la sensación de arrancar la carne de la superficie del hielo seco.
Alma se quitó las sandalias y se bajó del auto de un salto. Echó a correr por la arena, sin mirar hacia atrás, en dirección a la playa. Sabía suficiente sobre el efecto paralizante del veneno como para saber que el soldado estaría tan aturdido y aterrado que no podría hacer nada, mucho menos disparar un arma. Los otros soldados la vieron correr. Le gritaron e hicieron tiros al aire en señal de advertencia. Alma atravesó la playa desierta y luego se internó en una zona de piedras con las que se lastimó las plantas de los pies. Cuando se paró en el agua, sintió el ardor que le producía el contacto de la sal con la carne viva. Se sumergió entre el agua, impulsándose con los brazos y los pies, con cada gramo de energía que tenía, y poco a poco fue desplazándose hacia delante y hacia el fondo, cada vez entre aguas más profundas. Cuando había avanzado unos cuantos metros, se dio cuenta de que las corrientes eran exactamente iguales a las que esperaba encontrar. Se llenó los pulmones de aire y se sumergió, mientras calculaba cada movimiento de manera que pudiera aprovechar la fuerza del agua, y sin olvidar la dirección que le había visto tomar al bote en llamas. Se sumergió todavía más, con los ojos abiertos, y alcanzó a ver entre el agua los tiros que le disparaban desde la playa. Treinta centímetros más allá, un enorme pez loro estalló en pedazos.
Una fuerte contracorriente la arrastró lejos, a través del desolado paisaje de arena negra y plantas acuáticas oscilantes. Justo cuando sintió que se iba a desmayar, el agua la expulsó el tiempo suficiente para que volviera a llenarse los pulmones de aire y luego la volvió a jalar hacia abajo. La corriente la fue llevando de ese modo, subiéndola y bajándola, escondiéndola pero dejando que respirara, como una aguja que se entierra dentro de la tela y vuelve a salir, cerrando con sus puntadas una larga distancia.
ALMA SE DEJÓ ARRASTRAR por la corriente hasta Negrarena. La reja estaba cerrada, pues su madre estaba en San Salvador. Luego escaló el muro y se cortó las piernas y los codos con el alambre de púas, pero finalmente se dejó caer, sangrando y exhausta, entre una jauría de rottweilers. Los perros la saludaron con gemidos y lambetazos, pues todos eran hijos de una mascota que ella misma había traído al regresar de la universidad.
Entró a la casa sin que nadie la viera. Los cuidadores vivían en la parte delantera de la hacienda, pero era una propiedad muy grande y Alma logró acallar rápidamente a los perros, acariciándoles la barriga y hablándoles como si fueran niños. Fue cojeando hasta la casa y buscó una llave extra que mantenían escondida. Pasó la noche sola, en una de las habitaciones de huéspedes, curándose las cortadas con dedos temblorosos. Se encogió como un ovillo y contempló la verdad que siempre había sabido: que el océano reclama todo lo que está enfermo y ya no sirve. Ahora encajaba perfectamente con esa descripción y, sin embargo, el mar la había escondido, la había llevado sobre la alfombra mágica de sus corrientes, sin que los tiburones ni las piedras ni las medusas le hicieran daño, y luego la había depositado suavemente en un lugar seguro. El mar le estaba dando una inusual segunda oportunidad en la vida y Alma no podía dejar de ver su significado. Ella siempre sería una mujer privilegiada, ahora podía verlo. Hasta el océano hizo una excepción con Alma Borrero. Lo único que le quedaba por hacer era entregarse totalmente a él, en un acto de gratitud y adoración.
Al día siguiente, antes de que amaneciera, salió de Caracol con un poco de dinero extra que mantenía bajo llave en uno de los armarios. Cubierta con un enorme sombrero de cortador de caña para ocultar su cara, caminó hasta el pueblo más cercano y se paró frente a la tienda La Lunita, a esperar el primer bus.
