VI

PREGUNTAS

 

DE MODO QUE Dana se encerró en la biblioteca y se puso a buscar datos sobre los unicornios.

Reunió bastante información, pero nada que le resultase realmente de utilidad: había tantas leyendas acerca de los unicornios que no sabía cuáles eran verdaderas y cuáles no.

Un día se encontró con Fenris en la biblioteca, y, venciendo su reticencia, se acercó a preguntarle por los unicornios. El mago elfo estaba de buen humor aquella mañana, y sonrió.

–Me preguntaba cuánto tardarías en interesarte por el tema.

–¿Por qué?

–Porque todos los magos buscan un unicornio en algún momento de sus vidas. Se dice que su cuerno mágico proporciona un poder casi ilimitado a quien lo posee.

–Se dice –observó ella sagazmente–. ¿Y eso es cierto o es una leyenda? Se ha escrito tanto acerca de los unicornios que cualquier cosa podría ser falsa. La información a veces se contradice. ¿Cómo sé qué libros dicen la verdad, y cuáles son solo cuentos de hadas? Es frustrante.

–La simple búsqueda del unicornio es ya de por sí algo frustrante. Muchos magos y aprendices antes que tú ya intentaron atrapar uno, sin resultado. Incluso hay quien dice que se han extinguido.

–¿Y es así?

–Es posible. Pero la opinión más extendida es que simplemente quedan muy pocos, pese a lo difícil que es capturarlos.

–¿Y por qué es tan difícil?

–Porque son criaturas mágicas, sobrenaturales, salvajes y libres como el viento, y mucho más inteligentes que cualquier mortal. Nadie puede verlos a menos que ellos quieran –la miró con fijeza–. ¿O es que acaso te has topado con alguno?

–No. ¿Debería?

El mago sonrió.

–Es lo que pasa siempre –comentó–. Conoces el bosque de punta a punta y, en cambio, nunca has visto al unicornio del Valle de los Lobos.

Dana era ahora toda oídos.

–¿Quieres decir que hay un unicornio en este bosque, el bosque del Valle de los Lobos?

El elfo sacudió la cabeza.

–No me atrevería a jurarlo –dijo–. Hay muchas leyendas que afirman que es así, pero yo no conozco a nadie que lo haya visto.

Dana no dijo nada, pero meditó bien aquella nueva información.

–Puedes probar a buscarlo –añadió Fenris–. Pero yo apostaría a que no lo encontrarás. Casi seguro que lo único que hay en ese bosque son lobos.

Pronunció la palabra «lobos» con tanta amargura y resentimiento que Dana se sobresaltó. Nunca había oído a Fenris decir nada en un tono desagradable o más alto de lo correcto. Miró al elfo con suspicacia, pero él ya había vuelto a su trabajo.

Con un suspiro, Dana recogió sus cosas y se dirigió a la puerta de la biblioteca.

–Buena suerte –oyó la voz del mago elfo a sus espaldas.

–Gracias –se limitó a contestar ella.

Salió de la sala y cerró suavemente la puerta tras ella, absorta en sus pensamientos.

El unicornio... ¿se refería la dama al que, según las leyendas, vivía en el bosque del Valle de los Lobos, aquel bosque que rodeaba la Torre y que ella conocía tan bien? ¿Y cómo encontrarlo, si nadie hasta entonces lo había visto?

Mientras subía la escalera de caracol en dirección a su cuarto se le apareció de nuevo la dama de la túnica dorada. Dana estaba acostumbrada a ver aquella imagen, y a menudo la había ignorado por completo; pero en aquella ocasión tenía muchas preguntas que hacerle, así que fue a reunirse con ella.

–Señora –le dijo–. Lleváis ya tiempo acudiendo a mí. Si no queréis revelarme vuestro nombre y condición, decidme al menos qué debo hacer, dónde he de buscar al unicornio. ¿Se trata del unicornio que vive en este valle? Y, si es así, ¿cómo puedo llegar hasta él?

La dama la miró y sonrió con infinita tristeza. Dana enmudeció, impresionada, y cada vez más intrigada ante aquel misterio.

–Plenilunio –dijo ella.

–¿Qué significa eso? –preguntó Dana, pero de pronto la imagen desapareció tan súbitamente como había llegado.

