III

LA TORRE

 

AQUEL CHAPARRÓN MEJORÓ un poco las cosas, pero los daños causados por la sequía eran irreparables. Las cosechas se habían agostado, los incendios habían mermado los bosques y muchos animales de granja habían muerto por el calor o habían tenido que ser sacrificados para que sobrevivieran las familias. La comarca pasó tiempos de necesidad, y Dana, pese a que la amistad incondicional de Kai le ayudaba a sobrellevar las penalidades, no dejaba de preguntarse cuándo cambiarían las cosas, sin saber que su vida pronto iba a transformarse radicalmente.

Una tarde que volvía del campo notó algo anormal en la granja. Sus hermanos pequeños jugaban en el porche, pero no se veían adultos en las inmediaciones. Además la puerta de la casa estaba cerrada, lo cual resultaba extraño, pues debido al calor siempre la dejaban abierta.

Dana se encogió de hombros, pero Kai parecía inquieto. Los dos se dirigieron al establo en busca de algo de sombra, y una vez allí se formaron una idea más aproximada de lo que estaba pasando.

La sequía solo les había dejado dos vacas y un caballo de tiro, pero aquella tarde había dos inquilinos más en el cobertizo: un caballo blanco y una joven yegua baya.

–¿Y esto? –murmuró Dana, muy extrañada, mientras Kai admiraba con un expresivo silbido la planta de los soberbios animales–. ¡No pueden ser nuestros! No tenemos dinero.

Se le ocurrió una idea y cruzó una mirada con Kai.

–Tenemos visita –murmuró este, que había pensado lo mismo que ella.

Dana echó un vistazo al caballo blanco, preguntándose por qué le resultaba tan familiar. Entonces salió del establo y se dirigió al porche para interrogar a sus hermanos sobre lo que estaba pasando; pero ellos poco pudieron decirle al respecto.

Dana no se resignó. Estaba claro que los adultos mantenían en la casa una reunión con los visitantes; una reunión a la que ella no había sido invitada.

Pero tenía un presentimiento.

Rodeó la casa hasta la ventana que daba al comedor principal, que por suerte sí estaba abierta, y se acurrucó debajo para poder escuchar sin ser vista.

Le llegaron con claridad las voces de sus padres y, ocasionalmente, la de alguno de sus hermanos mayores, mezcladas con la de un desconocido que era, sin duda, el dueño de los caballos.

–Puedo asegurar que la cuidaré muy bien –decía el hombre–. Le proporcionaré comida, ropa, la seguridad de un hogar... y una enseñanza a la que nunca tendría acceso de quedarse aquí.

Dana frunció el ceño. Estaba segura de haber oído antes aquella voz: serena, baja y bien modulada. Pero no terminaba de ubicarla.

–Comprendemos que es una gran oportunidad para ella –respondió entonces el padre, con cautela–. Pero son tiempos de necesidad, y una familia de campesinos no puede desprenderse de unos brazos que trabajan bien.

–Sería una boca menos que alimentar –replicó el hombre–. Y gustosamente pagaré lo que haga falta.

–El dinero no puede sustituir la pérdida de una hija –objetó la madre con aspereza.

Dana adivinó entonces que estaban negociando el matrimonio de alguna de sus hermanas mayores. «De modo que era eso», se dijo. Se volvió hacia Kai para decirle que no se trataba de nada grave; pero se calló al ver la expresión preocupada del rostro de su amigo.

Sus sospechas renacieron con más fuerza, y siguió escuchando.

–Sé que me la llevaría lejos –decía el extraño–, pero le ofrezco algo que no está al alcance de todos.

Hubo un tenso silencio. Entonces, el desconocido añadió:

No se deben dejar pasar ofertas así en tiempos de necesidad.

Y entonces Dana se quedó clavada en el sitio, porque recordó, con total claridad, dónde había oído ella una frase parecida pronunciada por aquella misma voz: al lado de un pozo, hacía algunas semanas, cuando un viejo de túnica gris que montaba un caballo blanco se había detenido en el camino para preguntarle por dónde se iba a la ciudad.

Miró a Kai, pero él parecía ausente.

–Si viene conmigo, Dana no volverá a pasar hambre –concluyó el visitante.

¡Hablaban de ella! Dana se sintió desfallecer y se agarró con fuerza a la pared. ¡Sus padres estaban hablando de casarla con el hombre de la túnica gris!

Angustiada, buscó la mirada de Kai, y sus ojos azules se cruzaron con los de él.