Cuarenta minutos después, estaba golpeando en la ventana de la habitación de Francisca Campos, en su pueblo natal. Alma le contó toda la historia, menos el detalle de la participación de Magnolia. Lloraron juntas y Francisca le ofreció una explicación más consoladora de la manera como Max la había abandonado: seguramente él había asumido que ella estaría más segura sola que en su compañía. Y había tenido razón, después de todo, si ella hubiese ido con él en el bote, también habría muerto. Dos horas después de dejar a Francisca, Alma estaba en un campamento de la guerrilla, donde encontró a algunos amigos de Max. Ellos la ayudaron a huir hacia Honduras. Al día siguiente llamó por teléfono a un diario, La Prensa Gráfica, y dijo: “Fui testigo de cómo cuatro soldados asesinaron a seis campesinos, a Maximiliano Campos y a Alma Borrero Winters en El Trovador, cien kilómetros al este de La Libertad. Quisiera permanecer en el anonimato”.
“LOS MESES que siguieron son borrosos”, les dijo Alma a Mónica y a Bruce. “Descubrí que no soy comunista ni socialista, que, de hecho, soy bastante apolítica sin tener a Maximiliano a mi lado, alimentando mi interés. Yo sabía que tenía que regresar a la única cosa que era realmente mía: el mar”.
Mientras escuchaba a Alma, Bruce miraba hacia un almendro, extraordinariamente inmóvil y sin parpadear. “La prensa se enloqueció”, dijo, sin bajar la mirada. “Estaba muriéndome de dolor y, para acabar de completar, todo el mundo sabía que yo era el cornudo de la historia”.
Alma lo miró, casi con actitud de disculparse, y luego miró a Mónica. “Había ahorrado algún dinero a escondidas, en una cuenta en Miami, una buena suma que mi padre me había dejado. Nadie sabía sobre esa cuenta y así fue como pude financiar mi desaparición. Es triste e irónico...” dijo y sacudió la cabeza. “Regresé a la universidad. Hice un doctorado en biología marina. Comencé a investigar sobre los efectos de los cambios termovolcánicos en el ambiente de los moluscos y he viajado por todo el mundo haciendo estudios: Hawaii, Puerto Rico, Brasil, California, México, Filipinas. En cierto momento, durante un proyecto, estuve en el Instituto Oceanográfico Woods Hole en Cape Cod”.
“¿Nunca pensaste en ir a vernos?” preguntó Mónica.
Alma sonrió con amargura y luego miró a su hija. “Yo estaba entre el público cuando te presentaste en Carousel, en grado décimo. Vi cuando te graduaste de secundaria, linda”.
Mónica tomó aire y dejó escapar una pequeña exclamación, mientras entornaba los ojos y trataba de buscar en su memoria —en vano, desde luego— una confirmación. Luego frunció el ceño. “Pero eso lo hiciste sólo para tu propio beneficio, mamá. Para mí no significó nada. Yo no sabía que estabas ahí”.
Mónica se volvió hacia su padre y entrecerró un poco los ojos. “Mamá estuvo en una de mis presentaciones de la escuela, publicaba artículos y enseñaba y, durante todo este tiempo, ¿tú no tenías ni idea de que estaba viva?”
Bruce negó con la cabeza y se volteó a mirar a Alma. “En ese momento había una guerra y en El Salvador de 1985 la gente no se podía rastrear con tanta facilidad como en los Estados Unidos...”. Se rascó la cabeza, bajó la vista y luego volvió a mirar a Alma. “¿Qué nacionalidad tienes ahora?”
“Soy ciudadana costarricense. En la época en que me fui de El Salvador, era importante para mí cortar todos los lazos. Así que renuncié a la nacionalidad salvadoreña y, gracias a viejas relaciones, conseguí un empleo en la universidad, en Costa Rica”.
“Entonces, ¿por qué no te cambiaste el nombre?”
“Lo hice. Mi nombre era Alma Winters, así que volví a adoptar el de Alma Borrero”.
“Una elección más bien contradictoria, ¿no?”