La aprendiza intuyó una presencia a su espalda y se giró. Tras ella estaba el Maestro.

–Buenas tardes, Dana. ¿Con quién hablabas? ¿Practicabas con alguna invocación, tal vez?

Ella al principio no supo qué responder. Después asintió en silencio.

–Son hechizos muy avanzados –comentó el viejo mago, clavando en su alumna sus inquisitivos ojos grises–. ¿Cómo van tus ejercicios?

–Bien. Ya he comenzado con el Libro del Fuego y, si sigo a este ritmo, tal vez pueda examinarme dentro de un año.

El Maestro negó con la cabeza.

–Demasiado pronto.

Dana se encogió de hombros.

–Trabajo mucho.

–Lo sé –el Maestro le dirigió una mirada tranquilizadora–. Avanzas rápido, aprendes bien. Eres una alumna aventajada. Pero es necesario que te prepares muy bien antes del último examen. Con el fuego no se juega.

Dana asintió. Se despidió de él y siguió su camino, subiendo la escalera de caracol.

El Maestro se quedó mirando cómo se marchaba su pupila. Cuando ella se perdió de vista, el viejo hechicero sonrió.

–Por fin parece que vamos a alguna parte –murmuró.

Dana llegó a su cuarto y se sentó junto a la ventana, para pensar.

Plenilunio. ¿Significaba aquello que solo podría ver al unicornio bajo la luna llena? A pesar del tiempo transcurrido, Dana recordaba muy bien la advertencia del Maestro de no salir de la Torre de noche. «Pero entonces yo era una niña», pensó la chica. «Y ahora ya domino tres elementos y conozco muchas formas de vencer a una jauría de lobos hambrientos.»

–Sé que podría enfrentarme a ellos –murmuró a media voz.

–¿Enfrentarte a quién?

Dana no necesitaba volverse para saber que se trataba de Kai, que acababa de entrar.

–A los lobos.

Kai se reunió con Dana en la ventana, y ella le contó enseguida todo lo que había averiguado. Inmediatamente en los ojos verdes del muchacho se encendió una chispa que Dana conocía muy bien: el ansia de aventuras.

–¡Qué bien, un misterio! La vida en este sitio empezaba a ser demasiado aburrida. ¿Cuándo es el próximo plenilunio?

–Aguarda un momento, Kai. Antes que nada deberíamos averiguar quién es esa mujer y desde dónde se pone en contacto con nosotros. Tal vez sea una trampa.

–¿Lo crees así?

En el tono de voz de Kai había un cierto matiz irónico. Dana suspiró, rendida. Su amigo la conocía demasiado bien.

–De acuerdo, no –admitió–. No parece malvada. Pero, entonces, ¿por qué se oculta del Maestro?

–Tienes que reconocer que tu Maestro tiene algo de siniestro, Dana.

–Qué va; es solo severo y poco hablador, pero no es malo. A mí siempre me ha tratado bien.

–Te ha visto hablando con la prisionera. ¿Crees que la ha visto a ella?

–No tengo ni idea. En todo caso, ha pensado que era una invocación, un ser de otro plano que yo había traído mediante un hechizo.

–Tal vez lo sea.

–No. No hago invocaciones de ese tipo.

Calló un momento, mientras pensaba intensamente.

–¿Quién puede ser? Quizá viva en una de las dos o tres Escuelas de Alta Hechicería que quedan en el mundo aparte de la Torre. ¿Pero, entonces, por qué trataría de comunicarse conmigo?

–O tal vez sea alguien como yo –murmuró entonces Kai a media voz.

Dana se sobresaltó, y se volvió hacia él; pero la expresión del chico le indicó que él no estaba dispuesto a hablar del tema que tanto interesaba a Dana: quién o qué era Kai, de dónde procedía, por qué solo ella podía verle.

Suspiró, y apartó la mirada. El comentario de Kai le parecía demasiado importante como para ser casual. La imagen de Kai era mucho más real, más completa, más nítida que la de la dama, hasta el punto de que Dana no la distinguía de la de las otras personas, mientras que la imagen de la prisionera era como una niebla que permitía ver a través de ella.

Pero en ambos casos solo Dana los veía y oía.