–Todo saldrá bien –murmuró el muchacho, pero le temblaba la voz.

Dana inspiró profundamente. Era habitual que los padres de las jóvenes negociaran con los pretendientes el tema de su boda; pero solía tratarse de muchachos que ellas habían elegido previamente. Aunque a veces era cierto que las casaban a la fuerza, por motivos económicos.

Pero Dana tenía diez años, y jamás había imaginado que aquello podría pasarle a ella, y menos a una edad tan temprana, y con un hombre mayor a quien apenas conocía, por muy acaudalado que fuera. Por eso deseó que se la tragara la tierra cuando oyó la voz de su padre diciendo:

–Está bien, podéis llevárosla. ¿Partiríais esta misma noche?

–¡No! –exclamó Dana, y se separó de la ventana, con la cabeza dándole vueltas.

Los del comedor advirtieron entonces su presencia, pero la niña no quería enfrentarse a ellos. Echó a correr en dirección al granero, y poco después temblaba bajo su manta, muy consciente de que pronto irían a buscarla.

Sintió la presencia de Kai a su lado, y eso la reconfortó. Pensó que nada podía ser tan malo si él la acompañaba. Entonces recordó que, para su futuro marido, Kai no era ningún secreto, y sintió más miedo todavía.

–Escápate –le dijo el muchacho.

Dana estaba a punto de contestarle que eso era lo que estaba pensando, cuando se dio cuenta de que Kai no había dicho «Escapémonos», sino que había hablado en singular.

–¿No vendrías conmigo? –preguntó ella, más angustiada todavía.

–¿Lejos de la granja? –Kai sacudió la cabeza–. No puedo.

Dana lo miró, intrigada ante aquella negativa que le planteaba nuevos interrogantes sobre la identidad de su amigo, cuando oyó que se abría la puerta del granero.

–Demasiado tarde –murmuró Kai.

Dana se encogió en su rincón. Ya no había escapatoria. Mientras oía cómo el intruso subía por la escalera de madera, se aferró a la idea de que sus hermanos podrían comer con el dinero que había prometido aquel desconocido.

–¿Dana?

Era su madre. La niña se envolvió más aún bajo su manta, pese al calor que hacía. En aquel momento lo único que sentía era un puñal de hielo atravesándole el corazón.

–Dana, hija, estás aquí –murmuró la madre, aliviada.

Dana le dirigió una mirada de reproche.

–Es por tu bien –explicó su madre, que captó la mirada inmediatamente–. Con este señor no pasarás hambre, ni tendrás que matarte a trabajar. Además, te dará una educación que nosotros no podemos ofrecerte. Serás en la vida algo más que una simple granjera.

–Y a vosotros os dará mucho dinero por mí –añadió Dana, resentida.

La madre pareció apenada.

–¿Crees que te vendemos, eso crees? Muchas familias pagarían para que sus hijas tuvieran esta oportunidad. Tus hermanos envidian tu suerte, Dana. Ellos nunca verán más allá de esta granja, este pueblo, esta comarca tal vez. Es un regalo del cielo.

Dana titubeó. Sintió que su madre se acercaba a ella, y de pronto se encontró refugiada entre sus brazos.

–Niña... mi niña... –murmuró la mujer, conmovida–. Sé que aún eres muy pequeña para abandonar tu casa..., pero si dejamos pasar esta oportunidad, quizá no vuelva a presentarse nunca.

–No quiero marcharme, madre –confesó Dana–. Ese hombre no me gusta.

–No te hará daño, mi pequeña. Pero, aun así, escucha: si algún día no soportas tu nueva vida y ves que no eres feliz, no tienes por qué quedarte allí. Si vuelves a casa, te recibiremos con los brazos abiertos.

La granjera se separó un poco de su hija y le puso algo en la mano. Dana lo miró con curiosidad. Era un extraño amuleto de metal con forma de luna menguante, entre cuyos extremos había una estrella de seis puntas.

–Esto perteneció a mi madre, y a la madre de mi madre, y a la madre de la madre de mi madre. Te protegerá de todo mal, y te recordará que aquí en esta granja, yo siempre pensaré en ti. Cuídalo.

Dana se conmovió ante aquella muestra de cariño: su madre no solía prodigarlas. Se puso el colgante al cuello, sintiéndose especial: tenía tres hermanas más, pero aquel amuleto era suyo, porque su madre lo había querido así.

No recordaría gran cosa de lo que pasó después. Las despedidas, el empaquetado de sus cuatro cosas... todo sucedió como en un sueño.

