Segunda parte: La búsqueda de la Fundación

Darell, Arkady. Novelista, nacida el 5 de noviembre del 362 E. F., fallecida el 7 de enero del 443 E. F. Principalmente escritora de ficción, Arkady Darell es más conocida por su biografía de su abuela, Bayta Darell. Basada en información de primera mano, ha servido durante siglos como fuente de información primaria relativa al Mulo y sus tiempos […] Al igual que Memorias descifradas, su novela Una y otra vez es un conmovedor reflejo de la floreciente sociedad de Kalgan en los comienzos del Interregno, basada, según se cuenta, en una visita a Kalgan que realizó en su juventud […]

—Enciclopedia Galáctica

7

Arcadia

Arcadia Darell declamó con firmeza ante el micrófono de su transcriptor:

—El futuro del Plan Seldon, por A. Darell.

Pensó entonces sombríamente que, el día que fuera una gran escritora, firmaría todas sus obras maestras como Arkady: Arkady a secas, sin ningún apellido.

«A. Darell» era el tipo de firma que tenía que poner en todos los textos para la clase de redacción y retórica, tan falto de gusto… Todos los demás niños tenían que hacerlo también, excepto Olynthus Strass, porque la clase se rió cuando lo hizo la primera vez. «Arcadia» era un nombre de niña pequeña que le habían puesto porque su bisabuela se había llamado así: sus padres simplemente no tuvieron ninguna imaginación.

Ahora que tenía catorce años y dos días, lo esperable era que simplemente se reconociera su adultez y se la llamara Arkady. Sus labios se tensaron al imaginar a su padre mirándola desde su visor de libros el tiempo justo para decirle: pero si vas a actuar como si tuvieras diecinueve, Arcadia, ¿qué harás cuando tengas veinticinco y los chicos piensen que tienes treinta?

Desde su sillón especial, donde reposaba tendida con los brazos cruzados, podía ver el espejo del vestidor. Su pie le impedía un poco la visión porque la zapatilla no dejaba de balancearse colgando del dedo gordo, así que se la enfundó y se sentó con el cuello forzadamente rígido, lo que estaba segura de que, de alguna manera, le confería cinco centímetros más de esbelta magnificencia.

Por un momento se fijó pensativa en la cara… era demasiado redonda. Separó las mandíbulas poco más de un centímetro tras los labios cerrados, y observó desde todos los ángulos la antinatural delgadez del gesto resultante. Se humedeció los labios con una rápida pasada de la lengua e hizo un suave y húmedo mohín. Entonces dejó caer sus pestañas con mundano hastío… Jolines, ojalá sus mejillas no tuvieran ese estúpido tono rosado…

Probó a poner los dedos en los extremos exteriores de los ojos y tirar alzando las pestañas para conseguir la languidez exótica y misteriosa de las mujeres de los sistemas estelares del interior, pero sus propias manos le impedían ver bien su cara.

Entonces levantó el mentón, se puso de medio perfil y con los ojos un poco forzados de mirar de soslayo y los músculos del cuello comenzando a dolerle, dijo con una voz una octava por debajo de su tono natural:

—De verdad, padre, si crees que me importa una partícula lo que puedan pensar esos estúpidos chicos mayores, estás muy…

Y entonces se dio cuenta de que todavía llevaba el micrófono abierto en su mano, y dijo sombríamente: «oh, jolines», y lo apagó.

Sobre el papel violeta pálido con el margen de color melocotón a la izquierda, aparecía escrito lo siguiente:

El futuro del Plan Seldon

De verdad, padre, si crees que me importa una partícula lo que puedan pensar esos estúpidos chicos mayores, estás muy…

Oh, jolines.

Sacó la hoja de la máquina con fastidio y una nueva apareció en su lugar con un clic.

La irritación se borró de su cara y en su pequeña boca abierta se dibujó una sonrisa de satisfacción. Olfateó el papel delicadamente: era perfecto, justo ese toque de elegancia y encanto, y el estilo de la escritura era de lo último.

La máquina le había llegado dos días antes, por su primer cumpleaños adulto. Ella había exclamado:

—¡Pero, padre, todos los de la clase con una mínima pretensión de ser alguien tienen uno! ¡Solo los vejestorios usan las máquinas manuales…!

El vendedor había dicho:

—No hay otro modelo a la vez tan compacto y tan adaptable: elegirá la ortografía y puntuación correctas dependiendo del sentido de la frase. Naturalmente es de gran ayuda para la educación, puesto que favorece que el usuario emplee una enunciación cuidadosa, con una respiración ordenada, para asegurarse de que la ortografía es la correcta, por no mencionar que requiere una declamación apropiada y elegante para puntuar correctamente.

Incluso entonces su padre había intentado comprar uno de los que funcionaban con cinta de impresión, como si ella fuera una maestra vieja y solterona.

Pero cuando se lo entregaron era el modelo que ella quería (conseguido tal vez con algo más de gimoteo y pucheros de los propios para un adulto de catorce años) y las copias que producía eran de una caligrafía encantadora y completamente femenina, con las mayúsculas más bellas y graciosas que se hubieran visto nunca.

Incluso la frase «oh, jolines» rezumaba glamur de alguna manera cuando el transcriptor la terminaba de imprimir.

De cualquier modo tenía que corregirlo, así que se sentó bien derecha en su sillón, colocó su primer borrador frente a sí con aires de eficiencia y comenzó de nuevo, resueltamente y con claridad; el abdomen plano, el pecho alzado y la respiración cuidadosamente controlada. Entonó, con fervor dramático:

—El futuro del Plan Seldon

»La historia pasada de la Fundación es, estoy segura de ello, bien conocida por todos los que hemos tenido la fortuna de ser educados por los excelentes profesionales del eficiente sistema escolar de nuestro planeta.

(¡Toma ya! Así empezaremos bien con la vieja bruja de la señorita Erlking.)

»Esa historia pasada es en gran medida la del gran plan de Hari Seldon: las dos son una. Pero la cuestión que la mayoría de la gente se plantea hoy en día es si este plan continuará con toda su gran sabiduría o si será abyectamente destruido o, tal vez, ha sido destruido ya.

»Para comprender esto, será mejor repasar algunos de los puntos fundamentales del plan, según le ha sido revelado a la humanidad hasta el momento.

(Esta parte era fácil porque había cursado historia moderna el semestre anterior.)

»Hace casi cuatro siglos, en los tiempos en los que el Primer Imperio Galáctico estaba cayendo en la parálisis precedente a su ulterior muerte, un hombre, el gran Hari Seldon, previó que el fin se acercaba. Gracias a la ciencia de la psicohistoria, cuyas intringadas matemáticas fueron olvidadas hace ya mucho tiempo

(Se detuvo con un atisbo de duda: estaba segura de que «intringadas» se pronunciaba con una ge suave, pero no le acababa de parecer correcta la ortografía. Bueno, la máquina no podía equivocarse…)

él y los hombres con los que trabajaba fueron capaces de predecir el curso de las grandes corrientes sociales y económicas que barrían la galaxia en aquella época. Les fue posible prever que, dejado a su libre albedrío, el Imperio se desintegraría, y que a ello seguirían al menos treinta mil años de caos y anarquía hasta el establecimiento de un nuevo imperio.

»Era demasiado tarde para evitar la gran caída, pero aún era posible, al menos, minimizar el período de caos intermedio. El plan fue, por lo tanto, ideado para que tan solo un milenio separara el Segundo Imperio del Primero. Estamos completando el cuarto siglo de ese milenio, y muchas generaciones de hombres han vivido y han muerto mientras el plan continúa con sus inexorables mecanismos.

»Hari Seldon estableció dos Fundaciones en extremos opuestos de la galaxia, de tal manera y en tales circunstancias que tuviera lugar la mejor solución matemática a su problema psicohistórico. En una de ellas, nuestra Fundación, establecida aquí en Términus, se concentró la ciencia física del Imperio, y gracias a la posesión de esa ciencia la Fundación fue capaz de resistir a los embates de los reinos bárbaros que se habían desgajado y habían proclamado su independencia en los márgenes del Imperio.

»La Fundación, de hecho, fue capaz de conquistar a su vez estos fugaces reinos gracias al liderazgo de una serie de hombres sabios y heroicos, como Salvor Hardin y Hober Mallow, que consiguieron interpretar el plan con inteligencia y guiarnos a través de su

(Había escrito «intrincado» de nuevo, pero decidió no arriesgarse una segunda vez.)

complejo destino. Todos nuestros planetas todavía honran su memoria a pesar de haber pasado muchos siglos.

»Con el tiempo, la Fundación estableció un sistema comercial que controló una amplia parte de los sectores galácticos de Siwenna y Anacreonte, e incluso venció a lo que quedaba del Primer Imperio bajo su último gran general, Bel Riose. Parecía que nada podría detener el avance del Plan de Seldon. Cada una de las crisis que Seldon había planeado había sobrevenido a su debido tiempo y había sido solucionada, y con cada solución la Fundación daba un paso de gigante hacia el Segundo Imperio y la paz.

»Pero entonces

(En este punto le faltó el aliento y musitó las palabras entre dientes, pero el transcriptor se limitó a escribirlas con elegancia y parsimonia.)

cuando los últimos restos del Primer Imperio habían desaparecido y solo algunos generales gobernaban los escombros y despojos del gran coloso,

(Tomó esa frase prestada de un vídeo de misterio que había visto la semana anterior, pero como la vieja señorita Erlking nunca escuchaba nada que no fueran sinfonías y literatura, nunca se enteraría.)

apareció el Mulo.

»Este extraño hombre no encajaba en el plan: era un mutante cuyo nacimiento no había sido previsto. Poseía el extraño y misterioso poder de controlar y manipular las emociones humanas, y de esa manera podía doblegar a todos los hombres a su voluntad. Con una velocidad de vértigo, conquistó y construyó un imperio hasta que, finalmente, venció incluso a la propia Fundación.

»Sin embargo nunca llegó a dominar el universo por entero, puesto que en su primera e irrefrenable arremetida fue detenido por la sabiduría y el valor de una gran mujer

(Y aquí llegaba el viejo problema de siempre: su padre insistiría en que nunca sacara a relucir el hecho de ser la nieta de Bayta Darell. Todo el mundo lo sabía y Bayta era ni más ni menos que la mujer más importante de la historia, la que había frenado al Mulo sin ayuda de nadie.)

de una manera cuya verdadera historia es conocida de forma completa por muy pocos.

(¡Ahí va eso! Si tenía que leerlo a la clase, eso último podría decirlo con voz misteriosa y seguro que alguien le preguntaba cómo era la verdadera historia, y entonces… bueno, entonces, si se lo pedían, tendría que decirles la verdad ¿no es así? En su mente ya iba hilando sin palabras la encendida y elocuente explicación que le daría a su severo e inquisidor progenitor.)

»Tras cinco años de gobierno restringido, y por razones desconocidas, otro cambio tuvo lugar, y el Mulo abandonó todo plan de ampliar sus conquistas. Sus últimos cinco años fueron los de un déspota ilustrado.

»Algunos dicen que el cambio operado en él fue causado por la intervención de la Segunda Fundación. Sin embargo, nadie ha conseguido descubrir la localización exacta de esa otra Fundación, ni se conoce su función precisa, por lo que la teoría está por demostrar.

»Una generación completa ha pasado desde la muerte del Mulo. ¿Qué pasará en el futuro, ahora que él ha entrado en escena para después desaparecer? Interrumpió el Plan Seldon y parece haberlo hecho añicos; sin embargo, tan pronto como falleció, la Fundación resurgió, como una nova de las cenizas apagadas de una estrella moribunda.

(Esta última frase era suya).

»De nuevo, el planeta Términus acoge el centro de una federación comercial casi tan grandiosa y rica como antes de la conquista, e incluso más pacífica y democrática.

»¿Es esto parte del Plan? ¿Sigue vivo el gran sueño de Seldon, se formará todavía un Segundo Imperio Galáctico dentro de seiscientos años? Yo, por mi parte, opino que sí, porque

(Esta era la parte importante: la señorita Erlking siempre ponía aquellos grandes y feos garabatos a lápiz rojo que decían: «Pero esto es solamente descriptivo, ¿dónde está tu reacción personal? ¡Piensa! ¡Exprésate! ¡Explora tu propia alma!». Explora tu propia alma, como si ella supiera mucho sobre almas, con esa cara avinagrada que no había sonreído en toda su vida…)

nunca la situación política ha sido tan favorable. El viejo Imperio está completamente muerto y el período de gobierno del Mulo dio fin a la era de generales que lo precedió. La mayor parte de las áreas galácticas circundantes han sido civilizadas y gozan de paz.

»Además, la salud interna de la Fundación está en su mejor momento: los tiempos de despotismo de los alcaldes hereditarios previos a la conquista han dejado paso a las elecciones democráticas de antaño. Ya no existen mundos disidentes de comerciantes independientes ni las injusticias y trastornos que acompañaban la acumulación de riquezas en las manos de unos pocos.

»No hay razón, por lo tanto, para temer el fracaso, a menos que sea cierto que la Segunda Fundación representa un peligro. Los que así piensan no poseen pruebas que corroboren su tesis, sino apenas meros miedos imprecisos y supersticiones. Opino que nuestra confianza en nosotros mismos, en nuestra nación y en el gran plan de Hari Seldon debería despejar cualquier incertidumbre de nuestras mentes y de nuestros corazones y

(Hmm… esto era horriblemente cursi, pero era el tipo de final que se esperaba.)

por lo tanto afirmo que: hasta aquí llegó El futuro del Plan Seldon, ya que en aquel momento se oyó un suavísimo repiqueteo en la ventana, y cuando Arcadia se estiró en equilibrio sobre un brazo del sillón, se encontró de plano con una cara sonriente al otro lado del cristal, cuya exacta simetría de rasgos se veía acentuada de manera interesante por la línea corta y vertical de un dedo cruzado sobre los labios.

Con la breve pausa necesaria para asumir una actitud de perplejidad, Arcadia se apeó del sillón, avanzó hacia el sofá que se hallaba frente al amplio ventanal en que se manifestaba la aparición y, arrodillándose ante ella, se quedó mirándola pensativamente.

La sonrisa se desdibujó rápidamente de la cara del hombre. Mientras los dedos de una mano se aferraban pálidos al alféizar, la otra le hizo un gesto rápido. Arcadia obedeció con parsimonia, y abrió el pestillo que hacía que el tercio inferior de la ventana se introdujera suavemente en su hueco, permitiendo que el cálido aire primaveral se mezclara con el acondicionado del interior.

—No puede entrar —dijo ella, en un tono de cómoda suficiencia—. Todas las ventanas poseen una pantalla de seguridad que solo permite entrar a los de casa. Si entra se pondrán en funcionamiento alarmas de todo tipo. —Tras una pausa, añadió—: Su aspecto es bastante ridículo, colgado de esa cornisa bajo la ventana. Si no tiene cuidado se caerá y se romperá el cuello, además de una buena cantidad de valiosas flores.

—En ese caso —dijo el hombre de la ventana, que había pensado justo lo mismo, si bien con un ligero cambio en el orden de los adjetivos—, ¿por qué no apagas la pantalla y me dejas entrar?

—Ni lo intente —dijo Arcadia—. Seguramente se esté equivocando de casa, porque yo no soy el tipo de chica que deja entrar a extraños en sus… en su dormitorio a estas horas de la noche. —Al decir esto entornó los ojos pesadamente como si se sofocara de calor, en un gesto poco verosímil.

Cualquier signo de humor había desaparecido de la cara del joven. Musitó:

—Esta es la casa del doctor Darell, ¿verdad?

—¿Por qué debería decírselo?

—¡Oh, por la galaxia! Adiós…

—Si salta, jovencito, daré la alarma personalmente. —Esto lo dijo para producir un efecto de refinada y sofisticada ironía, puesto que, ante los espabilados ojos de Arcadia, el intruso era un treintañero a todas luces maduro, por no decir viejo.

Una larga pausa. Él contestó entre dientes:

—De acuerdo, mira dónde estoy, niña; si no quieres que entre, pero tampoco quieres que me vaya, ¿qué quieres que haga?

—Supongo que puede entrar. El doctor Darell sí que vive aquí. Apagaré la pantalla, un momento.

Cansado, tras reconocer el lugar de un vistazo, el joven introdujo su mano a través de la ventana, tomó impulso y entró. Se sacudió las rodillas dándose palmadas con un gesto de hastío, y alzó su cara enrojecida en dirección a la muchacha.

—¿Estás segura de que tu carácter y tu reputación no se resentirán cuando me encuentren aquí?

—No tanto como la suya: tan pronto como oiga pasos fuera empezaré a gritar y a chillar diciendo que ha entrado por la fuerza.

—¿De verdad? —contestó con pomposa cortesía—. ¿Y cómo explicarías que la pantalla de seguridad estuviera apagada?

—¡Bua! Eso sería fácil: nunca ha habido una pantalla de seguridad.

Los ojos del hombre se abrieron como platos en una expresión de fastidio.

—¿Era una treta? ¿Cuántos años tienes, chiquilla?

—Me parece que esa es una pregunta muy impertinente, jovencito. No estoy habituada a que se dirijan a mí como «chiquilla».

—No me sorprende: debes de ser la abuela del Mulo de incógnito. ¿Te importa si me retiro antes de que organices una fiesta de linchamiento con mi persona como estrella principal?

—Será mejor que no se vaya, porque mi padre lo está esperando.

La mirada del hombre se llenó de hastío de nuevo. Enarcó una ceja mientras decía despreocupadamente:

—Ah, ¿y alguien más con él?

—No.

—¿Alguien lo ha visitado últimamente?

—Solo comerciantes… y usted.

—¿No ha sucedido nada de especial?

—Solo su llegada.

—Olvídate de mí, ¿de acuerdo? No, mejor no… Dime, ¿cómo sabías que tu padre me esperaba?

—Ah, eso fue fácil. La semana pasada recibió una cápsula personal, cifrada expresamente para él, con un mensaje autooxidable, ya sabe. Echó el envoltorio de la cápsula al desintegrador de basura y ayer le dio un mes de vacaciones a Poli (nuestra asistenta, claro) para que pudiera visitar a su hermana en Ciudad Términus. Esta tarde preparó la cama de la sala de invitados. Por eso supe que esperaba a alguien sobre quien yo no debía saber nada. Normalmente me lo cuenta todo.

—¿De veras? Me sorprende que tenga que hacerlo, me da la impresión de que lo sabes todo antes de que te lo cuente.

—Y normalmente es así. —Se rió. Comenzaba a sentirse muy a gusto. El visitante era mayor, pero muy apuesto, con su pelo rizado y moreno, y los ojos azulísimos. Tal vez podría conocer a alguien como él de nuevo cuando ella misma fuera mayor.

—¿Y cómo has sabido que era yo —preguntó— a quien esperaba tu padre?

—Bueno, ¿quién iba a ser si no? Estaba esperando a alguien con tanto secretismo, si sabe a lo que me refiero… y entonces aparece usted saltando por las ventanas intentando entrar, en vez de utilizar la puerta principal, como debería haber hecho si tuviera un poco de sentido común. —Recordó una de sus frases preferidas y se apresuró a usarla—: ¡Los hombres son tan estúpidos!

—Tienes mucha seguridad en ti misma, ¿verdad, chiquilla? Quiero decir, señorita. Podrías estar equivocándote, ¿sabes? ¿Y si te dijera que todo eso que dices es nuevo para mí y que, por lo que a mí respecta, tu padre no me está esperando a mí sino a otro?

—Oh, no lo creo. No le pedí que entrara hasta que no vi que había dejado caer su maletín.

—¿Mi qué?

—Su maletín, jovencito. No estoy ciega. No lo ha soltado por accidente, porque antes miró hacia abajo para asegurarse de que aterrizaría bien. Debe de haberse dado cuenta entonces de que iría a parar justo bajo los setos, donde nadie lo vería, así que lo dejó caer y no volvió a mirar hacia abajo después. Además, acudió antes a la ventana que a la puerta principal, lo que debe de significar que no se atrevía a aventurarse a entrar en la casa sin haber investigado antes un poco el lugar. Y tras tener algún problema conmigo, se preocupó antes de poner a salvo el maletín que de protegerse a usted mismo, lo que significa que le importa más lo que quiera que lleve en ese maletín que su propia seguridad, y eso significa que, mientras usted esté aquí dentro y el maletín ahí fuera, y los dos sabemos que está ahí fuera, su situación es probablemente bastante precaria.

Se detuvo para recobrar el aliento que ya necesitaba de verdad, y el hombre farfulló:

—Salvo que esté pensando en ahogarte hasta dejarte medio muerta y largarme de aquí con el maletín.

—Salvo que tenga un bate de béisbol bajo la cama, jovencito, que puedo alcanzar en dos segundos desde donde estoy sentada; y le puedo asegurar que soy muy fuerte para ser una chica.

Punto muerto. Finalmente, con una cortesía forzada, el «jovencito» dijo:

—Será mejor que me presente, ya que somos tan amigos. Soy Pelleas Anthor, ¿cómo te llamas?

—Me llamo Arca… Arkady Darell. Es un placer.

—Y ahora, Arkady, ¿quieres ser una niña buena y llamar a tu padre?

Arcadia se sintió ofendida.

—No soy una niña pequeña. Me parece que es un maleducado… especialmente cuando está pidiendo un favor.

Pelleas Anthor dejó escapar un suspiro.

—De acuerdo, ¿quieres ser una buena, amable y cariñosa viejecita de las que apestan a lavanda y llamar a tu padre?

—Tampoco quería decir eso, pero lo llamaré de todas maneras. Y lo haré sin quitarle el ojo de encima, jovencito. —Y pateó el suelo.

Se oyó un ruido de pasos apresurados desde el recibidor y alguien abrió la puerta de par en par.

—¡Arcadia…! —Se oyó en una diminuta explosión de aire exhalado, y el doctor Darell dijo—: ¿Quién es usted?

Pelleas se puso en pie visiblemente aliviado.

—¿El doctor Toran Darell? Soy Pelleas Anthor; ha recibido noticia de mi visita, según creo. Por lo menos eso dice su hija…

—¿Eso dice mi hija? —Le lanzó una mirada de enfado, que rebotó contra los grandes ojos y la impenetrable maraña de inocencia con la que esta recibió la acusación.

El doctor Darell dijo finalmente:

—Lo he estado esperando. ¿Le importaría acompañarme abajo, por favor? —Se detuvo cuando sus ojos captaron un atisbo de movimiento, que Arcadia también percibió simultáneamente.

Ella se abalanzó sobre su transcriptor en un movimiento inútil, puesto que su padre se encontraba justo al lado del aparato. Dijo dulcemente:

—Lo has dejado encendido todo este tiempo, Arcadia.

—Padre —gimió ella, angustiada—, es muy descortés leer la correspondencia privada de otra persona, especialmente cuando se trata de correspondencia hablada.

—¡Ah! —exclamó su padre—. ¡Pero se trata de «correspondencia hablada» con un extraño en tu dormitorio! Arcadia, como padre debo protegerte contra el mal.

—¡Jolines…! ¡No era nada de eso!

Pelleas estalló en risas:

—Sí que lo era, doctor Darell: la señorita iba a acusarme de todo tipo de tropelías, así que debo insistir en que lo lea, solo para salvaguardar mi buen nombre.

—¡Oh!… —Arcadia apenas conseguía contener las lágrimas. Su propio padre ni siquiera confiaba en ella y aquel maldito transcriptor… Si aquel estúpido insensato no hubiera asomado su narizota por la ventana haciendo que se olvidara de apagarlo… Y ahora su padre le daría razonabilísimas charlas interminables sobre lo que se supone que no deben hacer las señoritas. No parecía haber nada que les estuviera permitido hacer supuestamente, aparte de asfixiarse y morir.

—Arcadia —dijo su padre con suavidad—, creo que una señorita… —Lo sabía, lo sabía— …no debería ser tan impertinente con un hombre mayor que ella.

—Bueno, ¿qué andaba buscando, husmeando en mi ventana? Una señorita tiene derecho a su intimidad… Y ahora tendré que volver a hacer mi maldita redacción de nuevo.

—No te corresponde a ti juzgar lo apropiado de aparecer en la ventana. Debías haberte limitado a no dejarlo entrar. Debías haberme llamado al instante…, especialmente si pensabas que lo estaba esperando.

Ella respondió malhumorada:

—No pasaría nada si no lo hubieses visto: es un idiota. Lo echará todo a perder si sigue prefiriendo las ventanas a las puertas.

—Arcadia, nadie te ha pedido tu opinión en asuntos de los que no sabes nada.

—Sí que sé: se trata de la Segunda Fundación, de eso es de lo que se trata.

Se hizo el silencio. Incluso Arcadia sintió un aleteo de nervios en el estómago.

El doctor Darell dijo suavemente:

—¿Dónde has oído eso?

—En ninguna parte, pero, ¿qué otra cosa se puede llevar con tanto secreto? Y no tenéis que preocuparos porque vaya a decírselo a nadie…

—Señor Anthor —dijo el doctor Darell—, debo disculparme por todo esto.

—No se preocupe —fue la respuesta más bien vacía de Anthor—. No es culpa suya si ella se ha vendido a las fuerzas de la oscuridad pero, ¿le importa si le hago una pregunta a su hija antes de salir? Señorita Arcadia…

—¿Sí?

—¿Por qué le parece que es tan estúpido entrar por la ventana en lugar de por la puerta?

—Porque anuncia a los cuatro vientos lo que trata de ocultar, necio. Si tengo un secreto no me pongo una mordaza en la boca para que todo el mundo sepa que oculto algo: simplemente hablo tanto como siempre, pero de otras cosas. ¿Nunca ha leído ninguna de las máximas de Salvor Hardin? Fue nuestro primer alcalde, ya sabe.

—Sí, lo sé.

—Pues él solía decir que solo una mentira que no se avergonzara de sí misma conseguiría tener éxito. También decía que nada tenía que ser verdadero, pero que todo debía parecerlo. Bueno, cuando se entra por una ventana se deja ver una mentira que se avergüenza de sí misma y no parece verdadera.

—¿Y qué habrías hecho tú, entonces?

—Si hubiera querido ver a mi padre para un asunto de máximo secreto, me habría presentado a él abiertamente y habría comenzado a verlo por toda clase de asuntos estrictamente legítimos. Entonces, cuando todo el mundo lo supiera todo sobre mí y me relacionase con él de manera natural, podría tratar todas las cuestiones de máximo secreto que quisiera sin levantar las sospechas de nadie.

Anthor miró contrariado a la chica, y después al doctor Darell. Dijo:

—Vámonos, hay un maletín en el jardín que quiero recoger. ¡Espere! Solo una última pregunta: Arcadia, en realidad no tienes un bate de béisbol bajo la cama, ¿verdad?

—No, no lo tengo.

—Ya, eso me parecía.

El doctor Darell se detuvo en la puerta.

—Arcadia —dijo—, cuando reescribas tu redacción sobre el Plan Seldon, no te pongas misteriosa innecesariamente respecto de tu abuela. No hay necesidad alguna de mencionar esa parte.

Pelleas y él descendieron las escaleras en silencio. Entonces el visitante preguntó con voz forzada:

—¿Le importa, señor, si le pregunto cuántos años tiene su hija?

—Catorce, desde hace dos días.

—¿Catorce? ¡Santa galaxia…! Y dígame, ¿ha dicho alguna vez si tiene intención de casarse algún día?

—No, no me ha dicho nada, por lo menos a mí.

—Bueno, si lo hace alguna vez, dispárele. Al hombre con quien se vaya a casar, quiero decir. —Le miró fijamente a los ojos con gran solemnidad—. Se lo digo en serio. No creo que haya un horror mayor en esta vida que convivir con lo que será ella cuando cumpla los veinte. No es mi intención ofenderlo, claro está.

—No me ofende. Creo que sé a qué se refiere.

En el piso superior, el objeto de sus tiernos análisis dictaba con infinito tedio frente al transcriptor:

—ElfuturodelPlanSeldon.

Y este, con un aplomo sin límites, lo traducía en unas elegantes y complicadas mayúsculas como:

El futuro del Plan Seldon.

Matemáticas. La síntesis del cálculo de n variables y de la geometría de n dimensiones es la base de lo que Seldon llamó en una ocasión «mi pequeña álgebra de la humanidad» […]

—Enciclopedia Galáctica

8

El Plan Seldon

Considérese una sala.

La ubicación de tal sala no nos concierne por el momento; basta decir que en ella, más que en cualquier otro lugar, la Segunda Fundación existía.

Se trataba de una sala que, a través de los siglos, había sido morada de la ciencia más pura, a pesar de carecer de todos los artilugios con los que, gracias a milenios de asociación, la ciencia ha venido a identificarse. Era esta una ciencia que se servía tan solo de conceptos matemáticos, de manera similar a la especulación de las razas antiquísimas en los prehistóricos y primitivos días anteriores a la existencia de la tecnología, antes de que el hombre se hubiera extendido más allá de su único y ahora desconocido mundo originario.

Para comenzar, en aquella sala se encontraba, protegido mediante una ciencia mental inexpugnable aun por los poderes mentales combinados del resto de la galaxia, el Primer Radiante, que contenía en sus entrañas el Plan Seldon en su totalidad.

Además, en aquella cámara había también un hombre: el Primer Orador.

Ocupaba el duodécimo lugar en la línea de los principales guardianes del plan, y su título tan solo le otorgaba el privilegio de ser el primero en hablar en las asambleas de líderes de la Segunda Fundación.

Su predecesor había vencido al Mulo, pero los despojos de aquella dantesca batalla todavía ensuciaban el camino del plan… Durante veinticinco años, él y su administración no habían dejado de intentar encauzar a una galaxia de testarudos y estúpidos humanos hacia el camino. Era una ardua tarea.

El Primer Orador alzó la mirada hacia donde estaba la puerta. Incluso mientras reflexionaba en la soledad de la sala sobre su cuarto de siglo de esfuerzo, que ahora lenta e inexorablemente se aproximaba a su culminación, incluso mientras estaba tan abstraído, su mente había reflexionado sobre el recién llegado con tranquila expectación.

El joven se hallaba en pie junto a la puerta, vacilante, de manera que el Primer Orador tuvo que dirigirse hacia él y guiarlo al interior, con una amistosa mano sobre el hombro.

El estudiante sonrió con timidez, a lo que el Primer Orador respondió:

—Primero he de decirle por qué está aquí.

Se encontraban frente a frente, junto a la mesa. Ninguno de ellos hablaba de manera que pudiera ser reconocida como tal por ningún hombre de la galaxia que no formara parte de la Segunda Fundación.

El habla, originalmente, era el mecanismo mediante el cual el hombre aprendía, de manera imperfecta, a trasmitir los pensamientos y emociones de su mente. Estableciendo sonidos arbitrarios y sus combinaciones para representar ciertos matices mentales, desarrolló un método de comunicación, pero era uno que en su torpeza y abotargada insuficiencia degradaba toda la delicadeza de la mente a un mero sistema de brutas señales guturales.

Es posible observar los resultados de esto a lo largo del tiempo: todo el sufrimiento conocido por la humanidad es atribuible al hecho de que nadie, en toda la historia de la galaxia hasta la aparición de Hari Seldon y unos pocos hombres tras él, haya podido entender realmente a sus semejantes, ni ser entendido. Cada ser humano ha vivido tras un muro impenetrable de asfixiante neblina en la que nadie más que él existía. Ocasionalmente llegaban las tenues señales que otro ser humano emitía desde las profundidades de su propia caverna con la finalidad de intentar encontrarse a tientas; no obstante, puesto que los hombres se desconocían entre sí y no se entendían ni se atrevían a confiar en el otro, y sentían desde la infancia los terrores e inseguridades de ese aislamiento absoluto, existía un miedo cerval del hombre al propio hombre, una salvaje rapacidad del ser humano hacia sus semejantes.

El hombre había caminado durante decenas de miles de años con pies erráticos y hundidos en el fango, lo que cortó durante tan largo tiempo las alas de unas mentes capaces de acompañar a los astros.

Desalentada, la humanidad instintivamente había tratado de eludir los barrotes de la prisión de la palabra: la semántica, la lógica simbólica, el psicoanálisis… todos habían sido instrumentos con los que se intentaba refinar o sortear el habla.

La psicohistoria había sido el fruto de la ciencia mental, o mejor dicho, su última matematización, que finalmente tuvo éxito. Gracias al avance de las matemáticas necesarias para la comprensión de los pormenores de la fisiología neuronal y la electroquímica del sistema nervioso que, forzosamente, habían de ser atribuidas a fuerzas atómicas, fue posible por primera vez desarrollar auténticamente la psicología, y mediante la extrapolación del conocimiento psicológico del individuo al grupo, la sociología fue igualmente matematizada.

Las grandes masas, los miles de millones que habitaban planetas, los billones que ocupaban sectores, los trillones que poblaban la galaxia completa, dejaron de ser simples seres humanos para convertirse en gigantescas fuerzas objeto de tratamiento estadístico, de modo que el futuro se mostró claro e inevitable a Hari Seldon, que pudo así establecer su plan.

Los mismos avances básicos que habían permitido el desarrollo del Plan Seldon fueron los que hicieron innecesario para el Primer Orador el uso de palabras a la hora de dirigirse al estudiante.

Cada reacción a un estímulo, por leve que fuera, era absolutamente indicativa de cada insignificante cambio, de todas las corrientes que vibraban en la mente del otro. El Primer Orador no podía percibir instintivamente el contenido emocional de la mente del estudiante de la manera en que lo habría hecho el Mulo, pues el Mulo había sido un mutante cuyos poderes se encuentran lejos de las posibilidades de comprensión de cualquier hombre común, incluso de la Segunda Fundación; en su lugar los deducía, como resultado de un intenso entrenamiento.

Puesto que es por naturaleza imposible en una sociedad basada en el habla el indicar con exactitud el método de comunicación que los habitantes de la Segunda Fundación empleaban entre sí, esta cuestión será obviada en lo sucesivo. Se representará al Primer Orador como si hablara en el sentido tradicional de la palabra, y si la traducción no es siempre del todo certera, será, al menos, la mejor posible bajo las mencionadas circunstancias.

Tomaremos por válido entonces que el Primer Orador realmente dijo: «Primero he de decirle por qué está aquí»; en lugar de sonreír precisamente de tal manera o alzar el dedo exactamente de aquella otra.

El Primer Orador habló:

—Se ha esforzado toda su vida por estudiar a fondo la ciencia mental. Ha asimilado todo lo que sus maestros podían ofrecerle. Es el momento de que tanto usted como algunos de sus compañeros comiencen su aprendizaje para llegar a ocupar un puesto como oradores.

Agitación al otro lado de la mesa.

—No, debe usted tomárselo flemáticamente. Tuvo la esperanza de ser elegido. Tuvo el temor de que no fuera así. En realidad, ambos, el temor y la esperanza, denotan flaqueza. Sabía que sería elegido, pero dudaba en admitirlo porque la conciencia de ello podría convertirlo en engreído y por lo tanto en no apto. ¡Disparates! El hombre más redomadamente estúpido es aquel que ignora su sabiduría. Que supiera que sería seleccionado forma parte de las cualificaciones que llevan a su selección.

Relajación al otro lado de la mesa.

—Exacto: ahora se siente mejor y ya no está en guardia. Está en mejor disposición de concentrarse y comprender. Recuerde: para ser verdaderamente eficaz no es necesario someter la mente a una férrea barrera de control, puesto que esta es tan significativa en el sondeo de inteligencia como si dejara la mente al desnudo. En vez de ello, se debe cultivar la inocencia, la consciencia de sí mismo y una naturalidad que no oculte nada. Mi mente está abierta a usted: deje que sea así para ambos.

»Ser orador —continuó— no es tarea fácil. Para comenzar, no es sencillo ser psicohistoriador, y ni siquiera el mejor psicohistoriador tiene por qué reunir necesariamente las cualidades necesarias para ser orador. Son cosas bien diferentes. Un orador no solo debe conocer los entresijos del Plan Seldon: también ha de sentirse identificado con él y con sus fines, debe amar el plan, para él ha de ser su vida y el aire que respira. Más que eso, debe ser incluso como un amigo de carne y hueso.

»¿Sabe qué es esto?

La mano del Primer Orador se quedó suavemente suspendida sobre el cubo negro y lustroso que ocupaba el centro de la mesa. Era totalmente liso.

—No, orador, lo desconozco.

—¿Ha oído hablar del Primer Radiante?

—¿Es esto? —con tono atónito.

—¿Esperaba algo más noble o impresionante? Bueno, es natural. Fue creado en los días del Imperio por los hombres de la época de Seldon. Durante casi cuatrocientos años ha satisfecho nuestras necesidades a la perfección sin requerir reparaciones ni ajustes; afortunadamente, puesto que nadie en la Segunda Fundación está capacitado para manipularlo técnicamente. —En su rostro se formó una suave sonrisa—. Quizá en la Primera Fundación puedan reproducirlo, pero no deben saber nunca de su existencia, naturalmente.

Pulsó una palanca situada en su lado de la mesa y la habitación quedó a oscuras, pero solo momentáneamente, puesto que las dos largas paredes de la sala cobraron vida brillando a medida que un resplandor las iba iluminando. Inicialmente de un blanco perlado, la claridad las cubrió por completo; después aparecieron algunas sombras tenues y, finalmente, las ecuaciones se dibujaron en negro con gran precisión, con alguna esporádica línea roja serpenteando por entre la maraña de signos como un inesperado arroyuelo.

—Acérquese, muchacho, colóquese frente a la pared. No proyectará sombra alguna. Esta luz no emana del radiante de una manera corriente; a decir verdad, desconozco por completo por qué medios se produce este efecto, pero no proyectará ninguna sombra, eso puedo asegurárselo.

Estaban en pie, juntos en el mar de luz. Cada pared medía nueve metros de longitud por tres de altura. La escritura era pequeña y cubría cada centímetro.