“Quería volver a ser la persona que era antes de perder el control de mi vida. Confiaba en el hecho de que, una vez que todo el mundo pensara que estaba muerta, ya nadie seguiría buscándome. Años después, decidí publicar artículos con mi verdadero nombre porque mi campo es extremadamente oscuro. Sabía que ni siquiera mi madre, una dedicada coleccionista de conchas, leería una revista científica sobre moluscos”. Alma hizo una sonrisa forzada. “Además, soy bióloga marina y mi nombre es Alma Marina, el alma del mar. ¿Cómo podía renunciar a eso?”
Bruce asintió y luego apoyó la quijada sobre una mano. “Todavía no nos has dicho por qué...”
Alma se puso de pie, mirando a Bruce y comenzó a hablar con voz más suave. Mónica y Bruce podían ver que estaba haciendo un esfuerzo por encarar la verdad. “Cuando la impresión y el dolor fueron cediendo, lo único que me quedó fue una sensación de repulsión hacia mí misma y de desesperanza por no ser capaz de seguir persiguiendo el sueño sin Max y sin el furiosus. Así que caí en una depresión profunda”. Miró hacia lo lejos. “Nadie creyó en la historia de los soldados, cuando dijeron que me habían visto correr hacia el agua; todo el mundo pensó que me habían asesinado junto con Max. Supe que hubo una investigación, iniciada por mi madre”.
“Ni siquiera Claudia les creyó a los soldados”, dijo Bruce. “Pero acordamos decir que la causa de muerte había sido el ahogamiento”.
Alma asintió con la cabeza. “Dos de las personas asesinadas en El Trovador eran menores de doce años. Otra de las víctimas era una chica llamada María del Carmen. ¿La recuerdas, Mónica? Unos pocos años antes, vimos nacer a su bebé en El Trovador. Estaba embarazada otra vez y de todas maneras la mataron sin ninguna consideración”.
Mónica parpadeó con incredulidad. “¿Mataron a la mamá de Jimmy Bray?”
“Es horrible, ¿cierto? Todo es tan absurdo. Yo estaba enfurecida con mi madre por desencadenar algo que no podía controlar. Supongo que cuando hizo esa llamada, pensó que los militares pondrían preso a Max, que le darían una paliza e impedirían que siguiéramos enlodando el apellido de la familia. Pero esos criminales no eran capaces de ser razonables. Lo que yo vi fue cómo cuatro hombres se dejaron llevar por el instinto asesino después de que volaron el bote de Max”.
Bruce dejó escapar un suspiro enorme y sacudió la cabeza. “¿Y tú te sientes de alguna manera responsable por esos hechos, Alma?”
“Claro que sí, Bruce. Eso era lo más duro de todo. Esa es la razón por la cual dejé a mi familia”, dijo Alma, mientras miraba a Mónica. “Porque me vi obligada a castigar a mi madre y a exilarme para dejar de hacerle daño a la gente”.
Mónica pensó en eso durante un rato, mientras pasaba los dedos de su mente por la superficie de las palabras de su madre, en busca de algo que las identificara como una disculpa. Por el momento todo sonaba emocionalmente razonable, pero se daría un poco de tiempo para evaluarlo, para asimilarlo. Mónica expresó abiertamente la conclusión a la que llegó: “Yo le dije a papá dónde estaba la hacienda, papá le contó a la abuela y la abuela hizo la llamada telefónica que puso en marcha todo lo que sucedió. Todos tenemos las manos manchadas de sangre”. Mónica miró a su padre y luego se miró sus propias manos, como si realmente esperara encontrarlas cubiertas de rojo y chorreando sangre. “Supongo que de esto es de lo que me has estado protegiendo todos estos años, papá”.
“Sólo que yo creía que habíamos provocado la muerte de tu madre”, dijo Bruce y parecía que estaba a punto de llorar. “No quería que tuvieras que vivir con esa culpa, como he vivido yo. Imagínate...” susurró, sacudió la cabeza y luego dejó la frase en el aire, mientras desviaba la mirada.