Pero el reencuentro con la mirada penetrante de los ojos grises del visitante la despertó del todo.

–¿Estás lista, pequeña? –le preguntó él amablemente.

Dana dijo que sí, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra, una y otra vez. Tenía una idea muy vaga de lo que era el matrimonio y lo que implicaba, y, aunque le extrañaba que no celebrasen la boda con su familia, la excitación del inminente viaje empezaba a apoderarse de ella.

Parte de sus dudas se disiparon cuando, en el establo, el hombre de la túnica gris le dijo que la magnífica yegua baya era para ella.

Dana lo miró sin poder creérselo.

–Adelante –la invitó el visitante–. Es tuya. Acércate, háblale, conócela.

La niña se aproximó al animal, al principio titubeante; pero momentos después ya le acariciaba la sedosa piel, susurrándole cosas al oído.

–Le gusto –comentó.

El hombre sonrió, y Dana se sintió un poco más tranquila.

–Tienes que ponerle un nombre; solo así será completamente tuya.

Dana no lo pensó mucho.

–Lunaestrella –dijo, aferrando bien el colgante que le había dado su madre.

El desconocido asintió, conforme.

Poco después salían del establo, guiando a los caballos. Dana vacilaba; había tratado antes con caballos, pero eran animales de granja, no criados exclusivamente para ser montados.

–No temas –dijo su compañero suavemente, adivinando sus pensamientos–. ¿Estás lista?

Dana iba a decir que sí, pero sintió que le faltaba algo. Echó un vistazo a la granja y a su familia, que se había reunido para despedirla, y supo de pronto qué era lo que no iba bien.

«¡Kai!», pensó.

¿Dónde andaría? ¿Por qué no estaba con ella? ¡Desde luego, Dana no pensaba marcharse sin él!

–Un momento, por favor –suplicó al visitante, muy nerviosa–. He olvidado algo muy importante.

Corrió hasta el granero, y se asomó dentro.

–¿Kai? –llamó en voz baja.

No hubo respuesta. Dana, cada vez más nerviosa, lo buscó por todas partes, preguntándose qué iba a hacer si él no quería acompañarla.

–¡Kai! –gritó, ya sin importarle que la oyesen.

–Estoy aquí, Dana –dijo la voz de su amigo tras ella, muy cerca.

Dana se sobresaltó, pero casi se echó a llorar de alivio.

–Te vas –dijo él, entristecido.

–Nos vamos –corrigió ella–. No voy a dejarte aquí.

–Pero yo no puedo...

–No iré a ninguna parte sin ti –cortó ella, sacudiendo con energía sus trenzas negras.

Kai pareció conmovido.

–De verdad, me gustaría... –empezó, pero se interrumpió al oír un chirrido.

La puerta del granero se abrió, y apareció una figura alta vestida de gris.

Dana avanzó hacia ella.

–¿Ocurre algo? –quiso saber el visitante.

Dana se retorcía las manos mirando al suelo.

–Es que yo no puedo... –comenzó, pero en los ojos del hombre apareció un brillo de comprensión.

Miró hacia donde estaba Kai –esta vez no había duda– y dijo:

–Tú puedes venir también.

Alzó la mano e hizo un breve movimiento con los dedos, girándolos suavemente en el aire... y Dana tuvo una sensación extraña, como si algo invisible se hubiera roto.

El rostro de Kai mostró una súbita expresión de alegría.

–Dale las gracias –le dijo a Dana y, como ella se quedó sin habla un momento, le dio un codazo.

–¡Gracias! –desembuchó la niña, casi sin darse cuenta.

No tuvo mucho tiempo para pensar en ello, porque poco después abandonaba la granja y a su familia, siguiendo al jinete de la túnica gris, tratando de mantener el equilibrio sobre su nueva yegua baya, con Kai montando tras ella.

Por el camino se cruzaron con Sara y su hermana, que volvían del pueblo. Dana se irguió todo lo que pudo sobre Lunaestrella y dirigió a su boquiabierta vecina una mirada arrogante.

Se sintió un poco mejor.

Pronto se puso el sol, pero ellos cabalgaron al paso gran parte de la noche, siempre hacia el este, hasta llegar al tercer pueblo; entonces pararon en una posada.

Dana era tímida por naturaleza y no se había atrevido a preguntarle nada a su acompañante. En la posada tuvo una habitación individual para ella sola, pero estaba demasiado cansada para apreciar el hecho, y demasiado confusa como para tratar de averiguar más cosas sobre su destino. Durmió de un tirón, muy cerca de Kai. En realidad, nada importaba mientras él estuviese a su lado.