—Esto no es el plan completo —dijo el Primer Orador—. Para que cupiera en ambos muros, cada ecuación tendría que haber sido reducida a una escala microscópica, pero no es necesario. Lo que ve ahora representa las directrices esenciales del plan hasta el presente. Ha estudiado esto, ¿no es así?

—Sí, Primer Orador, así es.

—¿Reconoce alguna parte?

Un lento silencio. El estudiante apuntó con el dedo y, al hacerlo, la línea de ecuación descendió por el muro, hasta que la serie específica de funciones que había pensado (difícilmente resultaba creíble que el vago gesto del dedo hubiera sido lo suficientemente preciso) se situó a la altura de la vista.

El Primer Orador se rió con suavidad.

—Verá que el Primer Radiante se sintoniza con su mente. Puede esperar más sorpresas de ese pequeño artilugio. ¿Qué iba a decir sobre la ecuación que ha elegido?

—Es una integral rigeliana —vaciló—, que usa la distribución planetaria de tendencias indicando la presencia de dos clases económicas principales en el planeta, o tal vez sector, más un patrón emocional inestable.

—¿Y qué significa?

—Representa el límite de tensión, ya que aquí tenemos —de nuevo las ecuaciones viraron cuando señaló— una serie convergente.

—Bien —dijo el Primer Orador—. Y dígame, ¿qué opina de todo esto? Es una obra de arte perfecta, ¿no cree?

—¡Completamente!

—¡Se equivoca! No lo es —dijo bruscamente—. Esto es lo primero que ha de olvidar. El Plan Seldon no es ni perfecto ni correcto: simplemente es, en cambio, el mejor que se pudo hacer en aquella época. Más de una docena de generaciones de hombres han estudiado detenidamente estas ecuaciones: han trabajado en ellas, las han desarmado hasta el último decimal para volver a construirlas de nuevo. Y han hecho más: han visto pasar cuatrocientos años, han contrastado la realidad con las predicciones y las ecuaciones y han aprendido de ello.

»Han aprendido más de lo que Seldon llegó a saber nunca, y si pudiéramos repetir el trabajo de Seldon con los siglos de conocimiento acumulado, podríamos hacer un mejor trabajo. ¿Le ha quedado perfectamente claro?

El estudiante parecía un poco conmocionado.

—Antes de que obtenga el grado de orador —continuó el Primer Orador—, usted mismo ha de hacer una contribución original al plan. No es una blasfemia tan grave: cada marca roja que ve sobre la pared es la contribución de un hombre de entre nosotros que ha vivido tras Seldon. Vamos a ver… —alzó la vista.

—¡Ahí!

Toda la pared pareció doblarse sobre él.

—Esta —dijo— es mía. —Una fina línea roja rodeaba dos flechas bifurcadas, incluyendo medio metro cuadrado de deducciones a lo largo de cada trayectoria. Entre las dos había una serie de ecuaciones en rojo.

—No parece demasiado —dijo el Primer Orador—. Está en un punto del plan al que no llegaremos hasta que no pase tanto tiempo como el que ya ha pasado desde su inicio. Es en el período de fusión, cuando el Segundo Imperio en gestación se halle en las garras de personalidades rivales que amenazarán con dividirlo si la lucha es demasiado igualada, o atenazarlo hasta entumecerlo, si la lucha es demasiado desigual. Aquí se tienen en cuenta ambas posibilidades, se deducen sus consecuencias y se indica el método para evitar cualquiera de ellas.

»No obstante todo es un juego de probabilidades y puede existir una tercera vía. Se trata de una comparativamente poco probable (con un porcentaje del 12,64 por ciento, para ser exactos), pero incluso opciones menos factibles se han producido ya, y solo un 40 por ciento del plan ha sido completado hasta el momento. Esta tercera opción consiste en un posible acuerdo entre dos o más de las personalidades implicadas en el conflicto. Demostré que esto congelaría primero el Segundo Imperio en una estatua inservible y después, con el tiempo, produciría más daño en forma de guerras civiles que el que se habría sufrido si ese acuerdo nunca hubiera tenido lugar. Afortunadamente, esto podría evitarse también. Esa fue mi contribución.

—Si me permite la interrupción, orador… ¿Cómo se hace un cambio?

—A través de la agencia del radiante. Observará en su propio caso, por ejemplo, que sus cálculos serán comprobados por cinco comisiones diferentes, y que se le requerirá que lo defienda contra un despiadado ataque conjunto. Entonces pasarán dos años, tras los cuales su contribución será revisada de nuevo. Ha sucedido en más de una ocasión que los fallos de un trabajo aparentemente perfecto solo se han hecho visibles tras un período dilatorio de meses o años. En ocasiones, el propio contribuyente es quien descubre el defecto.

»Si tras dos años, otro examen no menos minucioso que el anterior todavía es superado con éxito y si, aún mejor, en el ínterin el joven científico ha aportado más detalles o pruebas adicionales, se añadirá la contribución al plan. Fue la culminación de mi carrera, y también lo será de la suya.

»El Primer Radiante puede ajustarse a su mente, y todas las correcciones y adiciones pueden hacerse por comunicación mental. No quedará ninguna marca que indique que el cambio es suyo: en toda la historia del plan no ha existido la personalización, es más bien una cuestión de todos nosotros, en conjunto, ¿comprende?

—Sí, orador.

—En ese caso, es suficiente. —Dio un paso hacia el Primer Radiante y las paredes quedaron lisas de nuevo, salvo la zona dedicada a la iluminación de la sala a lo largo de los bordes superiores—. Siéntese aquí junto a mi escritorio y permítame hablarle de algo. Para un psicohistoriador, como tal, es suficiente con conocer la bioestática y la electromatemática neuroquímica; algunos no saben de nada más y solo están cualificados para ser técnicos estadísticos. Sin embargo, un orador ha de ser capaz de debatir sobre el plan sin hacer uso de las matemáticas, o por lo menos sobre su filosofía y sus objetivos.

»En primer lugar, ¿cuál es el objetivo del plan? Por favor, explíquelo con sus propias palabras, y no malgaste su energía en buscar sentimientos elegantes: no se lo juzgará por su refinamiento o por su suavidad, se lo aseguro.

Era la primera oportunidad que se le brindaba al estudiante de expresarse con algo más que bisílabos, y dudó antes de lanzarse al expectante espacio que se había abierto para él. Dijo tímidamente:

—Según lo que he aprendido, pienso que la intención del plan es establecer una civilización humana basada en una orientación enteramente distinta a cuanto ha existido anteriormente, una orientación que, según los descubrimientos de la psicoquímica, no podría ver la luz nunca de manera espontánea…

—¡Deténgase! —El Primer Orador fue contundente—. No debe decir «nunca». Es una calumnia de la realidad propia de vagos. De hecho la psicohistoria tan solo predice probabilidades: la probabilidad de que un acontecimiento particular suceda puede ser infinitesimal, pero siempre será mayor de cero.

—Sí, orador. Es sobradamente conocido, pues, si puedo corregirme, que la orientación deseada carece de posibilidades significativas de suceder espontáneamente.

—Mejor. ¿Y cuál es esa orientación?

—Es la de una civilización basada en la ciencia mental. En toda la historia conocida de la humanidad se han producido avances, principalmente en la tecnología física, en la capacidad de manipular el mundo inanimado que rodea al hombre. El control de uno mismo y de la sociedad se ha abandonado al azar o a las ciegas tentativas de sistemas éticos intuitivos basados en la inspiración y en la emoción. Como resultado, no ha existido nunca una cultura con una estabilidad mayor de aproximadamente un cincuenta por ciento, y ello a costa de grandes sufrimientos humanos.

—¿Y por qué la orientación de que estamos hablando no es una espontánea?

—Porque una amplia mayoría de los seres humanos están dotados mentalmente para participar en el avance de la ciencia física, y todos reciben los primitivos y visibles beneficios derivados de él. Sin embargo, solamente una insignificante minoría es intrínsecamente capaz de guiar al hombre a través de las mayores complicaciones de la ciencia mental, cuyos beneficios derivados, aunque más duraderos, son más sutiles y menos evidentes. Además, puesto que tal orientación llevaría al desarrollo de una dictadura benevolente de los mentalmente mejores, prácticamente una subdivisión superior del ser humano, tendría muchos detractores y no conseguiría la estabilidad a no ser mediante la aplicación de una fuerza que aplastara brutalmente al resto de la humanidad. Un desarrollo de esa naturaleza nos repugna y debe ser evitado.

—Entonces, ¿cuál es la solución?

—La solución es el Plan Seldon. Las condiciones han sido dispuestas y mantenidas para que en un milenio a partir de su comienzo, dentro de seiscientos años, se haya establecido un Segundo Imperio Galáctico en el que la humanidad esté preparada para el gobierno de la ciencia mental. En ese mismo intervalo la Segunda Fundación habrá producido en su desarrollo un grupo de psicólogos aptos para asumir el liderazgo. O, como yo mismo he pensado frecuentemente, la Primera Fundación proporcionará el marco físico de una unidad política indivisa, y la Segunda Fundación el marco mental de una clase dirigente ya preparada.

—Ya veo, muy acertado. ¿Cree que cualquier Segundo Imperio que se forjara dentro de los límites temporales marcados por Seldon supondría el cumplimiento de su plan?

—No, Primer Orador, no lo creo. Hay varios Segundos Imperios posibles que se podrían formar dentro del período de tiempo que se extiende desde los novecientos a los mil setecientos años tras la puesta en marcha del plan, pero solo uno de ellos es el auténtico Segundo Imperio.

—Y en vista de todo esto, ¿por qué es necesario ocultar la existencia de la Segunda Fundación, sobre todo a la Primera Fundación?

El estudiante tanteó la posible existencia de un segundo significado en la pregunta, pero no lo encontró. Su respuesta reveló una cierta turbación.

—Por la misma razón por la que los detalles del plan en su conjunto deben ser ocultos a la humanidad en general: las leyes de la psicohistoria son de naturaleza estadística y quedan invalidadas si las acciones de los individuos no son de naturaleza aleatoria. Si un número considerable de humanos llegara a conocer los detalles clave del plan, sus acciones serían gobernadas por ese conocimiento, por lo que dejarían de ser aleatorias en el sentido que los axiomas de la psicohistoria dan a este término. En otras palabras: dejarían de ser perfectamente previsibles. Disculpe, orador, pero siento que la respuesta no es satisfactoria.

—Está bien que sienta eso. Su respuesta es bastante incompleta. Es la misma Segunda Fundación la que ha de esconderse, no simplemente el plan. El Segundo Imperio todavía no se ha formado, todavía tenemos una sociedad que rechazaría una clase dirigente formada por psicólogos, que temería su desarrollo y lo combatiría. ¿Comprende esto?

—Sí, orador, lo comprendo. Nunca nos enfatizaron ese punto…

—Se equivoca: de hecho nunca se mencionó en la clase, si bien debería ser capaz de deducirlo por sí mismo. Abordaremos este punto y otros muchos más ahora y en el futuro próximo durante su aprendizaje. Nos veremos de nuevo en una semana; para entonces, me gustaría recibir algunas observaciones por su parte sobre un problema que le plantearé ahora. No quiero un tratamiento matemático completo y riguroso de la cuestión: eso tomaría un año de trabajo de un especialista, no una semana de trabajo suyo; lo que sí espero es que señale tendencias y direcciones…

»Puede ver aquí una bifurcación en el plan hace aproximadamente medio siglo. Todos los detalles necesarios están incluidos. Observará que el camino supuestamente seguido por la realidad diverge de todos los esquemas predichos, puesto que su probabilidad era de menos del uno por ciento. Usted calculará cuánto tiempo puede prolongarse la divergencia antes de volverse incorregible. Calcule también el final más probable al que puede llegar si no se corrige, y un método razonable para hacerlo.

El estudiante giró el visor al azar y fijó su mirada impasible sobre los pasajes presentados en la diminuta pantalla que incorporaba.

Preguntó:

—¿Por qué este problema en particular, orador? Es obvio que posee mayor significación que la puramente académica.

—Gracias, muchacho. Es tan rápido como imaginaba. El problema no es una suposición. Hace casi medio siglo, el Mulo irrumpió en la historia de la galaxia y durante diez años su existencia fue el acontecimiento de mayor trascendencia del universo. No había sido previsto ni calculado. Desvió seriamente el plan, pero no hasta límites insalvables.

»Con el objetivo de detenerlo antes de que llegara a esos límites, sin embargo, nos vimos forzados a actuar de manera activa en su contra. Revelamos nuestra existencia, y lo que es infinitamente peor, una parte de nuestro poder. La Primera Fundación supo de nosotros, y sus acciones se ven ahora determinadas por ese conocimiento. Eche un vistazo al problema en cuestión: aquí y aquí.

»Naturalmente, no le hablará usted a nadie de esto…

Se produjo una pausa teñida de horror, mientras la consciencia del significado de aquello se filtraba en el estudiante. Dijo:

—¡Entonces el Plan Seldon ha fallado!

—Todavía no. Digamos que podría haber fallado. Las probabilidades de éxito todavía son de un 21,4 por ciento, según el último informe.

9

Los conspiradores

Para el señor Darell y Pelleas Anthor las veladas pasaban en hogareña conversación, y los días en una agradable liviandad. Podría haber sido una visita corriente. El doctor Darell presentó al joven como un primo venido de un lugar lejano de la galaxia, de modo que el cliché apagó cualquier posible interés.

De alguna manera, sin embargo, entre la cháchara, aparecían algunos nombres que eran recibidos con un despreocupado aire pensativo. El doctor Darell entonces respondía con un «sí» o un «no». Una llamada a través del comuniondas abierto emitía entonces una invitación informal: «quiero que conozca a mi primo».

Los preparativos de Arcadia fueron por otros derroteros, de hecho sus acciones podrían ser consideradas las más esquivas de todas.

Por ejemplo, indujo a Olynthus Strass en la escuela a cederle su audiorreceptor casero completo, mediante métodos que indicaban que el futuro de la muchacha auguraba peligro para todos los varones que se pudieran cruzar en su camino. Para no entrar en detalles, simplemente exhibió tal interés en la afición que él mismo se encargaba de pregonar (hasta poseía su propio taller casero), combinado con una transferencia perfectamente modulada de ese interés a las rollizas facciones de Olynthus, que el desafortunado muchacho acabó por: 1) darle una extensa y encendida charla sobre los principios del motor de hiperondas; 2) sentirse mareado al percatarse de los maravillosos ojos que, absortos, se clavaban en los suyos, y 3) insistir en que las deseosas manos de la chica aceptaran su propia obra maestra, el audiorreceptor antes mencionado.

Arcadia fue progresivamente dedicando menos atenciones a Olynthus desde aquel momento, durante justamente el tiempo necesario para despejar cualquier sospecha que apuntara hacia el audiorreceptor como única causa de su amistad. Durante los meses siguientes, Olynthus acarició con los dedos de su mente el recuerdo de aquel breve período de su vida una y otra vez, hasta que finalmente, ante la falta de ulteriores aportaciones, se dio por vencido y lo dejó correr.

Cuando llegó la séptima noche y cinco hombres se sentaron en el salón de los Darell con comida y tabaco en abundancia, el escritorio de Arcadia, situado en el piso superior, estaba ocupado por aquel inidentificable artilugio de fabricación casera producto de la ingenuidad de Olynthus.

Eran cinco hombres: el doctor Darell, naturalmente, con el pelo canoso y pulcro atuendo, que aparentaba algo más de edad que los cuarenta y dos años que tenía; Pelleas Anthor, serio y de mirada audaz en ese momento, de apariencia joven e insegura, y los tres hombres nuevos: Jole Turbor, presentador de visitransmisión, voluminoso y de labios gruesos; el doctor Elvett Sémic, profesor emérito de física en la universidad, esquelético y arrugado, que apenas llegaba a rellenar su ropa, y Homir Munn, bibliotecario, desgarbado y preocupado.

El doctor Darell habló con desenvoltura, en un tono natural y directo:

—El objetivo por el que este encuentro ha sido organizado, caballeros, es algo más que meramente social. Tal vez lo hayan supuesto ya. Puesto que se los ha escogido por sus trayectorias, pueden también suponer el peligro que implica. No lo trivializaré, pero deseo puntualizar que estamos todos condenados, en cualquier caso.

»Observarán que ninguno de ustedes ha sido invitado con el menor atisbo de ocultación, a ninguno se le ha pedido que evitara ser visto al venir, las ventanas no están ajustadas para impedir la visión desde el exterior ni se ha desplegado pantalla de ningún tipo en la sala: con solo atraer la atención del enemigo podemos considerarnos perdidos, y la mejor manera de hacer eso es adoptar un secretismo falso e histriónico.

(¡Ja!, pensó Arcadia, inclinada sobre las voces que brotaban algo chirriantes de la pequeña caja.)

—¿Lo comprenden?

El labio inferior de Elvett Sémic se torció, mostrando los dientes en un tic que arrugaba sus facciones antes de cada una de sus frases.

—Vaya al grano: háblenos del jovencito.

El doctor respondió:

—Se llama Pelleas Anthor, era alumno de mi antiguo colega, Kleise, que falleció el pasado año. Kleise me hizo llegar su patrón mental hasta el quinto subnivel antes de morir, patrón que ha sido contrastado con el del hombre que tienen ante sí. Como bien saben, a día de hoy el patrón mental no puede ser duplicado, ni siquiera por aquellos que practican la ciencia de la psicología. Si no lo sabían, tendrán que fiarse de mi palabra.

Turbor dijo, con los labios fruncidos:

—Por algo hemos de comenzar: creeremos en su palabra, especialmente dado que usted es el electroneurólogo más importante de la galaxia ahora que Kleise ha desaparecido, o al menos así es como lo he descrito en mi comentario en el visitransmisor, y además así lo creo yo mismo. ¿Qué edad tiene, Anthor?

—Veintinueve, señor Turbor.

—Hmm… ¿Y es usted electroneurólogo, también? ¿Uno de alto nivel?

—Soy apenas un estudiante de esta ciencia, pero trabajo duro y he tenido la fortuna de recibir la formación de Kleise.

Munn los interrumpió. Tartamudeaba ligeramente en los momentos de tensión.

—¿Pop… por qué no emp… piezan? Creo que t… todo el mundo está hablando demasiado.

El doctor Darell alzó una ceja en dirección a Munn.

—Tiene razón, Homir. Proceda, Pelleas.

—Un momento —dijo Pelleas Anthor, lentamente—. Antes de que podamos comenzar, aunque aprecio la opinión del señor Munn, tengo que pedirles los datos de sus ondas cerebrales.

Darell arrugó el ceño:

—¿Qué quiere decir, Anthor? ¿A qué datos se refiere?

—A los patrones de todos ustedes. Usted está en posesión de los míos, doctor Darell, yo debo tomar los suyos y los del resto de ustedes, y he de realizar las mediciones yo mismo.

Turbor dijo:

—No tiene razones para fiarse de nosotros, Darell. El joven está en su derecho.

—Gracias —dijo Anthor—. Si es tan amable de conducirnos a su laboratorio, doctor Darell, nos pondremos manos a la obra. Esta mañana me tomé la libertad de comprobar su instrumental.

La ciencia de la electroencefalografía era antigua y novedosa al mismo tiempo. Era antigua en el sentido de que el conocimiento de las microcorrientes generadas por las células nerviosas de los seres vivos pertenecía a esa inmensa categoría del saber humano cuyo origen ya había sido olvidado. Se trataba de un conocimiento que se remontaba nada menos que a los restos más antiguos de la historia humana…

Y sin embargo también era novedosa: la existencia de esas microcorrientes había dormido durante las decenas de miles de años que duró el Imperio Galáctico como uno de aquellos conocimientos vivaces y caprichosos, aunque bastante inútiles, de la ciencia humana. Hubo quienes intentaron establecer clasificaciones de esas ondas: de vigilia o de sueño, de calma o de excitación, de bienestar o de turbación…, pero incluso las concepciones más generales habían contemplado hordas de excepciones que las desvirtuaban.

También hubo otros que intentaron demostrar la existencia de grupos de ondas cerebrales, análogos a los tipos sanguíneos por todos conocidos, y el carácter definitorio del medio externo. Estos eran los adeptos de la teoría de las razas, que argüían que el hombre podía ser dividido en subespecies, pero tal filosofía no pudo abrirse paso contra la sobrecogedora fuerza ecuménica implícita en la existencia del Imperio Galáctico, una unidad política que abarcaba veinte millones de sistemas estelares, incluyendo a toda la humanidad desde el mundo central de Trántor (ahora un magnífico e irrepetible recuerdo de un pasado glorioso) hasta el más solitario de los asteroides de la Periferia.

Y de nuevo, en una sociedad entregada, como lo era la del Primer Imperio, a las ciencias físicas y la tecnología inerte se dio una vaga pero efectiva aversión al estudio de la mente: era menos respetable porque su utilidad no era tan inmediata, por lo que no fue financiada al resultar menos rentable.

Tras la desintegración del Primer Imperio llegó la fragmentación de la ciencia organizada, que retrocedió cada vez más… hasta el punto de olvidar los fundamentos de la energía atómica y volver a la de origen químico del carbón y el petróleo. La única excepción a esto, naturalmente, fue la Segunda Fundación, donde la chispa de la ciencia, revitalizada e intensificada, fue alimentada y siguió brillando. Pero incluso ahí también gobernó la ciencia física y la mente, excepto en el terreno quirúrgico, era terreno baldío.

Hari Seldon fue el primero en expresar lo que más tarde fue aceptado como verdadero: «Las microcorrientes neuronales —dijo en una ocasión— portan en su interior la chispa de cada impulso y respuesta variables, tanto conscientes como inconscientes. Las ondas cerebrales registradas sobre el pulcro papel cuadriculado en forma de picos y depresiones temblorosos son el espejo de las pulsaciones de pensamiento combinadas de miles de millones de células. En teoría, su análisis debería revelar los pensamientos y emociones del sujeto, hasta los más insignificantes. Deberían detectarse diferencias que respondieran no solo a burdos defectos físicos, heredados o adquiridos, sino también a los estados emocionales en continuo cambio y a la formación y experiencia progresivas, o incluso a algo tan sutil como un cambio de filosofía de vida del sujeto».

Pero ni siquiera Seldon pudo acercarse más allá de la mera especulación.

Y ahora hacía cincuenta años que los hombres de la Primera Fundación avanzaban rápidamente en el estudio de aquel increíblemente vasto y complejo depósito de conocimiento inexplorado. Este, por supuesto, se abordaba mediante nuevas técnicas, como por ejemplo el uso de electrodos en las suturas craneales según un novedoso método que posibilitaba el contacto directo con las células grises sin necesidad tan siquiera de afeitar una porción del cráneo. Asimismo, existía un instrumento de grabación que automáticamente registraba los datos de las ondas cerebrales tomadas en conjunto, y como funciones separadas de seis variables independientes.

Lo que resultaba quizá más significativo era el creciente respeto con que se consideraban la encefalografía y a los encefalógrafos. Kleise, el más brillante de ellos, asistía a convenciones científicas en pie de igualdad con los físicos. El doctor Darell, si bien no continuaba en activo en la ciencia, era conocido por sus magníficos avances en el análisis encefalográfico casi tanto como por el hecho de ser el hijo de Bayta Darell, la gran heroína de la anterior generación.

Así, el doctor Darell se sentó en su propia silla, con el delicado toque de los leves electrodos apenas ejerciendo presión sobre su cráneo, mientras que las agujas de registro, en su cápsula de vacío, oscilaban arriba y abajo. Estaba situado de espaldas al medidor, de no ser así, como es bien sabido, la vista de las curvas en movimiento inducía un esfuerzo inconsciente por moverlas que afectaba visiblemente a los resultados… Pero él sabía que el dial central estaba marcando la curva sigma marcadamente rítmica y de gran estabilidad que se esperaba de una mente poderosa y disciplinada como la suya. Sería reforzada y purificada en el dial secundario, el encargado de la onda del cerebelo. También se observarían los bruscos, casi discontinuos, saltos del lóbulo frontal, y la tenue vibración de las regiones profundas, con su estrecho margen de frecuencias…

Conocía su propio patrón de ondas cerebrales tanto como un artista podría ser perfectamente consciente del color de sus ojos.

Pelleas Anthor no emitió ningún comentario cuando Darell se alzó de la silla reclinable. El joven extrajo los siete registros y les echó un vistazo con la mirada veloz y penetrante de quien sabe perfectamente qué mínima faceta de algo casi inexistente está buscando.

—Si no le importa, doctor Sémic.

El rostro de Sémic, amarillento por la edad, tenía un rictus serio. La electroencefalografía era una ciencia surgida ya en su senectud y de la que poco sabía, una advenediza de la que recelaba. Sabía que era viejo y que su patrón de ondas lo mostraría. Las arrugas de su cara lo delataban, su andar encorvado, el temblor de sus manos… Pero todos esos signos hablaban solo de su cuerpo. Los patrones de ondas cerebrales podrían mostrar que su mente había envejecido, también; una vergonzosa e injustificada invasión del último bastión de protección del hombre: su propia mente.

Se ajustaron los electrodos; naturalmente, el proceso era indoloro de principio a fin. Solamente se sentía un ligero hormigueo, muy por debajo del umbral de percepción.

Después les llegó el turno a Turbor, que se mantuvo tranquilo e indiferente en el asiento durante los quince minutos de duración del proceso, y a Munn, que se estremeció al primer contacto de los electrodos y después pasó toda la sesión moviendo los ojos como si estuviera deseando darles la vuelta y observar a través de un agujero en su occipucio.

—Y ahora… —dijo Darell, cuando hubieron terminado.

—Ahora —respondió Anthor disculpándose—, la última persona de la casa.

Darell, arrugando el ceño, preguntó:

—¿Mi hija?

—Sí. Le sugerí que ella se quedara en casa, si lo recuerda.

—¿Para un análisis encefalográfico? ¿Para qué galaxias…?

—No me es posible continuar sin él.

Darell se encogió de hombros y subió las escaleras. Arcadia, apropiadamente advertida, había apagado ya el audiorreceptor cuando entró. Lo acompañó abajo con docilidad. Era la primera vez en su vida, aparte de la toma de su patrón mental básico de pequeña, a fin de registrarla e identificarla, que se encontraba bajo los electrodos.

—¿Puedo verlo? —preguntó ella al terminar, extendiendo su mano.

El doctor Darell respondió:

—No lo entenderías, Arcadia. ¿No es ya la hora de que vayas a dormir?

—Sí, padre —dijo ella, recatadamente—. Buenas noches a todos.

Subió las escaleras apresuradamente y entró de un salto en la cama, con unos mínimos preparativos básicos previos: con el audiorreceptor de Olynthus apoyado junto a su almohada se sentía como un personaje salido de un videolibro, y durante todo el tiempo que duró la reunión sintió en su pecho el éxtasis de ser una auténtica espía.

Las primeras palabras que oyó fueron las de Anthor, diciendo:

—Todos los análisis, caballeros, son satisfactorios, incluido el de la niña.

La niña, pensó indignada, y se enrabietó contra Anthor en la oscuridad.

Anthor había abierto ahora su maletín y sacaba de él varias docenas de registros de ondas cerebrales. No eran los originales ni el maletín poseía el cierre típico: si una mano que no fuera la suya hubiera intentado abrirlo, su contenido se habría oxidado instantáneamente sin producir el menor ruido, convirtiéndose en una ceniza indescifrable. En cualquier caso, eso era exactamente lo que les sucedía a los registros media hora después de haber sido extraídos del maletín.

Pero durante su breve vida, Anthor habló con presteza:

—Tengo aquí los registros de varios funcionarios menores del Gobierno de Anacreonte. Este pertenece a un psicólogo de la Universidad de Locris, este es el de un industrial de Siwenna. El resto pueden verlo ustedes mismos.

Se amontonaron alrededor de los documentos. Para todos, excepto para Darell, eran apenas líneas que temblaban sobre un papel; para el doctor gritaban con mil voces distintas.

Anthor señaló con ligereza:

—Fíjese, doctor Darell, en la región plana en las ondas tauianas secundarias del lóbulo frontal, que es lo que todos estos registros poseen en común. ¿Desea usar mi regla analítica, señor, para comprobar la afirmación?

La regla analítica podría considerarse un pariente lejano, como puede serlo un rascacielos de una choza, de ese juguete de jardín de infancia conocido como regla de cálculo logarítmico. Darell la usaba con la destreza que otorga una larga práctica. Esbozó unos dibujos del resultado y, como Anthor afirmaba, había zonas sin rasgos, planas, en las regiones del lóbulo frontal donde eran esperables fuertes oscilaciones.

—¿Cómo interpreta esto, doctor Darell? —interrogó Anthor.

—No estoy seguro… A primera vista, no parece posible. Incluso en casos de amnesia, se da una supresión, pero no una anulación. ¿Cirugía cerebral drástica, quizá?

—¡Oh, algo han eliminado, sí! —exclamó Anthor, con impaciencia—. Pero no en un sentido físico. Ya sabe, el Mulo podría haber hecho algo así: podría haber anulado por completo cualquier capacidad para una cierta emoción o actitud mental, dejando nada más que una región plana como esta. O también…

—O también podría haberlo hecho la Segunda Fundación, ¿no es así? —preguntó Turbor, con una lenta sonrisa.

No hubo necesidad real de responder a esa pregunta, absolutamente retórica.

—¿Qué le hizo sospechar, señor Anthor? —preguntó Munn.

—No fui yo, fue el doctor Kleise. Él recopilaba patrones de ondas cerebrales, casi como la policía, pero con otros criterios. Estaba especializado en intelectuales, funcionarios del Gobierno y empresarios. Verá, parece bastante evidente que si la Segunda Fundación está dirigiendo el curso de la historia de la galaxia, es decir, el nuestro, debe hacerlo sutilmente y de la manera más moderada posible. Si lo hace a través de las mentes, como seguramente sea, ha de ser mediante las mentes de gente influyente, en el terreno cultural, industrial o político. Y a esos fue a los que se dedicó Kleise.

—Sí —objetó Munn—, pero ¿qué lo corrobora? ¿Cómo actúa esta gente? Los que tienen la región plana, quiero decir. Tal vez sea un fenómeno perfectamente normal. —Recorrió desesperadamente a los demás con su mirada azul y de alguna manera infantil, pero no encontró ninguna respuesta alentadora.

—Le dejo eso al doctor Darell —dijo Anthor—. Pregúntele cuántas veces ha visto este fenómeno en sus estudios generales o en casos mencionados por la literatura especializada en la última generación. Después consúltele cuál es la probabilidad de que se descubra esta característica en uno de cada mil casos en las categorías que estudió el doctor Kleise.

—Supongo que no hay duda —dijo Darell pensativo—, de que se trata de mentalidades artificiales. Han sufrido una manipulación. De alguna manera yo lo sospechaba…

—Lo sé, doctor Darell —respondió Anthor—. También sé que en una ocasión trabajó con el doctor Kleise. Me gustaría saber por qué dejó de hacerlo.

En realidad no había hostilidad alguna en su pregunta; si acaso nada más que precaución, pero, por alguna razón, resultó en una larga pausa. Darell fue mirando uno a uno a todos sus invitados, para terminar diciendo bruscamente:

—Porque la lucha de Kleise era inútil: competía con un adversario demasiado fuerte para él. Estaba detectando lo que nosotros, él y yo, sabíamos que detectaría: que no éramos nuestros propios dueños. ¡Yo prefería no saberlo! Por respeto a mí mismo, quería pensar que nuestra Fundación era el capitán de su alma colectiva, que nuestros antepasados no habían luchado y muerto por nada. Pensé que sería más fácil mirar hacia otro lado mientras no estuviera del todo seguro. No necesitaba mantener mi puesto, ya que la pensión gubernamental otorgada a la familia de mi madre a perpetuidad se encargaría de cubrir mis sencillas necesidades. Mi laboratorio doméstico sería suficiente para desterrar el aburrimiento hasta que, algún día, mi vida terminara… Pero entonces murió Kleise…

Sémic mostró sus dientes y dijo:

—No conozco a ese tal Kleise. ¿Cómo murió?

Anthor lo interrumpió:

—Simplemente murió. Él sabía que pasaría. Medio año antes me dijo que se estaba acercando demasiado…

—Ahora somos nosotros qui… quienes nos estamos acercando demasiado, ¿verdad? —sugirió Munn, tragando saliva a pesar de tener la boca seca.

—Sí —dijo Anthor directamente—, pero ya lo estábamos de todas maneras, todos nosotros. Por eso han sido escogidos. Yo soy alumno de Kleise. El doctor Darell era su colega. Jole Turbor ha estado denunciando nuestra fe ciega en la mano salvadora de la Segunda Fundación hasta que el Gobierno lo hizo callar… mediante la intervención, podría añadir, de un poderoso financiero cuyo cerebro presenta lo que Kleise solía llamar la planicie de la manipulación. Homir Munn posee la mayor muloteca (si se me permite usar el término para nombrar a la colección de datos relativos al Mulo) privada existente, y ha publicado algunos artículos en los que se formulan hipótesis sobre la naturaleza y función de la Segunda Fundación. El doctor Sémic ha contribuido tanto como cualquier otro a las matemáticas del análisis encefalográfico, aunque no creo que se haya percatado de que sus cálculos podían ser aplicados a ese campo.

Sémic abrió unos ojos como platos y soltó una risita sofocada:

—No, amigo, yo analizaba los movimientos intranucleares, el problema de los n cuerpos, ya sabe. Soy un ignorante en encefalografía.

—Entonces sabemos a qué nos atenemos. El Gobierno, por supuesto, no puede hacer nada sobre el asunto. Si el alcalde o alguien de su administración es consciente de la gravedad de la situación es algo que desconozco. Pero hay una cosa que sí sé: nosotros cinco no tenemos nada que perder y sí mucho que ganar. Cada vez que ampliamos nuestro conocimiento aumentamos nuestras posibilidades de ir en la dirección correcta. Somos tan solo el comienzo, ¿comprenden?

—¿En qué medida —preguntó Turbor— se ha infiltrado ya la Segunda Fundación?

—Lo ignoro. Hay una respuesta probable: todas las infiltraciones que hemos descubierto estaban en la periferia nacional. La capital puede estar limpia todavía, pero ni siquiera eso es seguro… o de lo contrario no les habría hecho una prueba. Usted era especialmente sospechoso, doctor Darell, puesto que abandonó la investigación con Kleise. Kleise nunca lo perdonó, ¿sabe? Yo pensaba que quizá la Segunda Fundación lo había corrompido, pero Kleise siempre insistió en que usted era un cobarde. Me perdonará, doctor Darell, si explico todo esto para dejar clara cuál es mi posición. Yo, personalmente, creo entender su actitud y, si se trató de cobardía, la considero venial.

Darell contuvo el aliento antes de contestar.

—¡Huí! Llámelo como quiera. Intenté mantener nuestra amistad, no obstante, él nunca me escribió ni me llamó hasta el día en que envió los datos de sus ondas cerebrales, y eso fue apenas una semana antes de morir…

—Si no le importa —interrumpió Homir Munn, en un destello de nerviosa elocuencia—, no te… tengo claro que c… creen que están haciendo. Somos una t… triste banda de co… conspiradores, si solo vamos a hablar, hablar y hab… blar y, de todas maneras, tampoco veo qué otra cosa podemos hacer. Esto es muy inf… fantil. Ond… das cerebrales y todo ese galimatías. ¿Vamos a hacer algo o qué?

Los ojos de Pelleas Anthor brillaron.

—Sí, claro que sí. Necesitamos más información sobre la Segunda Fundación, ahora mismo eso es de primera necesidad. El Mulo invirtió sus cinco primeros años de gobierno en esa búsqueda de información exclusivamente y fracasó, o eso es lo que nos han hecho creer a todos. Pero entonces dejó de buscar. ¿Por qué? ¿Fue porque falló o porque tuvo éxito?

—Seg… guimos de charla… —dijo Munn amargamente—. ¿Cómo vamos a saberlo?

—Si me presta atención… La capital del Mulo estaba en Kalgan, que no era parte de la esfera comercial de la Primera Fundación antes del Mulo, ni tampoco lo es ahora. Actualmente, Kalgan es gobernado por un hombre, Stettin, a menos que haya otra revolución palaciega antes de mañana. Stettin se llama a sí mismo Primer Ciudadano y se considera el sucesor del Mulo. Si hay alguna tradición en aquel mundo, reposa sobre la enorme humanidad y grandeza del Mulo, que es una tradición casi supersticiosa por su intensidad; en consecuencia, el palacio del Mulo es mantenido como un templo: ninguna persona sin autorización puede penetrar en él, y nada del interior ha sido tocado lo más mínimo.

—¿Y bien?

—Bien, ¿por qué es así? En momentos cómo este, nada sucede sin una razón. ¿Y si no fuera solo la superstición la que hace del palacio del Mulo un lugar inviolable? ¿Y si la Segunda Fundación ha movido sus hilos? En resumen: ¿y si los resultados de los cinco años de búsqueda del Mulo están en el interior…?

—Oh, ¡paparruchas!

—¿Por qué no? —inquirió Anthor—. A lo largo de toda su historia la Segunda Fundación se ha escondido y apenas si ha intervenido en los asuntos galácticos. Sé que, para nosotros, podría parecer más lógico destruir el palacio o, por lo menos, retirar los datos; pero debe considerar la psicología de esos maestros psicólogos. Son réplicas de Seldon y del Mulo, y trabajan por medios indirectos, a través de la mente. Nunca destruirían o retirarían algo cuando pueden obtener sus objetivos creando un estado mental, ¿no?

No hubo una respuesta inmediata y Anthor continuó:

—Y usted, Munn, es justamente quien conseguirá la información que necesitamos.

—¡¿Yo?! —Era un grito de asombro. Munn los repasó rápidamente con la mirada, uno a uno—. No puedo hacer algo así, no soy un hombre de acción ni el héroe de una teleserie: soy un bibliotecario. Si puedo ayudarles con ello, de acuerdo, me aventuraré con la Segunda Fundación, pero no pienso salir al espacio a ninguna qui… quijotada como esa.