Mónica miró a Alma y dijo: “Yo no entiendo cómo pudiste abandonarme. Esa es la única parte que desafía mi comprensión. Cuando las cosas se calmaron, tú estabas viva y podrías haberte quedado en Caracol todo el tiempo que necesitaras. Podrías haber regresado a casa. Podrías haberte divorciado de papá y todos habríamos podido seguir con nuestras vidas, cada uno por su lado, si eso era lo que querías. Pero en lugar de eso, te desapareciste de mi vida. Ayúdame con esa parte, mami”.
Alma se volvió hacia ella y la miró con los ojos muy abiertos y llenos de recuerdos. “Yo sentía que no te merecía y que estarías mejor al cuidado de tu padre. No tengo otra respuesta que esa, Mónica. Quería cortar todos los lazos con mi antigua vida. Y la única anestesia que conocía era dedicar mi vida a la investigación y el estudio. Siempre quise encontrar en el mar algo que curara el dolor y lo encontré, en los logros de mis estudiantes, en las revistas académicas, en las expediciones de buceo, mirando a través de un microscopio y a bordo de un barco explorador. Después de un tiempo, la decisión de dejar que toda mi familia creyera que estaba muerta se convirtió en una forma de vida, y cada vez se volvía más y más difícil dar marcha atrás. Dos años después, ya me había convertido en una persona nueva”.
Mónica asintió con la cabeza para mostrar que había escuchado. Unas lágrimas calientes y espesas rodaron por su cara. “Eres la persona más egoísta que conozco”, dijo, mientras esperaba ver aparecer en el rostro de su madre una mirada de indignación, pero no apareció nada. Alma sólo la miró con una expresión de avidez por oír todo lo que Mónica tuviera que decir, así que Mónica trató de sacudirla otra vez. “Pensaste que tu papel de científica era mucho más importante que el sencillo trabajo de ser la madre de una hija única”. Mónica levantó un dedo. “Una chiquilla callada, que no ocupaba mucho espacio ni comía mucho ni pedía mucho más que amor. Ni siquiera te molestaste en despedirte. Tu corazón pertenece por completo a algo que nunca te podrá corresponder”.
Alma se miró las manos un rato y dijo: “No estoy de acuerdo con la última parte. El mar sí me corresponde. Pero, Mónica, lo único que puedo decir es que el trabajo es mi vida, me sumerjo en él, aunque admito que hay días en que siento que me desmorono. En esos días me encierro y me tomo una pildorita azul que acalla el dolor de mis remordimientos. Siempre me había dicho que te buscaría cuando te convirtieras en adulta, pero cuando lo volví a pensar durante los últimos años, me parecía una intrusión terrible, un golpe tan fuerte que pensé que nunca me perdonarías. Y, sin embargo, aquí estamos. Tú me encontraste, tú hiciste todo el trabajo”.
“Aquí estamos”, repitió Mónica.
Alma se sentó otra vez al lado de Mónica y le agarró la mano y se la apretó hasta que los nudillos se le pusieron blancos. “No te imaginas lo feliz que estoy de que me hayas encontrado, Mónica. Sigo viviendo tan aislada como siempre, perdida en alta mar. Nunca encontré el camino a casa, nunca aprendí a confiar en nadie. Nunca me volví a casar. Nunca tuve más hijos. Pero me gustaría tener algo en tierra a lo que valga la pena regresar”.
Mónica miró en ese momento los ojos de su madre y se vio por primera vez como una adulta. No pretendía juzgarla, al menos no en este momento, más bien quería entender a su madre desde la perspectiva de una mujer, una mujer adulta que también estaba enfrentando en este momento una relación moralmente dudosa. En esos ojos oscuros que tanto recordaba vio que Alma se sentía avergonzada por haberla usado, por pedirle a su propia hija que le mintiera a su padre, por no haber podido protegerla de la lujuria, del desastre, del dolor y la guerra y la muerte. Tal vez había tenido razón al marcharse, pensó Mónica. En realidad, Alma no era una buena madre.
