Historia natural de los celos: ¿por qué somos celosos?
Los celos son, de todas las enfermedades del espíritu, aquella a la que más cosas sirven para alimentarla y menos para remediarla.
MONTAIGNE, Ensayos (1580-1592)
Los celos se manifiestan con tal variedad y de forma tan distinta en individuos y en relaciones de pareja tan dispares que no puede hablarse de ellos como un fenómeno unitario. Se sigue que sus causas son también muy diferentes y pueden darse aisladamente o en conjunto. Por un lado, hay circunstancias concretas y rasgos de personalidad o problemas psicológicos que influyen en su aparición en un momento dado. Por otro, los celos nacen en una relación de pareja y, por lo tanto, la naturaleza y el desarrollo del vínculo afectivo contribuyen a que surjan, a los diferentes matices que los caracterizan, a su evolución a lo largo del tiempo y a su desenlace. Por último, su carácter universal hace pensar en uno o más factores que los favorecen presentes en muchas personas. Esto ha llevado a los investigadores a buscar sus orígenes en procesos generales del comportamiento, enraizados en la infancia o en la historia evolutiva de las especies, que los desencadenan o avivan. Se examinan a continuación los factores particulares para después abordar las interpretaciones psicológicas más generales.
La primera razón es el miedo a perder a la pareja y todo lo que conlleva, especialmente la posibilidad de caer en la soledad y el abandono. Los celosos ven abrirse ante ellos el abismo psicológico de sentir que son poco importantes para la persona querida y, tal vez, para los demás. Es el miedo a perder algo valioso en lo que se ha invertido mucho tiempo, esfuerzo y recursos en general. El temor a perder a una persona hacia la que se tienen sentimientos positivos y de la que se reciben importantes recompensas: afecto, protección, sexo, placer en general, apoyo, compañía y tal vez otro tipo de bienes, como cierto nivel o reconocimiento social, regalos o dinero. Al miedo a la pérdida se añade el de ser herido, la vergüenza de que los demás lo sepan o el ser considerado como alguien menos valioso o inferior, lo que en la literatura popular y científica se conoce como una pérdida de autoestima.
Los celos poseen una función protectora de la pareja. Cuando se posee algo valioso, se entiende que uno debe protegerlo y defenderlo. Para conservar lo que se tiene no es bueno ser muy ingenuo o excesivamente confiado. Por ello parece útil tener y mostrar algo de celos para que la persona amada se sienta apreciada y querida, y así hacer más difícil que sea seducida o atraída por otra. Por otra parte, comprobar que la otra persona tiene celos parece que asegura la relación, lo que se expresa más o menos como: «Si tiene celos es porque me quiere». En este sentido, son algo inevitable, intrínseco a la relación amorosa, con todos sus inconvenientes y, como veremos después, con algunas ventajas. Se deduce que un poco de celos puede ser bueno para el amor o, dicho de otra forma, que no hay amor sin celos. Ésta es la explicación más socorrida de los llamados «celos normales», de los que se habla en el capítulo siguiente. Ahora bien, como se verá, esto no es necesariamente verdadero ni tiene por qué cumplirse siempre.
Otro sentimiento que hemos visto que forma parte de los celos es el egoísmo y, de hecho, algunas personas interpretan los celos como tal («No soy celoso, soy egoísta»), o como la necesidad de poseer: «No soy celosa. Soy muy posesiva... Una no siente los celos hasta que los siente. Te son algo ajeno hasta que los experimentas... Llegaría hasta el final por la otra persona», decía Lola, una directiva de empresa. Esto equivaldría a un pensamiento irracional del tipo: «Si no tengo toda la atención del otro, no soy nada».
Otra fuente de los celos, relacionada con los que llamaremos después «celos neuróticos», reside en la inseguridad y falta de confianza en uno mismo, que obedecen a sentimientos infantiles y caprichosos. Pueden basarse en una escasa valoración de las cualidades propias, comparadas o no con las de los demás, que pueden expresarse con pensamientos del tipo: «No valgo nada, no soy nada. Me dejará por otro». Se relacionan con la idea defendida por el escritor Milan Kundera, vista en páginas anteriores, sobre la insoportable levedad del ser. Surgirían al reflexionar y darse cuenta de lo frágil de la existencia, y de la indeterminación del futuro inmediato y lejano. Lo poco que vale la vida humana genera angustia que sólo se alivia siendo importante o necesario para otros. Ser algo valioso para otro u otra da trascendencia a la vida de uno. Y es precisamente la amenaza a la existencia, al amor y a la cercanía de la otra persona, es decir, a lo que la hace trascendente, lo que desborda y puede desquiciar a algunos. Muchas personas, incluyendo a muchos psicólogos, piensan que el origen principal de los celos es la inseguridad. Es cierto que el sentimiento de inseguridad se da, junto con otros, en los celos y acompaña siempre al miedo. Pero, al mismo tiempo, es tanto un término como un sentimiento poco preciso, desde luego más ambiguo que el miedo al rechazo y al dolor psicológico, y no parece suficiente para explicar la variedad de los celos.