¿No serían los dos, Kai y la mujer de la túnica dorada, un producto de su imaginación? ¿Distinguía ella lo que era real de lo que no lo era? ¿Estaba loca, al fin y al cabo?

Fijó su mirada en Kai.

–¿Existes de verdad, amigo mío? –le preguntó en un susurro.

Él sonrió.

–Depende de lo que entiendas por «existir» –replicó–. Aventajada aprendiza de maga, déjame que te recuerde dos reglas básicas de la magia: todo es posible y las cosas no siempre son lo que parecen.

Dana apartó la mirada, confundida.

–¿Qué vas a hacer? –preguntó entonces Kai.

–No lo sé –Dana dejó su mirada prendida en algún punto de las montañas más lejanas–. Quiero saber más. Quiero saber si vale la pena arriesgarse, porque tal vez no sea cierto que hay un unicornio aquí. Y, aun en el caso de que lo hubiera, si mi Maestro no lo ha encontrado, ¿cómo voy a hacerlo yo?

–Supongo que esa mujer no perdería el tiempo pidiéndote imposibles –comentó Kai.

Quedaron un rato en silencio. Después, Dana murmuró:

–¿A quién podría preguntar? Si no debo hablar al Maestro del asunto, y ya he preguntado a Fenris... no sé. No creo que Maritta sepa de unicornios. Probablemente ni siquiera crea en su existencia. «Eso son cuentos de hadas, jovencita», me diría.

–Entonces no te queda nadie más en la Torre –dijo Kai, y Dana se volvió hacia él.

–¿Qué insinúas?

Kai no respondió en seguida. Seguía con el dedo las rugosidades del alféizar de piedra, como si aquello fuera tremendamente entretenido.

–¿Cuánto tiempo hace que no visitas el pueblo? –dijo al fin.

Dana respiró hondo, comprendiendo lo que el muchacho quería decir. Solo había pasado por aquel pueblo una vez en su vida, al llegar al Valle de los Lobos con el Maestro, cinco años atrás. Tenía recuerdos muy confusos de aquella noche; pero sí sabía que los lugareños miraban con desconfianza a los habitantes de la Torre.

–No sé si me recibirían bien.

Kai se encogió de hombros.

–Son gente sencilla que teme lo que no comprende. Pero estoy seguro de que no te harán daño.

–No podrían –sonrió Dana–. Soy una aprendiza de cuarto grado, ¿recuerdas?

Y no se lo pensó más. Al día siguiente fue a hablar con su Maestro para pedirle un día libre. No debía contarle sus motivos, pero no podría ocultárselos si él se empeñaba en averiguarlo. Por eso trató de buscar una excusa alternativa, y pensó en ella lo bastante como para creérsela. Así que, cuando habló con el Maestro, se concentró en sus deseos de salir de la Torre, de tomar un poco el aire y descansar de sus estudios, de explorar un poco más allá de su universo diario, y dejó que todo aquello flotase en su conciencia por encima del misterio de la dama y el unicornio.

El Maestro la observó un momento sin decir nada. Dana seguía pensando en las ganas que tenía de tomarse un día libre porque estaba cansada, lo cual, en el fondo, también era verdad.

–Puedes ir si lo deseas –concedió el hechicero–. Sin embargo, no intentes cruzar el bosque de noche. Ya sabes que es peligroso.

Dana asintió y le dio las gracias efusivamente. Después, bajó corriendo a la cocina para contarle a Maritta la novedad de su excursión.

La chica apenas pudo dormir aquella noche. Era la primera vez que iba a alejarse de la Torre en cinco años, y no veía la hora de que amaneciese para poder partir.

Cuando ensilló a Lunaestrella al romper el alba casi había olvidado el verdadero asunto que le llevaba al pueblo. Montó sobre la yegua sintiéndose más ligera que una nube de verano, y cuando cruzó la verja tuvo que reprimir las ganas de ponerse a cantar.

Fuera la esperaba Kai, con los brazos cruzados sobre el pecho y la espalda apoyada en el muro, en actitud serena. Sin embargo, no logró engañar a Dana; lo conocía demasiado bien como para no percibir, por el brillo de sus ojos, que estaba tan ilusionado como ella.