Al día siguiente continuaron la marcha, muy temprano, poco después de la salida del sol. Cuando estuvo algo más despejada, Dana se dio cuenta de que ni siquiera sabía el nombre de su guía y, tartamudeando y muy colorada, se lo preguntó.

El hombre sonrió por primera vez desde la tarde anterior.

–Llámame «Maestro» –dijo–. Es lo correcto.

A la niña le pareció un tanto extraño, pero no puso objeciones.

El viaje se prolongó durante varios días más. A Dana se le hizo eterno, porque su guía apenas hablaba, y ella nunca solía conversar con Kai en presencia de otras personas. Además, descansaban solo lo imprescindible, y el sol los castigaba sin piedad desde el cielo.

Cuando el Maestro vio que Dana ya controlaba mejor a Lunaestrella cambió el ritmo de la marcha, y puso al trote a Medianoche, su caballo blanco. La yegua de Dana lo siguió de improviso, y la niña estuvo a punto de caer; se aferró con fuerza y trató de adaptarse al cambio. La reconfortó la risa alegre y cristalina de Kai detrás de ella, y se irguió en su montura. Al cabo de un rato, cuando logró dominar un poco el trote del animal, se sintió muy orgullosa, y encontró que cabalgar a mayor velocidad era muy agradable. Con Kai y montando a Lunaestrella, ni siquiera el sol parecía quemar tanto.

A la tercera semana les cerró el paso una inmensa cadena de montañas que se erguían ante ellos como una hilera de colmillos afilados y amenazadores. Las cumbres más altas estaban cubiertas de nieve, mientras que un espeso manto boscoso vestía las laderas.

El Maestro rompió su habitual hermetismo para decir:

–La Torre se yergue en el Valle de los Lobos, en algún lugar de aquella cordillera.

–¡La Torre! –exclamó Dana–. ¿Es allí donde vamos?

El viejo Maestro asintió.

–Es mi hogar –dijo sencillamente.

–Un poco apartado –murmuró Kai al oído de Dana.

Ella asintió. Había tenido la misma idea. No preguntó más, pero estaba intrigada. En los sitios en donde habían parado, los aldeanos trataban al Maestro con respeto y algo de temor. Era evidente que aquel hombre tenía dinero, pero Dana alcanzaba a adivinar que había algo más que ella no llegaba a comprender.

Aquella noche durmieron en una posada junto al camino.

–La Torre –dijo ella, sentada junto a la ventana, en la penumbra de la habitación–. ¡Hay tantas cosas que quiero saber...! ¿Por qué puede verte el Maestro, Kai?

–No puede verme –murmuró la voz soñolienta de Kai.

Dana se volvió hacia él, desde la ventana.

–¿Pero es que me tienes por tonta? –le reprochó–. ¿Qué me estás ocultando?

Kai suspiró, y se incorporó del todo, con el pelo revuelto.

–Tengo algunas respuestas –explicó–, o al menos creo tenerlas. Pero mis preguntas siguen siendo más que mis respuestas. No puedo decirte nada seguro todavía.

–Pero él te ve, ¿no es así?

Kai suspiró y se rascó la cabeza, pensativo.

–Creo que no –dijo por fin–. He hecho algunas comprobaciones... y me parece que simplemente sabe que estoy aquí, puede saber dónde estoy en cada momento. Pero no puede verme, ni oírme.

–¡Qué extraño! –comentó ella–. ¿Y qué más cosas sabes?

–Nada más.

Dana resopló y le dio la espalda para asomarse a la ventana.

–Eres un mentiroso.

–Oye, no te enfades –oyó en seguida la voz de Kai en su oído–. Seguro que sabremos muchas más cosas cuando lleguemos a la Torre.

Dana se estremeció al oír aquel nombre.

–¿Tienes miedo? –murmuró Kai.

Ella asintió, y se apoyó en el marco de la ventana. La mano de Kai buscó la suya; como de costumbre, no fue un contacto material, pero a Dana no le importaba. De hecho, en los últimos tiempos se había acostumbrado tanto a aquel tipo de roce que hasta se le hacía extraño que la tocara una persona de carne y hueso.

–Lo importante es que seguimos juntos –concluyó el chico.

Dana asintió, y oprimió la mano incorpórea de Kai.

Sus dedos se cerraron en el vacío.