—Escuche —dijo Anthor, pacientemente—, el doctor Darell y yo hemos estado de acuerdo en que usted es el más indicado. Es la única manera de hacerlo de modo natural. Dice que es bibliotecario: ¡perfecto! ¿Cuál es su principal área de interés? ¡Su muloteca! Ya está en posesión de la mayor colección de material sobre el Mulo de la galaxia. Es natural que quiera más, más natural para usted que para cualquier otro. Solo usted podría solicitar entrar en el palacio de Kalgan sin despertar sospecha alguna de tener motivos ulteriores. Podrían denegárselo, pero nunca sospecharían. Además, tiene un crucero monoplaza. Se sabe que ha visitado planetas extranjeros durante sus vacaciones anuales. Incluso ya ha estado en Kalgan antes. ¿No entiende que solo necesita actuar como lo ha hecho hasta ahora?

—Pero no puedo simplemente llegar y decir: «¿me pe… permite entrar en su templo más sagrado, se… señor Primer Ciudadano?

—¿Por qué no?

—¡Por la galaxia, porque no lo hará!

—De acuerdo, entonces. No le dejará. En ese caso volverá a casa y pensaremos otra cosa.

Munn miró a su alrededor con impotente rebeldía. Sintió que lo convencían para hacer algo que odiaba. Nadie le ofreció ninguna ayuda para zafarse del asunto.

Así que finalmente se tomaron dos decisiones en la casa del doctor Darell: la primera fue la reticente aceptación por parte de Munn de despegar hacia el espacio tan pronto como empezaran sus vacaciones de verano.

La otra fue una decisión por completo desautorizada, tomada por parte de un miembro en absoluto oficial de la reunión mientras apagaba un audiorreceptor y se preparaba para un sueño tardío. Pero esta segunda decisión todavía no nos concierne…

10

Crisis inminente

Había pasado una semana en la Segunda Fundación y el Primer Orador sonreía de nuevo al estudiante.

—Debe de traer resultados interesantes, o no estaría tan lleno de ira.

El estudiante posó su mano sobre el fajo de papel de cálculo que había traído consigo y dijo:

—¿Está seguro de que el problema es real?

—Las premisas son verdaderas, no he distorsionado nada.

—En ese caso he de aceptar los resultados, y no quiero.

—Naturalmente. ¿Pero qué tiene que ver lo que usted quiera con ello? Bueno, dígame qué le perturba tanto. No, no, ponga sus derivadas a un lado, las someteré a análisis más tarde. Entre tanto, hábleme, déjeme juzgar su comprensión…

—De acuerdo, orador… Resulta evidente que se ha dado un sustancial cambio en la psicología básica de la Primera Fundación. Mientras supieron de la existencia del Plan Seldon sin conocer ninguno de sus detalles, se sintieron confiados aunque inseguros: sabían que triunfarían, pero no sabían cuándo o cómo. Había por lo tanto una continua atmósfera de tensión y esfuerzo…, que era lo que Seldon deseaba. En otras palabras: se podía contar con que la Primera Fundación funcionaría a pleno rendimiento.

—Una metáfora cuestionable —dijo el Primer Orador—, pero le entiendo.

—Pero ahora, Primer Orador, saben de la existencia de la Segunda Fundación con detalle, en vez de como una antigua e imprecisa afirmación de Seldon. Tienen un presentimiento sobre cuál es su función como guardiana del plan. Saben que existe una agencia que vigila cada uno de sus pasos y no los permitirá caer, por lo que abandonan su ímpetu decidido y se dejan llevar como en palanquín. Otra metáfora, me temo.

—No se preocupe, continúe.

—Y ese mismo abandono del esfuerzo, esa creciente inercia, esa caída en el relajo y en una cultura decadente y hedonista supone el fin del plan. Deben propulsarse a sí mismos.

—¿Eso es todo?

—No, hay más. La reacción de la mayoría es como le he descrito, pero existe también una gran probabilidad de una reacción de una minoría. El conocimiento de nuestra custodia y control despertará entre unos pocos no complacencia, sino hostilidad. Esto sigue el teorema de Korillov…

—Sí, sí, conozco el teorema.

—Disculpe, orador, es difícil evitar las matemáticas. En cualquier caso, el efecto es que no solo se diluye el esfuerzo de la Primera Fundación, sino que una parte de él se dirige activamente contra nosotros.

—¿Y eso es todo?

—Queda otro factor cuya probabilidad es moderadamente baja…

—Muy bien, ¿cuál es?

—Mientras las fuerzas de la Primera Fundación se oponían solo a las del Imperio, mientras sus únicos enemigos eran los enormes y anticuados armatostes que quedaban como restos del pasado, solo se ocuparon de las ciencias físicas. Con nuestra irrupción como parte integrante de su entorno, podría también imponerse entre ellos un cambio de perspectiva: podrían tratar de volverse psicólogos…

—Ese cambio —sentenció fríamente el Primer Orador—, ya ha tenido lugar.

Los labios del estudiante se comprimieron en una pálida línea.

—En ese caso todo ha terminado. Es la incompatibilidad básica con el plan. Orador, ¿habría llegado a saber todo esto si hubiera vivido… en el exterior?

El Primer Orador habló con seriedad:

—Se siente humillado, amigo mío, porque, pensando que entendía tantas cosas tan bien, de repente descubre que muchas cuestiones que parecían evidentes le eran desconocidas. Pensando que era uno de los Señores de la Galaxia, de repente, descubre que se encuentra cercano a la destrucción. Naturalmente, sentirá aversión por la torre de marfil en que vivió, el aislamiento en que se lo educó, las teorías con que lo criaron.

»Hubo un tiempo en que experimenté ese sentimiento, es normal. No obstante, es necesario que durante sus años de formación no tenga contacto directo con la galaxia, que permanezca aquí, donde se filtra todo el conocimiento para usted, donde su mente es cuidadosamente agudizada. Podríamos haberle mostrado este… fallo parcial del plan antes y ahorrarle el impacto que siente en este momento, pero no habría comprendido su significado adecuadamente, como sucederá ahora. ¿Entonces no encuentra ninguna solución al problema?

El estudiante sacudió la cabeza y respondió desesperado:

—¡Ninguna!

—Bueno, no me sorprende. Escuche, joven: existe un plan de acción que lleva en marcha más de una década. No es un plan corriente, sino uno que nos hemos visto forzados a adoptar en contra de nuestra voluntad. Implica bajas probabilidades, supuestos peligrosos… Incluso nos hemos visto obligados a tratar con reacciones individuales en ocasiones, dado que era la única vía posible, y como sabe, la psicoestadística por su propia naturaleza carece de significado cuando se aplica a números de alcance menor al planetario.

—¿Está teniendo éxito? —musitó el estudiante.

—Todavía no es posible saberlo. Por el momento hemos mantenido la situación estable…, pero, por primera vez en la historia del plan, es posible que las acciones inesperadas de un individuo lo destruyan. Hemos ajustado a un número mínimo de extranjeros a un necesario estado mental, tenemos nuestros agentes… pero sus caminos están trazados. No se atreven a improvisar. Esto debería ser obvio para usted. Y no le ocultaré lo peor: si nos descubren aquí, en este mundo, no será solo el plan el que será destruido, sino también nosotros, nuestro cuerpo físico. Así que, como puede ver, nuestra solución no es demasiado buena.

—Diría que lo poco que ha descrito no parece en absoluto una solución, sino más bien un intento desesperado.

—No, digamos mejor un intento inteligente.

—¿Cuándo será la crisis, orador? ¿Cuándo sabremos si hemos tenido éxito o no?

—En un período de un año, sin duda.

El estudiante reflexionó un instante, y después afirmó con la cabeza. Dio al orador un apretón de manos.

—Bien, es bueno saberlo.

Giró sobre sus talones y abandonó la sala.

El Primer Orador miró al exterior en silencio a medida que la ventana se tornaba transparente. Su mirada se perdía más allá de las gigantescas estructuras, en la profusión de silenciosas estrellas.

Un año pasaría deprisa. ¿Estaría alguno de ellos, alguno de los herederos de Seldon, vivo al final de aquel período?

11

El polizón

Faltaba poco más de un mes para considerar el verano comenzado, esto es, para que Homir Munn hubiera escrito su último informe financiero del año fiscal, comprobado que el bibliotecario sustituto enviado por el Gobierno estaba adecuadamente enterado de la sutileza del trabajo que debía desempeñar (el enviado del año anterior había resultado ser bastante incompetente) y hubiera hecho los preparativos para que su pequeño crucero Unimara, bautizado así por un tierno y misterioso episodio sucedido veinte años antes, fuera rescatado de entre las telarañas acumuladas a lo largo del invierno.

Abandonó Términus de un pésimo humor. Nadie fue al puerto a despedirlo: no hubiera sido natural, pues nadie lo había hecho en el pasado. Sabía bien que debía efectuar aquel viaje de manera absolutamente igual a los que había emprendido anteriormente, pero aun así sintió que un vago resentimiento le invadía. Él, Homir Munn, arriesgaba su pellejo en la más disparatada de las aventuras y además lo habían dejado solo.

O al menos eso pensaba.

Y fue porque se equivocaba que el día siguiente fue caótico, tanto en el Unimara como en el periférico hogar del doctor Darell.

La confusión golpeó primero la casa del doctor Darell. Lo hizo bien temprano, por mediación de Poli, la asistenta, cuyo mes de vacaciones había quedado ya muy atrás en el tiempo. Descendió las escaleras con gran agitación y alboroto.

El buen doctor fue a su encuentro y ella intentó en vano expresar su emoción con palabras, pero terminó por extenderle bruscamente una hoja de papel y un objeto cúbico.

Los tomó con desgana y dijo:

—¿Qué sucede, Poli?

—Se ha marchado, doctor.

—¿Quién se ha marchado?

—¡Arcadia!

—¿Qué quieres decir con que se ha marchado? ¿Adónde? ¿De qué estás hablando?

Poli pataleó el suelo.

—¡No lo sé! Se ha ido, y también faltan una maleta y algo de ropa, y hay una carta. ¿Por qué no la lee, en vez de quedarse ahí parado? ¡Oh, hombres!

El doctor Darell se encogió de hombros y abrió el sobre. La carta no era larga y excepto por la angulosa firma, «Arkady», estaba escrita con la adornada caligrafía llena de florituras del transcriptor de su hija.

Querido padre:

Sencillamente me habría roto el corazón despedirme de ti en persona: quizá habría llorado como una niña pequeña y te hubieras avergonzado de mí. Por eso estoy escribiendo una carta en su lugar, para decirte cuánto te echaré de menos, aun mientras esté disfrutando de unas maravillosas vacaciones de verano con el tío Homir. Tendré mucho cuidado y no pasará demasiado tiempo antes de que esté de nuevo en casa. Mientras tanto, te dejo algo que es mío: ahora puedes quedarte con ello.

Tu hija que te quiere,

Arkady.

La releyó varias veces con una expresión cada vez más vacía. Preguntó, rígido:

—¿Has leído esto, Poli?

Instantáneamente Poli adoptó una postura defensiva.

—Puede estar seguro de que no se me puede culpar por ello, doctor: fuera del sobre pone «Poli», y no había nada que indicase que había una carta para usted en el interior. No soy ninguna cotilla, doctor, y en los años que he pasado…

Darell alzó la mano en un gesto de apaciguamiento.

—Está bien, Poli, no tiene importancia. Solo quería asegurarme de que comprendías lo que había pasado.

Estaba pensando rápido: era inútil pedirle que olvidara el asunto. Con respecto al enemigo, «olvidar» era una palabra que no significaba nada, y el consejo, en cuanto daba más importancia a la cuestión, habría tenido el efecto contrario.

En vez de eso, dijo:

—Es una chica peculiar, ya sabe. Muy romántica. Desde que decidí dejarle viajar al espacio este verano, ha estado muy excitada.

—¿Y por qué nadie me ha dicho nada de este viaje?

—Se decidió cuando estabas fuera y nos olvidamos, no hay ninguna otra razón.

Las emociones originales de Poli se concentraron entonces en una abrumadora indignación.

—Sencillo, ¿verdad? La pobre chica se ha ido con una maleta, sin un solo vestido decente y sola. ¿Cuánto tiempo estará fuera?

—No te preocupes por eso, Poli, habrá ropa de sobra en la nave, está todo preparado. ¿Puedes decirle al señor Anthor que quiero verlo? Ah, pero antes… ¿Es este el objeto que Arcadia me ha dejado? —lo giró en su mano.

Poli sacudió la cabeza.

—No tengo la menor idea. La carta estaba encima de eso y es todo cuanto puedo decirle. Así que se les olvidó decírmelo. Si la madre de la niña estuviera viva…

Darell la despidió con un gesto.

—Por favor, llama al señor Anthor.

El punto de vista del otro fue radicalmente distinto del que había tenido el padre de Arcadia. Pronunció sus primeras afirmaciones con los puños cerrados y gestos airados, y de ahí pasó a la amargura.

—Por el espacio todopoderoso, ¿a qué estamos esperando? ¿A qué estamos los dos esperando? ¡Llame al cosmopuerto con el visor y haga que se pongan en contacto con el Unimara!

—Cálmese, Pelleas, se trata de mi hija, no la suya.

—Sí, pero no es su galaxia.

—Espere un momento. Es una chica inteligente, Pelleas, y ha planeado esto cuidadosamente. Será mejor que sigamos sus pensamientos mientras la cosa esté reciente. ¿Sabe qué es esto?

—No, ¿acaso es importante?

—Lo es: se trata de un audiorreceptor.

—¿Esa cosa?

—Es casero, pero funciona. Lo he comprobado. ¿No lo ve? Es su manera de decirnos que ha formado parte de nuestras conversaciones de política. Sabe a dónde se dirige Homir Munn y por qué. Ha decidido que sería emocionante ir también.

—¡Espacio todopoderoso! —gruñó el más joven—. Otra mente que será víctima de la Segunda Fundación.

—Salvo por el hecho de que no hay razón por la que la Segunda Fundación debiera, a priori, sospechar que una niña de catorce años supone un peligro… a menos que hagamos algo que atraiga la atención sobre ella, como por ejemplo hacer volver a una nave del espacio sin otro motivo que recuperarla. ¿Se le olvida con quién estamos tratando y lo estrecho que es el margen que nos separa de ser descubiertos? ¿Y lo indefensos que estaremos desde ese momento?

—Pero no podemos permitir que todo dependa de una pequeña demente.

—No está demente, y no tenemos elección. No necesitaba escribir la carta, pero lo hizo para evitar que acudiéramos a la policía buscando a una niña perdida. Su carta sugiere que transformemos todo el asunto en una amable invitación por parte de Munn a llevar a la hija de un viejo amigo a unas breves vacaciones. ¿Y por qué no? Munn ha sido mi amigo durante casi veinte años, la ha conocido desde que tenía tres años, cuando la traje de vuelta de Trántor. Es algo perfectamente natural y, de hecho, disminuirá las sospechas. Un espía no viaja con su sobrina de catorce años consigo.

—De acuerdo. ¿Y qué hará Munn cuando la encuentre?

El doctor Darell alzó las cejas.

—No lo sé…, pero supongo que ella se las apañará para manejarlo.

Sin embargo, la casa estaba muy solitaria por la noche y el doctor Darell encontró que el destino de la galaxia le importaba bastante poco cuando la vida de su alocada hija estaba en peligro.

La excitación en el Unimara, aunque implicó a menos personas, fue considerablemente más intensa.

En el compartimento del equipaje, Arcadia descubrió, primero, que la experiencia jugaba a su favor en algunas cosas, y más tarde, que su inexperiencia le jugaba malas pasadas en otros aspectos.

Así, se enfrentó a la aceleración inicial con ecuanimidad, y a las sutiles náuseas que acompañaron la sensación de mareo del primer salto a través del hiperespacio con estoicismo. Ambos los había experimentado en otros saltos espaciales anteriores, y los esperó en tensión, preparada para ellos. Sabía también que el compartimento para el equipaje estaba incluido en el sistema de ventilación de la nave y que incluso podría estar iluminado mediante luz parietal. Esto último, sin embargo, lo rechazó por considerarlo carente del más mínimo atisbo de romanticismo. Permaneció en la oscuridad, como una auténtica conspiradora, respirando muy suavemente y escuchando la pequeña miscelánea de ruidos que rodeaban a Homir Munn.

Eran sonidos indeterminados, los propios de un hombre en soledad. El arrastrar de los zapatos, el crujido de la tela contra el metal, el chasquido del asiento tapizado cediendo ante el cuerpo, el afilado clic de una unidad de control, la suave presión de una mano sobre una célula fotoeléctrica.

Sin embargo, finalmente tuvo que hacerle frente a su inexperiencia. En los videolibros y en las películas, los polizones parecían tener una infinita capacidad para ocultarse. Naturalmente, siempre estaba presente el riesgo de desplazar algo y que cayera estruendosamente, o de estornudar (en las películas siempre se estornudaba, todo el mundo lo sabía). A ella le constaba todo aquello, por lo que tenía cuidado. También era consciente de que la sed y el hambre acabarían por hacer aparición; para ello, se había pertrechado de latas de la despensa. Sin embargo había cosas que las películas nunca mencionaban, y Arcadia se alarmó al descubrir que, a pesar de tener las mejores intenciones del mundo, solo podía permanecer escondida en el maletero durante un tiempo limitado.

En un crucero deportivo monoplaza como el Unimara el espacio útil consistía, esencialmente, en una única sala, de modo que ni siquiera existía la arriesgada posibilidad de deslizarse al exterior del compartimento aprovechando que Munn estuviese distraído en otro lugar.

Esperó frenética a que comenzaran a oírse los ruidos del sueño. Ojalá supiera si roncaba… Por lo menos sabía dónde estaba la cama y podría reconocer su chirrido cuando lo oyera. Hubo una larga respiración y un bostezo. Esperó en un silencio cada vez mayor, interrumpido solo por el leve chirrido de protesta que emitía la cama al cambiar de postura o mover una pierna su ocupante.

La puerta del compartimento para el equipaje se abrió con facilidad cuando ejerció presión con su dedo y su cuello estirado…

Hubo un sonido humano bien definido que, de repente, se interrumpió.

Arcadia se quedó petrificada. ¡Silencio! ¡Silencio sepulcral!

Trató de mirar al exterior sin girar la cabeza y no lo consiguió: la cabeza siguió a los ojos.

Homir Munn estaba despierto, por supuesto… leyendo en la cama que bañaba la suave luz de cabecera. Miraba hacia la oscuridad con los ojos bien abiertos a la vez que deslizaba una mano a hurtadillas bajo la almohada.

Arcadia echó la cabeza hacia atrás bruscamente, entonces la luz se apagó del todo y Munn gritó con voz temblorosa:

—¡Tengo un desintegrador, y por la galaxia que dispararé…!

Arcadia gimió:

—¡Soy yo nada más, no dispares!

Es curioso cómo el romanticismo es una flor efímera: una pistola en manos de un hombre nervioso puede dar al traste con todo.

La luz volvió a encenderse en toda la nave: Munn estaba sentado sobre la cama. El vello canoso de su delgado pecho y la escasa barba de un día en su mentón le conferían una engañosa apariencia de persona poco respetable.

Arcadia salió estirándose la chaqueta de metaleno, que supuestamente estaba garantizada contra las arrugas.

Tras un momento de sorpresa en el que estuvo a punto de saltar de la cama, Munn se dio cuenta a tiempo y se tapó con la sábana hasta los hombros y tartamudeó:

—¿Q… q… qué…?

Era por completo imposible entenderle.

Arcadia respondió mansamente:

—¿Me disculparías un minuto? Tengo que lavarme las manos… —Conocía la distribución de la nave, y se escabulló velozmente. Cuando volvió, rebosando coraje de nuevo, Homir Munn se puso en pie frente a ella con un albornoz descolorido por fuera y lleno de furia en su interior.

—¡Por los agujeros negros del espacio! ¿Q… qué est… tás haciendo a bordo de esta nave? ¿Co… cómo has conseguido entrar? ¿Q… qué se supone que he de hacer contigo? ¿Qué está pasando aquí?

Podría haber continuado haciendo preguntas indefinidamente, pero Arcadia lo interrumpió con dulzura.

—Solo quería acompañarte, tío Homir.

—¿Por qué? ¡No voy a ninguna parte!

—Vas a Kalgan en búsqueda de información sobre la Segunda Fundación.

Munn dejó escapar un rugido salvaje y se derrumbó. Durante un instante de pánico, Arcadia pensó que le habría dado un ataque de histeria o que se habría golpeado la cabeza contra la pared. Todavía sostenía el desintegrador y al verlo Arcadia sintió que se le helaba el estómago.

—Ten cuidado… Poco a poco… —era todo lo que se le ocurría decir.

Él volvió con esfuerzo a una relativa normalidad y arrojó el desintegrador a la cama con tal fuerza que podría haberse disparado y haber abierto un agujero en el casco de la nave.

—¿Cómo has conseguido entrar? —preguntó lentamente, como agarrando cada palabra con los dientes cuidadosamente para evitar que temblara antes de salir.

—Fue fácil: solo tuve que ir al hangar con mi maleta y decir «¡el equipaje del señor Munn!» y el hombre a cargo hizo una señal con su dedo sin tan siquiera levantar la vista.

—Tendré que llevarte de vuelta, ¿sabes? —informó Homir, con un repentino regocijo en su interior ante la idea. ¡Por el espacio, no era culpa suya…!

—No puedes hacer eso —respondió Arcadia tranquilamente—, llamaría la atención.

—¿Cómo?

—Ya sabes, la auténtica razón de que fueras a Kalgan era que resultaba natural que pidieras permiso para examinar los archivos del Mulo, y has de hacerlo de manera tan natural que no atraiga la atención de nadie. Si vuelves porque llevabas a una chica de polizón en tu nave podrías llegar a aparecer hasta en los noticiarios.

—¿D… dónde oíste eso sobre Kalgan? Esas… eh… infantiles… —Naturalmente, sonaba demasiado fingido como para resultar convincente, incluso para alguien que supiera menos de lo que sabía Arcadia.

—Lo oí —no podía ocultar su orgullo— con una grabadora de sonido. Estoy al tanto de todo, así que tienes que dejarme acompañarte.

—¿Y tu padre? —sacó su última carta—. Debe de estar imaginando que te han secuestrado… o asesinado.

—Dejé una nota —respondió, triunfante—, y probablemente sepa que no debe montar un escándalo, ni nada parecido. Seguramente le envíe un espaciograma.

La única explicación para Munn era la brujería, porque la señal de recepción sonó impertinente, apenas dos segundos después de que ella terminara.

Dijo:

—Apuesto a que es mi padre —y lo era.

El mensaje era breve y estaba dirigido a Arcadia. Decía: «Gracias por tu precioso regalo, estoy seguro de que le has dado buen uso. Pásatelo bien».

—¿Ves? —dijo—, son las instrucciones.

Homir acabó por habituarse a ella. Tras algún tiempo, se alegró de que estuviera allí. Al final, se preguntaba cómo lo habría hecho sin ella. ¡No paraba de hablar! ¡Estaba tan ansiosa! Y sobre todo, era de una despreocupación absoluta. Sabía que la Segunda Fundación era el enemigo y sin embargo esto no le preocupaba. Sabía que, en Kalgan, Munn tendría que vérselas con una burocracia hostil, pero estaba ansiosa por llegar.

Quizá fuera consecuencia de tener catorce años.

En cualquier caso, el viaje de una semana había dejado de significar introspección para pasar a ser conversación. Con seguridad no se trataba de una conversación muy instructiva, puesto que concernía casi en exclusiva las ideas de la chica sobre cómo convenía tratar al señor de Kalgan: divertidas y absurdas como eran, las pronunciaba sin embargo con profunda ponderación.

Homir descubrió que era capaz de sonreír mientras escuchaba y se preguntaba de qué joya de la ficción histórica habría sacado ella su deformada visión del infinito universo.

Era la noche anterior al último salto. Kalgan era una refulgente estrella en el vacío escasamente iluminado de las áreas exteriores de la galaxia. El telescopio de la nave mostraba el planeta como una mancha brillante, de diámetro apenas perceptible.

Arcadia se sentó con las piernas cruzadas en la única silla cómoda. Llevaba puestos unos pantalones de caballero y la menos holgada de las camisas de Homir. Su propio vestuario, más femenino, había pasado por la lavadora y la plancha con vistas al aterrizaje.

Dijo:

—Voy a escribir novelas históricas, ¿sabes? —Estaba pletórica con el viaje: al tío Homir no le importaba escucharla, y es sabido que las conversaciones son mucho más agradables cuando puedes hablar con alguien realmente inteligente que se toma en serio lo que dices.

Continuó:

—He leído montones de libros sobre los grandes hombres de la Fundación. Ya sabes, como Seldon, Hardin, Mallow, Devers y todos los demás. Incluso he leído casi todo lo que has escrito sobre el Mulo, y eso que no es demasiado divertido leer las partes en las que la Fundación pierde. ¿No preferirías leer una historia en la que se saltaran esos pasajes tan absurdos y trágicos?

—Sí, claro —aseguró Munn, con gravedad—. Pero no sería una historia ajustada a la realidad, ¿no es cierto, Arkady? Nunca conseguirás el respeto académico a menos que cuentes la historia completa.

—Sí, bueno... ¿Y a quién le importa el respeto académico? —Estaba encantada con él: no había dejado de llamarla Arkady en todos aquellos días—. Mis novelas serán interesantes, serán éxitos de ventas y me harán famosa. ¿Para qué sirve escribir libros, si no para venderlos y hacerse famoso? No quiero que me conozcan solo algunos viejos catedráticos: tiene que ser todo el mundo.

Sus ojos se enturbiaron de placer con solo pensarlo, y adoptó una posición más cómoda.

—De hecho, tan pronto como consiga que mi padre me lo permita, visitaré Trántor, para documentarme sobre el Primer Imperio, ya sabes. Yo nací en Trántor, ¿te lo he contado?

Él ya lo sabía, pero aun así exclamó, con la dosis justa de asombro en su voz:

—¿De verdad?

Fue recompensado con una sonrisa algo histriónica.

—Sí… Mi abuela… ya sabes, Bayta Darell, ya habrás oído hablar de ella… estuvo en una ocasión en Trántor con mi abuelo. De hecho, allí es donde puso freno al Mulo cuando toda la galaxia estaba a sus pies, y mi padre y mi madre viajaron allí cuando se casaron. Yo nací en Trántor, e incluso viví allí hasta que mi madre murió, solo que entonces tenía tres años y no recuerdo demasiado de aquella época. ¿Alguna vez has ido a Trántor, tío Homir?

—No, la verdad es que no. —Se reclinó contra la cabecera de la cama y se dispuso a escuchar ociosamente. Kalgan se encontraba muy cerca y volvía a sentirse invadido por la desazón.

—¿No te parece el mundo más romántico de todos? Mi padre dice que bajo el reinado de Stannel v llegó a tener más población que diez mundos de hoy en día. Dice que era un gran mundo de metal, una única metrópoli, la capital de toda la galaxia. Me ha mostrado fotos que tomó en Trántor. Ahora está todo en ruinas, pero todavía es fantástico. Me encantaría volverlo a ver. De hecho… ¡Homir!

—¿Sí?

—¿Por qué no vamos allá, cuando hayamos terminado en Kalgan? —El miedo volvió a hacerse patente en su expresión.

—¿Qué? No me vengas ahora con estas: esto es serio, no es un viaje de placer. Recuérdalo.

—¡Pero es algo serio! —dijo lastimeramente—. Podría haber increíbles cantidades de información en Trántor, ¿no crees?

—No, no creo. —Se puso en pie—. Ahora despégate del ordenador, tenemos que hacer el último salto, y después te acostarás. —Aterrizar tenía un aliciente incuestionable: Munn estaba harto de intentar dormir en un abrigo extendido sobre el suelo metálico.

Los cálculos no fueron difíciles: el Manual de rutas espaciales era bastante explícito con el itinerario de la Fundación a Kalgan. Se notó el tirón momentáneo del atemporal paso a través del hiperespacio y el último año luz de viaje quedó atrás.

El sol de Kalgan era ahora un auténtico sol: grande, brillante y blanco amarillento, oculto tras las portillas que se habían cerrado automáticamente en el lado sobre el que batía el astro.

En solo una noche de sueño estarían en Kalgan.

12

El señor

De todos los mundos de la galaxia, sin duda Kalgan tenía la historia más peculiar. La del planeta Términus, por ejemplo, era la de un auge casi ininterrumpido; la de Trántor, otrora capital de la galaxia, era la de una decadencia casi ininterrumpida; pero la de Kalgan…

Kalgan había adquirido su fama como mundo de recreo de la galaxia dos siglos antes del nacimiento de Hari Seldon. Era un mundo de recreo en el sentido de que supo hacer del ocio una industria, y una muy rentable, para ser más exactos.

Era, además, una industria estable, la más estable de la galaxia. Mientras toda la civilización galáctica se degradaba poco a poco, apenas si una ligera brisa de catástrofe llegó a tocar Kalgan. No importaba cómo cambiaran la economía y la sociología de los sectores galácticos circundantes, siempre había una elite, y las elites siempre comparten, indefectiblemente, una misma característica: la posesión del ocio como gran recompensa de su condición.

Kalgan se mantuvo exitosamente al servicio de, sucesivamente, los afeminados y perfumados dandis de la Corte Imperial, con sus chispeantes y libidinosas damas; los recios y estridentes generales que gobernaban con mano de hierro los mundos que habían ganado con sangre, con sus jóvenes lascivas y desenfrenadas; y los rollizos y lujuriosos hombres de negocios de la Fundación, con sus exuberantes y perversas amantes.

Era indiferente, pues todos poseían dinero. Dado que servía a todos sin excluir a ninguno, su mercancía gozaba de una demanda que nunca cesaba, y tenía el sentido común de no interferir en los asuntos políticos de otros mundos ni defender la legitimidad de nadie; Kalgan prosperó cuando ya ningún otro lo hacía y se mantuvo pujante cuando para todos los demás era época de vacas flacas.

Mejor dicho, hasta que llegó el Mulo. Entonces, por alguna razón, cayó también ante un conquistador insensible al ocio, o a cualquier cosa que no fueran las conquistas. Para él todos los planetas eran iguales, incluido Kalgan

Así que durante una década Kalgan se vio en el extraño papel de metrópoli galáctica, señora del mayor imperio desde el fin del propio Imperio Galáctico.

Tras ello, con la muerte del Mulo, la caída advino tan diligentemente como lo había hecho el ascenso. La Fundación se desgajó. Junto con ella y tras ella, gran parte del resto de los dominios del Mulo. Cincuenta años más tarde, solo quedaba el desconcertante recuerdo de aquel breve lapso de poder, como un sueño opiáceo. Kalgan nunca se recuperó del todo. Jamás volvería a ser el mundo de despreocupado placer de antaño, pues el embrujo del poder ya nunca lo abandonó. En vez de ello vivió bajo una sucesión de hombres a los que se conocía en la Fundación como los señores de Kalgan, pero que se denominaban a sí mismos Primer Ciudadano de la Galaxia, en imitación del único título del Mulo, y mantenían la farsa de que ellos, también, eran conquistadores.

El actual señor de Kalgan ostentaba el cargo desde hacía cinco meses. Originariamente lo había ganado en virtud de su puesto como jefe de la flota kalganesa y gracias a una lamentable falta de precaución por parte del anterior señor. No obstante, nadie en Kalgan fue tan estúpido como para abordar la cuestión de la legitimidad durante demasiado tiempo o con demasiados escrúpulos. Esas cosas pasaban y más valía aceptarlas.

Sin embargo esa suerte de supervivencia del más fuerte, además de auspiciar la barbarie y la maldad, ocasionalmente permitía también la aparición de figuras capaces. El señor Stetting era suficientemente competente y nada fácil de manejar.

Nada fácil para su excelencia el primer ministro, quien, con refinada imparcialidad, había servido al último señor así como al actual y que, si vivía lo suficiente, serviría al siguiente con honestidad.

Nada fácil para la señora Callia, la cual era más que amiga de Stettin, pero menos que esposa.

Aquella noche los tres se encontraban a solas en las dependencias privadas del señor Stettin. El Primer Ciudadano, corpulento y deslumbrante en el traje de almirante que gustaba lucir, lanzó una mirada áspera desde la silla sin tapizar sobre la que se sentaba, tan rígido como el plástico que componía su asiento. Su primer ministro, Lev Meirus, miró hacia él con una indiferencia distante, a la vez que sus dedos, largos y nerviosos, tamborileaban ausentes y rítmicos sobre la profunda curva que iba de la nariz aguileña hasta casi la punta de su mentón cubierto de canosa barba, pasando por la enjuta y deprimida mejilla. La señora Callia descansaba grácilmente sobre el diván de espuma cubierto de espesas pieles, con sus labios en un involuntario mohín.

—Señor —dijo Meirus, haciendo uso del único tratamiento atribuible a quien solamente poseía el título de Primer Ciudadano—, le falta una cierta visión de continuidad de la Historia. Su propia vida, con sus formidables revoluciones, le lleva a pensar en el curso de la civilización como en algo igualmente susceptible de variar repentinamente, pero no es así.

—El Mulo demostró lo contrario.

—¿Pero quién puede seguirle los pasos? Él era más que un hombre, recuerde. Y ni siquiera él gozó de un éxito completo.

—Puchi… —se quejó de repente la señora Callia, que inmediatamente se encogió ante el gesto furioso que le dedicó el Primer Ciudadano.

El señor Stettin gruñó:

—No interrumpas, Callia. Meirus, estoy cansado de la inactividad. Mi predecesor pasó su vida poniendo a punto la flota hasta hacer de ella un refinado instrumento sin igual en la galaxia, y murió con esa magnífica maquinaria descansando ociosa. ¿Acaso he de continuar con eso? ¿Yo, un almirante de la flota?

»¿Cuánto tardará la maquinaria en oxidarse? Actualmente solo sangra nuestras arcas a cambio de nada. Sus oficiales ansían dominios, sus hombres trofeos. Todo Kalgan anhela que vuelvan el poder y la gloria. ¿Es capaz de comprender esto?

—Eso no son más que palabras, pero alcanzo a comprender lo que quiere decir. Dominios, trofeos, gloria… gratificantes cuando se obtienen, pero el proceso de obtenerlos es arriesgado y a menudo ingrato. Las primeras victorias pueden ser efímeras, y nunca en la historia ha sido prudente atacar a la Fundación. Incluso el Mulo habría actuado más sabiamente si se hubiera abstenido de hacerlo…

Los ojos azules y vacíos de la señora Callia se inundaron de lágrimas. En los últimos tiempos, Puchi apenas le hacía caso, y ahora que había prometido dedicarle la velada, aquel horrible hombre canoso y flaco que siempre parecía mirar más a través de ella que hacia ella les había impuesto su presencia. Y Puchi se lo había permitido… No se atrevía a decir nada: incluso el llanto que se abría paso en ella era uno atemorizado.

En aquel momento Stettin estaba hablando con aquella voz que odiaba, dura e impaciente. Decía:

—Es usted esclavo de un pasado lejano. La Fundación ha aumentado en volumen y población, pero tiene poca cohesión interna y se derrumbará de un soplido. Solamente se mantiene unida por inercia, una inercia que yo tengo suficiente fuerza para quebrar. Está usted hipnotizado por los viejos tiempos en los que solo la Fundación poseía energía atómica. Fueron capaces de esquivar los últimos martillazos del Imperio en decadencia y después solo hubieron de vérselas con una anarquía descerebrada de generales que se enfrentaron a las naves atómicas de la Fundación con armatostes obsoletos y reliquias.

»Pero el Mulo, mi querido Meirus, cambió eso. Él extendió el conocimiento que la Fundación atesoraba en exclusiva por media galaxia y el monopolio científico desapareció para siempre. Estamos a su altura.

—¿Y la Segunda Fundación? —interrogó Meirus, fríamente.

—¿Y la Segunda Fundación? —repitió Stettin con igual frialdad—. ¿Conoce sus intenciones? Necesitaron diez años para detener al Mulo, si es que es cierto que fueron ellos, hecho que algunos dudan. ¿Ignora que una nada despreciable cantidad de los psicólogos y sociólogos de la Fundación son de la opinión de que el Plan Seldon se ha desbaratado por completo desde los días del Mulo? Si el plan ya no existe, en ese caso queda un vacío que yo podría ocupar tan bien como cualquier otro.

—Nuestro conocimiento de estas cuestiones no es lo bastante profundo como para justificar el riesgo.

—Nuestro conocimiento quizá, pero tenemos un visitante de la Fundación en el planeta. ¿Lo sabía? Un tal Homir Munn… que según tengo entendido ha escrito artículos sobre el Mulo en los que expresa justamente su opinión de que el Plan Seldon ya no existe.

El primer ministro hizo un gesto afirmativo:

—He oído hablar de él, o al menos de sus escritos. ¿Qué desea?

—Solicita permiso para entrar en el palacio del Mulo.

—¿De veras? Lo sensato sería denegárselo: nunca es recomendable alterar las supersticiones que sostienen un planeta.

—Pensaré sobre ello… y volveremos a hablar.

Meirus se retiró con una reverencia.

La señora Callia preguntó entre sollozos:

—¿Estás enfadado conmigo, Puchi?

Stettin se giró hacia ella, airado.

—¿No te he dicho ya que nunca te dirijas a mí por ese ridículo nombre en presencia de nadie?

—Antes te gustaba.

—Bueno, pues ya no. Que no vuelva a suceder.

Fijó su oscura mirada en ella. Era un misterio para él que aún la tolerara. Era una estúpida cabeza hueca, pero de amable tacto, con un cariño dócil que resultaba conveniente cuando se llevaba una vida tan dura como la suya. Sin embargo, incluso aquel cariño comenzaba a fastidiarlo. Ella soñaba con casarse, con convertirse en la primera dama…

¡Era ridículo!