Kai subió de un salto a Lunaestrella y se acomodó detrás de Dana. La muchacha respiró hondo e hizo que la yegua echase a andar.

El paseo fue agradable. Pese a que hacía frío y un irritante viento helado les azotaba el rostro, los chicos se sentían libres y felices mientras atravesaban el bosque. Dana estaba de buen humor y parloteaba sin cesar. Kai reía muy a menudo, y hasta Lunaestrella parecía disfrutar bajo los tímidos rayos del sol.

A mediodía dejaron el bosque atrás y salieron a campo abierto. Dana detuvo a su yegua en la ladera para contemplar un momento el paisaje. Al fondo del valle se veían las casas del pueblo, esparcidas al pie de las montañas, rodeadas de campos de cultivo. Tras ellas se alzaba la imponente sombra de la cordillera.

–¿No es precioso? –murmuró Dana.

Kai sonrió. Se inclinó hacia adelante para acariciar el cuello de Lunaestrella y murmuró algo al oído del animal, que se animó de súbito y salió galopando ladera abajo.

Dana se había echado hacia un lado para dejar que Kai se agachara hacia la cabeza de la yegua. No imaginaba que ella iba a reaccionar así, y su brusca salida estuvo a punto de hacerla caer.

Dana gritó, y se agarró como pudo para no perder el equilibrio. Cuando logró retomar el control de la situación, Lunaestrella aún galopaba ladera abajo.

–¿Estás loco? –le gritó la muchacha a Kai–. ¿Qué has hecho?

–¿No es fantástico? –replicó él, sonriendo.

Dana pronto sonrió también. Sí, era fantástico. Lunaestrella corría como el viento, y ella se sentía volar, y todo era mucho más hermoso con Kai a su lado.

La joven aprendiza de maga lanzó un grito de júbilo. Lunaestrella le respondió con un gozoso relincho. Kai se echó a reír, y Dana le secundó.

Las risas de ambos ascendieron hacia el frío cielo sin nubes que cubría el valle.

Entraron al paso por el camino del pueblo cruzado ya el mediodía. Dana lo observaba todo con interés. Habían pasado cerca de algunas granjas antes de llegar. Habían visto rebaños de vacas y ovejas, jóvenes trabajando en el campo, niños jugando en el pajar. Aquellas imágenes, aquellos sonidos, aquellos olores le traían a la muchacha recuerdos de la granja donde había pasado su infancia.

–¿Lo echas de menos? –preguntó Kai, adivinando sus pensamientos.

Dana oprimió con fuerza su amuleto de la suerte.

–En cierto modo sí –respondió–. Pero no podría volver a ser granjera ahora que he conocido la magia. Creo que he encontrado en la Torre el sentido de mi vida.

Kai asintió.

–Eso se llama vocación.

Dana también observó una cosa en la gente que se encontraba a su paso: todos la miraban con una mezcla de curiosidad, respeto y temor, que en algunos casos llegaba a ser desconfianza y hasta cierta hostilidad.

–La gente sencilla no comprende la magia –le recordó Kai–. Tenlo en cuenta.

Entraron en el pueblo sin prisas. No había mucha gente por las calles, y Dana se preguntó si sería por su causa. Se encogió de hombros y decidió centrarse en sus asuntos.

Buscó las tiendas. Entró primero en la del herbolario para comprar algunas plantas medicinales que necesitaba Maritta y que no se hallaban en el bosque. Después fue por herramientas y utensilios de cocina. En todas partes se la trató con corrección, aunque no recibió una acogida cálida. No se lo tomó a mal. Cuando hubo realizado todas sus compras, se acordó de golpe del principal motivo de su visita al pueblo. Miró a Kai, un poco perdida. ¿A quién podría preguntar?

El muchacho se encogió de hombros. Dana suspiró y dio una mirada circular.

La plaza del pueblo estaba desierta. Solo se veía, semioculto tras una esquina, a un niño pelirrojo de unos nueve o diez años. Dana se acercó. El rapaz retrocedió, pero le devolvió una mirada desafiante.

–No te tengo miedo –le dijo.

La muchacha sonrió.

–¿Y por qué habrías de tenerme miedo?

–Mi madre dice que eres una bruja.