Tres días después alcanzaban la falda de la cordillera y se internaban por un estrecho paso de montaña. El aire se hizo más puro y fresco, y Dana agradeció el cambio, aunque los enormes bloques de piedra que se cernían sobre el sendero la impresionaban. Sin embargo Medianoche, el caballo blanco del Maestro, parecía conocer el camino a la perfección, y avanzaba con seguridad por el paso. Lunaestrella simplemente lo seguía.

Aquella noche, y las dos siguientes, durmieron al raso. Dana se acurrucaba en un rincón, envuelta en su vieja manta, mientras el Maestro se quedaba sentado junto al fuego, contemplando las llamas inmóvil y con expresión pétrea. A la niña siempre la vencía el sueño antes de verlo dormir, y por la mañana siempre la despertaba él; por tanto, no sabía si el Maestro llegaba a dormir alguna vez.

No le preocupaba, en realidad. El viento nocturno que chocaba contra las rocas de la cordillera traía consigo los aullidos lejanos de los lobos, y Dana dormía mejor si sabía que su guía seguía despierto.

Al atardecer del cuarto día el paso se abrió para desembocar en un pequeño valle encerrado entre las montañas. A mano izquierda se distinguían las casas de un pueblecito. Al fondo, trepando un poco por la falda de la cordillera, se divisaba un enorme y espeso bosque, envuelto en jirones de niebla.

Habían llegado al Valle de los Lobos.

–¿Dónde está la Torre? –preguntó Dana, estirando el cuello para ver mejor–. ¿En el pueblo?

El Maestro negó con la cabeza y señaló un punto perdido en la niebla.

–Allí, junto al bosque –dijo.

–Pues sí que está apartado –comentó Kai.

Pasaron la noche en el pueblo. A Dana no se le pasó por alto que su acompañante no era desconocido por allí.

–¿Te has fijado, Kai? –le preguntó a su amigo por la noche, cuando estuvieron solos en la habitación de la posada–. La gente de este pueblo no confía en el Maestro. ¿Por qué será?

Kai se encogió de hombros.

–Si vive tan aislado lo tendrán por un excéntrico –opinó–. Pero, si mis sospechas son acertadas, no me extraña que desconfíen de él.

Dana le miró intrigada, pero él se puso un dedo sobre los labios con una sonrisa traviesa y un brillo burlón en los ojos. Ella sabía que no le iba a decir nada hasta llegar a la Torre, pero fingió enfadarse y le lanzó la almohada a la cara.

El objeto atravesó la imagen de Kai y se estrelló contra la pared.

El Maestro la despertó más tarde que de costumbre, cuando el sol estaba ya muy alto. No le dio explicaciones, pero Dana supuso que le había dejado descansar para recuperar fuerzas, después del largo y pesado viaje.

De modo que ensilló a Lunaestrella sin hacer preguntas, y siguió al jinete de la túnica gris mientras salían en silencio de la última aldea antes de llegar a su nuevo hogar.

Atravesaron el Valle de los Lobos sin novedad y, cuando las sombras del bosque se cernían sobre ellos, al girar un recodo, vieron por fin la esbelta silueta de la Torre recortándose contra las montañas. Era una alta construcción oscura y elegante, rematada por una larga aguja; su cúspide estaba cercada por una pequeña plataforma almenada que formaba un anillo a su alrededor.

Dana no pudo ver mucho más, porque la Torre parecía encerrada entre los árboles, pero le gustó, aunque le produjo una fuerte impresión.

–Es hermosa, ¿verdad? –dijo el Maestro, y Dana percibió una nota de emoción en su voz–. La construyeron así porque debía ser un vínculo entre lo celestial y lo terreno. Su aguja recoge la fuerza del firmamento, y sus cimientos están profundamente hundidos en la Madre Tierra. La Torre reúne belleza y poder.

La niña asintió, sobrecogida.

–Parece que haya llegado un gigante y la haya clavado allí, sin más –comentó, y se arrepintió en seguida de haber dicho algo tan tonto.

Pero el hombre no parecía estar escuchándola. Espoleó a Medianoche y siguieron su camino.

Atravesaron el bosque por un estrecho sendero; ahora habían perdido de vista la Torre, y la niebla se iba haciendo cada vez más densa según atardecía. El viento silbaba entre las ramas de los árboles y, cuando estaba ya a punto de ponerse el sol, los lobos de las montañas empezaron a aullar.

Dana tuvo miedo, y el Maestro lo notó.