Mónica se puso de pie. “Si de verdad quieres hacer las paces, mamá, entonces comienza por papá”, dijo y recordó lo que había dicho Marcy el Cuatro de Julio, sobre el fantasma de Alma. Toda la familia necesitaba este exorcismo, esta purga del pasado, y Mónica sabía que su padre era el más afectado. Agarró la mano de su padre por un momento y dijo: “Este hombre pasó los últimos quince años pensando que había matado a la mujer que amaba”.
Ahora Alma estaba mirando a su esposo y tenía los ojos encapotados y los labios apretados. Con toda la delicadeza que pudo, Mónica dijo: “Dejaste que papá y la abuela vivieran con esa horrible carga, mamá. Es hora de que ustedes dos hablen de eso. Si mi padre puede perdonarte, entonces yo también puedo”. Mónica dio media vuelta y abrazó a su padre por encima de los hombros. Pudo ver que Bruce tenía el cuero cabelludo cubierto de sudor y que se veía pálido. “Estaré en la estación con Claudia y Will. Llámenme cuando estén listos”. Luego se marchó, dejando solos a sus padres por primera vez en quince años, mientras la tensión entre ellos hervía en medio del aire denso y cargado de sal.
BRUCE SE INCLINÓ hacia delante. Señaló su propio corazón. “Ella tiene razón... Podrías habernos evitado muchos problemas si sólo me hubieses pedido el divorcio”.
Alma tenía los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud defensiva. “Eso no se acostumbraba en la sociedad salvadoreña de esa época. Ni siquiera era una opción”.
“Mentira. Tú no eras ninguna novicia de convento. Eras una mujer egoísta y cobarde”.
“Les eché la culpa a ti y a mi madre. Quería algo mucho peor que el divorcio”.
“Ah, ahora sí estamos llegando a la verdad”. Bruce se rascó el cuero cabelludo y volteó la cabeza hacia un lado. “Entiendo lo del castigo. Yo quería castigarte a ti por haberme traicionado. Pero no iba a dejar que Mónica pagara las consecuencias”.
Alma le apuntó con un dedo. “Yo no dejé que Mónica pagara las consecuencias, yo la salvé. Así fue como lo vi en ese momento. Tú eras un buen padre y yo, una mala madre. Cuando me sentí lo suficientemente fuerte como para retomar mi vida y reconocer mis errores, ya no tenía ningún derecho sobre ella. ¿Acaso estoy equivocada?”
Bruce levantó una ceja. “No, tienes toda la razón. Yo soy mejor padre que tú. Mira, por ejemplo, lo que acaba de pasar. Llevo todos estos años tratando de evitar que Mónica supiera que lo que ella me dijo ese día fue lo que desencadenó tu muerte. En cambio tú se lo fuiste diciendo así no más”.
Alma sacudió la cabeza. “Pero no estoy muerta”.
“Pero murieron otras personas”.
“Lo mejor es poner todas las cartas sobre la mesa. Mónica tiene casi treinta años, por Dios santo”.
Bruce exhaló lentamente. Alma agarró el borde de la banca con las dos manos y dijo: “Lamento mucho haber arruinado tu vida, Bruce. Nunca te quise, tú lo sabes. He debido ser más valiente, he debido enfrentarme a mis padres y seguir desde el principio los dictados de mi corazón”. Movió la mano como si estuviera cortando el aire. “No espero que me perdones. Pero sí quiero decirte que lamento lo que hice, porque de verdad lo lamento”.
Bruce se puso de pie. “Más bien deberías sentir compasión por ti misma. Has arruinado todas las oportunidades de ser amada que te ha dado la vida”.
Alma se miró los dedos de los pies y levantó un poco de arena. Cuando alzó la vista, Bruce se vio reflejado en esos ojos increíblemente negros. Se supone que los ojos son el espejo del alma, pensó Bruce. No se supone que reflejen la imagen de quien los mira. De repente recordó que siempre había habido algo terriblemente solitario en el hecho de amar a Alma y era eso. Uno sólo se veía reflejado, nunca tenía ni un atisbo de lo que había adentro. Alma lo agarró de la muñeca y le dijo: “No te vayas”.