Había estado bien mientras había sido un simple almirante…, pero ahora como Primer Ciudadano y futuro conquistador necesitaba algo más. Necesitaba herederos que pudieran mantener unidos sus futuros dominios, algo que el Mulo nunca tuvo, razón por la que su imperio no sobrevivió a la extraña vida no humana de su fundador. Él, Stettin, necesitaba a alguien de las grandes familias históricas de la Fundación con quien poder fundir dinastías.

Se preguntó exasperado por qué no se libraba de Callia en aquel mismo instante: no sería difícil. Lloriquearía un poco… Desechó la idea. En ocasiones le resultaba agradable.

Callia se estaba animando. La influencia de Barbagrís había desaparecido y ahora la cara de granito de su Puchi se estaba suavizando. Se alzó con un movimiento ágil y, felina, se aproximó a él.

—No vas a regañarme, ¿verdad?

—No —la acarició abstraído—. Ahora siéntate tranquila durante un rato, ¿quieres? Necesito pensar.

—¿Sobre el hombre de la Fundación?

—Sí.

—¿Puchi? —una pausa.

—¿Qué?

—Puchi, el hombre trae a una niña consigo, dijiste. ¿Lo recuerdas? ¿Podré verla cuando venga? Nunca he…

—Bueno, ¿y qué te hace pensar que vaya a querer que traiga aquí a esa mocosa? ¿Se va a convertir mi sala de audiencias en una escuela primaria? Ya has dicho suficientes disparates, Callia.

—Pero yo me haré cargo de ella, Puchi, ni siquiera tendrás que preocuparte. Es solo que casi nunca veo niños, y ya sabes que me encantan.

La miró sarcásticamente. Nunca se cansaba de usar la misma estrategia: «me encantan los niños», de ahí pasaba a «nuestros hijos», de ahí a «nuestros hijos legítimos», y de ahí, al matrimonio. Él se rió.

—Esta en particular —dijo—, es toda una muchacha de catorce o quince años. Probablemente sea tan alta como tú.

Callia parecía abatida.

—Bueno, ¿puedo verla, de todos modos? Podría hablarme sobre la Fundación, ya sabes que siempre he querido ir ahí. Mi abuelo era de la Fundación. ¿Cuándo me llevarás allá, Puchi?

Stettin sonrió al pensarlo: tal vez lo hiciera, como conquistador. La idea lo puso de un buen humor que se hizo patente en sus palabras.

—Lo haré, lo haré. Y tienes permiso para ver a la niña y charlar sobre la Fundación cuanto quieras, pero no lo hagas cerca de mí, ¿de acuerdo?

—Ni te enterarás, de verdad. Estaremos en mis habitaciones. —Volvió a sentirse feliz: no sucedía muy frecuentemente en aquellos días, que le permitieran hacer lo que quería. Rodeó el cuello de Puchi con su brazo y tras un segundo de vacilación, sintió cómo sus tendones se relajaban y la gran cabeza caía suavemente sobre su hombro.

13

La señora

Arcadia se sentía triunfante. ¡Cómo había cambiado su vida desde que Pelleas Anthor había pegado su boba cara contra la ventana de su habitación…! Y todo porque había tenido la visión y el arrojo de hacer lo que debía.

Ahí estaba, ni más ni menos que en Kalgan. Había ido al gran Teatro Central (el mayor de la galaxia) y había visto en persona a algunas de las estrellas de la canción conocidas incluso en la lejana Fundación. Había visitado sola las tiendas de Vía Florida, el centro de la moda del mundo más hedonista del espacio, y había seleccionado ella misma sus compras, ya que Homir no sabía nada en absoluto del tema. La vendedora no había puesto ninguna objeción a los largos y brillantes vestidos de corte vertical que la hacían parecer tan alta… y el dinero de la Fundación daba mucho de sí. Homir le había dado un billete de diez créditos que, cuando lo cambió a kalgánidos, se transformó en un voluminoso fajo.

Incluso fue a la peluquería: más o menos corto por atrás y dos flamantes rizos sobre cada sien. Además, le trataron el pelo de manera que lucía más dorado que nunca, simplemente resplandecía.

Pero aquello… aquello era lo mejor de todo. Desde luego el palacio del señor Stettin no era tan majestuoso o lujoso como los teatros, ni tan misterioso e histórico como el viejo palacio del Mulo (del que, por el momento, tan solo habían podido vislumbrar las solitarias torres en su paseo aéreo por el planeta), pero le resultaba increíble… ¡un auténtico señor! Estaba embriagada del esplendor de todo aquello.

Y no solo eso: hasta se encontraba cara a cara con su amante. Arcadia subrayó mentalmente la palabra, pues sabía del papel que habían desempeñado tales mujeres en la historia, conocía su glamur y su poder. De hecho, frecuentemente se había planteado llegar a ser una de aquellas relucientes criaturas omnipotentes, pero por alguna razón las amantes no estaban en boga en la Fundación en aquella época y, además, probablemente su padre no se lo permitiría llegado el momento.

Naturalmente, la señora Callia no se aproximaba mucho a la noción que Arcadia tenía de esta figura. Para empezar era más bien rellenita, y no tenía en absoluto aspecto malvado ni peligroso; si acaso más bien marchito y miope. Asimismo, su voz era aguda en lugar de gutural y…

Callia preguntó:

—¿Quieres un poco más de té, pequeña?

—Tomaré otra taza, gracias, Su Ilustrísima… ¿o debo decir «Su Alteza»? —Arcadia continuó con una condescendencia de experto en la materia—: Lleváis unas perlas adorables, milady —«Milady» parecía más indicado.

—Oh, ¿de verdad lo crees? —Callia parecía sentirse vagamente halagada. Se quitó el collar y lo dejó balancearse entre sus dedos como un diminuto arroyuelo cubierto de espuma blanca—. ¿Te gustan? Puedes quedártelas, si quieres.

—¡Oh…! ¿De verdad…? —Se encontró con ellas en su mano, y acto seguido las rechazó con tristeza, diciendo—: A mi padre no le gustaría.

—¿No le gustarían las perlas? Pero si son preciosas…

—No le gustaría que las tomara, quiero decir. No se deben aceptar regalos caros de los demás, dice.

—¿Ah, no? Pero… bueno, esto fue un regalo de Pu… del Primer Ciudadano. ¿Quieres decir que no estuvo bien aceptarlo?

Arcadia se sonrojó.

—No quería decir que…

Pero Callia ya se había cansado del tema. Dejó que las perlas se deslizaran hasta el suelo y ordenó:

—Ibas a hablarme sobre la Fundación. Por favor, hazlo ahora.

De repente, Arcadia se quedó sin palabras. ¿Qué se puede decir de un lugar aburrido hasta arrancarle a uno lágrimas de hastío? Para ella la Fundación era una ciudad en la periferia, una casa confortable, las fastidiosas obligaciones escolares y las tediosas eternidades de una vida tranquila. Dijo titubeante:

—Pues es tal y como se ve en los videolibros, supongo.

—Oh, ¿ves videolibros? A mí me despiertan un dolor de cabeza espantoso cuando intento verlos. Pero, ¿sabes?, me gustan mucho las historias de vídeo sobre vuestros comerciantes… Esos hombres tan fornidos y salvajes. Siempre es tan emocionante… ¿Es tu amigo el señor Munn uno de ellos? No parece demasiado salvaje… La mayoría de los comerciantes tenían barba y voces muy graves, y trataban a las mujeres con mano dura… ¿no te parece?

Arcadia sonrió en un gesto en verdad inexpresivo:

—Eso es solamente una parte de la historia, milady… es decir, cuando la Fundación era joven, los comerciantes eran los pioneros que expandían las fronteras y llevaban la civilización al resto de la galaxia. Nos lo enseñan todo en la escuela. Pero aquel tiempo quedó atrás, ya no tenemos comerciantes, solamente sociedades y cosas por el estilo.

—¿De verdad? Qué lástima. ¿Entonces a qué se dedica el señor Munn? Quiero decir, si no es un comerciante…

—El tío Homir es bibliotecario.

Callia se llevó una mano a la boca y se rió nerviosamente.

—¿Insinúas que se encarga de cuidar videolibros? ¡No…! Parece algo muy tonto para que lo haga un adulto…

—Es un librero excelente, milady. Es una ocupación muy reputada en la Fundación. —Posó su tacita de té irisada sobre la superficie de la mesa, que era de un metal de color lechoso.

Su anfitriona era toda preocupación.

—Mi querida niña, no pretendía en absoluto ofenderte. Tiene que ser un hombre muy inteligente, lo pude ver en sus ojos en cuanto lo miré: eran tan… tan inteligentes. Y también debe de ser valiente, si desea ver el palacio del Mulo.

—¿Valiente? —Una pequeña bombilla parpadeó en el interior de Arcadia. Aquello era lo que estaba esperando: ¡intriga! ¡intriga! Con gran indiferencia, preguntó mientras se miraba ociosamente la punta de pulgar—: ¿Por qué hay que ser valiente para desear ver el palacio del Mulo?

—¿No lo sabes? —abrió unos ojos redondos y su voz se redujo a un hilo—. Está maldito. Cuando murió, el Mulo ordenó que jamás entrara nadie en él hasta que no se hubiese establecido el imperio de la galaxia. Nadie en Kalgan osaría adentrarse tan siquiera en los jardines.

Arcadia tomó buena nota de aquello.

—Pero son solo supersticiones…

—No digas eso. —Callia estaba compungida—. Puchi siempre dice eso. Sin embargo, siempre afirma que es útil decir que no lo son, para mantener el control sobre el pueblo. Pero sé que él nunca ha ido, ni tampoco Thallos, que fue el Primer Ciudadano antes que Puchi. —Un pensamiento atravesó su mente y de nuevo se llenó de curiosidad—. ¿Pero por qué quiere el señor Munn visitar el palacio?

Y aquí era donde entraba en acción el plan que Arcadia había urdido cuidadosamente. Sabía bien por los libros que había leído que la amante de un gobernante era el auténtico poder a la sombra del trono, la auténtica fuente de influencia. Por ello, si el tío Homir fallaba con el señor Stettin, y estaba segura de que así sería, ella compensaría su fallo sirviéndose de la señora Callia. Sin duda, la señora Callia era un misterio: no parecía en absoluto perspicaz, pero bueno, la historia probaba que…

Dijo:

—Hay una razón, milady… ¿pero la mantendréis en secreto?

—Lo juro —dijo Callia, dibujando el correspondiente gesto sobre la voluptuosa y suave blancura de su pecho.

Los pensamientos de Arcadia iban una frase por delante de su boca.

—El tío Homir es una gran autoridad en el Mulo, ya sabéis. Ha escrito montones de libros sobre él, y piensa que toda la historia galáctica ha cambiado desde que el Mulo conquistó la Fundación.

»Él cree que el Plan Seldon…

Callia se puso a dar palmas.

—Conozco el Plan Seldon: los vídeos sobre los comerciantes solo trataban del Plan Seldon. Se supone que lo preparaba todo para que la Fundación venciera siempre. La ciencia tenía algo que ver con ello, aunque nunca he acabado de entender cómo. No tengo paciencia para escuchar explicaciones. Pero continúa, querida: es diferente cuando lo explicas tú, haces que todo suene tan claro…

Arcadia continuó:

—Bueno, ¿no veis entonces que, cuando la Fundación fue derrotada por el Mulo, el plan no funcionó y no lo ha hecho desde entonces? ¿Quién formará entonces el Segundo Imperio?

—¿El Segundo Imperio?

—Sí, algún día habrá de formarse uno, ¿pero cómo? Ese es el problema, ¿veis? Y después está la Segunda Fundación…

—¿La Segunda Fundación? —estaba completamente perdida.

—Sí, son los que están planeando la historia, siguiendo los pasos de Seldon. Detuvieron al Mulo porque era prematuro, pero ahora podrían apoyar a Kalgan.

—¿Por qué?

—Porque en este momento Kalgan podría ofrecer las mayores probabilidades de convertirse en el núcleo de un nuevo imperio.

»No podemos estar seguros… El tío Homir así lo cree, pero tendremos que ver los archivos del Mulo para descubrirlo.

—Todo es muy complicado —dijo la señora Callia contrariada.

Arcadia se dio por vencida; había hecho todo lo que había podido.

El señor Stettin estaba de un mal humor atroz. La sesión con aquel pusilánime de la Fundación no había sido demasiado provechosa. Es más, había sido incómoda. Ser el gobernante absoluto de veintisiete mundos, poseedor de la más imponente maquinaria militar, dueño de la más abrumadora ambición del universo… y tener que discutir sandeces con un anticuario.

¡Maldición!

¿Acaso iba a violar las costumbres de Kalgan? ¿Permitir que el palacio del Mulo fuera registrado para que un idiota pudiera escribir otro libro? ¡La causa científica! ¡La santidad del conocimiento! ¡Por la galaxia! ¿En serio iban a arrojarle esas necedades a la cara? Además (y sintió un leve escalofrío) estaba la cuestión de la maldición. No se la creía, ningún hombre inteligente podría. Pero si iba a desafiarla, sería por alguna razón mejor que cualquiera de las que aquel pobre diablo le había dado.

—¿Qué quieres? —gruñó, y la señora Callia se encogió en el umbral.

—¿Estás ocupado?

—Sí, estoy ocupado.

—Pero no hay nadie aquí, Puchi. ¿No puedo hablar contigo ni siquiera un minuto?

—Oh, santa galaxia, ¿qué quieres? Dilo deprisa.

Sus palabras fueron temblorosas.

—La niñita me dijo que iban a entrar en el palacio del Mulo. Pensé que podríamos entrar con ellos, el interior debe de ser fantástico.

—¿Eso te dijo? Pues no lo harán, y nosotros tampoco. Ahora encárgate de tus propios asuntos, ya me has estorbado lo suficiente.

—Pero Puchi, ¿por qué no? ¿No vas a dejarles entrar? ¡La niñita dijo que fundarás un imperio!

—Me es indiferente lo que dijera… ¿Cómo? —Se abalanzó sobre ella y la agarró firmemente del brazo, clavándole los dedos en la blanda carne—. ¿Qué te dijo?

—Me estás haciendo daño. No puedo recordar qué me dijo si sigues mirándome de esa manera.

La soltó, y por un momento ella se quedó ahí, de pie, frotándose las marcas rojas. Dijo en un quejido:

—La niña me hizo prometerle que no se lo diría a nadie.

—Mira qué pena… ¡Dímelo! ¡Ahora!

—Bueno… Dijo que el Plan Seldon había cambiado y que había otra Fundación en alguna parte que estaba disponiendo las cosas para que hicieras un imperio. Eso es todo. Dijo que el señor Munn era un científico muy importante y que en el palacio del Mulo habría pruebas de todo esto. Eso es todo lo que dijo. ¿Estás enfadado?

Pero Stettin no respondió. Abandonó apresuradamente la sala, con los compungidos ojos de borrego de Callia mirándolo fijamente. Dos órdenes fueron emitidas bajo el sello oficial del Primer Ciudadano antes de que pasara una hora: una tuvo el efecto de enviar quinientas naves al espacio en una operación denominada oficialmente de «juegos de guerra»; la otra tuvo el efecto de dejar a un único hombre en la mayor de las confusiones.

Homir Munn cesó sus preparativos para marcharse cuando recibió la segunda orden. Era, naturalmente, el permiso oficial para entrar en el palacio del Mulo. La leyó y releyó, con cualquier cosa menos deleite.

Sin embargo, Arcadia estaba encantada: sabía lo que había pasado o, en alguna medida, creía saberlo.

14

La ansiedad

Poli colocó el desayuno sobre la mesa, con un ojo sobre el noticiero de mesa que desgranaba la información del día. Esta tarea podía llevarse a cabo fácilmente incluso con un ojo distraído sin perder un ápice de eficiencia, puesto que toda la comida estaba empaquetada en recipientes esterilizados desechables que además servían para cocinarla. El único esfuerzo que requería la preparación del desayuno consistía en escoger el menú, colocar los artículos sobre la mesa y recoger los residuos subsiguientes.

Chasqueó con la lengua ante las imágenes y gimió suavemente.

—Oh, la gente es tan malvada… —dijo, a lo que Darell se limitó a asentir con un sonido nasal.

Su voz cambió al tono chillón que solía adoptar cuando se disponía a lamentarse de la maldad del mundo.

—Y bien, ¿por qué esos terribles kalgáneses —acentuó la segunda sílaba, pronunciando una «a» larga— hacen eso? Podrían dejar a la gente tranquila, pero no, solo dan problemas y más problemas todo el tiempo.

»Mire el titular: «Disturbios callejeros ante el consulado de la Fundación». Ya me gustaría decirles unas palabritas, si pudiera. Ese es el problema de la gente: no recuerda las cosas. Simplemente no las recuerda, doctor Darell, no tiene ninguna memoria… Mire la última guerra, después de que muriera el Mulo: por supuesto yo era una niña pequeña en aquella época…, con todo el jaleo que se montó, y los problemas. Mi propio tío murió en ella, con solo veinte años y dos de casado, y una niña pequeña. Todavía lo recuerdo, con su pelo rubio y un hoyuelo en la barbilla. Tengo un cubo tridimensional de él por algún lado…

»Y ahora su hija tiene un hijo en la flota y casi seguro que si algo sucede…

»Y recuerdo también las patrullas de bombardeo, y los viejos haciendo turnos en la defensa estratosférica… No quiero imaginar lo que hubiesen sido capaces de hacer si los kalgáneses hubieran llegado hasta ahí. Mi madre solía hablarnos a los niños de los racionamientos de víveres, los precios y los impuestos: resultaba imposible llegar a fin de mes…

»Si la gente tuviera un mínimo de sentido común no empezaría con lo mismo, lo evitaría a toda costa, pero supongo que no es la gente quien lo hace, tampoco, supongo que incluso los kalgáneses preferirían quedarse en sus casas con sus familias en vez de andar de aquí para allá con sus naves, muriendo en la guerra. Es aquel hombre horrible, Stettin; es increíble que permitan vivir a gente como él. Mata al anciano aquel, ¿cómo se llamaba?… Thallos, y ahora pretende ser dueño y señor de todo.

»¿Y por qué quiere luchar contra nosotros? Yo no lo entiendo, no tiene ninguna posibilidad, como ninguno de los anteriores. Quizá esté todo en el plan, pero muchas veces pienso que debe de ser un plan muy retorcido con tanta sangre y muerte en él, pero que quede claro que no tengo nada en contra de Hari Seldon, que estoy segura de que sabe mucho más que yo sobre esto, y quizá soy una necia en cuestionarlo. Y la otra Fundación tiene buena parte de la culpa; podrían detener a Kalgan ahora y solucionarlo todo. Lo harán de cualquier modo al final, más valdría que lo hicieran antes de que el daño ya estuviera hecho.

El doctor Darell alzó la vista:

—¿Decías algo, Poli?

Poli abrió unos ojos enormes, para después entornarlos enfadada.

—Nada, doctor, nada en absoluto. Qué voy a decir yo: antes me asfixiaría hasta morir que decir algo en esta casa. Lo mío es ir de acá para allá… ¿Intentar decir una palabra? —y se retiró rezongando.

Que Poli se marchara produjo tan poca impresión en Darell como lo había hecho su perorata.

¡Kalgan! ¡Tonterías! ¡Un simple enemigo físico! ¡A esos siempre los habían vencido!

Sin embargo no podía distanciarse de la absurda crisis que estaba teniendo lugar. Siete días antes, el alcalde le había pedido que ocupara el cargo de administrador de Investigación y Desarrollo. Había prometido dar una respuesta aquel día.

Bien…

Se agitó, intranquilo. ¿Por qué precisamente él? Y sin embargo, ¿acaso podía negarse? Parecería extraño, y no se atrevía a suscitar sospechas. Después de todo, ¿qué le importaba a él Kalgan? Para él solo había un enemigo, siempre había sido así.

Mientras su esposa estuvo viva no le supuso ningún esfuerzo evadir la tarea, esconderse. ¡Qué tiempos aquellos, de largos días de tranquilidad en Trántor, rodeados de los restos del pasado! ¡El silencio de un mundo en ruinas, cómo invitaba al olvido!

Pero ella había muerto. Todo había durado menos de cinco años, y tras ello supo que solo podría vivir luchando contra aquel temible enemigo informe que, controlando su destino, lo privaba de la dignidad de ser humano, que hacía de la vida una penosa lucha contra un final preestablecido, que hacía del universo un deleznable y mortífero juego de ajedrez.

Tal vez fuera sublimación (él mismo lo llamaba así), pero la lucha dio un sentido a su vida.

Primero fue a la Universidad de Santanni, donde colaboró con el doctor Kleise. Habían sido cinco años de fructífero trabajo.

Sin embargo Kleise era apenas un recopilador de datos; no podía llevar a cabo lo que realmente era necesario hacer… y cuando el doctor Darell sintió la certeza de aquello, supo que había llegado el momento de retirarse.

Kleise podía haber trabajado en secreto, pero hubo de valerse de hombres que trabajaran con y para él. Contó con individuos cuyas mentes sondeó, y con una universidad que lo respaldó. Todo esto no eran más que puntos débiles.

Kleise podía haber trabajado en secreto, pero hubo de valerse de hombres que tenían que explicarlo. Se separaron como enemigos: así había de ser. Tenía que abandonar como si renunciara… por si estuvieran siendo vigilados.

Mientras Kleise trabajaba con gráficos, Darell lo hacía con conceptos matemáticos en las profundidades de su mente. Kleise trabajaba con muchos colaboradores; Darell, solo. Kleise en la universidad, Darell en la quietud de su hogar en la periferia.

Y casi lo había conseguido.

Los habitantes de la Segunda Fundación no son humanos en lo que se refiere a su cerebro. El fisiólogo más inteligente o el neurofísico más sutil podrían no detectar nada… y sin embargo la diferencia seguiría ahí. Puesto que la diferencia era de tipo mental, era precisamente ahí donde debería encontrarse.

Dado un hombre como el Mulo (y no cabía duda de que los hombres de la Segunda Fundación poseían los poderes del Mulo, fuera de forma innata o adquirida), con el poder de detectar y controlar las emociones humanas, dedúzcanse el circuito electrónico requerido y de ello infiéranse hasta los últimos detalles del encefalograma con el que no podría evitar ser descubierto.

Ahora Kleise había vuelto a su vida, en la persona de su joven y apasionado discípulo, Anthor.

¡Era disparatado! Con sus gráficos y registros de personas que habían sido manipuladas. Él mismo había aprendido a detectar eso años atrás, pero ¿para qué servía? Él quería el brazo, no la herramienta. No obstante, había aceptado unirse a Anthor, puesto que era la vía más discreta.

De igual manera, ahora se convertiría en administrador de Investigación y Desarrollo. ¡Era la vía más discreta! De esa manera seguiría siendo una conspiración dentro de una conspiración.

El recuerdo de Arcadia le intranquilizó por un instante, hasta que se obligó a expulsar la idea de su mente. Si hubiera dependido de él, nunca habría sucedido. Si hubiera dependido de él, nadie más que él habría arriesgado la vida. Si hubiera dependido de él…

Sintió un acceso de ira contra el fallecido Kleise, contra Anthor, contra todos los idiotas bienintencionados…

Bueno, ella podía cuidar bien de sí misma, era una chica muy madura.

¡Podía cuidar de sí misma!

Era un susurro en su mente…

¿Y era cierto que podía?

En el preciso momento en que el doctor Darell se decía afligido que así era, ella estaba sentada en la fría y austera antesala de las Oficinas Ejecutivas del Primer Ciudadano de la galaxia. Llevaba media hora sentada ahí, recorriendo las paredes con la mirada. Dos guardias armados flanqueaban la puerta cuando entró con Homir Munn. No habían estado ahí en las otras ocasiones.

Estaba sola, y percibió una hostilidad que emanaba incluso de los muebles de la habitación. Era la primera vez que la sentía.

¿A qué podría deberse?

Homir estaba con el señor Stettin. ¿Acaso eso era malo?

La enfurecía; en situaciones similares en los videolibros y en las películas, el héroe preveía la conclusión, estaba preparado para lo que hubiera de llegar, y ella… ella solo estaba ahí, sentada. Podía pasar cualquier cosa. ¡Cualquier cosa! Y ella se limitaba a esperar ahí sentada.

Bien, volvería hacia atrás mentalmente, repasaría todo, tal vez se le ocurriera algo.

Durante dos semanas Munn prácticamente había vivido en el palacio del Mulo. Una vez la había llevado consigo, con el permiso de Stettin. Era amplio y de una magnificencia lúgubre y, ajeno al contacto con la vida, yacía adormecido en el eco de sus recuerdos, respondiendo a las pisadas con un estruendo hueco o con un estrépito brutal. No le había gustado.

Prefería las grandiosas y alegres avenidas de la capital, los teatros y espectáculos de un mundo en esencia más pobre que la Fundación, pero que gastaba más en oropel.

Munn solía volver por la noche, sobrecogido.

—Es una maravilla —susurraba—. Ojalá pudiera desmontar el palacio piedra a piedra, capa a capa de esponja de aluminio. Si pudiera llevarlo conmigo a Términus… Sería un museo fantástico.

Parecía haber perdido la reticencia inicial, en su lugar había ahora un resplandor de entusiasmo. Arcadia lo sabía gracias a un signo seguro: apenas tartamudeó en todo aquel período.

En una ocasión dijo:

—Hay resúmenes de los archivos del general Pritcher…

—Lo conozco, fue el renegado de la Fundación que peinó la galaxia en busca de la Segunda Fundación, ¿verdad?

—No fue exactamente un renegado, Arkady; el Mulo lo había convertido.

—¡Bah!, es lo mismo.

—¡Por la galaxia!, esa búsqueda que has mencionado era una misión imposible. Las actas originales de la Convención Seldon que establecieron ambas fundaciones hace quinientos años solo hacen una referencia a la Segunda Fundación. Dicen que está situada «al otro lado de la galaxia, en el fin estelar». Esto era todo lo que tenían el Mulo y Pritcher para encontrarla. No tenían ningún método para reconocer a la Segunda Fundación incluso si daban con ella. ¡Qué locura!

»Tienen registros —hablaba para sí mismo, pero Arcadia escuchaba con atención— que deben de cubrir aproximadamente un millar de mundos, y aún el número de mundos disponibles para el estudio debe de haber sido más, cercano al millón. Y nosotros no estamos en mejor situación…

Arcadia lo interrumpió con un siseo impetuoso:

—¡Shhh!

Homir se quedó paralizado, para recuperarse después poco a poco.

—No hablemos —masculló entonces.

Ahora Homir estaba con el señor Stettin y Arcadia esperaba fuera sola, sintiendo una presión en el corazón que le helaba la sangre sin razón alguna. Aquello era lo más perturbador de todo: que no pareciera haber razón alguna.

Al otro lado de la puerta, Homir también se debatía en un mar de gelatina. Luchaba con rabiosa intensidad contra el tartamudeo y, naturalmente, el resultado era que apenas conseguía pronunciar dos palabras seguidas con claridad.

El señor Stettin lucía uniforme completo, con sus dos metros de altura, su prominente mandíbula y su expresión obstinada. Unos puños cerrados con arrogancia acompañaban poderosamente sus frases.

—Bien, ha dispuesto de dos semanas y me viene con el cuento de que no ha encontrado nada. Adelante, señor, dígame lo peor. ¿Va a ser mi flota reducida a despojos? ¿Tendré que luchar contra los fantasmas de la Segunda Fundación además de contra los hombres de la primera?

—Se… se lo repito, señor, no soy ningún p… prof… profeta. No ent… entiendo n… nada.

—¿O es que pretende volver para avisar a sus compatriotas? ¡Al espacio con su teatrillo! Quiero la verdad, o se la sacaré yo mismo junto con la mitad de sus tripas.

—Le est… toy diciendo la verdad, y me gustaría rec… recordarle, s… señor, que soy ciudadano de la Fundación. No p… puede tocarme sin que la rep… presalia sea mayor de lo que imagina.

El señor de Kalgan se rió escandalosamente.

—Cuentos para asustar a niños, una amenaza que solo amilanaría a un idiota. Vamos, señor Munn, he sido paciente con usted: lo he escuchado durante veinte minutos mientras me explicaba con detalle todas esas fastidiosas tonterías que le debe de haber costado noches de insomnio inventar. Se ha esforzado en vano: sé que no está aquí solamente para hurgar entre las cenizas muertas del Mulo y recuperar los restos que encuentre… Usted ha venido por más razones de las que admite, ¿no es verdad?

Homir Munn ya no pudo aplacar durante más tiempo la llamarada de horror que ardía en sus ojos, del mismo modo que era incapaz de respirar. El señor Stettin se percató de esto y le dio tal palmada en el hombro que tanto el hombre de la Fundación como la silla en la que estaba sentado se tambalearon por el impacto.

—Bien, seamos francos. Está usted investigando el Plan Seldon. Sabe que ya no está vigente. Sabe, quizá, que ahora soy yo el inevitable vencedor, yo y mis herederos. En fin, amigo, ¿qué importa quién establezca el Segundo Imperio, mientras alguien lo haga? La historia no tiene favoritos, ¿no? ¿Teme decírmelo? Ya ve que conozco su misión…

Munn masculló:

—¿Qué es lo q… que qui… quiere?

—Su presencia. No quisiera destrozar el plan por exceso de confianza. Usted entiende más de estas cuestiones que yo, puede detectar pequeños fallos que podrían pasárseme por alto. Vamos, será recompensado al final, recibirá una buena porción del botín. ¿Qué puede esperar en la Fundación? ¿Darle la vuelta a una derrota quizá inevitable? ¿Prolongar la guerra? ¿O se trata de un mero deseo patriótico de morir por su patria?

—Yo… yo… —Finalmente pasó del balbuceo al silencio. No conseguía articular palabra alguna.

—Permanecerá aquí —dijo el señor de Kalgan con aplomo—. No tiene elección. ¡Espere…! —Un pensamiento casi olvidado cruzó su mente—. Me han informado de que su sobrina es de la familia de Bayta Darell…

Homir respondió con un sorprendido «sí». No confiaba en ser capaz de urdir nada aparte de la fría verdad.

—¿Es una familia de renombre en la Fundación?

Homir asintió.

—A quienes con certeza no se to… toleraría que hiciera ningún daño.

—¡Daño! No sea necio, amigo. Estoy considerando lo contrario. ¿Qué edad tiene?

—Catorce.

—¡Vaya! Bueno, ni siquiera la Segunda Fundación, ni el mismo Hari Seldon, pueden detener el tiempo ni evitar que las niñas se conviertan en mujeres.

Diciendo esto, dio media vuelta girando sobre sus talones y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta cubierta por un cortinaje, que descorrió violentamente.

Su voz resonó como un trueno.

—¿Por qué galaxias has arrastrado tu patética persona hasta aquí?

La señora Callia pestañeó y respondió en un susurro:

—No sabía que hubiera alguien contigo.

—Pues lo hay. Luego hablaremos de esto, pero ahora quiero ver cómo te vas, y deprisa.

Sus pasos se alejaron rápidamente por el pasillo.

Stettin volvió hacia donde estaba Munn.

­—Ella es lo que queda de un período que ya ha durado demasiado tiempo y que terminará pronto. ¿Catorce, dice?

Homir clavó su mirada en él con un nuevo terror en los ojos.

Arcadia se sobresaltó cuando una puerta se abrió silenciosamente, dando un respingo al percibir aquel mínimo movimiento discordante por el rabillo del ojo. El dedo que la llamaba frenéticamente no tuvo contestación durante un interminable instante, y después, como en respuesta a la precaución impuesta por la misma visión de aquella figura blanca y temblorosa, cruzó de puntillas la sala.

Sus pasos eran un tenso rumor en el corredor. Era la señora Callia, naturalmente, quien sostenía su mano tan firmemente que le hacía daño y, por alguna razón, a ella no le importaba seguirla. De la señora Callia, al menos, no tenía miedo.

Pero, ¿por qué?

Estaban ahora en el tocador, que era entero del rosa del algodón de azúcar. La señora Callia pegó su espalda a la puerta y dijo:

—Este era el camino secreto hasta mí… mi habitación, ¿sabes? Desde su oficina. Su camino, quiero decir —y apuntó con el pulgar, como si la mera idea del hombre aterrorizara y atormentara su alma hasta la muerte.

—Es una suerte… es una suerte… —Sus pupilas habían crecido hasta cubrir de negro el azul de sus ojos.

—¿Podéis decirme…? —comenzó Arcadia tímidamente.

Callia la interrumpió con un movimiento frenético:

—No, niña, no. No hay tiempo. Quítate la ropa, por favor… te lo ruego… Te daré otra, así no te reconocerán.

Estaba en el armario, lanzando al suelo inútiles transparencias en temerarios montones, buscando desesperadamente algo que una niña pudiera llevar sin convertirse en una provocación.

—Aquí, esto servirá. No hay otra opción. ¿Tienes dinero? Toma, cógelo todo… y esto. —Se quitaba joyas de orejas y dedos—. Vuelve a casa… Vuelve a la Fundación.

—Pero Homir… mi tío —protestaba en vano con palabras que brotaban amortiguadas por los perfumados pliegues de la lujosa prenda de tejido metálico que la mujer le colocaba a toda prisa.

—Él no irá… Puchi lo retendrá aquí para siempre, pero tú no debes quedarte. Oh, querida, ¿no lo entiendes?

—No —Arcadia quiso forzarla a detenerse un segundo—, no lo entiendo.

La señora Callia juntó las manos con fuerza.

—Debes volver para avisar a tu gente de que habrá una guerra. ¿Está claro? —El terror absoluto, paradójicamente, parecía haber insuflado una lucidez a sus pensamientos y palabras que hacía que sonara como si fuera ella misma de verdad por primera vez.

—¡Vamos, sígueme!

¡Salían por otro camino! Pasaron ante funcionarios que las miraron fijamente, pero que no vieron razón para detener a alguien a quien solo el señor de Kalgan podía detener con impunidad. Los guardas chocaban talones y presentaban armas a su paso por las puertas.

Arcadia solo respiró de vez en cuando en la eternidad que el trayecto pareció durar, y sin embargo, desde la llamada inicial de aquel dedo blanco hasta el momento en que estuvo en la puerta exterior, con gente, ruido y tráfico en la distancia, habían pasado tan solo veinticinco minutos.

Miró hacia atrás, con una repentina y temerosa desolación.

—Yo… yo… No sé por qué estáis haciendo esto, milady, pero gracias… ¿Qué será del tío Homir?

—No lo sé —se lamentó ella—. ¿Quieres marcharte ya? Ve directamente al puerto espacial, no esperes. Podrían estar buscándote ahora mismo.

Arcadia todavía se tomó un tiempo. Dejaría a Homir atrás; tardíamente, ahora que ya sentía el aire libre a su alrededor, comenzó a sospechar.

—¿Y qué os importa si él me busca?

La señora Callia se mordió el labio inferior y musitó:

—No puedo explicárselo a una niña como tú, sería impropio. Tú crecerás y yo… yo conocí a Puchi cuando tenía dieciséis años. No puedo permitir que estés por aquí, ya sabes. —Había una cierta hostilidad avergonzada en sus ojos.

Las implicaciones de aquello helaron a Arcadia. Susurró:

—¿Qué os hará cuando lo descubra?

Ella contestó:

—No lo sé —y se llevó el brazo a la cabeza mientras se alejaba casi corriendo, de vuelta por el ancho camino a la mansión del señor de Kalgan.

Durante un segundo eterno, Arcadia permaneció sin moverse, porque en el último momento antes de que la señora Callia se fuera había visto algo en ella. Aquellos ojos frenéticos y asustados se habían encendido momentáneamente, por un fugaz instante, con un frío regocijo.

Un regocijo inmenso, inhumano.

Era mucho para haberlo visto en un rápido parpadeo, pero Arcadia no tenía ninguna duda de lo que había presenciado.

Corrió, corrió salvajemente buscando una cabina libre en la que pudiera presionar el botón que solicitaba transporte público.

No huía del señor Stettin. Ni de él ni de las hordas de humanos que él podía poner tras sus talones… Ni siquiera de sus veintisiete mundos aglutinados en una única y gigantesca avalancha, siguiéndola de cerca, espoleándola.

Huía de una mujer única y delicada que la había ayudado a escapar. De una criatura que la había cargado de dinero y joyas, que había arriesgado su propia vida para salvarla. De alguien que, finalmente, sabía a ciencia cierta que era una mujer de la Segunda Fundación.

Un aerotaxi se acopló con un suave clic en la plataforma. La brisa de su aterrizaje azotó la cara de Arcadia e hizo revolotear su pelo bajo la suave capucha orlada de finas pieles que Callia le había dado.

—¿Adónde va, señorita?

Trató desesperadamente de templar su voz para que no sonara infantil.

—¿Cuántos puertos espaciales hay en la ciudad?

—Dos. ¿Cuál quiere?

—¿Cuál está más cerca?

Se la quedó mirando.

—El Kalgan Central, señorita.

—Pues al otro, por favor. Puedo pagarle. —Tenía un billete de veinte kalgánidos en la mano. A ella el valor del billete le importaba bastante poco, pero el taxista sonrió apreciativamente.

—Como usted diga, señorita. ¡Los taxis Horizonte la llevan a cualquier lado!

Refrescó su mejilla apoyándola sobre la tapicería, que emitía un ligero olor rancio. Las luces de la ciudad bailaban ociosas bajo ella.

¿Qué haría? ¿Qué debería hacer?

En aquel momento supo que era una niñita estúpida, alejada de su padre y asustada. Sus ojos estaban inundados de lágrimas y en lo más profundo de su garganta se ahogaba un chillido sordo que desgarraba su interior.