–No te asustes, pequeña –dijo–. Los lobos no pueden hacernos daño aún, no hasta que caiga la noche.

Esto no reconfortó a la niña, que se echó hacia atrás en su montura para sentir el contacto intangible de Kai; el chico la rodeó con sus brazos, y Dana se lo agradeció con una sonrisa.

Cuando el sol se ponía en el horizonte, el bosque se abrió, y la Torre se mostró ante ellos en toda su grandeza, al fondo de una explanada, rodeada por una verja negra. La construcción parecía mucho más alta de lo que Dana había calculado.

–Mi hogar –murmuró el Maestro.

–Mira allí –indicó Kai, señalando la cúspide.

Dana siguió la dirección de su brazo y vio una alta figura erguida entre las almenas de la Torre, iluminada por los últimos rayos del atardecer, con una larga capa ondeando tras ella. Parecía un vigía, pero estaba demasiado lejos como para saber si era hombre o mujer.

–Nos esperan –dijo el Maestro, sonriendo, al advertir la mirada de Dana.

Espoleó de nuevo a su caballo. Medianoche, al verse por fin en casa, rompió a galopar hacia el fondo de la explanada. Lunaestrella, para no ser menos, lo siguió.

Dana gritó, y se aferró como pudo a las riendas. Nunca antes había galopado.

Sin embargo, le gustó la sensación. Era como volar sobre la hierba, con el viento azotándole el rostro y su melena negra flotando tras ella, sintiendo en las piernas el elegante movimiento de los músculos de su yegua baya.

Cuando Lunaestrella se detuvo frente a la verja junto al caballo blanco, Dana se apresuró a colocarse bien sobre la silla. Estaba pálida, pero sonreía.

Centró entonces su atención en el Maestro, que, erguido sobre Medianoche, con un brazo en alto, pronunciaba unas extrañas palabras de cara a la puerta del enrejado.

Hubo un breve destello en la punta de los dedos del hombre de la túnica gris. Se oyó un chirrido, y la verja empezó a abrirse.

Dana se sobresaltó, y lanzó una exclamación de sorpresa. Oscurecía por momentos, pero su visión era todavía buena, y podía apreciar perfectamente que nadie había abierto la puerta.

El Maestro sonrió una vez más y se volvió hacia ella.

–Pasa –la invitó.

Recelosa, Dana espoleó a Lunaestrella que, sin embargo, atravesó la puerta sin miedo.

Una pequeña senda que cruzaba un jardín laberíntico y umbrío llevaba directamente a la puerta de la Torre. Dana alzó la mirada, pero la figura de las almenas había desaparecido.

–Bienvenida a la Torre –dijo a sus espaldas la voz del Maestro–, una de las pocas Escuelas de Alta Hechicería que quedan hoy en el mundo. Puedes considerarte afortunada por haber sido admitida en ella como aprendiza. Muchos matarían por semejante honor.

Dana se estremeció.

–Lo que suponía –oyó murmurar a Kai.

Alta Hechicería... Aprendiza... La Torre...

«Entonces, ¿no tengo que casarme con el Maestro?», se preguntó. Evocó una vez más la conversación que había escuchado en la granja y comprendió que no se había hablado de matrimonio; aquel era un concepto que ella había dado por sentado. Se sintió mucho mejor, y oprimió con fuerza el colgante que le había regalado su madre.

–Adelante –la apremió el Maestro, y Dana reaccionó.

Mientras avanzaba hacia la Torre montada en Lunaestrella, Dana trataba de asimilar su sorprendente cambio de fortuna. Tenía poderes especiales y por eso había sido solicitada por el Maestro de la Torre del Valle de los Lobos, que le iba a enseñar a utilizarlos. Probablemente esos poderes estaban relacionados con Kai.

Se le ocurrió de pronto que allí podría averiguar más cosas sobre su querido amigo, y descubrir la forma de que él fuera una persona como los demás.

Casi al mismo tiempo rebotó en su mente un recuerdo que ahora parecía muy lejano: la voz de aquellas niñas gritando: «¡Márchate, bruja!».

Dana no disimuló una amplia sonrisa. «Sí, soy una bruja», se dijo. «O, por lo menos, lo seré muy pronto».

El Maestro repetía el hechizo frente a la sólida puerta de roble de la Torre. Cuando esta se abrió de par en par, Dana, ilusionada ante aquella nueva perspectiva, rozó la mano de Kai. El muchacho debía de sentirse tan excitado como ella, porque el contacto le pareció a Dana casi real.