El personal de la Clínica Caracol declaró que la causa de muerte de Ivette había sido una infección pulmonar, un riesgo muy común en casos de convalecencia prolongada. A pesar de que la habían sacado quince minutos para que recibiera un poco de sol, la marea estaba muy alta y las olas muy fuertes, así que la enfermera la volvió a traer enseguida a su cama y encendió la televisión, que estaba presentando un programa sobre huracanes. Ivette abrió los ojos y habló una vez esa noche, cerca de diez minutos antes del momento en que se calculaba que había muerto. La enfermera dijo que pidió que la empujaran más cerca del mar, y que lo dijo en español. Ella pensó que tal vez Ivette estaba interesada en el programa de televisión y quería ver mejor, así que ajustó la parte superior de la cama para que quedara más sentada y luego acercó un poco más la televisión a la cama. Enseguida oyó que otro paciente hacía un ruido extraño y dejó a Ivette para ir a ver. Había luna llena y, por alguna razón desconocida, eso parecía poner más inquietos a los pacientes. Minutos después, cuando la enfermera regresó a donde Ivette, vio un chorrito de saliva que le escurría por la comisura de la boca y una serena sonrisa en su rostro.
LA NOCHE DESPUÉS de que Ivette murió, todo el mundo se dedicó a consolar a sus deudos. Claudia se hizo cargo de coordinar el transporte de todos, incluso el del cuerpo de Ivette, que sería llevada de regreso a casa, para enterrarla en los Estados Unidos. “El ministro de Salud y el presidente se enterarán de esto mañana por la mañana”, prometió Claudia. “Exigiremos que la Dra. Méndez y los inversionistas asuman la responsabilidad”. Luego bajó la cabeza, al pensar en la inutilidad de todo eso, pues ya nada podría traer a Ivette de regreso.
A las seis de la mañana, el gallo estaba cantando otra vez y era imposible dormir. Mónica se puso una pantaloneta y una camiseta y se fue a buscar un café. En el corredor dio media vuelta, miró hacia la calle y se estremeció al recordar la imagen del perro negro que la había observado desde afuera, un par de noches atrás. Tal como decía la leyenda, la presencia de un perro negro había presagiado un evento doloroso.
Media hora después, oyó que alguien golpeaba en su puerta. Era Will. Lo dejó entrar sin decir nada y lo abrazó, mientras él se estremecía entre sus brazos. “Pensé que ya le había dicho adiós”, susurró Will con voz ronca, después de un rato. “Esto es tan difícil. Es como si la tuviéramos agarrada del cuello, mientras colgaba de un precipicio”. Estiró su brazo con rigidez, como si estuviera sosteniendo algo invisible con los dedos. “Y la dejamos caer”.
Mónica retrocedió. “No, espera. Ella no murió a causa del tratamiento. Murió porque su cuerpo no aguantó la tensión de la convalecencia y la recuperación. Tú no dejaste que le pasara nada. Tú, Silvia, la medicina moderna y la clínica la mantuvieron colgando de este mundo mucho más tiempo del que la naturaleza le habría permitido quedarse. Dios vino por ella, Will. Ni siquiera Él podía soportar verla sufrir por más tiempo”.
“Ella fue la que te envió, ¿sabes?” dijo Will, mientras examinaba los dedos de Mónica. “Y nadie me va a convencer de lo contrario”.
“¿Eso crees?” dijo Mónica y abrió desmesuradamente los ojos.
“Ella tenía un corazón realmente grande”.
Mónica lo miró. “Es posible”.
Will la miró y ella detectó una chispa de luminosidad en su rostro, antes de que la tensión volviera a ensombrecer su expresión. Will se echó hacia atrás y se puso de pie.
“Quiero recogerte en el aeropuerto”, dijo. “Cuando regreses a Connecticut”.
“Vas a estar muy ocupado por un buen rato, Will”.
“Sacaré tiempo”. Respiró profundo, levantó la quijada y esbozó una sonrisa forzada. “Y tú... tú necesitas estar con tu madre unos días más. A solas”.
“Es incómodo”.
“Hazlo”.
“Voy a hacerlo”.
Se abrazaron durante un largo rato, pero no la besó. Cuando salió de la habitación, Mónica sintió un ataque de amor por él, seguido de una oleada de tristeza. Se dejó caer en la cama. A juzgar por su lenguaje corporal, Will se estaba marchando, al menos en espíritu, por un largo, largo tiempo. Mientras él la tenía abrazada, Mónica recordó fugazmente las imágenes del día anterior: una cama vacía de hospital, paredes desnudas, frascos desocupados en el cubo de la basura, un monitor con el cable enrollado encima. Una vida que se había ido.
Will se dirigía ahora al purgatorio, el gran sanatorio de los corazones en duelo.
DOCE HORAS DESPUÉS, todos se habían marchado, menos Mónica. Planeaba quedarse otra semana con Alma, que había cumplido su promesa y se la pasaba yendo y viniendo entre oficinas de abogados y dependencias públicas, mientras trataba de evadir el interés que había despertado su regreso. Sólo la tarea de explicarle todo el asunto al asombrado fiscal le había tomado horas. Mónica no le contó a nadie sobre su intención de visitar a su tío abuelo Jorge antes de marcharse de El Salvador. Pero primero, había algo terriblemente importante que Alma y Mónica tenían que hacer juntas.
Regresaron a la playa un día y alquilaron un bote en las aguas protegidas del Golfo de Fonseca. En el suelo de la embarcación había diez coronas de rosas blancas. Seis de ellas representaban a los campesinos que habían sido asesinados ese aciago día. Una corona era por Maximiliano Campos, otra por Ivette Lucero y las últimas dos eran por Magnolia y Adolfo Borrero. Mónica las arrojó como si fueran salvavidas y cada una aterrizó sobre el agua con un golpe suave. La oración fúnebre de Alma se compuso apenas de unas pocas palabras:
“El océano es el comienzo y el fin de todo sobre la tierra. Nacemos del agua y, tras la muerte, regresamos a un estado puro y elemental. Es un privilegio vivir, pero también morir—porque convertidos en sal regresamos a la gran matriz que son las aguas del profundo y eterno mar”.
Casi de inmediato se levantó la brisa y las coronas de flores comenzaron a alejarse y a girar como ruedas que cargaran un peso invisible a través de la inmensidad del mar. Daban vueltas mientras avanzaban hacia ese resplandeciente lugar en que el sol borra el horizonte, más allá de la vista, más allá del sonido, más allá del conocimiento, o el dolor o la tristeza o el arrepentimiento.
Después de oír que Alma decía: “Regresen a la vida”, Mónica le envió un beso a cada una y les dijo adiós con la mano. Como siempre, estaba mucho menos segura que su madre acerca de la existencia de la vida después de la muerte. Pero se consoló al pensar que, si la versión cristiana del cielo de la abuela no estaba ahí esperando, entonces al menos estaba la versión de Alma: una vida después de la muerte, en la cual no había límites ni desperdicio.