No temía que el señor Stettin la capturara: la señora Callia se ocuparía de eso. ¡La señora Callia! Vieja, gorda y estúpida, pero dominaba a su señor, después de todo. Ahora todo estaba claro, todo estaba muy claro.

La merienda con Arcadia en la que había estado tan inteligente… ¡La brillante pequeña Arcadia! Algo dentro de ella se asfixiaba y se detestaba. Aquella merienda había sido una maniobra, y después con toda probabilidad Stettin habría sido manipulado también para permitir a Homir inspeccionar el palacio finalmente. Ella, la tontita de Callia, lo había querido así y lo había dispuesto todo para que la pequeña y lista Arcadia le proporcionara una excusa infalible, una que no despertara sospechas en la mente de las víctimas, y que además implicaba un mínimo de interferencia por su parte.

¿Entonces por qué la dejaba en libertad? Homir estaba prisionero, naturalmente…

A menos que…

A menos que estuviera volviendo a la Fundación como señuelo… un señuelo para llevar a otros a manos de… de ellos.

Entonces no podía volver a la Fundación…

—El puerto espacial, señorita. —El aerotaxi se había detenido. Era extraño, no se había dado ni cuenta.

Era de verdad un mundo de ensueño.

—Gracias. —Le extendió el billete sin mirar y tropezó en la puerta, antes de atravesar corriendo el pavimento elástico.

Luces. Hombres y mujeres despreocupados. Grandes paneles de anuncios luminosos, con los números cambiantes que acompañaban a todas y cada una de las naves que llegaban o partían.

¿Adónde se dirigía? No le importaba: solo sabía que no era a la Fundación. Cualquier otro lugar serviría.

¡Oh, gracias, Seldon, por aquel momento de flaqueza, aquella última fracción de segundo en la que Callia se cansó de actuar porque se trataba solo de una niña y dejó así entrever su regocijo!

Una idea cruzó entonces la mente de Arcadia, algo que había estado revolviéndose y moviéndose en la base de su cerebro desde que comenzó el vuelo, algo que mató para siempre la inocencia de sus catorce años.

Y supo que tenía que escapar.

Eso por encima de todo. Aunque localizaran a cada uno de los conspiradores en la Fundación, aunque atraparan a su propio padre; no podía arriesgarse, no se atrevía, a avisarlos. No podía arriesgar su propia vida ni lo más mínimo, por todo el Reino de Términus. Ella era la persona más importante de la galaxia.

Era consciente de ello incluso mientras, en pie frente a la máquina expendedora de billetes, se preguntaba a dónde dirigirse.

Porque en toda la galaxia solamente ella y nadie más, excepto ellos mismos, conocía la localización de la Segunda Fundación.

Trántor. […] A mediados del Interregno, Trántor era una sombra. En medio de las colosales ruinas vivía una pequeña comunidad de granjeros […]

—Enciclopedia Galáctica

15

A través de la red

No hay nada, nunca ha habido ninguna cosa, comparable con el trasiego de un puerto espacial en las afueras de una capital de un planeta populoso. Ahí están las enormes máquinas, descansando poderosas en sus amarres. Si se escoge apropiadamente el momento, se puede asistir a la impresionante visión de un gigante perdiendo altura antes de posarse o, aún más sobrecogedor, al despegue progresivamente acelerado de una burbuja de acero. Todos los procesos implicados en ello son prácticamente inaudibles: la fuerza propulsora es el silencioso brotar de nucleones cambiando a combinaciones más compactas…

En términos de área, lo anteriormente mencionado ocupa el noventa y cinco por ciento del puerto. Kilómetros cuadrados están reservados para las máquinas, para los hombres que las atienden y las calculadoras que atienden a ambos.

Solo un cinco por ciento del puerto se dedica a las mareas humanas para quiénes es el punto de partida hacia cualquier estrella de la galaxia. Con seguridad, muy pocos de entre los anónimos viajeros se detienen a considerar la malla tecnológica que entreteje las vías espaciales. Quizá algunos puedan, ocasionalmente, sentir un breve estremecimiento al pensar en los miles de toneladas que representa un aparentemente minúsculo punto de acero que desaparece en la lejanía. Quizá uno de esos cilindros metálicos podría equivocarse al seguir el rayo guía y chocar medio kilómetro más allá del punto de aterrizaje esperado, quizá atravesando el tejado de cristalita de la inmensa sala de espera, de tal manera que apenas un leve vapor orgánico y algo de fosfato pulverizado dejarían constancia de la muerte de un millar de seres humanos.

Nunca podría suceder, en cualquier caso, con los mecanismos de seguridad en uso, y solo un auténtico neurótico se plantearía la posibilidad por más de un instante.

¿Y entonces en qué piensan? Veamos: no se trata simplemente de una multitud, sino de una multitud con un propósito. Ese propósito planea sobre sus cabezas y espesa la atmósfera. Se forman colas, los padres llevan a sus hijos de la mano, se manipula el equipaje en moles precisas…; la gente se dirige a alguna parte.

Téngase en cuenta entonces el completo aislamiento psíquico de una unidad de esta muchedumbre terriblemente distraída que no sabe adónde dirigirse, y que al mismo tiempo siente de manera más intensa que cualquiera de las demás la necesidad de ir a alguna parte, ¡a cualquier lugar! ¡o casi a cualquier lugar!

Incluso sin telepatía ni ningún otro de los métodos toscamente definidos de contacto entre mentes, existe la suficiente tensión en la atmósfera de modo intangible como para hacerlo a uno rozar la desesperación.

¿Rozarla? Sentirse desbordado por ella, empapado, ahogado en ella.

Arcadia Darell, vestida con ropa que no era suya, en un planeta que no era el suyo, en una situación que tampoco le correspondía, ansiaba con todas sus fuerzas volver a la seguridad del útero materno. Ella ignoraba que era eso lo que quería: solo sabía que la inmensidad del mundo exterior era terriblemente peligrosa. Necesitaba un refugio protegido en algún lugar, uno lejano, en algún recoveco inexplorado del universo donde nadie la descubriera nunca.

Y ahí estaba, a sus catorce años largos, tan cansada como si tuviera más de ochenta y asustada como si no hubiera cumplido los cinco.

¿Cuál de los cientos de desconocidos que la rozaban al pasar (pues de verdad lo hacían, de modo que podía sentir su tacto) era de la Segunda Fundación? ¿Qué desconocido no podría evitar destruirla instantáneamente por su conocimiento culpable, su conocimiento único, de la ubicación de la Segunda Fundación?

La voz que la atravesó tuvo el efecto de un trueno que congeló el grito de su garganta en una cuchillada sorda.

—Mire, señorita —dijo con irritación—, ¿va a usar la máquina de billetes o solo está aquí parada?

Se dio entonces cuenta por primera vez de que estaba frente a una expendedora automática de billetes. Solo había que introducir un billete de valor elevado en la ranura, que desaparecía de la vista de uno, después presionar el botón debajo del destino elegido y un billete hacía aparición con el cambio exacto que determinaba un mecanismo de escáner electrónico que jamás se equivocaba. Era algo muy corriente y no había razón alguna por la que alguien debiera detenerse cinco minutos frente a ella.

Arcadia introdujo un billete de doscientos créditos en la ranura, e inesperadamente el botón rotulado «Trántor» llamó su atención. Trántor, la capital muerta del imperio muerto…, el planeta en que nació. Lo presionó con la sensación de estar en un sueño. No pasó nada, salvo que las letras rojas parpadearon, indicando 172,18…, 172,18…, 172,18…

Era la cantidad que le faltaba. Otros doscientos créditos. El billete asomó por la ranura, se soltó cuando lo tocó y seguidamente cayó el cambio.

Lo cogió y salió corriendo. Había sentido al hombre tras ella empujarla, ansioso porque llegara su oportunidad de usar la máquina, pero ella se giró y se alejó de él sin mirar atrás.

En cualquier caso no había ningún lugar al que volver: todos eran enemigos suyos. Sin darse demasiada cuenta de ello, estaba observando las gigantescas señales luminosas que flotaban en el aire: «Steffani», «Anacreonte», «Fermus»… Incluso había una cuyo tamaño se expandía: «Términus»… Ella ansiaba aquel destino, pero no se atrevía…

Por una suma insignificante habría podido alquilar un avisador ajustable a cualquier destino que deseara, de manera que, colocado en su cartera, sonaría de manera solo audible para ella quince minutos antes de la hora del despegue. No obstante, aquellos artilugios eran para la gente razonablemente segura, que podía detenerse a pensar en ellos.

Entonces, cuando intentaba mirar a ambos lados al mismo tiempo, dio con su cabeza en un suave abdomen. Sintió una asustada exhalación y un gruñido, y una mano la asió del brazo. Se retorció desesperadamente, pero le faltó el aliento para hacer algo más que maullar un poco desde el fondo de su garganta.

Su captor la sostuvo firmemente y esperó. Lentamente, ella fue reparando en el aspecto del hombre hasta que consiguió mirarlo directamente. Era más bien rollizo y bajo. Su pelo era blanco y copioso, peinado hacia atrás de modo que creaba un efecto de copete que resultaba extraño e incongruente sobre la redonda y rubicunda cara que pregonaba a los cuatro vientos su origen campesino.

—¿Qué sucede? —dijo finalmente, con franca y centelleante curiosidad—. Parecías asustada.

—Perdón —farfulló Arcadia, frenética—. Tengo que irme, disculpe.

Pero él hizo caso omiso y dijo:

—Cuidado, niña, se te va a caer el billete. —Se lo quitó de las manos con sus dedos blancos irresistibles y lo miró con evidente satisfacción.

—Eso me parecía —dijo, y acto seguido lanzó un berrido semejante al de un toro—: ¡Mammaaaaa!

Una mujer un tanto más baja, oronda y rubicunda que él apareció al instante a su lado, colocándose con un movimiento circular de un dedo un mechón de pelo rebelde bajo su sombrero pasado de moda.

—Pappa —lo reprendió—, ¿por qué tienes que gritar en un lugar tan abarrotado? La gente te mira como si estuvieras loco. ¿Acaso crees que estás en la granja?

Sonrió radiante hacia Arcadia, que permanecía impasible.

—Tiene las maneras de un oso. —Y después, bruscamente—: Pappa, deja marchar a la niña. ¿Qué estás haciendo?

Pero Pappa se limitó a agitar el billete ante sus ojos.

—¡Mira! —exclamó—. ¡Va a Trántor!

A Mamma se le iluminó la cara de repente.

—¿Eres de Trántor? Suéltale el brazo te digo, Pappa. —Giró la pequeña maleta a punto de reventar que llevaba consigo hasta que reposó sobre uno de sus lados y obligó a Arcadia a sentarse con una suave pero implacable presión—. Siéntate —dijo— y deja que tus pequeños pies descansen un poco. No sale ninguna nave en la próxima hora y los bancos están llenos de holgazanes durmiendo. ¿Eres de Trántor?

Arcadia respiró hondo y se dio por vencida. Con la voz tomada, respondió:

—Nací allí.

Mamma se puso a dar palmas exaltada.

—Llevamos un mes aquí y hasta ahora no habíamos encontrado a nadie de casa. Esto es fantástico. ¿Tus padres…? —Echó un distraído vistazo a su alrededor.

—No vengo con mis padres —dijo Arcadia, cuidadosamente.

—¿Estás sola? ¿Una niña como tú? —El tono de Mamma denotaba una mezcla de indignación y simpatía al mismo tiempo—. ¿Y cómo es eso?

—Mamma —Pappa se estiró la manga—, creo que le sucede algo. Parece asustada. —Su voz, aunque evidentemente pretendía ser un susurro, era perfectamente audible para Arcadia—. Estaba corriendo… yo la vi… corría sin mirar hacia dónde iba. Antes de que pudiera apartarme de su camino, chocó conmigo. ¿Y sabes qué? Diría que tiene problemas.

—Entonces cierra esa boca, Pappa; contigo, cualquiera podría chocar. —Se sentó con Arcadia sobre la maleta, que crujió al ceder bajo el peso añadido, y pasó su brazo sobre el tembloroso hombro de la muchacha—. ¿Estás huyendo de alguien, pequeña? No temas, puedes contármelo. Yo te ayudaré.

Arcadia lanzó una mirada a los dulces ojos grises de la mujer y notó que le temblaban los labios. Una parte de su mente le decía que había encontrado a unas personas de Trántor con los que podría viajar, que podrían ayudarla a permanecer en aquel planeta hasta que pudiera decidir qué haría después, a dónde iría; y otra parte de su mente, la que más se hacía oír, le decía en un revoltijo incoherente que no recordaba a su madre, que estaba extenuada de luchar contra el universo, que solo deseaba arrebujarse en una bola protegida por unos brazos vigorosos y tiernos, que si su madre estuviera viva, habría… habría…

Y por vez primera aquella noche rompió a llorar, como un niño pequeño, lo que la alivió. Apretó con fuerza el viejo vestido pasado de moda, humedeciendo por completo uno de sus picos, mientras unos suaves brazos la estrechaban con fuerza y una mano acariciaba sus rizos con ternura.

Pappa se quedo en pie observándolas, buscando a tientas un pañuelo que le arrebataron de la mano apenas apareció. Mamma le indicó con una mirada reprobadora que guardara silencio. El gentío pasaba junto al pequeño grupo con la genuina indiferencia propia de las multitudes heterogéneas de cualquier lugar. En realidad estaban solos.

Finalmente el llanto cesó y Arcadia sonrió tímidamente, mientras se llevaba a los ojos el pañuelo que había tomado prestado.

—Jolines —musitó—, yo…

—¡Shh! ¡Shh! No hables —protestó Mamma, imperativamente—. Solo siéntate y descansa un poco. Respira tranquila, después ya nos contarás qué te sucede, y verás como lo arreglamos y todo irá estupendamente.

Arcadia exprimió lo que le quedaba de ingenio. No podía decirles la verdad, no podía decírsela a nadie… Y sin embargo estaba demasiado cansada como para inventar una mentira apropiada.

Dijo en un susurro:

—Ya me encuentro mejor.

—Muy bien —respondió Mamma—. Ahora cuéntame por qué estás así. ¿Has hecho algo malo? Por supuesto, sea lo que sea que hayas hecho, te ayudaremos, pero cuéntanos la verdad.

—Cualquier cosa por un amigo trantoriano —añadió Pappa con entusiasmo—. ¿Verdad, Mamma?

—Cierra la boca, Pappa —fue la respuesta, sin acritud.

Arcadia estaba rebuscando en su monedero. Este, al menos, era aún suyo, a pesar del rápido cambio de vestuario que le había sido impuesto en las dependencias de la señora Callia. Encontró lo que estaba buscando y se lo extendió a Mamma.

—Estos son mis papeles —dijo insegura. Era un brillante pergamino sintético que le había sido expedido por el embajador de la Fundación el día de su llegada y que el correspondiente funcionario kalganés había sellado. Su aspecto era impresionante, grande y lleno de florituras. Mamma lo miró en balde y se lo pasó a Pappa, quien absorbió su contenido frunciendo los labios de manera llamativa.

Preguntó:

—¿Eres de la Fundación?

—Sí, pero nací en Trántor. Mire, aquí lo dice…

—Ajá… Está bien. ¿Te llamas Arcadia, verdad? Es un bonito nombre trantoriano. ¿Pero dónde está tu tío? Aquí dice que viniste «en compañía de Homir Munn, tío».

—Lo han arrestado.

—¡Arrestado! —exclamaron ambos al unísono—. ¿Por qué? —interrogó Mamma— ¿Ha hecho algo?

Ella negó con la cabeza.

—No lo sé. Solo veníamos de visita. El tío Homir tenía algún negocio entre manos con el señor Stettin, pero… —No necesitó hacer el esfuerzo de fingir un estremecimiento, le vino de manera natural.

Pappa estaba impresionado.

—Con el señor Stettin. Mmm… Tu tío debe de ser un hombre importante.

—No sé de qué se trataba, pero el señor Stettin quería que yo me quedara… —Le vinieron a la mente las últimas palabras de la señora Callia, que habían sido fingidas en su propio interés. Dado que Callia, por lo que ahora sabía, era una experta, la historia podría funcionar una segunda vez.

Hizo una pausa, y Mamma preguntó con interés:

—¿Y por qué tú, precisamente?

—No estoy segura… Él… quería cenar conmigo a solas, pero yo me negué porque quería que el tío Homir estuviera con nosotros. Me miraba de manera extraña y no dejaba de agarrarme por el hombro.

Pappa abrió la boca ligeramente; Mamma se enfureció y su rostro se encendió de repente.

—¿Qué edad tienes, Arcadia?

—Catorce y medio, casi.

Mamma tomó aire ruidosamente y sentenció:

—¡Que se permita vivir a gente así! Los perros callejeros son mejores. Estás huyendo de él, ¿no es así, cielo?

Arcadia asintió.

Mamma dijo:

—Pappa, ve rápidamente a información y entérate exactamente de cuándo amarra la nave a Trántor. ¡Venga!

Pero Pappa dio solo un paso y se detuvo. Por encima de sus cabezas tronaron unas palabras metálicas, y cinco mil pares de ojos miraron sobresaltados hacia arriba.

—Señores y señoras —se oyó retumbar—: se está registrando el aeropuerto en busca de una peligrosa fugitiva. En este momento está acordonado y nadie puede entrar ni salir. La búsqueda, en cualquier caso, será efectuada con la máxima rapidez y ninguna nave aterrizará ni despegará mientras dure, por lo que no perderán su vuelo. Se bajará la red; nadie saldrá de su cuadrado hasta que esta se retire, en caso contrario nos veremos forzados a hacer uso de los látigos neurónicos.

Durante el minuto o menos que la voz dominó la enorme bóveda de la sala de espera del puerto espacial, Arcadia no habría logrado moverse ni aunque toda la maldad de la galaxia se hubiera concentrado en una bola y se hubiera abalanzado sobre ella.

Solo podían referirse a ella. Ni siquiera era necesario formular la idea en un pensamiento específico. Pero ¿por qué…?

Callia había maquinado su huida, y era de la Segunda Fundación. ¿Por qué entonces aquella búsqueda? ¿Había fracasado Callia? ¿Era eso posible? ¿O acaso formaba parte del plan, cuyos entresijos escapaban a su entendimiento?

Por un momento vertiginoso quiso saltar y gritar que se daba por vencida, que iría con ellos, que… que…

Pero la mano de Mamma la asió por la muñeca.

—¡Rápido! ¡Apresúrate! ¡Vamos al lavabo de señoras antes de que empiecen!

Arcadia no entendía nada: se limitó a seguirla ciegamente. Se abrieron paso entre la multitud, que había quedado congelada en pequeños grupos, con la voz retumbando todavía en sus últimas palabras.

La red fue descendiendo y Pappa, boquiabierto, la observaba bajar. Había oído y leído sobre ella, pero nunca había sido objeto suyo. Destellaba en el aire y estaba formada sencillamente por un tupido entramado de haces de radiación que hacía resplandecer el aire con una inofensiva malla de luz deslumbrante.

Siempre era utilizada de manera que descendiera lentamente desde lo alto para que pudiera identificarse con la caída de una red, con todas las tremendas implicaciones psicológicas de encierro que eso conllevaba.

Ya estaba al nivel de la cintura; cada línea luminosa separada tres metros de las otras. Pappa se encontró solo en su propio cuadrado de nueve metros cuadrados, en contraste con los cuadrados adyacentes, que estaban a rebosar. Se vio conspicuamente aislado, pero supo que trasladarse al mayor anonimato de un grupo hubiera supuesto cruzar una de aquellas rayas brillantes, accionar una alarma y descargar sobre sí el látigo neurónico.

Esperó.

Por encima de las cabezas del inquietantemente silencioso gentío llegaba a vislumbrar el revuelo lejano producido por los policías en formación, cubriendo la extensa área del suelo, recuadro luminoso tras recuadro luminoso. Pasó largo rato hasta que finalmente un uniforme llegó a su cuadrado y apuntó cuidadosamente sus coordinadas en un cuaderno oficial.

—¡Papeles!

Pappa se los entregó y el policía los escudriñó con ojos expertos.

—¿Es usted Preem Palver, natural de Trántor, en visita a Kalgan por un mes y de regreso a Trántor? Responda sí o no.

—Sí, sí.

—¿Para qué ha venido a Kalgan?

—Soy el representante comercial de nuestra cooperativa agraria. He estado negociando condiciones con el Departamento de Agricultura de Kalgan.

—Hm. ¿Está su esposa con usted? ¿Dónde está? Se la menciona en estos papeles.

—Disculpe, mi esposa está en… —señaló con un gesto.

—¡Hanto! —rugió. Otro agente acudió a su llamada.

El primero dijo secamente:

—Otra dama en el pilón, por la galaxia. Aquello debe de estar a punto de reventar. Anota su nombre. —Le indicó el punto en los papeles en el que aparecía.

—¿Alguien más con usted?

—Mi sobrina.

—No se la menciona en los papeles.

—Vino por separado.

—¿Dónde está? No responda, ya me lo imagino. Escribe el nombre de la sobrina también, Hanto. ¿Cómo se llama? Anótalo: Arcadia Palver. No se mueva de aquí, Palver. Nos encargaremos de las mujeres antes de irnos.

Pappa esperó interminablemente. Finalmente, largo rato después, Mamma apareció caminando con paso seguro hacia él, llevando con firmeza de la mano a Arcadia y bajo la escolta de los dos policías.

Entraron en el cuadrado de Pappa y dijeron:

—¿Es esta vieja chillona su mujer?

—Sí, señor —respondió Pappa en tono conciliador.

—En ese caso dígale que se meterá en un lío como siga dirigiéndose a la policía del Primer Ciudadano en los términos en los que lo hace. —Puso los hombros rígidos, airado—. ¿Es esta su sobrina?

—Sí, señor.

—Quiero sus papeles.

Mirando fijamente a su marido, Mamma meneó la cabeza levemente, aunque no sin firmeza.

Tras una breve pausa, Pappa dijo con una débil sonrisa:

—No creo que eso sea posible.

—¿Qué quiere decir con que no cree que eso sea posible? —El policía estiró ásperamente la palma de su mano—. Entréguemelos.

—Inmunidad diplomática —pronunció Pappa con suavidad.

—¿A qué se refiere usted?

—Ya le he dicho que era un representante comercial de mi cooperativa agraria. Estoy acreditado ante el Gobierno kalganés como representante extranjero oficial, mis papeles lo demuestran. Ya se los he mostrado; ahora, no me molesten más.

El policía quedó momentáneamente desconcertado.

—Tengo que ver sus papeles, son las órdenes.

—¡Lárguese! —lo interrumpió Mamma, de súbito—. ¡Cuando lo necesitemos ya lo iremos a buscar, so… so holgazán!

El agente apretó los labios.

—No los pierdas de vista, Hanto, voy a buscar al teniente.

—¡Rómpase una pierna! —le gritó Mamma mientras se alejaba. A alguien se le escapó una risa que ahogó de inmediato.

La búsqueda estaba aproximándose a su final. La multitud se iba inquietando de manera alarmante. Habían pasado cuarenta y cinco minutos desde que la red había comenzado a descender, demasiado tiempo como para no ser así. Por ello, el teniente Dirige avanzó vehementemente entre la densidad del gentío.

—¿Es esta la niña? —preguntó con hastío. La miró: a todas luces encajaba en la descripción. Todo aquello por una niña…

Dijo:

—¿Sus papeles, por favor?

Pappa comenzó:

—Ya le he explicado a…

—Ya sé lo que le ha explicado, y lo siento —lo interrumpió el teniente—, pero he recibido unas órdenes y tengo la obligación de cumplirlas. Si desea formular una protesta después, está en su derecho. Mientras tanto, me veré obligado a hacer uso de la fuerza, si es necesario.

Hubo un silencio y el teniente esperó pacientemente.

Entonces Pappa dijo con voz ronca:

—Dame tus papeles, Arcadia.

Arcadia meneó la cabeza atemorizada, pero Pappa asintió con un gesto.

—No tengas miedo, dámelos.

Impotente, ella estiró la mano y se los alcanzó. Pappa los hojeó y examinó detenidamente, y después se los pasó al teniente, que a su vez los escrutó con cuidado. Alzó la vista para mirar a Arcadia durante largo rato y después cerró la libreta ruidosamente.

—Todo en orden —concluyó—. Está bien, agentes.

Se marchó y en apenas dos minutos la red se desvaneció y la voz anunció desde lo alto la vuelta a la normalidad. El barullo del gentío, liberado de repente, aumentó.

Arcadia preguntó:

—¿Pero cómo…? ¿Cómo…?

Pappa contestó:

—Shh… Ni una palabra. Mejor vamos a la nave; estará en el amarre en breve.

Estaban en la nave; tenían un camarote privado y una mesa para ellos solos en el comedor. Dos años luz los separaban ya de Kalgan cuando Arcadia se atrevió por fin a abordar el tema de nuevo.

Dijo:

—Pero era a mí a quien buscaban, señor Palver, y seguro que tenían mi descripción y todos los detalles. ¿Por qué me han dejado marchar?

En el rostro de Pappa, sentado frente a su rosbif, se dibujó una amplia sonrisa.

—Pues, Arcadia, fue fácil, cielo. Cuando te las has visto con agentes, compradores y cooperativas competidoras, descubres algunos trucos. He tenido más de veinte años para aprenderlos. Verás, cielo, cuando el teniente abrió tus documentos se encontró con un billete de quinientos créditos en el interior, doblado varias veces. Simple, ¿no?

—Se lo devolveré… De verdad, tengo mucho dinero.

—Bueno —la expresión de Pappa se convirtió en una sonrisa avergonzada, mientras lo descartaba con un gesto—. Por una paisana…

Arcadia desistió.

—Pero, ¿y si hubiera aceptado el dinero y después me hubiera entregado de todas maneras? ¿Y si me hubiera acusado de soborno?

—¿Y renunciar a quinientos créditos? Conozco a esta gente mejor que tú, niña.

Pero Arcadia sabía que él no conocía mejor a la gente, y menos a esa en particular. Aquella noche, en su cama, lo meditó cuidadosamente y supo que ningún soborno habría detenido a un teniente de policía, a menos que todo hubiera sido planeado. No querían capturarla y, no obstante, habían hecho todos los movimientos propios de ello.

¿Por qué? ¿Para asegurarse de que se marchaba? ¿De que se iba a Trántor? ¿Era aquella pareja obtusa y bienintencionada con la que estaba un mero instrumento de la Segunda Fundación, tan impotente como ella?

¡Tenían que serlo!

¿O no?

Todo era tan inútil… ¿Cómo podía luchar contra ellos? Hiciera lo que hiciera, solo podría ser lo que aquellos terribles seres omnipotentes querían que hiciera.

Sin embargo, tenía que ser más lista que ellos. ¡Tenía que serlo! ¡Por fuerza!

16

El comienzo de la guerra

Por razón o razones desconocidas para los miembros de la galaxia en los tiempos de la era en cuestión, el tiempo estándar intergaláctico define su unidad fundamental, el segundo, como el tiempo en el que la luz recorre 299.776 kilómetros. Arbitrariamente, se hace equivaler 86.400 segundos a un día estándar intergaláctico, y 365 de estos a un año estándar intergaláctico.

¿Por qué 299.776? ¿Y 86.400? ¿Y 365?

«Por tradición», responde el historiador, dando por zanjada la cuestión. «Por causa de ciertas relaciones numéricas de diferente carácter», alegan los místicos, los adeptos a ciertos cultos, los numerólogos y los metafísicos. «Porque el planeta que fue cuna de la humanidad tenía ciertos períodos naturales de rotación y traslación de los que derivarían esas relaciones», aducen unos pocos.

Nadie lo sabía a ciencia cierta.

Sin embargo, la fecha en la que el crucero de la Fundación Hober Mallow se encontró con el escuadrón kalganés capitaneado por La Intrépida y, tras denegarle el permiso de embarque a una partida de reconocimiento, fue atacado y reducido a cenizas, fue el 185 del 11.692 E. G., es decir, el día número 185 del año 11.692 de la Era Galáctica, cuya cuenta comienza con el ascenso al trono del primer emperador de la tradicional dinastía Kamble. También era el 185 del 419 d. S., cuya cuenta comienza con el nacimiento de Seldon, o el 185 del 348 a. F., cuya cuenta comienza con el establecimiento de la Fundación. En Kalgan era el 185 del 56 P. C., era cuya cuenta comienza con el establecimiento por parte del Mulo de la figura del Primer Ciudadano. Naturalmente, por cuestiones prácticas se instauró en todos los casos el cómputo anual de tal manera que coincidieran siempre en el día, independientemente de la fecha exacta en que la era comenzara realmente.

Además, por si esto fuera poco, existían millones de cuentas horarias locales en los millones de mundos de la galaxia, basadas en los movimientos de sus vecinos estelares particulares.

En cualquier caso, se escoja el cómputo temporal que se escoja (el 185 del 11.692, del 419, del 348 o del 56), es a este día al que se refieren los historiadores cuando hablan del comienzo de la guerra Stettiniana.

Y sin embargo para el doctor Darell no era ninguna de esas fechas: era, simplemente, ni más ni menos que el trigésimo tercer día desde que Arcadia había abandonado Términus.

Lo que le costó a Darell mantener la ecuanimidad durante aquellos días no fue evidente para todo el mundo.

Pero Elvitt Sémic podía imaginárselo. Era un hombre mayor que acostumbraba a asegurar que sus membranas neuronales se habían calcificado hasta tal punto que sus procesos de pensamiento eran rígidos y torpes. Propiciaba y casi celebraba que sus capacidades en detrimento fueran universalmente subestimadas, siendo el primero en reírse de ellas. Pero sus ojos no por marchitos veían menos, ni su mente era un ápice menos experimentada y sabia por haber perdido la agilidad.

Torció los labios prietos y dijo:

—¿Por qué no hace algo para solucionarlo?

El sonido crispó físicamente a Darell, que hizo una mueca de dolor. Dijo en tono áspero:

—¿Por dónde íbamos?

Sémic lo miró con ojos preocupados.

—Será mejor que haga algo por resolver lo de la niña. —La boca, abierta interrogativamente, mostraba sus escasos dientes amarillos.

Pero Darell respondió con frialdad:

—La cuestión es si podrá usted conseguir un resonador Symes Molff que funcione a la frecuencia necesaria…

—Bueno, ya le dije que sí, aunque no me estaba escuchando…

—Disculpe, Elvett. Lo que sucede es que lo que estamos haciendo ahora mismo puede ser más importante para todos los habitantes de la galaxia que la cuestión de la seguridad de Arcadia. Por lo menos para todos excepto para Arcadia y para mí, y he de decantarme por la mayoría. ¿Cuál sería el tamaño del resonador?

Sémic titubeó.

—No lo sé, puede encontrarlo por los catálogos.

—¿Pero sería muy grande? ¿De una tonelada? ¿Medio kilo? ¿Cómo un bloque de viviendas?

—Ah, pensé que me preguntaba el tamaño exacto. Es muy pequeño. —Se señaló la primera falange del pulgar—. Así.

—Perfecto. ¿Podría hacer algo así? —Hizo un bosquejo rápido en la libreta que apoyaba en su regazo, y se la pasó al anciano científico físico, quien la miró con esfuerzo, dubitativo, y después soltó una risita ahogada.

—Ya sabe, el cerebro se calcifica cuando nos hacemos tan mayores como lo soy yo. ¿Qué es lo que intenta hacer?

Darell vaciló. En aquel momento anhelaba desesperadamente poseer el conocimiento que su compañero almacenaba en su mente, para no necesitar expresar sus pensamientos con palabras. Pero su anhelo era inútil, así que comenzó a explicarse.

Sémic meneaba la cabeza.

—Necesitaría hiperrelevadores. Es lo único que funcionaría a la velocidad necesaria. Una buena cantidad de ellos.

—¿Pero puede construirse?

—Sí, por supuesto.

—¿Puede conseguir todos los componentes? Quiero decir, sin suscitar comentarios… Como si formara parte de su labor general.

—¿Cincuenta hiperrelevadores? ¡No llegaría a usar tantos en toda mi vida!

—Estamos en un proyecto de defensa, ahora. ¿No puede pensar en algo inofensivo para lo que pudieran hacer falta? Tenemos el dinero.

—Hmm… Tal vez se me ocurra algo.

—¿Cuánto podría reducir el artilugio completo?

—Podemos usar hiperrelevadores microscópicos… después está el cableado… los tubos… ¡Por el espacio, tiene unas cuantas centenas de circuitos aquí!

—Lo sé. ¿Y bien?

Sémic le indicó con un gesto con sus manos.

—Demasiado grande —dijo Darell—, tengo que colgármelo del cinturón.

Lentamente, fue arrugando su boceto en una apretada bola. Cuando se convirtió en una pequeña uva dura, la echó al cenicero, donde desapareció con el diminuto destello de la descomposición molecular.

Preguntó:

—¿Quién está a la puerta?

Sémic se asomó por encima de su escritorio a la pequeña pantalla de color lechoso que estaba sobre la señal de la puerta. Dijo:

—Nuestro joven amigo, Anthor. Y viene alguien con él, también.

Darell acarició el respaldo de su silla.

—Ni una palabra sobre esto a los demás por el momento, Sémic. Este conocimiento puede costarnos la vida, si nos descubren: arriesgarnos dos ya es suficiente.

Pelleas Anthor era un torbellino de agitada actividad en la oficina de Sémic que, de alguna manera, era un espejo de la edad de su ocupante. En la lenta placidez de la tranquila sala, las amplias mangas de la túnica veraniega de Anthor parecían mantener el vaivén de la brisa del exterior.

Dijo:

—Doctor Darell, doctor Sémic… Orum Dirige.

El hombre que lo acompañaba era alto y tenía una nariz larga y recta que imprimía a su rostro una apariencia saturnina. El doctor Darell le ofreció la mano.

Anthor sonrió levemente.

—Teniente de policía Orum Dirige —amplió. Después, en tono significativo, añadió—: De Kalgan.

Darell se volvió para mirar fijamente al joven.

—Teniente de policía Dirige de Kalgan —repitió casi silabeando—. Y lo trae aquí… ¿Por qué?

—Porque fue el último hombre de Kalgan en ver a su hija. ¡Cálmese, hombre!

El aspecto triunfante de Anthor se transformó de súbito en preocupación. Se encontraba entre los dos; hubo de forcejear violentamente con Darell hasta que lentamente, que no con suavidad, lo obligó a sentarse de nuevo en la silla.

—¿Qué intenta hacer? —Anthor se apartó un mechón de pelo castaño de la frente, se medio sentó suavemente sobre el escritorio y, pensativo, balanceó la pierna que quedaba en el aire.

—Pensé que le traía buenas noticias.

Darell se dirigió directamente al agente:

—¿Qué quiere decir con que usted fue el último en ver a mi hija? ¿Está mi hija muerta? Por favor, dígamelo sin rodeos. —Su rostro empalideció por el temor.

El teniente Dirige respondió inexpresivamente:

—«El último hombre de Kalgan», es la frase que ha utilizado. Ella ya no está en Kalgan. No poseo información sobre lo ocurrido después.

—Ahora —interrumpió Anthor—, permítame aclarar algo. Disculpe si he sobreactuado, doctor. Ha sido usted tan inexpresivo con esto que he olvidado que tiene sentimientos. En primer lugar, el teniente Dirige es uno de los nuestros. Nació en Kalgan, pero su padre fue un hombre de la Fundación al que llevaron a ese planeta para servir al Mulo. Yo respondo por la lealtad del teniente a la Fundación.

»Estaba en contacto con él el día que dejamos de recibir el parte diario de Munn…

—¿Por qué? —lo interrumpió Darell con fiereza—. Pensaba que habíamos dejado bastante claro que no intervendríamos en modo alguno en esa cuestión. Arriesgó sus vidas y las nuestras.

—Porque —fue la igualmente fiera respuesta— yo llevo en este asunto más tiempo que usted. Porque tengo ciertos contactos en Kalgan que usted ignora. Porque actúo con mayor conocimiento de causa, ¿entiende?

—Creo que está usted completamente loco.

—¿Quiere escucharme?

Hubo una pausa y Darell bajó la mirada.

Los labios de Anthor se curvaron en una media sonrisa.

—Muy bien, doctor. Concédame unos minutos. Explíquele, Dirige.

Dirige habló fluidamente:

—Por lo que sé, doctor Darell, su hija se encuentra en Trántor. Por lo menos, tenía un billete para Trántor en el Puerto Espacial Oriental. Estaba con un representante comercial de ese planeta que afirmaba que era su sobrina. Su hija parece tener una peculiar colección de familiares, doctor: su segundo tío en un período de dos semanas… El trantoriano incluso intentó sobornarme… Seguramente piensa que esa es la razón por la que escaparon. —Sonrió adustamente al pensarlo.

—¿Cómo estaba ella?

—Ilesa, por lo que pude ver. Asustada. No la culpo, todo el cuerpo estaba tras ella. Todavía no sé la razón.

El doctor Darell respiró, aparentemente por primera vez en varios minutos. Era consciente de que le temblaban las manos y se esforzaba por controlarlas.

—Entonces está bien. Y ese representante comercial, ¿quién era? Hábleme más de él: ¿qué papel desempeña en todo esto?

—Lo ignoro. ¿Sabe usted algo sobre Trántor?

—Viví ahí un tiempo.

—Es un mundo agrario, ahora. Exporta forraje para el ganado y cereales principalmente. De muy buena calidad. Lo venden por toda la galaxia. Hay una o dos docenas de cooperativas en el planeta, y cada tiene sus representantes en el extranjero. Son unos bastardos muy astutos, también… Conocía el historial de este: había estado antes en Kalgan, normalmente con su esposa. Es completamente honesto y absolutamente inofensivo.

—Hmm —musitó Anthor—. Arcadia nació en Trántor, ¿no es así, doctor?

Darell asintió.

—Parece lógico, ¿no? Quería huir rápidamente y lo más lejos posible, y Trántor parecería una buena opción, ¿no cree?