–¿Y tú qué dices?

–No sé. Vistes de una forma muy rara, y nunca te había visto por aquí. Yo creo que...

–¡Nicolás! –tronó una voz femenina.

El niño dio un respingo.

–¡Mi madre! –exclamó–. Tengo que irme. ¡Si me ve hablando contigo...!

–¡Espera! –lo detuvo Dana–. ¿Qué sabes del unicornio?

El chaval lo pensó un momento. Después se encogió de hombros.

–¡Solo son cuentos de viejas!

–¡Nicolás! –insistió la voz, y el niño echó a correr hasta desaparecer en el interior de una casa.

La puerta se cerró de golpe tras él. Dana respiró hondo, frustrada.

–Cuentos de viejas... –murmuró.

–Cuentos de viejas –repitió una voz tras ella–. ¿Y qué sabemos las viejas? Nada de nada.

Dana se dio media vuelta y vio a una anciana, pequeña y encorvada, sentada en un banco al sol. A la chica le extrañó no haber reparado antes en ella.

–¿Usted no me tiene miedo? –preguntó con una sonrisa.

La anciana sonrió maliciosamente.

–¿Y por qué habría de tenértelo? Por la voz deduzco que no eres más que una jovencita.

Dana advirtió entonces la mirada perdida de los ojos de la mujer: era ciega. La muchacha se acercó a ella.

–¿Qué saben las viejas? –preguntó suavemente–. Seguro que mucho más que los jóvenes.

La anciana sonrió de nuevo.

–Buscas al unicornio –dijo–. No sé por qué has venido aquí, entonces. Todos saben que vive en el bosque, y que habita en el valle desde mucho antes de que el ser humano pusiera los pies en él. O al menos es lo que contaba mi madre, y la madre de mi madre, y la madre de la madre de mi madre.

–¿Es cierto que solo puede vérsele las noches de plenilunio?

–Eso no lo sé. Dicen que los unicornios solo pueden ser vistos por doncellas puras y que, aun así, solo se dejan ver en contadas ocasiones. Pero es posible que bajo la belleza de la luna llena se vuelvan descuidados.

Dana reflexionó un momento. Después se volvió de nuevo hacia la anciana ciega.

–Pero el bosque es muy grande –dijo–. ¿Hay alguna zona en concreto donde habite el unicornio?

–Todo el bosque es su territorio: ni los hombres ni los lobos lograrán arrebatarle un palmo mientras él viva allí.

Dana se estremeció al oír nombrar a los lobos.

–Pero tú no debes tener miedo –prosiguió la anciana–. Seguro que eres una aprendiza de talento; de lo contrario, no vivirías en la Torre.

Dana se sobresaltó, y balbuceó algo. La mujer sonrió por tercera vez.

–¿Creías que no te había reconocido? Recuerdo cuando viniste al pueblo hace cinco años acompañando al viejo hechicero. Entonces no eras más que una niña, pero nunca olvido una voz por mucho que cambie, y por muchos años que pasen. Una voz siempre tiene algo, un timbre, un tono, que la hace única.

Dana no sabía qué decir. Finalmente preguntó:

–¿Qué más sabe del Maestro?

La mujer ladeó la cabeza.

–Sé lo que sabemos todos en el pueblo. Lo que sabe también él –señaló la sombra del bosque a lo lejos–. Y lo que saben los lobos.

–¿Lo que saben los...?

–¿Con quién hablas?

Dana se giró rápidamente. El niño llamado Nicolás la observaba con curiosidad desde una ventana baja.

–Hablaba con... –Dana señaló el banco bajo el árbol, pero se quedó con el brazo en el aire.

Allí no había nadie.

Dana lanzó una exclamación y miró hacia todos los lados. Ni rastro de la anciana ciega.

El niño soltó una risita.

–No creo que tú seas una bruja –dijo–. Creo más bien que estás chiflada, tú y ese viejo loco que vive en la Torre.

Enmudeció al sentir una mano que aferraba su hombro y tiraba de él con fuerza hacia el interior de la casa. Dana oyó cómo desde dentro lo reprendía una voz de mujer. En seguida asomó por la ventana el rostro de la madre, pálido y severo.