Bruce se sentó. “¿Por qué?”
“Porque sí”, dijo Alma, mientras levantaba los párpados y dejaba al descubierto los espejos negros de esos irises sin pupila, sin centro, sin corazón.
Pero Alma tenía razón, había más cosas que decir. Bruce la miró a la cara y se fijó en esos labios siempre carnosos, en la curvatura de esas cejas, en sus pómulos salientes y, por un momento, le habló a esa cara, no a la mujer. “Asumo la responsabilidad de haberme dejado atrapar por tu belleza. Te elegí a pesar de que me dijiste cientos de veces que no querías casarte conmigo ni ser la madre de mis hijos. Ese primer fin de semana que tu madre me invitó a la playa, te vi con Maximiliano y decidí pasarlo por alto. Cuando tu padre mandó lejos a Max para separarlos, aproveché la oportunidad. Esa es mi contribución al desastre que vino a parar en las manos de Mónica. Lo único que te pido ahora es que te asegures de que Mónica nunca sepa que no querías tenerla”.
Alma se estremeció y recordó el dolor de ese intento fallido de aborto. “Fue el destino. Ese bebé debía vivir”. Alma desvió la mirada. “Haré todo lo que me digas, Bruce. Me siento como si la vida me estuviera dando otra oportunidad, aunque sea para alcanzar la paz que produce el hecho de decir la verdad”.
Bruce apretó los labios y dijo: “Bien”.
Se quedaron en silencio durante un momento y luego Bruce dijo: “Tengo varias cosas que pedirte, si de verdad quieres hacer borrón y cuenta nueva”.
Alma sólo levantó una ceja y lo miró.
“En primer lugar, tendrás que salir de tu escondite”, dijo Bruce. “Vamos a conseguir un buen abogado y les vas a quitar a los Borrero todo lo que era de tus padres”. Tan pronto ella empezó a protestar, él levantó la mano. “No me importa si te resulta incómodo. No me importa saber qué piensas ahora acerca del dinero. Vas a obligar a tus parientes, y a la ley, a que reconozcan a Mónica como la heredera legítima de lo que queda de las propiedades de sus abuelos, que ahora se han triplicado. Puedes empezar por ahí”.
Sin saber cómo responder, Alma abrió la boca, luego la cerró, volvió a abrirla y volvió a cerrarla. Levantó la quijada.
“¿Qué más?”
“Y luego te vas a sentar con Claudia Credo”, dijo y señaló hacia la estación marítima, “y le vas a contar todo lo que sabes acerca de las drogas fabricadas con base en el veneno de los conos y sobre esa clínica. Permite que el Ministerio de Salud sepa quién eres y por qué estás aquí y los reparos que tienes frente a lo que está sucediendo en la Clínica Caracol”.
Alma se mordió el labio y finalmente asintió. “Está bien”.
“Y no te vayas a desaparecer otra vez, Alma. Más te vale que esta vez te comprometas de verdad”.
Alma levantó las manos. “Lo prometo”.
Bruce levantó la quijada y la miró con los ojos entrecerrados. “Estuve casado contigo durante trece años. No confío en ti”.
“Legalmente todavía lo estás”.
Bruce frunció el ceño. “Bueno, supongo que eso es lo tercero. Voy a necesitar que me des el divorcio”.
Alma asintió con la cabeza y se puso de pie. Recogió una semilla seca de almendro y se la arrojó al mono araña. “Será mi regalo para ti, Bruce”.
Bruce le dio una patada a la arena. “No creo que vuelva a verte, pero Mónica es una mujer adulta y no voy a interferir con la decisión que tome. La relación con ella corre completamente por tu cuenta, Alma”.
“Si hago esas tres cosas...” Alma dejó la frase sin terminar.
Bruce asintió con la cabeza. “Ella te perdonará”.