Darell respondió:

—¿Y por qué no volver aquí?

—Quizá la estaban siguiendo y quiso darles esquinazo.

A Darell no le quedó ánimo para interrogar más. De acuerdo, entonces: Arcadia estaría a salvo en Trántor… todo lo a salvo que se podía estar en cualquier lugar de esta oscura y horrible galaxia. Se dirigió a tientas hacia la puerta; al sentir el leve tacto de Anthor en su manga se detuvo, pero no se volvió.

—¿Puedo acompañarlo, doctor?

—Cómo no —fue la automática respuesta.

Para la noche, las facetas más exteriores de la personalidad del doctor Darell, las que desplegaba en su contacto inmediato con los otros, se habían solidificado de nuevo. Se había negado a probar la cena y en su lugar había vuelto con febril insistencia al estudio de las intrincadas matemáticas del análisis encefalográfico.

Hasta casi llegada la medianoche no volvió a entrar en el salón.

Pelleas Anthor todavía se encontraba ahí, jugueteando con los mandos del vídeo. Los pasos tras de sí hicieron que mirara por encima del hombro.

—Hola. ¿No se acuesta todavía? Llevo horas con el vídeo, intentando encontrar algo que no sean boletines. Parece ser que la NF Hober Mallow se ha retrasado en su ruta, y no se ha vuelto a saber de ella.

—¿En serio? ¿Y qué sospechan?

—¿Qué cree usted? Pues alguna artimaña de Kalgan. Hay informes que aseguran que se vieron naves kalganesas en el sector espacial general en el que se perdió la pista de la Hober Mallow.

Darell se encogió de hombros y Anthor se rascó la frente, dubitativo.

—Mire, doctor —dijo—, ¿por qué no va a Trántor?

—¿Por qué debería hacerlo?

—Porque no nos es de ninguna utilidad aquí. No es usted mismo, no puede serlo. Y cumpliría una misión yendo a Trántor, también: la vieja Biblioteca Imperial, con todas las actas de los procedimientos de la Comisión Seldon, se encuentra allí…

—¡No! La Biblioteca ya se ha registrado a fondo sin que sirviera de ayuda para nadie.

—A Ebling Mis le fue de ayuda en una ocasión.

—¿Cómo lo sabe? Sí, dijo que había encontrado la Segunda Fundación y mi madre lo mató cinco segundos después solo para evitar que cometiera la estupidez de revelarle su localización al Mulo, pero al hacer eso, se dará cuenta usted, también imposibilitó que se supiera nunca si Mis conocía realmente su ubicación. Después de todo, nadie ha sido nunca capaz de deducir la verdad de esas actas.

—Ebling Mis, si lo recuerda, estaba trabajando bajo el ímpetu motor de la mente del Mulo.

—Lo sé también, pero la mente de Mis estaba, por esa misma razón, en un estado anormal. ¿Acaso usted o yo sabemos algo sobre las propiedades de una mente bajo el control emocional de otra, sobre sus habilidades y limitaciones? En cualquier caso, no iré a Trántor.

Anthor frunció el ceño.

—Bien, ¿por qué esa vehemencia? Solo lo estaba sugiriendo… De verdad, por el espacio que no lo entiendo. Parece haber envejecido diez años. Obviamente está pasando un período infernal por causa de todo esto. No está haciendo nada de provecho aquí. Si yo fuera usted, iría para recuperar a la niña.

—¡Exactamente! Eso es lo que yo quiero hacer, también. Por eso precisamente no lo haré. Mire, Anthor, y trate de comprender. Está jugando, los dos estamos jugando, con algo que sobrepasa con creces nuestra capacidad de lucha. Si piensa con la cabeza fría, si es que es capaz de tenerla, se dará cuenta, independientemente de lo que piense en sus momentos de quijotismo.

»Sé desde hace cincuenta años que la Segunda Fundación es la auténtica heredera y alumna de las matemáticas seldonianas. Lo que eso significa también, y usted lo sabe perfectamente, es que nada en la galaxia sucede sin formar parte de sus previsiones. Para nosotros, la vida es una serie de accidentes a los que nos enfrentamos con improvisaciones. Para ellos, la vida lleva a un propósito y es necesario enfrentarse a ella anticipando cálculos.

»Pero tienen un punto débil: su trabajo es estadístico, y tan solo la acción en masa de la humanidad es auténticamente inevitable. Ahora, de qué manera yo, como individuo, participo en el curso de la historia que ha sido previsto, es algo que ignoro. Quizá no tenga asignada una parte definida, puesto que el plan relega a los individuos a la indeterminación y al libre albedrío. Pero yo soy importante y ellos (ya sabe a quién me refiero), podrían haber calculado al menos mi reacción más probable. Por eso recelo de mis impulsos, de mis deseos, de mis reacciones más probables.

»Prefiero enfrentarme a ellos con reacciones improbables. Me quedaré aquí, pese a ansiar desesperadamente ir en su busca.

El joven sonrió amargamente.

—Usted no conoce su mente tan bien como ellos. Suponga que, conociéndolo, contaran solo con lo que piensa, meramente con lo que piensa, que sería su reacción menos probable, sencillamente porque sabían de antemano cuál sería su línea de razonamiento.

—En ese caso, no hay escapatoria. Porque si sigo el razonamiento que ha propuesto usted y voy a Trántor, ellos podrían haberlo previsto también. Es el pez que se muerde la cola. No importa cuántas veces siga el razonamiento, solo hay dos opciones: irse o quedarse aquí. El retorcido acto de engañar a mi hija para que cruce media galaxia no puede haberse ideado para retenerme donde estoy, puesto que con toda seguridad ya me hubiera quedado si no hubieran hecho nada. Solamente puede tratarse de un movimiento para obligarme a marcharme, y por eso permaneceré inmóvil.

»Además, Anthor, no todo lleva la marca de la Segunda Fundación, no todos los acontecimientos son el resultado de su manipulación. Podrían no tener nada que ver con la huida de Arcadia, que quizá permanezca segura en Trántor cuando todos nosotros estemos muertos.

—No —respondió Anthor secamente—. ¡Se equivoca!

—¿Tiene una interpretación alternativa?

—La tengo… Si me quiere escuchar.

—Adelante. No estoy falto de paciencia.

—Bien, en ese caso… ¿Cómo de bien conoce usted a su hija?

—¿En qué medida puede un individuo conocer a otro? Evidentemente, mi conocimiento no es completo.

—Igual que el mío; según esa misma premisa, quizá menos que el suyo… pero al menos yo la vi con ojos sin prejuicios. Dato número uno: es una niña fervientemente romántica, la única hija de un académico arcano, que ha crecido en un mundo irreal de películas y aventuras de videolibro. Su vida es una extraña fantasía de espionaje e intriga de su propia construcción. Dato número dos: es muy inteligente en ese aspecto, lo suficiente para engañarnos, en cualquier caso. Planeó con cuidado la escucha de nuestra primera conversación y tuvo éxito. Planeó acompañar a Munn a Kalgan y tuvo éxito. Dato número tres: idolatra a su abuela (su madre, doctor), como la heroína que venció al Mulo.

»¿Me equivoco, por el momento? Muy bien. A diferencia de usted, he recibido un informe completo del teniente Dirige y, además, mis fuentes de información en Kalgan son bastante completas, y todas coinciden. Sabemos, por ejemplo, que a Homir Munn, en conferencia con el señor de Kalgan, le fue denegado el permiso para acceder al palacio del Mulo, y que esta negativa fue repentinamente abrogada después de que Arcadia hablara con la señora Callia, una muy buena amiga del Primer Ciudadano.

Darell interrumpió:

—¿Y cómo sabe todo esto?

—Por un lado, Dirige entrevistó a Munn como parte de la campaña policial para localizar a Arcadia. Naturalmente, estamos en posesión de la transcripción completa de las preguntas y respuestas.

»Tenga en cuenta, además, a la propia Callia. Se rumorea que ha perdido el favor de Stettin, pero los hechos no confirman el rumor: no solo se mantiene en su puesto, no solo es capaz de transformar la negativa a Munn en un permiso; sino que incluso puede maquinar la huida de Arcadia abiertamente. Bien, una docena de soldados de la mansión ejecutiva de Stettin testifican haberlas visto juntas la última noche. Y aun así, no ha recibido ningún castigo, a pesar del hecho de que, aparentemente, se buscaba a Arcadia con mucha diligencia.

—¿Y cuál es su conclusión de todo este torrente de ideas inconexas?

—Que la fuga de Arcadia fue organizada.

—Como le había dicho.

—Y algo más: que Arcadia debe de haber sabido que era organizada; que Arcadia, la brillante niñita que veía cábalas en todas partes, vio esto y siguió un razonamiento como el suyo. Ellos querían que volviera a la Fundación y por eso se dirigió a Trántor, en su lugar. ¿Pero por qué Trántor?

—Muy bien, ¿por qué?

—Porque ahí es donde Bayta, su adorada abuela, escapó cuando huía. Consciente o inconscientemente, Arcadia la imitó. Por eso me pregunto si no estaría Arcadia escapando del mismo enemigo.

—¿Del Mulo? —preguntó Darell con educada ironía.

—Por supuesto que no. Me refiero, con «el enemigo», a una mente contra la que no podía luchar. Estaba huyendo de la Segunda Fundación, o de la influencia que esta pueda tener en Kalgan.

—¿De qué influencia está hablando?

—¿Espera que Kalgan sea inmune a esta omnipresente amenaza? De algún modo, ambos hemos llegado a la conclusión de que la huida de Arcadia fue un montaje, ¿no es así? Fue buscada y encontrada, pero Dirige le permitió, deliberadamente, escabullirse. Dirige, ¿lo entiende? ¿Pero por qué? Porque era de los nuestros. ¿Y cómo lo sabían? ¿Contaban con que fuera un traidor? ¿Eh, doctor?

—Ahora dices que realmente querían capturarla. Francamente, me está cansando un poco, Anthor. Termine lo que tenga que decir, quiero acostarme.

—Terminaré rápidamente. —Anthor extrajo un grupo de archivos fotográficos de su bolsillo interior. Eran las familiares fluctuaciones de los encefalogramas—. Las ondas cerebrales de Dirige —y añadió en tono despreocupado—, tomadas tras su vuelta.

Para Darell era evidente, incluso a simple vista: su rostro adquirió un tono gris cuando alzó la vista:

—Está controlado.

—Exactamente. Permitió escapar a Arcadia no porque fuera de los nuestros, sino porque era de la Segunda Fundación.

—Incluso después de descubrir que se dirigía a Trántor, y no a Términus.

Anthor se encogió de hombros.

—Estaba programado para dejarla escapar, no podía modificar eso de ninguna manera. Solo era una herramienta, ¿ve? Pero Arcadia siguió la opción menos probable, y seguramente esté a salvo. Por lo menos durante el tiempo que necesite la Segunda Fundación para modificar los planes teniendo en cuenta este cambio en el estado de las cosas…

Hizo una pausa. La pequeña señal luminosa del vídeo parpadeaba: cuando lo hacía en el circuito independiente indicaba la presencia de noticias de emergencia. Darell lo vio también, y con el movimiento mecánico de un hábito ya arraigado encendió el aparato. Solo llegaron a oír el final de la frase, pero antes de que terminara ya supieron que la Hober Mallow, o sus despojos, había sido encontrada y que, por primera vez en casi medio siglo, la Fundación estaba de nuevo en guerra.

Anthor apretó las mandíbulas.

—Muy bien, doctor, ya lo ha oído. Kalgan ha atacado, y Kalgan está bajo el control de la Segunda Fundación. ¿Seguirá el ejemplo de su hija y se trasladará a Trántor?

—No; asumiré el riesgo. Aquí.

—Doctor Darell, no es tan inteligente como su hija. Me pregunto en qué medida puedo confiar en usted. —Su mirada se clavó directamente en Darell por un momento y, sin mediar palabra, se retiró.

Darell se quedó en la mayor de las incertidumbres, casi en la desesperación.

Sin que nadie le prestara atención, el vídeo era una febril mezcla de imágenes y sonido que describía con nervioso detalle los primeros momentos de la guerra entre Kalgan y la Fundación.

17

La guerra

El alcalde de la Fundación se peinaba en vano la cresta de pelo rebelde que coronaba su cráneo. Dejó escapar un suspiro.

—Los años que he desperdiciado, las oportunidades que he dejado pasar… No recrimino nada a nadie, doctor Darell, pero merecemos perder.

Darell dijo con tranquilidad:

—No veo razón alguna para una falta de confianza sobre el buen discurrir de los acontecimientos, señor.

—¡Falta de confianza! ¡Falta de confianza! Por la galaxia, doctor Darell, ¿en qué basaría cualquier otra actitud? Acérquese…

Medio dirigió, medio obligó a Darell a acompañarlo hacia el límpido ovoide que reposaba grácilmente en su diminuto soporte de campo de fuerza. Cuando el alcalde lo tocó con la mano, un brillo surgió de su interior: era un detallado modelo tridimensional de la doble espiral galáctica.

—En amarillo —dijo el alcalde, nervioso—, está la región espacial bajo el poder de la Fundación; en rojo, la que está bajo el poder de Kalgan.

Lo que Darell vio fue una esfera carmesí en el interior de una alargada mano amarilla que la rodeaba por todos lados, excepto por el más cercano al centro de la galaxia.

—La galactografía —continuó el alcalde— es nuestro peor enemigo. Nuestros almirantes no ocultan nuestra desesperada posición estratégica. Observe: el enemigo tiene líneas de comunicación internas; está concentrado, puede enfrentarse a nosotros en cualquier punto con igual facilidad; puede defenderse con un esfuerzo mínimo.

»Nosotros estamos dispersos. La distancia media entre sistemas habitados en la Fundación es casi tres veces mayor que en Kalgan. Ir de Santanni a Locris, por ejemplo, requiere un viaje de dos mil quinientos pársecs para nosotros, mientras ellos pueden hacerlo recorriendo tan solo ochocientos pársecs, si nos mantenemos en nuestros respectivos territorios…

Darell dijo:

—Comprendo todo eso, señor.

—¿Y no entiende que puede significar nuestra derrota?

—La guerra no depende tan solo de la distancia. Yo digo que no podemos perder: es de hecho imposible.

—¿Y a qué se debe eso?

—A mi propia interpretación del Plan Seldon.

—¡Oh! —Los labios del alcalde se torcieron, y sus manos se juntaron en su espalda—. Entonces usted confía también en la ayuda mística de la Segunda Fundación.

—No, únicamente en la ayuda de lo inevitable…, y del valor y la persistencia.

Sin embargo, tras su relajada confianza, se preguntaba…

¿Y si…?

Bueno… ¿Y si Anthor tuviera razón y Kalgan fuera una herramienta directa de los magos mentales? ¿Y si su objetivo era derrocar y destruir la Fundación? ¡No! ¡No tenía sentido!

Y sin embargo…

Sonrió amargamente. Siempre igual. Siempre aquel esfuerzo por intentar ver a través de aquel granito opaco que, para el enemigo, era tan transparente.

Tampoco a Stettin se le escapaba la naturaleza de la situación galactográfica.

El señor de Kalgan se hallaba frente a un modelo galáctico exacto al que el alcalde y Darell habían escrutado; la única diferencia patente era que, allá donde el alcalde había fruncido el ceño, Stettin sonreía.

Su uniforme de almirante relucía de manera imponente sobre su descomunal figura. La faja púrpura de la Orden del Mulo que le había otorgado el anterior Primer Ciudadano, a quien seis meses más tarde él había reemplazado de modo un tanto violento, cruzaba su pecho en diagonal desde el hombro derecho hasta la cintura. La Estrella Plateada con los dobles cometas y espadas resplandecía lustrosa en su hombro izquierdo.

Se dirigió a los seis hombres de su estado mayor, cuyos uniformes apenas eran menos pomposos que el suyo, y a su primer ministro también, enjuto y canoso como una oscura telaraña perdida entre tanto brillo.

Stettin dijo:

—Creo que las decisiones están tomadas: podemos permitirnos esperar. Para ellos, cada día de espera supondrá un revés en su moral. Si intentan defender cada parte de su reino, se verán forzados a dispersarse, de modo que podemos abrir dos brechas aquí y aquí. —Indicó las direcciones de ataque en el modelo galáctico: dos lanzas blanquísimas que atravesaban el puño amarillo desde la bola roja de su interior, seccionando los extremos de la parábola que formaba Términus—. De esta manera, dividiremos su flota en tres partes que pueden ser aniquiladas por completo. Si se concentran, renuncian a dos tercios de sus dominios de manera voluntaria, con lo que se expondrán a sufrir rebeliones.

Solo la fina voz del primer ministro rompió el silencio que se hizo después.

—En seis meses —dijo— la Fundación se habrá hecho seis veces más fuerte. Sus recursos son mayores, como todos sabemos; su flota es numéricamente mayor, y su mano de obra es prácticamente inagotable. Quizá una ofensiva rápida sería más segura.

Con toda seguridad la suya era la voz menos influyente de la sala. El señor Stettin sonrió e hizo un gesto inequívoco con la mano.

—Esos seis meses, o un año, si fuera necesario, no nos costarán nada. Los hombres de la Fundación no pueden prepararse, son ideológicamente incapaces. Su propia filosofía afirma que la Segunda Fundación los salvará. Pero no será así esta vez, ¿eh?

Los hombres que lo acompañaban en la sala se removieron intranquilos.

—Me parece que le falta a usted confianza —dijo Stettin con frialdad glacial—. ¿Es necesario describir de nuevo los informes de nuestros agentes en territorio de la Fundación, o repetir los descubrimientos del señor Homir Munn, el agente de la Fundación que trabaja a… ejem… nuestro servicio? Queda levantada la sesión, caballeros.

Stettin volvió a sus dependencias privadas con una sonrisa todavía fija en su rostro. En ocasiones se preguntaba sobre Homir Munn, aquel extraño y pusilánime personaje que con certeza no había cumplido sus expectativas iniciales, pero que, a pesar de todo, aportaba en ocasiones información interesante y convincente, particularmente cuando Callia se hallaba presente.

Su sonrisa se ensanchó. Aquella insensata servía para algo, al fin y al cabo. Por lo menos conseguía sonsacar más a Munn que él, y de manera menos problemática. ¿Por qué no dársela a Munn? Frunció el ceño. Callia: ella y sus estúpidos celos. ¡Por el espacio! Si todavía tuviera a aquella niña de la familia Darell… ¿Por qué no había reducido su cráneo a polvo por aquello?

Era incapaz de señalar la razón.

Tal vez porque ella se llevaba bien con Munn, y él necesitaba a Munn. Había sido él, por ejemplo, quien demostró que, al menos para el Mulo, la Segunda Fundación no existía. Sus almirantes necesitaban tener esa seguridad.

Le hubiera gustado hacer públicas las pruebas, pero era mejor dejar que la Fundación mantuviera su fe en su inexistente ayuda. ¿Había sido Callia quien había dicho aquello? Sí, eso es, había sido ella.

¡Oh, tonterías! No podía haber sido ella.

Y sin embargo…

Meneó la cabeza para alejar la idea y pasó a pensar en otra cosa.

18

El mundo fantasma

Trántor era un mundo de escombros y resurrección. Situado en el centro de la galaxia como una piedra preciosa deslucida entre una plétora de soles, en mitad de los cúmulos de estrellas aglomeradas con inútil prodigalidad, soñaba alternativamente con el pasado y con el futuro.

Hubo un tiempo en el que los intangibles lazos del poder se habían extendido desde su superficie metálica hasta los mismos extremos de la galaxia. Había sido una única ciudad que albergó a cuatrocientos mil millones de administradores, la más poderosa capital que jamás hubiera existido.

Hasta que la decadencia del Imperio lo alcanzó finalmente y en el Gran Saqueo de hacía un siglo los últimos restos de su poder fueron desmantelados y destruidos para siempre. Ante la demoledora ruina de la muerte, la cáscara de metal que envolvía el planeta se agrietó y arrugó hasta convertirse en una dolorosa burla de su propia grandeza.

Los supervivientes arrancaron la capa metálica y la vendieron a otros planetas a cambio de ganado y semillas. El suelo fue descubierto de nuevo y el planeta volvió a sus orígenes. En las cada vez más amplias zonas dedicadas a la agricultura primitiva se olvidó el intrincado y magnífico pasado.

O así hubiera sido de no ser por los restos todavía imponentes que se amontonaban en ruinas colosales, cuya figura se recortaba sobre el fondo celeste en amargo y digno silencio.

Arcadia observó el filo metálico del horizonte con una convulsión en el pecho. La aldea donde vivía la familia Palver era, a sus ojos, solamente un puñado de casas pequeñas y primitivas. Los campos que la rodeaban eran extensiones doradas cuajadas de espigas de trigo.

Pero solo un poco más allá de donde alcanzaba a ver con claridad, se hallaba el recuerdo del pasado, todavía refulgente en su esplendor impoluto, ardiendo en llamas ahí donde el sol de Trántor proyectaba sus deslumbrantes destellos.

Ya había estado en aquel lugar en una ocasión después de su llegada a Trántor; había subido a la suave acera en la que no se vislumbraba juntura alguna y se había aventurado a penetrar en las silenciosas estructuras polvorientas, donde la luz se filtraba por entre los huecos de la silueta recortada de los muros y tabiques agujereados.

Había sentido un dolor denso, casi sólido, en el corazón. Fue una blasfemia.

Había corrido, en un estruendo metálico, hasta que sus pies pisaron sobre la blanda tierra de nuevo.

Después solo había podido mirar hacia atrás anhelante. No se atrevía a perturbar de nuevo aquel impresionante meditar del mundo.

Sabía que en algún lugar de aquel planeta había nacido ella: cerca de la antigua Biblioteca Imperial, que era el centro neurálgico de Trántor. ¡Era el lugar más sagrado, el lugar más santo! De todo aquel mundo, era lo único que había sobrevivido al Gran Saqueo y había permanecido completo e intacto durante un siglo, desafiando al universo.

En ella Hari Seldon y su grupo habían tejido su inimaginable red; en ella Ebling Mis había penetrado el secreto y había quedado paralizado por un insondable asombro hasta que lo mataron para evitar que lo revelara.

En la Biblioteca Imperial habían vivido sus abuelos durante diez años, hasta que el Mulo murió y pudieron volver a la resurgida Fundación.

A la Biblioteca Imperial había vuelto su propio padre con su esposa para encontrar de nuevo la Segunda Fundación, sin éxito. En ella había nacido ella misma, y en ella había muerto su madre.

Le hubiera gustado visitar la biblioteca, pero Preem Palver meneó su redonda cabeza.

—Está a miles de kilómetros, Arkady, y tenemos mucho que hacer aquí. Además, no conviene molestar allí, ya sabes que es un templo…

Arcadia sabía que él no deseaba visitar la biblioteca. Era una repetición de lo sucedido con el palacio del Mulo: existía un temor supersticioso por parte de los pigmeos del presente a las reliquias de los gigantes del pasado.

Sin embargo, hubiera sido horrible guardar rencor a aquel peculiar hombrecillo por ello. Llevaba casi tres meses en Trántor y durante todo aquel período tanto él como ella, Pappa y Mamma, la habían tratado maravillosamente.

¿Y cómo se lo pagaba? Pues ni más ni menos que implicándolos en la ruina común. ¿Acaso los había avisado de que estaba abocada a la destrucción? ¡No! Había permitido que asumieran un papel de protectores que los condenaría.

La conciencia la atormentaba de manera insoportable, y sin embargo, ¿tenía otra elección?

Descendió apesadumbrada las escaleras para desayunar, cuando alcanzó a oír las voces.

Preem Palver se había colgado la servilleta de la camisa con un movimiento de su grueso cuello, y se había estirado hasta alcanzar los huevos escalfados con desinhibida satisfacción.

—Ayer fui a la ciudad, Mamma —dijo, blandiendo el tenedor en el aire y casi ahogando las palabras en su boca llena.

—¿Y cómo va la cosa por allá? —preguntó Mamma con aire indiferente mientras se sentaba, echándole un agudo vistazo a la mesa para levantarse de nuevo y hacerse con la sal.

—Pues no demasiado bien. Ha llegado una nave de Kalgan con periódicos de allí: están en guerra.

—¡Conque en guerra! Bueno, deja que se machaquen sus brutas cabezas, si en ellas no tienen sentido común para más. ¿Te ha llegado ya el cheque de la paga? Pappa, te lo tengo dicho: dile a ese viejo Cosker que la suya no es la única cooperativa del mundo. Ya es suficiente con que me dé vergüenza decirle a nuestros amigos lo que te pagan, ¡al menos podrían hacerlo a tiempo!

—Paciencia, Mammi —dijo Pappa con tono irritado—. Mira, no me marees en el desayuno, o acabará por atravesárseme cada bocado en la garganta— y mientras decía esto sembraba el caos dejando caer una tostada untada de mantequilla. Añadió de manera algo más moderada—: La lucha es entre Kalgan y la Fundación, ya llevan dos meses con ello.

Sus manos arremetían la una contra la otra en una parodia de batalla espacial.

—Hmm. ¿Y cómo va?

—Mal para la Fundación. Bueno, ya viste Kalgan: estaba plagada de soldados. Ya estaban preparados. La Fundación no, así que… ¡zas!

De repente, Mamma dejó el tenedor sobre la mesa y exclamó:

—¡Idiota!

—¿Eh?

—¡Cabeza de chorlito! ¡Si es que siempre tienes que andar abriendo esa bocaza tuya…!

Señaló rápidamente con un gesto y cuando Pappa miró por encima del hombro se encontró con Arcadia, congelada en el umbral.

Ella preguntó:

—¿La Fundación está en guerra?

Pappa miró impotente a Mamma y después asintió.

—¿Y están perdiendo?

Un asentimiento de nuevo.

Arcadia sintió un nudo que le atenazaba la garganta, y se acercó despacio a la mesa.

—¿Está ya perdida? —susurró.

—¿Perdida? —repitió Pappa, con fingido tono esperanzador—. ¿Quién ha dicho que ya estuviera perdida? En la guerra pueden pasar muchas cosas y… y…

—Siéntate, querida —dijo Mamma con dulzura—. No deberíamos hablar antes del desayuno: no se está en condiciones con el estómago vacío.

Pero Arcadia hizo caso omiso de ella.

—¿Están los kalganeses en Términus?

—No —respondió Pappa serio—. Las noticias eran de la semana pasada: Términus está en lucha todavía. De verdad, no te estoy mintiendo. Y la Fundación todavía está fuerte. ¿Quieres ver los periódicos?

—¡Sí!

Los inspeccionó con cuidado mientras comía lo que podía de su desayuno, y sus ojos se fueron empañando. Habían perdido Santanni y Korell sin mediar batalla. Un escuadrón de la flota de la Fundación había quedado atrapado en el sector de Ifni, de baja densidad de soles, y habían aniquilado prácticamente hasta la última de sus naves.

Y ahora la Fundación volvía a su núcleo de cuatro reinos: los dominios que habían quedado establecidos bajo Salvor Hardin, el primer alcalde. Pero todavía resistía, todavía quedaba esperanza; pasara lo que pasara, tenía que informar a su padre. Tenía que hacerle llegar el mensaje, ¡era imprescindible!

¿Pero cómo? Con una guerra de por medio…

Tras el desayuno preguntó a Pappa:

—¿Va a salir a alguna nueva misión próximamente, señor Palver?

Pappa estaba en la butaca del jardín delantero, tomando el sol. Un puro de considerable grosor se consumía entre sus hinchados dedos. Su aspecto era el de un beatífico cachorro.

—¿Una misión? —repitió perezosamente—. Quién sabe. Estas vacaciones están resultando agradables y todavía estoy de permiso. ¿Por qué hablar de nuevas misiones? ¿Estás inquieta, Arkady?

—¿Yo? No, me gusta este lugar. La señora Palver y usted se portan muy bien conmigo.

Él hizo un gesto con la mano, restando importancia a sus palabras.

Arcadia dijo:

—Estaba pensando en la guerra…

—No pienses en ello, ¿qué puedes hacer tú? Si es algo que no puedes arreglar, ¿por qué sufrir dándole vueltas?

—Pero estaba pensando que la Fundación ha perdido la mayoría de sus mundos agrícolas. Probablemente estén racionando la comida.

Pappa parecía incómodo.

—No te preocupes, estarán bien.

Ella apenas escuchaba.

—Ojalá pudiera llevarles alimentos, eso es todo. ¿Sabe? Después de que muriera el Mulo, cuando la Fundación se rebeló, Términus estuvo aislado por un tiempo, y el general Han Pritcher, que sucedió al Mulo, lo sitió. Había una grave falta de víveres y mi padre dice que su padre le dijo que solo tenían concentrados secos de aminoácidos que sabían fatal. Imagínese, un solo huevo costaba doscientos créditos. Más tarde se rompió el cerco, justo a tiempo, y llegaron naves cargadas de alimentos desde Santanni. Debe de haber sido un período espantoso. Probablemente esté volviendo a suceder ahora.

Hubo una pausa, hasta que Arcadia continuó:

—¿Sabe? Estoy segura de que la Fundación estaría dispuesta a pagar precios de contrabando a cambio de víveres. El doble, el triple, o más. Si alguna cooperativa, por ejemplo de aquí de Trántor, se hiciera cargo, podría perder algunas naves, pero apuesto a que se convertirían en millonarios gracias a la guerra aun antes de que esta acabara. Los comerciantes de la Fundación solían hacer eso en los viejos tiempos. Allá donde hubiera una guerra, ellos vendían lo que se necesitaba desesperadamente y aprovechaban la oportunidad. Jolín, solían sacar hasta dos millones de créditos por viaje, y estoy hablando exclusivamente de beneficios… Y eso tan solo con el cargamento de una nave, además.

Pappa se removió. Su puro se había apagado, pero ni siquiera se había dado cuenta.

—Un buen negocio a cambio de alimentos, ¿eh? Hmm… Pero la Fundación está demasiado lejos.

—Lo sé, supongo que no se podría hacer desde aquí. Con una nave de línea no se llega más allá de Massena o Smushyk, y desde ahí habría que alquilar una pequeña nave de reconocimiento o algo para cruzar inadvertidamente la zona de guerra.

Pappa se peinó el cabello con la mano, mientras calculaba.

Dos semanas después se completaron los preparativos para la misión. Mamma protestó la mayor parte del tiempo: primero, por la irremediable obstinación con la que Pappa coqueteaba con el suicidio; después, por la increíble obstinación con la que se negaba a permitirle que lo acompañara.

Pappa dijo:

—Mamma, ¿por qué actúas como una ancianita? No puedo llevarte conmigo, es una misión para hombres. ¿Qué crees que es la guerra? ¿Algo divertido? ¿Un juego de niños?

—¿Entonces por qué vas tú? ¿Acaso eres un hombre, viejo insensato? Tienes un pie y medio brazo en la tumba ya, ¡que vayan los jóvenes, no un gordo calvorota como tú!

—No soy un calvorota —replicó Pappa con dignidad—. Todavía tengo mucho pelo. ¿Y por qué no habría de ser yo quien se llevara la comisión? ¿Por qué un jovencito? Escucha: ¡esto podría significar millones!

Ella lo sabía, así que se dio por vencida.

Arcadia lo vio antes de que se marchara.

Le preguntó:

—¿Irá a Términus?

—¿Por qué no? Tú misma dices que necesitan pan, arroz y patatas. Bueno, haré un trato con ellos, y se lo venderé.

—En ese caso… me gustaría pedirle una cosa. Si va a Términus… ¿podría ver a mi padre?

El rostro de Pappa se arrugó y pareció deshacerse en un gesto de comprensión.

—Oh, y he tenido que esperar a que me lo dijeras tú. ¡Por supuesto! Iré a verlo. Le diré que estás a salvo y que todo va bien, y cuando la guerra haya pasado, te llevaré de vuelta allá.

—Gracias. Le diré cómo encontrarlo. Su nombre es doctor Toran Darell, vive en Stanmark: está justo a las afueras de Ciudad Términus, hay una línea de avión que va ahí. Nuestra casa está en el número 55 del paseo del Canal.

—Espera, lo escribiré.

—No, no —Arcadia extendió el brazo rápidamente—. No debe escribir nada: debe recordarlo y encontrarlo sin ayuda de nadie.

Pappa parecía perplejo. Se encogió de hombros y dijo:

—Muy bien, es el número 55 del paseo del Canal en Stanmark, fuera de Ciudad Términus, y se llega hasta allá en avión. ¿Es así?

—Una cosa más.

—¿Sí?

—¿Le daría un mensaje de mi parte?

—Naturalmente.

—Quiero susurrárselo.

Ladeó su generoso carrillo hacia ella y el suave bisbiseo pasó de la niña al hombre.

Pappa abrió unos ojos inmensos.

—¿Eso es lo que quieres que le diga? ¡Pero si no tiene sentido!

—Él lo entenderá. Simplemente dígale que es un mensaje de mi parte y que yo le he dicho que él lo entendería. Repítaselo exactamente como se lo he dicho yo, no cambie nada. ¿No lo olvidará?

—¿Cómo puedo olvidarlo? Cinco palabritas, mira…

—¡No, no! —Dio un brinco ante la intensidad del sentimiento que la invadió—. No lo repita, no se lo repita nunca a nadie. Olvídelo por completo hasta que esté con mi padre. Prométamelo.

Pappa se encogió de hombros de nuevo.

—¡Te lo prometo! ¡De acuerdo!

—De acuerdo —respondió ella abatida, y mientras bajaba por el paseo que lo llevaba a donde lo esperaba el aerotaxi para llevarlo al puerto espacial, ella se preguntaba si no habría firmado la sentencia de muerte de aquel hombre, y si lo volvería a ver alguna vez.

Apenas si se atrevió a entrar de nuevo en la casa y encontrarse de frente con la bondadosa Mamma. Quizá cuando todo acabara tendría que suicidarse por lo que les había hecho.

Quoriston, batalla de: Tuvo lugar el 17 de septiembre del 377 E. F. entre las fuerzas de la Fundación y las del señor Stettin de Kalgan, y fue la última batalla de consideración del Interregno […]

—Enciclopedia Galáctica

19

El fin de la guerra

Jole Turbor, en su nuevo papel de corresponsal de guerra, se encontró con la mole de su cuerpo enfundada en un uniforme naval, lo que le agradó. Disfrutaba de su vuelta al espacio, y le abandonó parte de la implacable impotencia proveniente de la infructuosa lucha contra la Segunda Fundación cuando sintió la excitación de otro tipo de batalla, una con naves tangibles y hombres corrientes.

De hecho, la lucha de la Fundación no se había caracterizado por conseguir muchas victorias, pero todavía había lugar para el optimismo. Tras seis meses, el núcleo central de la Fundación permanecía intacto, así como el de su flota. Con los refuerzos alistados desde el comienzo de la guerra eran casi parejos numéricamente, y más fuertes estratégicamente, que antes del desastre de Ifni.

Entre tanto, se iban reforzando las defensas planetarias, las fuerzas armadas recibían un mejor entrenamiento, se exprimía al máximo la eficiencia administrativa… y buena parte de la flota de conquista de Kalgan quedaba inoperativa debido a la necesidad de ocupar el territorio conquistado.

En aquel momento, Turbor estaba con la Tercera Flota en los márgenes exteriores del sector de Anacreonte. En línea con su política de llevar a cabo una «guerra del hombre de a pie», estaba entrevistando al voluntario Fennel Leemor, ingeniero de tercera clase.

—Háblenos un poco de usted —dijo Turbor.

—No hay mucho que contar —Leemor cambió de posición los pies y dejó que una leve sonrisa de timidez cubriera su rostro, como si pudiera ver a los millones de telespectadores que sin duda lo estarían mirando en aquel instante.

—Soy de Locri. Empecé a trabajar en una fábrica de aerocoches: jefe de sección, bien pagado. Estoy casado, con dos criaturas, las dos niñas. Oiga, no puedo saludarlas, ¿verdad? Por si me estuvieran oyendo.

—Adelante, marine: el vídeo es todo suyo.

—Vaya, gracias… —Balbuceó—: Hola, Milla, en caso de que me estés oyendo: estoy bien. ¿Cómo está Sunni? ¿Y Tomma? Pienso en vosotras todo el tiempo; quizá obtenga un permiso cuando lleguemos a puerto. Recibí tu paquete de comida, pero lo he devuelto: nosotros tenemos nuestra ración y dicen que los civiles andan apretados. Supongo que eso es todo…

—La buscaré la próxima vez que vaya a Locris, marine, y me aseguraré de que no le falten alimentos, ¿de acuerdo?

El joven dibujó una amplia sonrisa y asintió con la cabeza.

—Gracias, señor Turbor, se lo agradecería mucho.

—Muy bien. Entonces, díganos, usted es un voluntario, ¿no es así?

—¡Y tanto! Si alguien busca pelea conmigo, no tengo que esperar a que me obliguen a luchar: me alisté el mismo día que me enteré de lo de la Hober Mallow.

—¡Ese es el espíritu! ¿Y ha visto usted mucha acción? He observado que luce dos insignias…

—¡Bah! —El hombre escupió—. Eso no fueron batallas, sino persecuciones. Los kalganeses no combaten, a menos que las probabilidades de ganar sean de cinco contra una a su favor. E incluso entonces se escabullen y tratan de reducirnos nave a nave. Un primo mío estuvo en Ifni, en una nave que consiguió escapar, la vieja Ebling Mis. Dice que fue igual allí, que ellos tenían su flota principal para luchar contra solo una de nuestras divisiones, y hasta que no quedaron nada más que cinco naves no hicieron otra cosa que asediarnos en lugar de combatir. Nosotros destruimos el doble de naves que ellos en aquella batalla.

—¿Entonces opina que ganaremos la guerra?

—Puede apostar por ello, y más ahora que ya no estamos retrocediendo. Incluso si las cosas se pusieran muy feas, entonces sería cuando aparecería la Segunda Fundación. Siempre queda el Plan Seldon, y ellos lo saben también.