–No me importa lo que hagáis allá en la Torre –le dijo a Dana–, pero este no es lugar para brujos. Márchate de este pueblo y no vuelvas a acercarte a mi hijo.

Dana iba a replicar, dolida, pero entonces recordó los consejos de Kai, y no dijo nada.

Abandonó el pueblo montada en Lunaestrella, más confusa y perdida que antes. Cuando divisó la Torre al atardecer, Kai aún no había logrado hacerla sonreír. El episodio de la vieja ciega la había trastornado, y en su mente resonaba, sin piedad, la voz del niño del pueblo: «Estás chiflada...».

En los días siguientes, Dana anduvo distraída y encerrada en sí misma y en pensamientos que no compartía con nadie más, ni siquiera con Kai. El plenilunio se acercaba, y ella aún no había decidido si valía la pena arriesgar su vida por algo que no sabía si era real.

¿Y si estaba loca y veía cosas que no existían? ¿Y si Kai, la dama prisionera y la anciana del pueblo habían sido producto de su imaginación?

No avanzaba en sus estudios, y se equivocaba constantemente a la hora de realizar hechizos sencillos. El Maestro lo notó, pero no le dijo nada, y las dudas de Dana aumentaron más aún.

La que no se calló lo que pensaba fue Maritta.

–Hija, nunca pensé que ese elfo larguirucho te sorbiese el seso de esta manera.

Dana sonrió tristemente y negó con la cabeza.

–No tiene que ver con el elfo, Maritta. Ya te lo he dicho muchas veces.

La enana la miró con curiosidad.

–Es un problema más serio –adivinó–. ¿Quieres contármelo? Tal vez pueda ayudarte.

Dana se encogió de hombros. Confiaba en Maritta, claro que sí, pero no la consideraba una persona con la que se pudiera hablar de magia o de visiones. Era algo natural en su raza: los robustos enanos excavaban túneles en la roca, eran mineros y orfebres, y también feroces guerreros. Pero no confiaban ni creían en nada que no pudiesen ver y tocar. Su pragmatismo era proverbial.

Maritta, en términos generales, se ajustaba bastante bien a los patrones que definían su orgullosa raza, la más antigua de las que poblaban la tierra. Pero entonces, ¿qué hacía ella en la Torre, tan lejos de su hogar? Dana nunca se lo había preguntado, pero alguna vez había sentido curiosidad ante la presencia de un enano en una escuela de hechicería.

–¿Qué opinas tú de la magia? –le preguntó.

Maritta la miró, ceñuda.

–¿Por qué me preguntas eso? Sabes muy bien lo que opino: no me gusta. Pero a todo ha de acostumbrarse una.

–Entonces, ¿por qué vives en la Torre? ¿Por qué te trajo el Maestro?

En los ojos de la enana asomó un brillo feroz.

–Vivo en la Torre porque es mi hogar –replicó, malhumorada–. Y ese Maestro tuyo no me trajo: yo ya trabajaba aquí cuando él llegó. De esto hace mucho tiempo, niña. Entonces ese viejo chivo no era más que un mocoso imberbe.

Dana se sorprendió. Nunca se le había ocurrido preguntarse cómo o qué había sido la Torre antes del Maestro. Quiso preguntarle más cosas, pero la mirada de la enana seguía echando chispas.

–Son tiempos pasados que no vale la pena recordar –dijo con brusquedad–. Y, si no quieres contarme qué te pasa, no me ofenderé. Al fin y al cabo, es normal. Nadie cuenta con la vieja Maritta.

La muchacha se sintió culpable inmediatamente, aunque en el fondo no acertaba a comprender qué había dicho para molestar tanto a su amiga. Por eso habló casi sin pensar:

–Tengo visiones.

–¡Visiones! –resopló Maritta–. ¿Y eso es todo?

Dana se esforzó por no sentirse ofendida. Sabía muy bien cómo se las gastaba la enana, y con el tiempo había aprendido a no hacer mucho caso de su mal genio.

–Es todo, pero no es poco –dijo–. A veces no distingo lo real de lo imaginario, y, desde luego, no sé si lo imaginario es realmente imaginario, o pertenece a un plano distinto de la realidad.