Los labios de Turbor se torcieron ligeramente.

—¿Entonces cuenta usted con la Segunda Fundación?

La respuesta fue pronunciada con sincera sorpresa.

—¿Acaso no lo hacemos todos?

El oficial subalterno Tipellum penetró en la sala de Turbor tras la visiemisión. Le ofreció un cigarrillo al corresponsal y de un golpe devolvió su gorra a un peligroso equilibrio sobre la nuca.

—Hemos hecho un prisionero —anunció.

—¿Sí?

—Un pobre tarado. Asegura ser neutral: inmunidad diplomática, nada menos. Creo que no saben qué hacer con él. Se llama Palvro, Palver, algo así, y dice que es de Trántor. Ni idea de qué galaxias está haciendo en zona de guerra.

Pero Turbor se había sentado sobre su cama, olvidando la siesta que se disponía a echar. Recordaba con detalle su último encuentro con Darell el día siguiente de que se declarara la guerra, cuando se disponía a marcharse.

—Preem Palver —sentenció.

Tipellum hizo una pausa y dejó escapar un hilo de humo por las comisuras de su boca.

—Sí —dijo—, ¿cómo galaxias lo sabía?

—No importa… ¿Puedo verlo?

—Por el espacio, no sé. El viejo lo tiene en su propia sala, para interrogarlo. Todo el mundo cree que es un espía.

El capitán Dixyl, en la nave insignia de la Tercera Flota, vigilaba incansablemente el detector mayor; ninguna nave podía evitar ser una fuente de radiación atómica, ni siquiera si permanecía como una masa inerte, y cada punto focal del que emanaba tal radiación era un destello en el campo tridimensional.

Cada una de las naves de la Fundación había sido comprobada: no se había pasado por alto ninguno de los destellos, ahora que se había capturado a aquel pequeño espía que aseguraba ser neutral. Momentáneamente, la nave extranjera había causado revuelo en la cabina del capitán. Podría ser necesario cambiar de estrategia de súbito, puesto que…

—¿Está seguro de que lo tiene? —preguntó.

El comandante Cenn asintió.

—Conduciré mi escuadrón por el hiperespacio: radio, 10,00 pársecs; zeta, 268,52 grados; pi, 84,15 grados. Regreso al punto de origen a las 1330. Tiempo total de ausencia: 11,83 horas.

—Perfecto. Ahora tendremos en consideración las coordenadas de retorno en lo concerniente al espacio y al tiempo, ¿comprende?

—Sí, capitán. —Observó su reloj de muñeca—. Mis naves estarán preparadas para las 0140.

—Muy bien —respondió el capitán Dixyl.

El escuadrón kalganés todavía no se hallaba al alcance de los detectores, pero no tardaría demasiado en estarlo: había información independiente en ese sentido. Sin el escuadrón de Cenn, las fuerzas de la Fundación serían superadas en número con diferencia, pero el capitán se mostraba completamente confiado. Completamente.

Preem Palver echó un abatido vistazo a su alrededor. Primero al alto y esquelético almirante; después a los demás, todos uniformados, y finalmente a aquel último, alto y corpulento, con el cuello de la camisa abierto y sin corbata a diferencia del resto, que decía que quería hablar con él.

Jole Turbor estaba diciendo:

—Soy perfectamente consciente, almirante, de las preocupantes consecuencias que todo esto puede implicar, pero le aseguro que si se me permite hablar con él unos minutos, quizá se despeje nuestra incertidumbre actual.

—¿Existe alguna razón por la que no pueda interrogarlo en mi presencia?

Turbor frunció los labios adquiriendo una apariencia testaruda.

—Almirante —dijo—, mientras he trabajado en sus naves, la Tercera Flota ha tenido una excelente prensa. Puede usted apostar hombres en la puerta, si lo desea, y regresar en cinco minutos, pero, mientras tanto, permítame hacer las cosas a mi manera y sus relaciones públicas no se resentirán. ¿Me entiende?

Lo entendió a la perfección.

Después, Turbor, en el aislamiento subsiguiente, se volvió hacia Palver y dijo:

—Rápido, ¿cómo se llama la niña a la que ha raptado?

Palver solo podía mirarlo con unos enormes ojos atónitos y menear la cabeza.

—Sin tonterías —dijo Turbor—, si no responde se lo considerará un espía, y a los espías se los desintegra sin juzgarlos en tiempos de guerra.

—¡Arcadia Darell! —susurró Palver.

—¡Bien! De acuerdo, entonces. ¿Está a salvo?

Palver asintió.

—Más le vale asegurarse de que sea así, o lo pasará mal.

—Está perfectamente sana y salva —respondió Palver, pálido.

El almirante volvió.

—¿Y bien?

—Señor, no es un espía. Puede creer lo que le dice, yo respondo por él.

—¿En serio? —El almirante frunció el ceño—. En ese caso representa a una cooperativa agrícola de Trántor que quiere establecer un tratado comercial con Términus para la distribución de grano y patatas. Muy bien, perfecto, pero no puede irse ahora.

—¿Por qué no? —inquirió Palver, rápidamente.

—Porque está usted en mitad de una batalla. Cuando haya terminado, en el supuesto de que sigamos vivos, lo llevaremos a Términus.

La flota kalganesa diseminada por el espacio detectó las naves de la Fundación desde una distancia prodigiosa, y fueron asimismo detectados también. Como pequeñas luciérnagas en el detector mayor del enemigo, fueron aproximándose por el vacío.

El almirante de la Fundación arrugó el ceño y dijo:

—Esta debe de ser su ofensiva final: observe los números. —Y después—: No resistirán ante nosotros, no si podemos contar con el destacamento de Cenn.

El comandante Cenn había partido hacía horas, tan pronto como se detectó al enemigo. No había manera de alterar el plan ya: quizá funcionara o quizá no, pero lo cierto era que el almirante se sentía bastante tranquilo. Al igual que los oficiales, al igual que los hombres.

De nuevo las luciérnagas.

Como una mortífera coreografía de balé, brillaban en formaciones precisas.

La flota de la Fundación retrocedió lentamente. Pasaron horas, y la flota lentamente se fue desviando, forzando al enemigo a apartarse de la ruta prevista cada vez más.

En la mente de los que habían concebido la estrategia de la batalla existía un cierto volumen de espacio que debían ocupar las naves kalganesas; las de la Fundación debían ir abandonándolo mientras las naves enemigas lo iban ocupando. Aquellas que se salían de él eran atacadas, de manera repentina y despiadada; las que se quedaban en su interior permanecían intactas.

Todo dependía de la renuencia de las naves del señor Stettin a tomar la iniciativa, de su voluntad de permanecer donde nadie las atacaba.

El capitán Dixyl clavó fríamente la mirada en su reloj de muñeca. Eran las 13.10.

—Tenemos veinte minutos —anunció.

El teniente, a su lado, asintió tenso:

—Por el momento todo parece ir bien, capitán. Tenemos a más del noventa por ciento del enemigo en donde queremos. Si podemos mantenerlos así…

—Eso es, si podemos…

Las naves de la Fundación avanzaban de nuevo, muy lentamente. No lo suficientemente rápido como para forzar una retirada kalganesa, pero con la velocidad justa para no permitir que Kalgan ganara posiciones. Preferían esperar.

Pasaban los minutos.

A las 13.25 la señal del almirante sonó en setenta y cinco naves de la Fundación, que aumentaron su aceleración al máximo en dirección al grueso de la flota kalganesa, que contaba con una potencia de trescientas naves. Los escudos kalganeses emitieron llamaradas al entrar en acción, y se dispararon los enormes rayos de energía. Todos los de las trescientas naves se concentraron en una misma dirección: la de los imprudentes atacantes que se abalanzaban sobre ellos implacablemente.

A las 13.30, cincuenta naves bajo el mando del comandante Cenn surgieron de la nada, en un único salto a través del hiperespacio a un punto concreto a una hora calculada, proyectados con furia demoledora contra la desprevenida retaguardia kalganesa.

La trampa funcionó a la perfección.

Los kalganeses aún tenían los números a su favor, pero no estaban de humor para contar: el primer impulso fue escapar, pero una vez rota la formación esta se hizo todavía más vulnerable, con las naves interponiéndose unas en el camino de las otras.

En un instante aquello se convirtió en una ratonera.

De trescientas naves kalganesas, núcleo y orgullo de su flota, solo sesenta o menos consiguieron regresar a Kalgan, y muchas en un estado prácticamente irreparable. Las pérdidas de la Fundación fueron de ocho naves de un total de ciento veinticinco.

Preem Palver aterrizó en Términus en el clímax de la celebración. Aquel furor lo distrajo, pero antes de abandonar el planeta cumplió dos objetivos, y recibió un encargo.

Los dos objetivos cumplidos fueron: 1) la firma de un acuerdo en virtud del cual la cooperativa de Palver transportaría veinte cargamentos de ciertos alimentos al mes durante un año a precio de guerra, gracias a la reciente batalla, pero sin ninguno de sus riesgos, y 2) la transmisión al doctor Darell de las cinco breves palabras de Arcadia.

En un momento de asombro, Darell se lo había quedado mirando con ojos atónitos, y después había formulado su petición. Se trataba de llevarle una respuesta a Arcadia. A Palver le gustó: era una respuesta sencilla y tenía sentido. Decía: «Vuelve, ya no hay ningún peligro».

Al señor Stettin le poseyó una exasperada frustración: ser testigo de cómo cada una de sus armas se hacía pedazos en sus manos; sentir cómo, de repente, el firme tejido de su potencia militar se descomponía en los podridos jirones que realmente era, habrían convertido al más flemático en un río de lava. Sin embargo, no podía hacer nada, y lo sabía.

Llevaba semanas sin dormir decentemente y no se había afeitado en tres días. Había cancelado todas las audiencias. Dejó a los almirantes a su libre albedrío, y nadie sabía mejor que el señor de Kalgan que ya no era necesaria ninguna derrota más: tan solo con dejar pasar un poco de tiempo tendría que enfrentarse a la rebelión interna.

Lev Meirus, el primer ministro, no suponía ninguna ayuda. Se quedaba ahí, tranquilo e imperdonablemente anciano, con su huesudo dedo golpeteando nervioso, como siempre, la arrugada línea que iba de la nariz al mentón.

—¡Bueno! —le gritó Stettin— ¡Aporte algo! Nos han derrotado, ¿lo entiende? ¡Derrotados! Y no sé por qué. Mire por dónde, no sé por qué. ¿Usted lo sabe?

—Eso creo —respondió Meirus, con calma.

—¡Traición! —La palabra brotó suavemente, y otras palabras la siguieron con igual suavidad—. Estaba al corriente de la traición y se ha mantenido tan tranquilo. Usted sirvió al insensato al que expulsé del puesto de Primer Ciudadano y piensa que podrá servir a cualquier rata infecta que me reemplace. Si ha sido así le arrancaré las entrañas y las quemaré delante de sus propios ojos.

Meirus se mantuvo impasible.

—He tratado de transmitirle mis propias dudas no en una, sino en múltiples ocasiones. Se las he gritado al oído y ha preferido el consejo de otros porque nutría más su ego. Los acontecimientos se han desarrollado no como temía, sino aun peor. Si no desea escuchar, dígalo, señor: me retiraré y, a su debido tiempo, trataré con su sucesor, cuyo primer acto, indudablemente, será la firma de un tratado de paz.

Stettin lo miraba con los ojos inyectados en sangre, apretando y abriendo los enormes puños lentamente.

—Hable, viejo repugnante. ¡Hable!

—Le he dicho en repetidas ocasiones, señor, que no es usted el Mulo. Quizá controle naves y armas, pero no puede controlar las mentes de sus súbditos. ¿Es usted consciente, señor, de contra quién está luchando? Se enfrenta a la Fundación, que nunca sufre una derrota: la Fundación, que está protegida por el Plan Seldon; la Fundación, que está destinada a construir un nuevo imperio.

—No existe el plan; ya no. Munn lo dijo.

—En ese caso Munn se equivoca. Y además, ¿qué importa que tuviera o no razón? Usted y yo, señor, no somos el pueblo. Los hombres y mujeres de Kalgan creen a pie juntillas en el Plan Seldon como lo hacen todos los habitantes de este lado de la galaxia. Casi cuatrocientos años de historia nos enseñan que no es posible vencer a la Fundación. Ni los reinos ni los generales ni el antiguo Imperio Galáctico mismo pudieron hacerlo.

—El Mulo lo hizo.

—Exactamente, pero él no entraba en los cálculos, y usted sí. Y lo que es peor: la gente lo sabía. De este modo, sus naves entraron en batalla temiendo una derrota por algún medio desconocido. El intangible velo del plan reposa sobre ellos, de manera que son extremadamente cuidadosos y se lo piensan demasiado antes de atacar, mientras que al otro lado el mismo velo intangible colma al enemigo de confianza, anula el temor, mantiene la moral alta frente a las primeras derrotas. ¿Por qué no iba a ser así? La Fundación siempre ha sido vencida al principio para resultar victoriosa al final.

»¿Y su propio ánimo, señor? Está presente en todo el territorio enemigo, sus dominios no han sido invadidos, ni están todavía en riesgo de invasión… y, sin embargo, ya está derrotado. No cree tan siquiera en la posibilidad de la victoria, porque sabe que no tiene ninguna.

»Ceda, entonces, o lo doblegarán por la fuerza. Ceda voluntariamente, y quizá pueda retener algo. Ha basado su poder en el metal y la fuerza, que lo han sostenido mientras han podido. Ha ignorado la mente y los ánimos, y le han fallado. Ahora, siga mi consejo. Tiene al hombre de la Fundación, Homir Munn: libérelo. Envíelo de vuelta a Términus con su oferta de paz.

Stettin apretó los dientes tras sus pálidos labios en tensión. No tenía elección.

El primer día del año nuevo, Homir Munn abandonó Kalgan. Habían pasado más de seis meses desde su partida de Términus, y en aquel período se había librado una feroz guerra ya terminada.

Había llegado solo, y sin embargo se marchaba escoltado. Llegó como un hombre sencillo con sus motivaciones privadas, y abandonaba el planeta como un auténtico embajador de la paz, aunque no se lo hubiera designado así oficialmente.

Lo que más había cambiado era su preocupación inicial sobre la Segunda Fundación. La mera idea le había hecho reír, imaginándose con todo detalle el momento de la revelación final al doctor Darell; al enérgico y competente joven, Anthor; a todos los demás…

Él lo sabía. Él, Homir Munn, finalmente conocía la verdad.

20

«Yo lo sé…»

Los dos últimos meses de la guerra Stettiniana pasaron volando para Homir. Con su ministerio especial de mediador extraordinario se encontró en el corazón de los asuntos interestelares, un papel que no podía dejar de satisfacerlo.

No hubo más batallas de consideración, si acaso alguna escaramuza accidental que apenas si contaba, y los términos del tratado se ultimaron sin casi necesidad de hacer concesiones por parte de la Fundación. Stettin mantuvo su puesto, pero prácticamente nada más. Su flota fue desmantelada, y sus posesiones fuera del sistema originario fueron dotadas de autonomía, permitiéndoseles que votaran si deseaban volver al estatus anterior, declarar su independencia absoluta o confederarse a la Fundación, si así lo decidían.

La guerra terminó formalmente en un asteroide del propio sistema estelar de Términus, donde se hallaba la base naval más antigua de la Fundación. Lev Meirus firmó por Kalgan, y Homir fue un interesado espectador.

Durante todo aquel período no vio al doctor Darell ni a ninguno de los demás. Pero no tenía demasiada importancia, su noticia podía esperar… Como siempre, sonrió al pensarlo.

El doctor Darell volvió a Términus algunas semanas después del día de la victoria, y aquella misma noche su casa sirvió de punto de encuentro para los cinco hombres que diez meses antes habían establecido sus primeros planes.

Cenaron sin prisas y después bebieron vino con tranquilidad, como dubitativos sobre si abordar la vieja cuestión.

Fue Jole Turbor quien, escrutando esforzadamente con un ojo las purpúreas profundidades de su copa, musitó, más que dijo:

—Bien, Homir, ahora es usted un hombre influyente, por lo que veo. Ha manejado el asunto admirablemente.

—¿Yo? —Munn se rió ruidosamente, alborozado. Por alguna razón, llevaba meses sin tartamudear—. No tuve nada que ver con ello, fue Arcadia. A propósito, Darell, ¿cómo está? He oído que volverá pronto de Trántor…

—Y ha oído usted bien —dijo Darell con tranquilidad—. Su nave debe llegar esta misma semana. —Observó veladamente a los demás, pero solo hubo confusas e informes exclamaciones de alegría. Nada más.

Turbor dijo:

—Entonces se ha terminado de verdad. Quién lo hubiera dicho hace diez meses… Munn ha estado en Kalgan y ha vuelto. Arcadia ha estado en Kalgan y en Trántor, y pronto la tendremos aquí. ¡Hemos luchado una guerra y la hemos ganado, por el espacio! Dicen que los grandes vaivenes de la historia pueden predecirse, pero no parece concebible que todo lo que acaba de suceder, con la confusión absoluta que ha supuesto para los que la hemos vivido, haya podido ser predicho.

—Tonterías —espetó Anthor ácidamente—. ¿A qué viene este discurso triunfalista, de todos modos? Habla como si realmente hubiésemos vencido la guerra, cuando no hemos ganado más que una insignificante reyerta que solamente ha servido para distraer nuestras mentes del enemigo real.

Se hizo un silencio incómodo, en el que flotaba una única nota discordante: la leve sonrisa de Homir Munn.

Anthor golpeó el brazo de su sillón con un puño cerrado y lleno de ira.

—¡Sí, me refiero a la Segunda Fundación! No ha habido ni una mención a ella y, si no me equivoco, sí mucho esfuerzo por no recordarla. ¿Acaso la espuria atmósfera de victoria que cubre este mundo de idiotas es tan atractiva que sienten que han de participar de ella? Hagan cabriolas entonces, hagan el pino sobre una pared, dense palmadas en la espalda los unos a los otros y lancen confeti por la ventana: hagan lo que les plazca hasta que se queden bien a gusto… y cuando hayan terminado y sean ustedes mismos de nuevo, vuelvan para discutir ese problema que existe ahora exactamente igual que hace diez meses, cuando se sentaron aquí vigilando por encima del hombro por temor a no sabían muy bien qué. ¿De verdad creen que las supermentes de la Segunda Fundación son menos temibles ahora porque hayamos vencido a un perturbado caudillo de algunas naves?

Hizo una pausa, resollando enrojecido.

Munn dijo con tranquilidad:

—¿Quiere escucharme ahora a mí, Anthor? ¿O prefiere continuar con su papel de conspirador vehemente?

—Hable, Homir —dijo Darell—, pero abstengámonos todos de hacer uso de un lenguaje excesivamente pintoresco: está muy bien cuando corresponde, pero en este momento me fastidia.

Homir Munn se reclinó en su butaca y rellenó cuidadosamente su vaso con el decantador que se hallaba junto a su codo.

—Se me envió a Kalgan —dijo— para descubrir cuanto pudiera de los archivos almacenados en el palacio del Mulo. Invertí varios meses en esa labor. No pretendo reconocimiento por ello: como ya he indicado se lo debo todo a Arcadia, mediante cuya ingeniosa intercesión obtuve el permiso de acceso. Sin embargo, el hecho es que he añadido a mis conocimientos originales sobre la vida y los tiempos del Mulo, que les aseguro no eran pequeños, los frutos de mucho trabajo entre fuentes primarias que no han estado disponibles para nadie más.

»Estoy, por ello, en una posición privilegiada para valorar el peligro real que pueda suponer la Segunda Fundación, mucho más que nuestro excitado amigo aquí presente.

—Y entonces —gruñó Anthor—, ¿cuál es su valoración de ese peligro?

—Pues ni más ni menos que cero.

Tras una breve pausa, Elvett Sémic preguntó con un tono de sorprendida incredulidad:

—¿Quiere decir que no existe peligro?

—Exactamente. Amigos: ¡la Segunda Fundación no existe!

Los párpados de Anthor se cerraron lentamente; se quedó ahí sentado, pálido e inexpresivo.

Munn continuó, encantado de atraer hacia sí toda la atención.

—Y lo que es más, nunca ha existido.

—¿En qué basa usted tan sorprendente conclusión? —inquirió Darell.

—Le aseguro —respondió Munn— que no tiene nada de sorprendente. Todos ustedes conocen la historia de la búsqueda de la Segunda Fundación por parte del Mulo, pero, ¿acaso saben algo de la intensidad de aquella búsqueda, de la obsesión que representó? Tenía a su disposición recursos fabulosos, y no hubo uno solo del que no se sirviera. Estaba obsesionado y aun así fracasó: no encontró la Segunda Fundación.

—Difícilmente podría encontrarla —señaló Turbor infatigable—. Tienen medios para protegerse de las mentes inquisitivas.

—¿Incluso cuando la que está indagando es la mente mutante del Mulo? No lo creo. Pero espere, no pretenderán que les resuma cincuenta volúmenes de informes en cinco minutos… Volúmenes que, gracias a los términos del tratado de paz, pasarán a formar parte del museo de Historia de Seldon, y que tendrán la oportunidad de analizar con tanta calma como quieran, al igual que lo he hecho yo en Kalgan. En cualquier caso, encontrarán la conclusión del Mulo expresada sin ambages, y es la misma que yo les he transmitido: no hay, ni ha habido nunca, una Segunda Fundación.

Sémic lo atajó:

—Bueno, ¿y qué lo detuvo, entonces?

—Por toda la galaxia, ¿qué le parece a usted que lo detuvo? La muerte, igual que lo hará con todos nosotros. La gran superstición de nuestros días es que unas misteriosas entidades superiores a él lo detuvieron de alguna manera en su frenesí de conquistas. Es el resultado de observarlo todo desde una óptica errada.

»A nadie en la galaxia se le escapa el hecho de que el Mulo era un monstruo, tanto física como mentalmente. Murió en la treintena porque su cuerpo contrahecho ya no podía arrastrar su propia maquinaria oxidada. Durante los años que precedieron a su muerte fue un inválido; el momento álgido de su salud no superó lo que en un hombre corriente se consideraría debilidad. Muy bien: conquistó la galaxia y, siguiendo el curso normal de la naturaleza, falleció. Ya es sorprendente que resistiera tanto y en tan buenas condiciones. Amigos: está escrito con la más clara de las letras, solo han de tener paciencia e intentar considerar todos los hechos desde una nueva perspectiva.

Darell dijo, pensativo:

—Bien, lo intentaremos, Munn. Será un ejercicio interesante y, si otra cosa no, al menos será útil para activar un poco nuestros pensamientos. ¿Y aquellos hombres manipulados, los de los registros que Anthor nos trajo hace casi un año? ¿Qué me dice de ellos? Ayúdenos a verlo con perspectiva.

—Fácil: ¿qué antigüedad tiene la encefalografía, como ciencia? O dicho de otra manera: ¿en qué grado está desarrollado el estudio de las rutas neuronales?

—Estamos en los comienzos, en este respecto, tiene usted razón —admitió Darell.

—Bien. En ese caso, ¿qué grado de certeza podemos tener en cuanto a la interpretación de lo que he oído a Anthor y a usted llamar la planicie de la manipulación? Tienen sus teorías, pero ¿hasta qué punto pueden estar seguros? ¿Lo suficiente como para considerarlo una base firme para la existencia de una poderosa fuerza que todas las demás evidencias niegan? Siempre es fácil explicar lo desconocido postulando la existencia de una voluntad superior y arbitraria.

»Es un fenómeno muy humano. Ha habido casos a lo largo de toda la historia galáctica en los que sistemas planetarios aislados han vuelto al salvajismo, ¿y qué hemos aprendido de esos ejemplos? En todos los casos tales bárbaros atribuyen las fuerzas de la naturaleza para ellos incomprensibles, como las tormentas, las pestes o las sequías, a seres sensibles más poderosos y arbitrarios que los humanos.

»Se llama antropomorfismo, si no me equivoco, y en este particular somos salvajes y nos permitimos incurrir en él despreocupadamente. Ignorantes como somos de la ciencia de la mente, culpamos de todo lo que desconocemos a los superhombres, en nuestro caso a los de la Segunda Fundación, siguiendo la pista que nos dejó Seldon.

—Ah —lo interrumpió Anthor—, entonces todavía se acuerda de Seldon; ya pensé que lo había olvidado. Seldon afirmó que había una Segunda Fundación, ayúdenos a entender eso también.

—¿Acaso conoce todos los propósitos de Seldon? ¿Sabe usted qué necesidades implicaban sus cálculos? La Segunda Fundación puede haber sido un espantapájaros imprescindible con un fin muy específico en mente. ¿Cómo vencimos a Kalgan, por ejemplo? ¿Qué decía usted en su última serie de artículos, Turbor?

Turbor agitó su robusto cuerpo.

—Sí, ya veo hacia dónde va. Estuve en Kalgan al final de la guerra, Darell, y era bastante evidente que la moral en el planeta estaba por los suelos. Eché un vistazo a las noticias y… vaya, era evidente que esperaban la derrota. En verdad estaban completamente desesperados ante la idea de que la Segunda Fundación intervendría, del lado de la primera, naturalmente.

—Exactamente —dijo Munn—. Yo estuve ahí durante toda la guerra; le dije a Stettin que la Segunda Fundación no existía, y me creyó. Se sentía seguro. Pero no había manera de hacer que la gente dejara de creer de la noche a la mañana lo que había creído toda su vida, de modo que el mito finalmente cumplió un papel muy provechoso en el juego de ajedrez cósmico de Seldon.

Los ojos de Anthor se dilataron repentinamente, y se fijaron sarcásticamente sobre el semblante de Munn.

—Yo digo que usted miente.

Homir empalideció.

—No creo que deba aceptar, ni mucho menos contestar, una acusación de esta naturaleza.

—Lo digo sin ningún ánimo de ofenderlo personalmente. Usted no puede evitar mentir, ni siquiera se da cuenta de que lo hace. Pero en cualquier caso, miente.

Sémic posó su mano marchita sobre el brazo del joven.

—Tranquilícese, muchacho.

Anthor se lo sacudió, en absoluto con suavidad, y dijo:

—Ya han agotado mi paciencia. No he visto a este hombre más de media docena de veces en mi vida, y aun así encuentro increíble el cambio operado en él. Ustedes lo conocen desde hace años y sin embargo les pasa inadvertido. Es suficiente para volverlo a uno loco… ¿Se puede llamar a este hombre al que han estado escuchando Homir Munn? Desde luego no es el Homir Munn que yo conocí.

Hubo una mezcla de reacciones conmocionadas, por encima de las cuáles se oyó el grito de Munn.

—¿Me está acusando de ser un impostor?

—Quizá no en el sentido habitual —voceó Anthor por encima del estruendo—, pero un impostor en cualquier caso. ¡Silencio todo el mundo! ¡Reclamo su atención!

Les arrojó una mirada feroz que los conminó a obedecer.

—¿Alguno de ustedes recuerda al Homir Munn de antes, cuando era aquel bibliotecario introvertido que nunca hablaba sin evidente vergüenza, un hombre de voz tensa y nerviosa que tartamudeaba en sus indecisas frases? ¿Se le parece en algo este hombre? Habla con fluidez, con seguridad, desborda teorías y, ¡por el espacio!, no tartamudea. ¿Es la misma persona?

Incluso Munn parecía confuso. Pelleas Anthor prosiguió.

—Y bien, ¿lo comprobamos?

—¿Cómo? —preguntó Darell.

—¿Usted me lo pregunta? Hay una manera evidente: tiene usted el encefalograma de hace diez meses, ¿no es así? Hágale uno nuevo y compárelos.

Apuntó al bibliotecario, que fruncía el ceño, y espetó:

—Desafío al señor Munn a que se someta a un análisis.

—No tengo ninguna objeción —respondió Munn desafiante—. Soy el mismo de siempre.

—¿Puede estar seguro de eso? —pronunció Anthor con desprecio—. Iré aún más lejos. No me fío de ninguno de los presentes, quiero que todos sean analizados. Ha habido una guerra. Munn ha estado en Kalgan y Turbor ha estado a bordo de una nave y ha recorrido todas las zonas bélicas. Darell y Sémic también se han ausentado… e ignoro dónde han estado. Solamente yo he permanecido aquí en aislamiento y seguridad, y ya no confío en ninguno de ustedes. Para jugar limpio, me someteré a la prueba también. ¿Estamos de acuerdo, entonces, o prefieren que me vaya y siga solo mi camino?

Turbor se encogió de hombros y dijo:

—Yo no tengo nada que objetar.

—Yo ya he dicho que tampoco —siguió Munn.

Sémic asintió silencioso con un gesto de la mano, y Anthor se quedó esperando a Darell. Finalmente este asintió con la cabeza.

—Empiece por mí —dijo Anthor.

Las agujas trazaron su delicada línea a lo largo de la retícula mientras el joven neurólogo permanecía sentado, congelado en el asiento reclinable con los ojos entornados y profundamente concentrados. Darell extrajo de los archivadores la carpeta que contenía el antiguo registro encefalográfico de Anthor, a quien se la mostró.

—Esta es su propia marca, ¿verdad?

—Sí, sí, es mi registro. Compárelos.

El escáner mostró ambos, el antiguo y el nuevo, en la pantalla. Las seis curvas de cada toma estaban ahí y, en la oscuridad, la voz de Munn resonó con una claridad discordante.

—Bien, mire por dónde, eche un vistazo aquí. Hay un cambio.

—Esas son las ondas primarias del lóbulo frontal, no quieren decir nada, Homir. Esas alteraciones que está señalando son tan solo ira. Son las otras las que importan.

Pulsó el botón de control y los seis pares se fundieron, coincidiendo en uno solo. Solo la mayor amplitud de las ondas primarias dio como resultado líneas dobles.

—¿Satisfecho? —preguntó Anthor.

Darell asintió secamente y pasó a tomar asiento él mismo. Sémic lo siguió, y tras él vino Turbor. Calladamente fueron registrando las curvas, que cotejaban también en silencio.

Munn fue el último en sentarse. Por un momento titubeó y, con un matiz de desesperación en su voz, dijo:

—Bueno, tengan en cuenta que soy el último y estoy tenso. Espero que esto se tome en consideración como corresponde…

—Así será —le aseguró Darell—. Ninguna emoción consciente que pueda experimentar afectará más que a las líneas primarias, y estas no son importantes.

Se diría que pasaron horas en el silencio sepulcral que siguió…

Y entonces, en la oscuridad de la comparación, Anthor dijo con voz ronca:

—Claro, claro, es solo el comienzo de un complejo, ¿no es eso lo que nos dijo? Nada de manipulaciones, todo es una estúpida noción antropomórfica… ¡Pero miren esto! ¿Una coincidencia, supongo?

—¿Qué sucede? —chilló Munn.

La mano de Darell sujetaba firme el hombro del bibliotecario.

—Tranquilo, Munn: lo han manipulado, está bajo su control.

Entonces se encendió la luz, y Munn lanzó a su alrededor una mirada rota, haciendo un espantoso intento de sonrisa.

—No puede hablar en serio, seguro que no. Hay un propósito para esto, está probándome.

Darell se limitó a negar con la cabeza.

—No, Homir, no. Es verdad.

Los ojos del bibliotecario se inundaron de lágrimas súbitamente.

—No siento nada diferente, no lo puedo creer… —Y con repentina convicción—: ¡Todos ustedes están en esto, es una conspiración!

Darell trató de adoptar un gesto de apaciguamiento, pero su mano fue apartada de un golpe. Munn gruñó:

—¡Están planeando matarme! ¡Por el espacio, están planeando matarme!

Anthor arremetió contra él; se oyó un chasquido de huesos chocando y en un instante Homir quedaba lánguido e inerte con aquella mueca de horror congelada en su cara.

Anthor se alzó tembloroso y dijo:

­—Será mejor que lo atemos y lo amordacemos. Después decidiremos qué hacer. —Se peinó el largo cabello hacia atrás.

Turbor inquirió:

—Pero, ¿cómo sabía que le pasaba algo?

Anthor se volvió sardónicamente hacia él:

—No resultó difícil. Verá, resulta que yo conozco la auténtica ubicación de la Segunda Fundación.

Cuando se suceden varias conmociones, las últimas causan menor impacto…

En realidad fue de suavidad el tono que adoptó Sémic al preguntar.

—¿Está usted seguro? Me refiero a que acabamos de ver una reacción semejante en Munn y…

—Esto no tiene nada que ver —contestó Anthor—. Darell, el día que comenzó la guerra hablé con usted totalmente en serio. Traté de que abandonara Términus. Le habría dicho entonces lo que le diré ahora, si lo hubiera considerado digno de confianza.

—¿Insinúa que conoce la respuesta desde hace medio año? —sonrió Darell.

—Lo he sabido desde el momento en que me enteré de que Arcadia había abandonado Kalgan camino de Trántor.

Darell se puso en pie repentinamente consternado.

—¿Qué tiene que ver Arcadia con ello? ¿Qué pretende decir?

—Absolutamente nada que no se desprenda de manera evidente de los eventos que conocemos tan bien. Arcadia va a Kalgan y escapa aterrorizada hacia el centro mismo de la galaxia, en lugar de volver a casa. El teniente Dirige, nuestro mejor agente en Kalgan, es manipulado. Homir Munn va a Kalgan y es igualmente manipulado. El Mulo conquistó la galaxia, pero, sorprendentemente, hizo de Kalgan su cuartel general, y se me ocurre preguntarme si fue un conquistador o, quizá, una herramienta. Con cada nuevo giro nos encontramos con Kalgan, Kalgan… siempre Kalgan; el mundo que de algún modo sobrevivió intacto a todas las batallas de los generales durante más de un siglo.

—¿Su conclusión, entonces?

—Es obvio —los ojos de Anthor ardían—: la Segunda Fundación está en Kalgan.

Turbor intervino:

—Yo estuve en Kalgan, Anthor. Estuve allí la semana pasada, y si había una Segunda Fundación ahí, yo estoy loco. Personalmente creo que ha perdido el juicio.

El joven arremetió contra él implacablemente:

—En ese caso es usted un auténtico demente. ¿Cómo espera que sea la Segunda Fundación? ¿Como una escuela primaria? ¿Cree acaso que han instalado campos de radiación que indican con rayos luminosos «Segunda Fundación» en verde y púrpura a lo largo de las rutas espaciales que llevan a Kalgan? Escúcheme, Turbor: donde quiera que estén, forman una oligarquía cerrada. Deben de estar tan bien escondidos en el planeta en el que viven como ese propio mundo lo está para el resto de la galaxia.

Los músculos de las mandíbulas de Turbor se retorcieron.

—No me gusta su actitud, Anthor.

—Puede estar seguro de que eso me inquieta —fue la sarcástica respuesta—. Eche un vistazo a su alrededor aquí en Términus. Estamos en el centro, el núcleo, el origen de la Primera Fundación, con todo su conocimiento de la ciencia física. Bien, ¿qué porcentaje de la población representan los físicos? ¿Puede usted manejar una estación de transmisión energética? ¿Qué sabe usted del funcionamiento de un motor hiperatómico? ¿Eh? El número real de científicos en Términus, incluso en Términus, puede contarse en menos de un uno por ciento de la población.

»¿Cómo será entonces en la Segunda Fundación, donde es necesario mantener el secretismo? Habrá menos sabios, y estos estarán escondidos de su propio mundo.

—Disculpe, pero —dijo Sémic cuidadosamente— acabamos de machacar a Kalgan…

—Así es, así es —respondió Anthor con sarcasmo—. ¡Y cómo lo celebramos! Las ciudades todavía están iluminadas, todavía se lanzan fuegos artificiales, todavía están gritando en los televisores. Pero ahora que retomamos la búsqueda de la Segunda Fundación, ¿cuál es el último lugar en el que buscaríamos, cuál es el último lugar en el que nadie miraría? ¡Exacto! ¡Kalgan!

»No les hemos hecho mucho daño, en realidad. Hemos destruido algunas naves, hemos matado a algunos miles de habitantes, hemos desintegrado su imperio haciéndonos con parte de su poderío económico y comercial…, pero todo eso no significa nada. Apuesto a que ni un solo miembro de la auténtica clase dirigente kalganesa siente la menor inquietud. Al contrario, ahora están a salvo de toda curiosidad. Pero no de la mía. ¿Qué dice, Darell?

Darell se encogió de hombros.

—Interesante. Estoy intentando hacerlo encajar con un mensaje que recibí de Arcadia hace algunos meses.

—Oh, ¿un mensaje? —inquirió Anthor—. ¿Y qué decía?

—Bueno, no estoy seguro. Cinco breves palabras. Pero es interesante.

—Mire —interrumpió Sémic, con preocupado interés—, hay algo que no entiendo.

—¿Y qué es?

Sémic escogía sus palabras cuidadosamente, mientras su labio superior de anciano se levantaba a cada palabra, como dejándolas pasar una a una a su pesar.

—Bien, hace apenas un momento Homir Munn estaba diciendo que Hari Seldon mentía cuando decía que había establecido una segunda fundación. Ahora dicen que no es así, que no mentía, ¿correcto?

—Eso es, no mentía. Seldon dijo que había establecido una segunda fundación, y así fue.

—De acuerdo, muy bien. Pero también dijo algo más. Dijo que había establecido ambas fundaciones en extremos opuestos de la galaxia. Entonces, joven, ¿eso sí era mentira? Porque Kalgan no se encuentra al otro lado de la galaxia…

Anthor parecía molesto.

—Ese es un detalle sin importancia. Esa parte bien podría ser una tapadera para protegerlos. Después de todo, piense… ¿De qué serviría tener a las supermentes de la Segunda Fundación al otro lado de la galaxia? ¿Cuál es su función? Ayudar a preservar el plan. ¿Quiénes son los principales actores del plan? Nosotros, la Primera Fundación. ¿Desde dónde pueden vigilarnos mejor y a la vez servir a sus propios fines? ¿Desde el otro extremo de la galaxia? ¡Es ridículo! En realidad están a unos cincuenta pársecs, lo que es mucho más sensato.

—Me gusta ese argumento —dijo Darell—. Tiene sentido. Miren esto, Munn lleva un rato consciente, propongo que lo liberemos. Es inofensivo, de verdad.

Anthor lo miró con rebeldía, pero Homir asentía vigorosamente con la cabeza. Cinco segundos más tarde se frotaba las muñecas con el mismo vigor.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Darell.

—Pésimamente —respondió Munn malhumorado—, pero no se preocupe. Hay algo que quiero preguntarle a este jovencito que tenemos aquí. He oído lo que tenía que decir y me gustaría que se me permitiera preguntar cuál será el siguiente paso a seguir.

Hubo un silencio enrarecido e incongruente.

Munn sonrió amargamente.

—Bien, suponga que Kalgan es en efecto la Segunda Fundación. ¿Qué kalganeses son de la Segunda Fundación? ¿Cómo pretenden encontrarlos? ¿Cómo van a enfrentarse a ellos si los localizan? ¿Eh?

—Ah —dijo Darell—, se sorprenderá, pero yo puedo responderle a eso. ¿Quiere que le diga qué hemos estado haciendo Sémic y yo durante el último medio año? Le daría otra razón, Anthor, por la cual deseaba quedarme en Términus todo este tiempo.

—En primer lugar —continuó—, he estado trabajando en el análisis encefalográfico con más determinación de la que cualquiera de ustedes pueda sospechar. Detectar las mentes de la Segunda Fundación es un poco más delicado que simplemente localizar la planicie de la manipulación… y en verdad no he llegado a conseguirlo. Pero me he acercado mucho.

»¿Sabe alguno de ustedes cómo funciona el control emocional? Ha sido un tema frecuente en los escritores de ficción desde los tiempos del Mulo y se han escrito, dicho y grabado muchos disparates al respecto. Por lo general se ha tratado el tema como algo misterioso y oculto. Por supuesto, no es así. Que la mente es una fuente de una miríada de diminutos campos electromagnéticos es algo conocido por todos. Cada fugaz emoción hace variar esos campos de manera más o menos compleja, y eso es algo que todo el mundo debería saber también.

»Bien, es posible imaginar una mente capaz de detectar esos campos cambiantes e incluso vibrar con ellos. Es decir, puede existir un órgano especial del cerebro que pueda intervenir en cualquier campo magnético que detecte. De cómo sucedería eso exactamente no tengo la más remota idea, pero eso no es importante. Si yo fuera ciego, por ejemplo, todavía podría aprender el significado de los fotones y los cuantos de energía, y podría parecerme razonable que la absorción de un fotón de esa energía pudiera dar lugar a cambios químicos en algún órgano del cuerpo de manera que su presencia fuera detectable. Pero, naturalmente, no sería capaz de entender el color gracias a ello.

»¿Me siguen todos?

Anthor asintió con firmeza, y los demás de manera un poco más dubitativa.

—Un órgano de resonancia mental de esa naturaleza podría, ajustándose a sí mismo a los campos emitidos por las otras mentes, llevar a cabo lo que se conoce popularmente como «leer las emociones», o incluso «leer la mente», que es en realidad algo aún más sutil. Partiendo de ahí, no resulta difícil imaginar un órgano similar que pudiera realmente forzar un reajuste en otra mente. Podría orientar con su campo más fuerte el más débil de otra, de modo bastante similar a cómo un imán potente orientará los dipolos atómicos de una barra de acero dejándola magnetizada desde ese momento.

»He resuelto las matemáticas de la Segunda Fundación en el sentido de que he desarrollado una función que predeciría la combinación de las rutas neuronales necesarias para la formación de un órgano tal como el que acabo de describir… pero, desafortunadamente, esa función es demasiado compleja como para resolverla mediante cualquiera de las herramientas matemáticas con las que contamos hoy en día. Y eso son malas noticias, porque supone que no me es posible detectar a un manipulador de mentes observando solamente su patrón encefalográfico.

»Pero ha habido algo que sí he podido hacer. He podido, con la ayuda de Sémic, construir lo que describiré como un dispositivo de interferencias mentales. Está al alcance de la ciencia actual la creación de una fuente de energía que imita un patrón de campo electromagnético de tipo encefalográfico. Es más, puede ser construido de modo que cambie aleatoriamente, creando, desde el punto de vista de ese particular sentido mental, una suerte de ruido o interferencias que enmascaran las otras mentes con las que pueda estar en contacto.

»¿Me siguen todavía?

A Sémic se le escapó una risita. Le había ayudado a ciegas en la creación, pero había supuesto de qué se trataría, y había acertado. Aquel anciano todavía tenía qué decir…

Anthor respondió:

—Creo que sí.

—El dispositivo —continuó Darell— es bastante fácil de producir, y he tenido todos los recursos de la Fundación a mi disposición, puesto que se presentó bajo el epígrafe de investigación bélica. Ahora las oficinas del alcalde y las asambleas legislativas están rodeadas de interferencias mentales, al igual que la mayoría de nuestras fábricas principales, y al igual que este edificio. Con el tiempo, cualquier lugar que queramos podrá blindarse contra la Segunda Fundación o contra cualquier futuro Mulo. Eso es todo.

Terminó con sencillez, haciendo un ademán con las manos abiertas.

Turbor parecía pasmado.

—Entonces todo ha terminado. ¡Gran Seldon, todo ha terminado!

—Bueno —repuso Darell—, no exactamente.

—¿Qué? ¿No exactamente? ¿Hay algo más?

—Sí: ¡todavía no hemos localizado la Segunda Fundación!

—¿Qué? —rugió Anthor— ¿Quiere decir que…?

—Sí, eso es. Kalgan no es la Segunda Fundación.

—¿Y cómo lo sabe usted?

—Es fácil —gruñó Darell—. Verá, resulta que yo conozco la auténtica ubicación de la Segunda Fundación.

21

La respuesta que satisfizo

Turbor se rió de repente, con enormes carcajadas que reverberaron sonoramente entre las paredes y que murieron en jadeos. Meneó débilmente la cabeza y dijo:

—¡Santa galaxia, esto va a continuar toda la noche! Uno tras otro vamos sacando nuestro pelele de paja para que los demás lo derriben. Nos lo pasamos muy bien, pero no nos lleva a ninguna parte. ¡Por el espacio! Quizá todos los planetas sean la Segunda Fundación. Quizá no tengan un planeta, sino solo hombres clave distribuidos por todos los planetas. ¿Y qué importa, ahora que Darell afirma que tenemos la defensa perfecta?

Darell sonrió sin humor.

—La defensa perfecta no es suficiente, Turbor. Incluso mi dispositivo de interferencias mentales tan solo hace que nos mantengamos donde estamos. No podemos quedarnos de brazos cruzados eternamente, mirando frenéticamente en todas direcciones buscando al enemigo desconocido. No solo necesitamos saber cómo vencer, sino también a quién. Y le aseguro que existe un planeta específico habitado por el enemigo.

—Vaya directo al grano —le instó Anthor, cansado—. ¿Qué es lo que sabe?

—Arcadia —dijo Darell— me envió un mensaje, y hasta que no lo recibí no fui capaz de ver lo evidente. Con toda probabilidad nunca hubiera conseguido verlo. Sin embargo, el mensaje era simple: «un círculo no tiene fin». ¿Lo ven?

—No —respondió Anthor testarudamente, y resultaba obvio que hablaba también en nombre de los demás.

—«Un círculo no tiene fin» —repetía Munn pensativo, arrugando la frente.

—Pues a mí me pareció evidente —dijo Darell con impaciencia—. ¿Qué es lo único que sabemos a ciencia cierta sobre la Segunda Fundación? ¿Eh? ¡Se lo diré! Sabemos que Hari Seldon la situó «en el fin estelar». Homir Munn especulaba con que Seldon hubiera mentido sobre la existencia de la Fundación. Pelleas Anthor teorizaba sobre la posibilidad de que Seldon hubiera dicho la verdad en ese punto, pero que hubiera mentido sobre la localización de la Fundación. Yo afirmo que Seldon no mintió en ningún detalle, sino que dijo la verdad absoluta.

»Pero, ¿qué es el fin estelar? La galaxia es un objeto plano, con la forma de una lente. La sección a lo largo del plano que ocupa representa un círculo, y un círculo no tiene final, como Arcadia apreció. Nosotros, la Primera Fundación, estamos situados en Términus, en el borde exterior del círculo. Estamos en un extremo de la galaxia, por definición. Ahora sigan el filo de ese círculo hasta llegar al extremo opuesto. Síganlo, síganlo, síganlo… No encontrarán tal extremo. Simplemente volverán al punto de partida…

»Y ahí es donde encontrarán la Segunda Fundación.

—¿Ahí? —repitió Anthor—. Quiere decir… ¿aquí?

—Sí, ¡aquí! —exclamó Darell enérgicamente—. ¿En dónde podía estar, si no? Usted mismo apuntó que si la Segunda Fundación era la guardiana del Plan Seldon, era improbable que estuviera situada en el que supuestamente es el otro extremo de la galaxia, donde estarían aislados hasta extremos inconcebibles. Una distancia de cincuenta pársecs le parecía más razonable. Yo les digo que aun eso es demasiado lejos, que una distancia de cero pársecs es más lógica. ¿Dónde podrían estar más a salvo? ¿Quién los buscaría aquí? Es el viejo principio de que el lugar más obvio es el menos sospechoso.

»¿Por qué estaba el viejo Ebling Mis tan sorprendido y alterado cuando descubrió la ubicación de la Segunda Fundación? Estuvo buscándola desesperadamente para advertirla de la llegada del Mulo cuando descubrió que este se había hecho con ambas Fundaciones de un solo golpe. ¿Y por qué fracasó el Mulo en su búsqueda? ¿Cómo no iba a fracasar? Si uno está buscando una amenaza inconquistable, difícilmente la buscará entre los enemigos que ya ha conquistado. De modo que las supermentes pudieron tomarse su tiempo y urdir planes para detener al Mulo, lo que finalmente consiguieron hacer.

—Es simple hasta la exasperación: aquí estamos con nuestras tramas y maquinaciones, esforzándonos por mantener el secretismo… cuando en realidad hemos estado todo el tiempo en el mismo corazón del baluarte enemigo. Tiene gracia…

El escepticismo no se borró del rostro de uno de ellos.

—¿Sinceramente cree usted esa teoría?

—Así lo creo, sinceramente.

—En ese caso cualquiera de nuestros vecinos, cualquier desconocido que pase por la calle, podría ser un superhombre de la Segunda Fundación, con su mente atenta a la nuestra, sintiendo el pulso de nuestros pensamientos.

—Exacto.

—¿Y nos han permitido actuar durante todo este tiempo sin interferir?

—¿Sin interferir? ¿Quién ha dicho que no hayan interferido? Usted mismo ha demostrado que han manipulado a Munn. ¿Qué le hace pensar que cuando lo enviamos a Kalgan lo hiciéramos exclusivamente por voluntad propia, o que Arcadia nos espiara y lo siguiera por su propio pie? Probablemente no han cesado de interferir en nuestros actos. Y en cualquier caso, ¿por qué habrían de hacer más de lo que ya han hecho? Les conviene bastante más despistarnos que simplemente detenernos.

Anthor se sumió en una profunda meditación de la que emergió con expresión disgustada.

—Esto no me gusta nada. Sus interferencias mentales no bastarán: no podemos permanecer en la casa indefinidamente y tan pronto como la abandonemos estaremos perdidos con lo que creemos saber ahora. A menos que pueda construir un pequeño dispositivo para cada habitante de la galaxia…

—Sí, pero no estamos del todo indefensos, Anthor. Los hombres de la Segunda Fundación tienen un sentido especial del que nosotros carecemos. Es su fuerza y, al mismo tiempo, su punto débil. Por ejemplo, ¿se les ocurre algún arma ofensiva que sea efectiva contra un hombre normal, dotado de visión, pero que sería inútil contra uno ciego?

—Claro —reaccionó Munn rápidamente—. Una luz enfocada sobre los ojos.

—Exacto —dijo Darell—. Una potente luz cegadora.

—Bueno, ¿y qué?—preguntó Turbor.

—Pues la analogía está clara: tengo un dispositivo de interferencias mentales que crea un patrón electromagnético artificial, lo que para la mente de un hombre de la Segunda Fundación sería como un rayo de luz para nosotros. Pero el dispositivo es caleidoscópico: cambia rápida e incesantemente, por encima de las posibilidades de seguimiento de la mente receptora. Muy bien, imagínenselo como una luz relampagueante del tipo que les produciría dolor de cabeza, si se prolongara lo suficiente. Ahora intensifiquen esa luz o ese campo electromagnético hasta volverlo cegador… se convertirá en dolor, un dolor insoportable. Pero solo para aquellos con el sentido en cuestión, no para los que carecen de él.

—¿De veras? —exclamó Anthor, que empezaba a entusiasmarse—. ¿Lo ha probado?

—¿Sobre quién? Por supuesto que no lo he probado, pero funcionará.

—Y bien, ¿dónde están los controles de ese campo que rodea la casa? Me gustaría ver eso.

—Aquí. —Darell extrajo algo del bolsillo de su chaqueta: era pequeño, apenas si abultaba en el bolsillo. Le lanzó el cilindro tachonado de botones.

Anthor lo inspeccionó cuidadosamente y se arrugó de hombros.

—Solo por mirarlo no me enteraré de cómo funciona. Dígame, Darell, ¿qué botón no debo tocar? No quisiera desactivar la defensa de la casa por accidente, ya sabe.

—No lo hará —dijo Darell con indiferencia—. Esa opción está bloqueada—. Golpeó con el dedo un interruptor de palanca que permaneció inmóvil.

—¿Y qué es este botón?

—Ese controla el ritmo de variación de los patrones, y este de aquí la intensidad. A esto es a lo que me refería.

—¿Puedo…? —preguntó Anthor, con el dedo sobre el controlador de intensidad. Los demás se arremolinaron a su alrededor.

—¿Por qué no? —se encogió de hombros Darell—. No nos afectará…

Lentamente y casi amagando una mueca, Anthor giró el controlador, primero en un sentido y después en el otro. Turbor apretó la mandíbula hasta que le rechinaron los dientes, mientras Munn parpadeaba rápidamente. Era como si se lamentaran de poseer un aparato sensorial inadecuado para localizar aquel impulso que no podía afectarles.

Finalmente, Anthor se encogió de hombros y lanzó el mando de vuelta al regazo de Darell.

—Bueno, supongo que podemos creer en su palabra…, pero realmente cuesta imaginar que estuviera pasando algo cuando giraba el control.

—Naturalmente, Pelleas Anthor —dijo Darell con una tensa sonrisa—. Lo que le he dejado era una imitación. Mire, tengo otro. —Se apartó repentinamente la chaqueta y agarró un mando idéntico al que había escrutado Anthor, que estaba colgado de su cinturón.

»Mire —pronunció, y con un gesto giró el dial a la máxima potencia.

Con un chillido inhumano, Pelleas Anthor se derrumbó. Rodó presa del dolor, empalideció, y con los dedos convertidos en garras se tiraba en vano del cabello.

Munn alzó los pies apresuradamente para evitar cualquier contacto con aquel cuerpo que se retorcía; sus ojos eran dos abismos de terror. Sémic y Turbor eran dos figuras de yeso, blancos y rígidos.

Darell, sombrío, devolvió el dial a la posición anterior. Anthor se convulsionó débilmente una o dos veces y se quedó quieto extendido en el suelo. Seguía vivo, con su cuerpo agitado por la respiración.

—Súbanlo al sofá —ordenó Darell, sosteniendo la cabeza del joven—. Ayúdenme con esto.

Turbor lo agarró de los pies; podrían estar levantando un saco de harina. Más tarde, tras largos minutos, la respiración se calmó y las pestañas de Anthor parpadearon hasta que se abrieron del todo. Tenía el rostro horriblemente amarillento, y el pelo y el cuerpo empapados en sudor. Su voz, cuando habló, sonó rasgada e irreconocible.

—¡No! —musitó—. ¡No! ¡No lo haga de nuevo! Ustedes no saben… No saben… Ohhh… —fue un largo y trémulo gemido.

—No lo volveremos a hacer —dijo Darell— si nos cuenta la verdad. ¿Es usted miembro de la Segunda Fundación?

—Déjenme tomar un poco de agua —suplicó Anthor.

—Traiga agua, Turbor —dijo Darell—, y la botella de güisqui.

Repitió la pregunta una vez Anthor hubo bebido un buen trago del licor y tres vasos de agua. Algo pareció relajarse en el joven…

—Sí —dijo con cansancio—. Soy miembro de la Segunda Fundación.

—¿Y está localizada aquí? —continuó Darell.

—Sí, sí. Tiene razón en cada detalle de lo que ha dicho, doctor Darell.

—Muy bien. Ahora explíquenos qué ha estado sucediendo durante el último medio año. ¡Díganos!

—Me gustaría dormir —susurró Anthor.

—¡Más tarde! ¡Ahora hable!

Suspiró temblorosamente. Después habló, en voz baja y apresuradamente. Los demás se inclinaron sobre él para escuchar.

—La situación se estaba volviendo peligrosa. Sabíamos que Términus y sus físicos se comenzaban a interesar por los patrones de ondas cerebrales y que estaban preparados para desarrollar algo como el dispositivo de interferencias mentales. La enemistad contra la Segunda Fundación cada vez era mayor. Debíamos detenerlo sin arruinar el Plan Seldon.

»Nosotros… tratamos de controlar el movimiento. Intentamos unirnos a él. Alejaría las sospechas y reduciría el esfuerzo necesario. Nos encargamos de que Kalgan les declarara la guerra para distraerlos aún más. Por eso mandé a Munn a Kalgan. La supuesta concubina de Stettin era una de nosotros. Ella se encargó de que Munn siguiera los pasos adecuados…

—¡Callia es…! —gritó Munn, pero Darell lo silenció de un gesto.

Anthor continuó, ajeno a cualquier interrupción.

—Arcadia lo acompañó. No habíamos contado con eso… no se puede prever todo… así que Callia la condujo a Trántor para evitar que interfiriera. Eso es todo. Excepto que perdimos…

—Trató de enviarme a Trántor, ¿verdad? —preguntó Darell.

Anthor asintió.

—Tenía que librarme de usted. El creciente triunfalismo de su mente era lo suficientemente claro: estaba resolviendo el problema del dispositivo de interferencias mentales.

—¿Por qué no me sometió a control?

—No podía hacerlo… No podía. Había recibido órdenes claras. Trabajábamos de acuerdo con un plan. Si improvisaba, lo habría echado todo por la borda. El plan solo predice posibilidades… usted lo sabe… como el Plan Seldon. —Hablaba poseído por la angustia y de manera apenas coherente. Sacudió la cabeza de un lado a otro febrilmente—. Trabajábamos con individuos… no grupos… implicaba muy pocas probabilidades… perdidos. Además… si lo controlo… otro inventa dispositivo… inútil… tenía que controlar los tiempos… más sutilmente… el plan del Primer Orador… desconozco todas las facetas… salvo… no funcionó… —se calló.

Darell lo zarandeó bruscamente.

—¡Todavía no puede dormirse! ¿Cuántos de ustedes hay aquí?

—¿Eh? ¿Qué dice…? Ah… no muchos… sorpréndase… cincuenta, no… necesitamos más.

—¿Todos aquí en Términus?

—Cinco… seis fuera en el espacio… como Callia… tengo que dormir.

Se agitó repentinamente como si hiciera un enorme esfuerzo y su expresión se volvió más clara. Era un último intento de justificarse, de moderar su derrota.

—Casi lo consigo al final: iba a apagar las defensas y hacerme con su control. Habría visto quién manda… Pero me dio aquel mando falso… Sospechó de mí desde el principio…

Y finalmente se durmió.

Turbor dijo en un tono sobrecogido:

—¿Desde cuándo sospechaba de él, doctor Darell?

—Desde que vino por primera vez —fue la tranquila respuesta—. Lo enviaba Kleise, decía, pero yo conocía a Kleise, y en qué términos nos separamos. Él era un fanático del tema de la Segunda Fundación, y yo lo había abandonado. Mis propósitos eran razonables, puesto que consideré mejor y más seguro seguir mis propias indagaciones solo. Pero no podía decírselo a Kleise, y tampoco me habría escuchado si lo hubiera hecho. Para él yo era un cobarde y un traidor, quizá incluso un agente de la Segunda Fundación. Era un hombre rencoroso y desde aquella época hasta casi el día de su muerte no tuvo trato alguno conmigo. Y entonces, de repente, en sus últimas semanas de vida, me escribe como un viejo amigo para presentarme a su alumno más brillante y prometedor como colaborador y retomar la vieja investigación.

»No tenía ningún sentido. ¿Cómo podía hacer una cosa así sin estar bajo una influencia exterior? Comencé a preguntarme si el único propósito real no sería introducir en mi esfera de confianza a un auténtico agente de la Segunda Fundación. Bueno, y así resultó ser…

Suspiró y cerró los ojos un instante.

Sémic intervino titubeante.

—¿Qué haremos con todos ellos, con esos miembros de la Segunda Fundación?

—No lo sé —respondió Darell con tristeza—. Podríamos exiliarlos, supongo. En Zoranel, por ejemplo. Podemos dejarlos ahí y saturar el planeta de interferencias mentales. Podríamos separar a ambos sexos o, mejor aun, esterilizarlos… y en unos cincuenta años la Segunda Fundación será algo del pasado. Tal vez una muerte tranquila para todos ellos sería más humano.

—¿Cree usted —preguntó Turbor— que podríamos aprender a usar su sentido, o cree que nacen con él, como el Mulo?

—No lo sé. Creo que lo desarrollan mediante un largo aprendizaje, puesto que hay indicaciones encefalográficas que apuntan a que las potencialidades para ello están presentes de manera latente en la mente humana. ¿Pero para qué quiere ese sentido? A ellos no los ha ayudado.

Frunció el ceño.

Aunque no dijo nada, los pensamientos gritaban en su interior.

Había sido muy fácil, demasiado. Habían caído, aquellos invencibles, habían caído como villanos novelescos, y eso no le gustaba nada.

¡Galaxia! ¿Cuándo sabe un hombre que no es una marioneta? ¿Cómo puede un hombre saberlo?

Arcadia volvía a casa, y sus pensamientos se apartaron de aquello con lo que habría de enfrentarse al final.

Pasó una semana desde su llegada, después dos, y él no podía dejar de darle vueltas a aquellos pensamientos. ¿Cómo iba a hacerlo? Ella había cambiado de niña a mujercita durante su ausencia, por medio de alguna extraña alquimia. La chica era su nexo de unión con la vida, su nexo con un dulce matrimonio que apenas se prolongó más allá de la luna de miel.

Una noche ya tarde, le preguntó tan despreocupadamente como fue capaz:

—Arcadia, ¿qué te hizo pensar que Términus contenía las dos fundaciones?

Habían estado en el teatro, en los mejores sitios con visores tridimensionales privados para cada uno; ella llevaba un vestido nuevo, comprado expresamente para la ocasión, y estaba contenta.

Se lo quedó mirando un momento y después respondió despreocupadamente:

—Bah, no sé padre. Simplemente se me ocurrió.

Una capa de hielo se formó en el corazón del doctor Darell.

—Piensa —la instó—. Es importante. ¿Qué hizo que pensaras que ambas fundaciones estaban en Términus?

Ella frunció el ceño ligeramente.

—Bueno, estaba la señora Callia: sabía que ella era de la Segunda Fundación. Anthor lo dijo, también.

—Pero ella estaba en Kalgan —insistió Darell—. ¿Qué te hizo decantarte por Términus?

Arcadia esperó varios minutos antes de responder. ¿Qué la había llevado a pensar así? ¿Qué había sido? Tenía la horrible sensación de que había algo que escapaba a su entendimiento.

Dijo:

—Sabía cosas, la señora Callia, y debía de haber sacado toda aquella información de Términus. ¿No suena razonable, padre?

Él se limitó a menear la cabeza.

—Padre —lloró—. Yo lo sabía: cuanto más pensaba en ello más segura estaba, simplemente tenía sentido…

Los ojos de su padre tenían un aire perdido.

—Esto no me gusta, Arcadia; no me gusta. La intuición no es algo bueno cuando se trata de la Segunda Fundación. Lo entiendes, ¿verdad? Podría haber sido una intuición… o podría haber sido control.

—¡Control! ¿Quieres decir que me cambiaron? Oh, no. No, no puede ser. —Dio algunos pasos hacia atrás—. ¿Pero no dijo Anthor que yo tenía razón? Lo admitió. Lo admitió todo. Y has encontrado a todos los miembros aquí en Términus, ¿no? ¿Verdad? Respiraba atropelladamente.

—Lo sé, pero… Arcadia, ¿me dejas hacerte un análisis encefalográfico cerebral?

Ella movió la cabeza violentamente.

—¡No! ¡No! ¡Tengo demasiado miedo!

—¿De mí, Arcadia? No hay nada que temer. Pero debemos saberlo. Lo entiendes, ¿verdad?

Solo lo interrumpió una vez, después. Lo asió por el brazo justo antes de que el último interruptor fuera accionado.

—¿Y si soy diferente, padre? ¿Qué tendrás que hacer?

—No tendré que hacer nada, Arcadia. Si eres diferente nos marcharemos. Volveremos a Trántor, tú y yo, y… y no nos preocuparemos de nada más en la galaxia.

Nunca en la vida de Darell un análisis había sido tan lento ni le había costado tanto. Cuando hubo terminado, Arcadia se acurrucó sin atreverse a mirar. Entonces le oyó reír, y eso bastó. De un salto se arrojó a sus brazos abiertos.

Él hablaba atropelladamente mientras se abrazaban el uno al otro.

—La casa está bajo las máximas interferencias mentales y tus ondas cerebrales son normales. ¡Los hemos capturado de verdad, Arcadia, podemos volver a nuestra vida!

—Padre —dijo en un jadeo—, ¿aceptaremos las medallas ahora?

—¿Cómo sabías que había solicitado que nos excluyeran? —La sostuvo con los brazos extendidos por un momento, y después se rió de nuevo—. Es igual, siempre sabes todo. De acuerdo, puedes recibir tu medalla sobre una tribuna, con discurso y todo.

—Y padre…

—¿Sí?

—¿Puedes llamarme Arkady, desde ahora?

—Pero… Está bien, Arkady.

Lentamente la magnitud de la victoria fue calando en él, colmándolo. La Fundación, la Primera Fundación (ahora la única), era la dueña absoluta de la galaxia. Ninguna barrera más se interponía entre ellos y el Segundo Imperio, el fin último del Plan Seldon.

Solo tenían que alcanzarlo…

Gracias a…

22

La respuesta que era cierta

¡Una habitación de ubicación desconocida en un mundo no localizado!

Y un plan dentro de otro mayor, que había funcionado.

El Primer Orador alzó la vista hacia el estudiante.

—¡Cincuenta hombres y mujeres! —exclamó—. ¡Cincuenta mártires! Sabían que significaba la muerte o la cadena perpetua, y ni siquiera se les podía orientar para evitar su debilitamiento, ya que la orientación podría haber sido detectada. Y sin embargo no flaquearon: llevaron adelante este plan, porque amaban el gran plan al que servía.

—¿Podrían haber sido menos? —inquirió el estudiante, dubitativo.

El Primer Orador meneó la cabeza lentamente.

—Era el límite más bajo posible. Con menos no habría resultado convincente. De hecho, objetivamente habrían sido necesarios setenta y cinco, para no dejar ningún margen de error. No importa. ¿Ha estudiado el curso de la acción según lo elaboró el Consejo de Oradores hace quince años?

—Sí, orador. —Tras una pausa, continuó—: Me impresionó mucho, orador.

—Lo sé. Siempre impresiona. Si supiera cuántos hombres trabajaron en ello y durante cuántos meses (años, de hecho), le impresionaría menos. Ahora dígame, en palabras, qué sucedió. Quiero una traducción de las matemáticas.

—Sí, orador. —El joven organizó sus pensamientos—. En esencia, fue necesario que los hombres de la Primera Fundación estuvieran convencidos por completo de que habían localizado y destruido la Segunda Fundación. De ese modo se volvería a la situación que se buscaba originalmente… A todos los efectos, Términus volvería a ignorarnos, a no incluirnos en ninguno de sus cálculos. Una vez más estamos ocultos y a salvo, a costa de cincuenta hombres.

—¿Y el propósito de la guerra con Kalgan?

—Mostrarle a la Fundación que podía derrotar a un enemigo físico, para borrar el daño inferido por el Mulo en su autoestima y en la confianza en sí mismos.

—En este punto su análisis es insuficiente. Recuerde, la población de Términus nos observaba con una clara ambivalencia: odiaban y envidiaban nuestra supuesta superioridad, y, sin embargo, implícitamente confiaban en nosotros como protección. Si nos hubieran destruido antes de la guerra contra Kalgan, esto habría supuesto una ola de pánico en la Fundación. Nunca habrían tenido el valor para resistir ante Stettin cuando atacara después, lo que seguro habría hecho. Nada más en plena euforia por la victoria podían destruirnos con los mínimos efectos negativos. Solo esperar un año tras ese momento ya habría supuesto que los ánimos estuvieran demasiado calmados como para que tuviéramos éxito.

El estudiante asintió con la cabeza.

—Ya veo. Entonces el curso de la historia proseguirá, sin desviarse, en la dirección marcada por el plan.

—A menos —señaló el Primer Orador— que ocurran nuevos accidentes individuales imprevistos.

—Y en ese caso —dijo el estudiante— todavía estamos aquí. Excepto que…, bueno, hay una faceta del actual estado de las cosas que me preocupa, orador. La Primera Fundación está ahora en posesión del dispositivo de interferencias mentales, que es una poderosa arma contra nosotros. Eso, como mínimo, ha cambiado con respecto a la situación anterior.

—No le falta razón. Pero no tienen a nadie contra quien usarlo. Se ha convertido en un dispositivo estéril, de igual manera que sin el estímulo de la amenaza que suponía nuestra existencia, el análisis encefalográfico se convertirá también en una ciencia estéril. Otros tipos de conocimiento traerán de nuevo beneficios más importantes e inmediatos, de modo que esta primera generación de científicos de la mente de la Primera Fundación será también la última… y en un siglo, las interferencias mentales serán apenas un vago recuerdo del pasado.

—Bien… —El estudiante hacía cálculos mentales—. Supongo que tiene razón.

—Pero aquello sobre lo que quiero llamar más su atención, joven, por el bien de su futuro en el Consejo, es la importancia otorgada a las pequeñas maniobras introducidas en el plan durante la última década, en la mitad de los casos simplemente porque estábamos tratando con individuos. Por ejemplo la manera en la que Anthor hubo de suscitar sospechas contra sí mismo de tal manera que maduraran en el debido momento, si bien eso fue relativamente simple.

»También el modo en que la atmósfera se manipuló de tal manera que a nadie en Términus se le ocurriera prematuramente que su propio planeta podía ser el objetivo que estaban buscando. Ese conocimiento teníamos que proporcionárselo a la niña, Arcadia, a quien nadie, excepto su propio padre, prestaría atención. Era necesario enviarla a Trántor, después, para asegurarnos de que no se pondría prematuramente en contacto con él. Ellos dos fueron los dos polos de nuestro motor hiperatómico, cada uno inactivo sin el otro. Y había que accionar el interruptor, el contacto entre los dos polos, justo en el momento exacto. Yo me hice cargo de eso.

»Asimismo teníamos que encargarnos adecuadamente de la batalla final: la flota de la Fundación debía estar rebosante de confianza en sí misma, mientras que la flota de Kalgan debía estar preparada para huir. También yo me hice cargo de eso.

Dijo el estudiante:

—Me parece, orador, que usted… Quiero decir, que nosotros… contábamos con que el doctor Darell no sospechara que Arcadia era una herramienta nuestra. De acuerdo con mi comprobación de los cálculos, había aproximadamente un treinta por ciento de probabilidades de que sospechara en ese sentido. ¿Qué habría pasado en ese caso?

—Ya nos habíamos encargado de eso. ¿Qué se le ha enseñado sobre las planicies de manipulación? ¿Qué son? Ciertamente, no la prueba de la introducción de una tendencia emocional: eso se puede hacer sin ninguna posibilidad de detección ni por el más refinado de los análisis encefalográficos concebibles. Esto es consecuencia del teorema de Leffert, como ya sabe. Es la anulación, la extirpación de tendencias emocionales previas lo que se hace visible. Forzosamente.

»Y, por supuesto, Anthor se aseguró de que Darell lo supiera todo sobre las plataformas de manipulación…

»No obstante, ¿cuándo se puede someter a un individuo a manipulación sin que sea visible? Ahí donde no hay tendencias emocionales previas que extirpar. En otras palabras: cuando el sujeto es un niño recién nacido cuya mente aún es una tabla rasa. Arcadia Darell era una niña en esas condiciones aquí en Trántor hace quince años, cuando se trazó la primera línea de la estructura del plan. Ella nunca sabrá que se la ha controlado, y además le supondrá una ventaja, pues el control implicó el desarrollo de una personalidad precoz e inteligente.

El Primer Orador dejó escapar una breve risa.

—De algún modo lo más asombroso de todo esto es lo irónico que resulta. Durante cuatrocientos años muchos hombres han estado cegados por las palabras de Seldon «el otro extremo de la galaxia». Han aplicado su propio pensamiento físico particular al problema, calculando con compases y reglas el otro extremo, terminando con el tiempo bien en un punto de la periferia a ciento ochenta grados siguiendo el borde de la galaxia, o bien en el mismo punto de origen.

»Sin embargo, nuestra mayor amenaza residía en el hecho de que había una posible solución basada en un modo de pensamiento físico. La galaxia, como sabe, no es simplemente un ovoide achatado, ni la periferia una curva cerrada. En realidad es una doble espiral con al menos el ochenta por ciento de los mundos habitados en el brazo principal. Términus es el extremo exterior del brazo de la espiral, y nosotros estamos en el otro, porque, ¿cuál es el extremo opuesto de una espiral? Pues naturalmente, el centro.

»Pero esto es trivial. Es una solución accidental e irrelevante. Se podría haber encontrado la solución inmediatamente si quienes trataban la cuestión hubieran recordado que Seldon era un científico social, no uno físico, y hubieran ajustado sus procesos mentales a este hecho. ¿Qué podría significar para un científico social «extremos opuestos»? ¿Los extremos opuestos de un mapa? Por supuesto que no. Esa es una interpretación puramente mecánica.

»La Primera Fundación estaba en la periferia, donde el Imperio original era más débil, donde su influencia civilizadora era menor, donde su cultura y bienestar estaban prácticamente ausentes. ¿Y dónde está el otro extremo social en la galaxia? Pues en el lugar donde el Imperio original era más fuerte, donde su influencia civilizadora era mayor, donde su cultura y bienestar estaban presentes con más vigor.

»¡Aquí! ¡En el centro! En Trántor, en la capital del Imperio en la época de Seldon.

»Además, ¡es tan inevitable! Hari Seldon dejó tras de sí la Segunda Fundación para que mantuviera, mejorara y extendiera su trabajo. Eso se sabe, o se supone, desde hace cincuenta años. ¿Y dónde podría hacerse mejor? En Trántor, donde había trabajado el grupo de Seldon, donde se habían acumulado los datos de décadas de esfuerzo. Y el propósito de la Segunda Fundación era defender el plan ante sus enemigos. ¡Eso también era conocido! ¿Y dónde estaba la mayor fuente de peligro para Términus y el plan?

»¡Aquí! Aquí en Trántor, donde el Imperio, moribundo como estaba, todavía tuvo durante tres siglos capacidad para destruir la Fundación, si hubiera decidido hacerlo.

»Después, cuando Trántor cayó y fue saqueado y destruido por completo hace apenas un siglo, fuimos capaces naturalmente de defender nuestro cuartel general y, de todo el planeta, solo la Biblioteca Imperial y los terrenos circundantes permanecieron intactos. Esto era algo perfectamente conocido por toda la galaxia, pero pasaron por alto incluso este indicio aparentemente abrumador.

»Fue aquí en Trántor donde Ebling Mis nos descubrió, y aquí nos encargamos de que no sobreviviera al descubrimiento. Para ello fue necesario preparar las cosas de modo que una chica normal de la Fundación venciera los tremendos poderes mutantes del Mulo. Con toda seguridad un fenómeno tal podría haber atraído la atención sobre el planeta en el que sucedía… Aquí fue donde comenzamos a estudiar al Mulo y planeamos su derrota final. Aquí fue donde nació Arcadia y comenzó el curso de los acontecimientos que llevaron al gran retorno del Plan Seldon.

»Y todos aquellos errores en mantener nuestro secreto, aquellos grandes errores, fueron ignorados porque Seldon había hablado de «el extremo opuesto» según su óptica, y ellos lo habían interpretado según la suya propia.

Hacía rato que el Primer Orador había dejado de dirigirse al estudiante: era, en realidad, una exposición para sí mismo, mientras permanecía erguido frente a la ventana observando el increíble fulgor del firmamento, la gigantesca galaxia, ya segura para siempre.

—Hari Seldon llamaba a Trántor «el fin de las estrellas» —susurró—, ¿y por qué no esa pequeña imagen poética? Todo el universo fue un día dirigido desde esta roca, todas las estrellas eran dependientes de este planeta. «Todos los caminos llevan a Trántor —dice el viejo proverbio— y ahí es donde terminan las estrellas».

Diez meses antes, el Primer Orador había contemplado esa misma profusión de estrellas (en ningún lugar más profusas que en el centro de ese enorme cúmulo que el hombre llama la galaxia) con recelo, pero ahora se reflejaba una lúgubre satisfacción en el redondo y rubicundo rostro de Preem Palver, Primer Orador.