En seguida se dio cuenta de que lo había embrollado todo, y miró a Maritta, dispuesta a intentar expresarlo mejor si ella no lo había entendido. Pero la enana estaba seria y pensativa.

–No sé si estoy loca o es que puedo ver cosas que otros no ven –concluyó Dana, resumiendo todas sus dudas.

–No entiendo gran cosa de magia –dijo Maritta–, pero he pasado casi cien años en este lugar y, si algo he aprendido, es que cuando hay magia de por medio todo es posible. Las cosas que siempre habíamos tenido por ciertas ya no tienen sentido, y las más atrevidas quimeras pueden tomar cuerpo. Las leyes naturales se trastocan a voluntad, y no hay punto de referencia. Todo puede ser real o no serlo. En estas circunstancias, ¿quién está loco, y quién no lo está? Yo en tu lugar no me preocuparía por eso. Si vas a dedicarte a la magia, tendrías que aprender a convivir con ello. Y, desde luego, si estuvieses loca no te plantearías si lo estás o no. Los locos no son conscientes de su locura.

Dana asintió, agradecida ante el sabio consejo de la enana.

–Entonces, ¿crees que debería investigarlo?

Maritta se encogió de hombros.

–Los humanos sois curiosos por naturaleza –dijo–. ¿Crees que serías capaz de quedarte sentada sin buscar respuestas?

–No –reconoció Dana–. Necesito saber.

–¡Lo ves! ¡Humanos...! ¿Para qué me preguntas? Sabes muy bien lo que vas a hacer. Lo sabías desde el principio.

Dana sonrió, y se sintió de pronto mucho más alegre y ligera. Estampó un beso en la mejilla arrugada de la enana y subió volando las escaleras. Para cuando llegó a su habitación, ya sabía lo que iba a hacer: buscaría respuestas, y esas respuestas pasaban por encontrar al unicornio.

Su mente bullía de planes. Faltaba muy poco para el plenilunio, y, aunque en realidad no le corría prisa, porque siempre podría esperar al mes siguiente, la impaciencia la embargaba.

El principal problema era salir de la Torre de noche. Dana ya había decidido que, con un buen repertorio de hechizos de ataque y defensa, los lobos no serían obstáculo para ella. Pero el Maestro le había prohibido expresamente salir de noche y, aunque ella no entendía el objeto de semejante prohibición, no se atrevía a desobedecerle.

–Lo principal es no despertar sospechas –le dijo Kai–. Si actúas con normalidad, el Maestro no tiene por qué intentar leer en tu mente; y, si no se entera, no habrá problema.

Dana suspiró. Era una defensa un tanto débil, pero no tenía otra. Lo único que le quedaba era esperar que funcionase.

De modo que durante los días siguientes se aplicó a sus estudios y fingió que no pasaba nada. El Maestro, que supervisaba su trabajo pese a no hallarse con ella a menudo, lo notó.

–Parece que vuelves a centrarte, Dana –comentó–. Me alegro.

–Tuve ciertas dudas sobre algunos temas –respondió ella sin mentir–. Pero ahora ya tengo las cosas claras.

–Me alegro –repitió el Maestro.

Si Dana no hubiese sido sincera, él lo habría percibido de inmediato.

Por fin llegó la noche del plenilunio. Pese a todos sus esfuerzos, Dana no pudo evitar sentirse alterada todo el día. El Maestro se dio cuenta, y, aunque no dijo nada, la miró largamente a los ojos.

Dana volvió a su habitación comida por la angustia.

–Lo sabe –le dijo a Kai, y le contó lo que había pasado.

–¿Aún piensas salir esta noche?

Dana asintió débilmente.

–Te la vas a cargar –comentó el chico sin piedad.

–Ya lo sé –gimió Dana–. Pero, ¿qué puedo hacer? Si estoy loca, no importa lo que me pase. Y, si no lo estoy, lo estaré dentro de poco como no averigüe qué está pasando aquí.

–Te la vas a cargar –repitió Kai machaconamente.

Dana se volvió hacia él, airada.

–¿Pero tú de qué lado estás? ¿Me apoyas o no?

–Hasta la muerte y más allá –respondió el muchacho, repentinamente serio.

Y, no supo por qué, pero a Dana no le gustó el tono de su voz.