Los celos van unidos a veces al sentimiento erróneo de propiedad de la otra persona. Este sentimiento de propiedad puede obedecer también, al menos en parte, al esfuerzo volcado y a las ilusiones depositadas en la persona amada y en la relación y convivencia con ella. Las ilusiones son necesarias para todo en esta vida: desde poner en marcha grandes proyectos hasta levantarse cada mañana para ir al trabajo. Y para poder llevar a cabo estas tareas, grandes y pequeñas, se necesita estabilidad afectiva y, en su caso, el apoyo del ser querido. En los proyectos se incluye tal vez tener hijos y educarlos o vivir y envejecer con la persona amada. Las ilusiones son un motor que empuja a actuar y a superar adversidades para alcanzar los objetivos a corto y a largo plazo. Y en la pareja se invierte mucha ilusión. Pueden hacerse muchas cosas sin ella, pero en tal caso todas se vuelven rutinarias, pesadas, dificultosas y pierden su sentido. Si la ilusión puesta en la vida en común se ve amenazada, todo lo que uno hace y todo lo que desea conseguir puede caer como un castillo de naipes. Los pequeños y grandes contratiempos cotidianos se vuelven barreras infranqueables y nada merece ya el más mínimo esfuerzo. Es comprensible que se defienda todo aquello que ilusiona, empezando por la relación con el ser querido, y que se tema todo aquello que pueda destruirlo.
No es menos cierto que la ilusión requiere de cierto autoengaño: sabemos que planes y proyectos no suelen resultar como uno quiere o anticipa. Tardan más de lo esperado en llegar o no llegan nunca, cuestan más esfuerzo del previsto o se encuentran detrás de obstáculos no siempre salvables o fáciles de superar. Frente a ello se tiene siempre a mano una respuesta psicológica que es el autoengaño. Esta vitualla anímica para el camino de la vida no escasea en la alacena del enamorado. Uno sabe por experiencia que todo no saldrá como se espera, pero prefiere creer lo contrario. Alivia y ayuda pensar que el ser querido nos ama y nos amará siempre aunque la realidad dice que esto puede o no ser cierto. Pero uno se empeña en que sea así y por mucho tiempo. Se ha invertido tanto en la relación que la idea de echarlo todo por la borda parece insoportable. Al mismo tiempo, esa inversión otorga una especie de obligación de compensación por parte de la otra persona, deuda inexistente, pero que algunos se creen con el derecho de reclamar.
Otro motivo u origen de los celos es la pérdida de la exclusividad sobre la otra persona. Es fácil caer en la pretensión de que el hecho de amar a alguien y ser correspondido implica que la persona amada tenga que estar pendiente todo el tiempo de uno o de una. Se espera y se intenta ser el foco de atención prioritario, exclusivo y permanente de la otra persona, lo que puede expresarse como: «Si me quiere, tiene que estar pendiente de mí todo el tiempo». Esta fuente de celos no requiere, necesariamente y en principio, la presencia de un competidor. En realidad el rival puede ser cualquier otra persona, o cualquier actividad de trabajo o de ocio que ocupe el tiempo y la atención del ser querido. Los celos se asocian a no gozar de la atención de la otra persona durante todo el tiempo. Se asocia el no recibir atenciones continuamente con no ser querido y, por lo tanto, con una cadena de sentimientos negativos: no significo nada para él, o para ella, no me quiere, no valgo nada, me va a dejar.
Algunos psicólogos distinguen en los celos dos procesos diferentes. Por un lado, el deseo, asociado con la exclusividad y, en particular, con la exclusividad sexual. La ley del deseo es absoluta y su manifestación sería la exclusividad: «La quiero sólo para mí». El segundo proceso sería la necesidad de cercanía o «apego» hacia una o más personas relevantes. La pérdida del apego o relación estrecha con otra persona significativa, en particular la separación real o anticipada, provoca angustia y se relaciona con la inseguridad mencionada antes. Más adelante se hablará algo más de la relación de apego afectivo y su posible papel en los celos.
EXPERIENCIA PREVIA
Los celos pueden tener motivos perfectamente válidos cuando hay pruebas o indicios suficientes de una posible infidelidad. Si estos últimos son reiterados, carecen de una explicación satisfactoria o son abiertamente sospechosos, conviene aclararlos directamente a través del diálogo. Este terreno es muy delicado, y muchas personas no se desenvuelven bien en él. Sin datos suficientes, pueden embarcarse en una investigación, buscando pruebas definitivas, o lanzar una acusación o amenaza directa a la pareja. En los capítulos 6 y 7 se hablará de la indagación de la posible infidelidad y de la resolución de los celos originados por ella.
Muchas personas son celosas por experiencias anteriores negativas:
Mi hermana mayor se casó con un hombre infiel que se la pegaba con todas las que podía. Mi hermana aguantó siempre sin rechistar. Él tiene dos hijos nacidos de estas relaciones. Cuando vi que mi primer marido comenzaba a liarse con unas y con otras decidí separarme, pero me ha quedado la sospecha para siempre. Mi segundo marido es comercial y pasa mucho tiempo fuera de casa, viaja a menudo y siempre come fuera. No puedo evitar pensar si estará con otra. Soy muy celosa y me preocupo. No puedo evitarlo. Me ha influido mucho lo que le pasó a mi hermana, y a mí con mi primer marido.
Una infidelidad confesada puede prender la mecha de los celos y traerlos con todas sus consecuencias negativas a una relación donde no existían. La confesión del infiel puede haberse hecho con la mejor intención: decir la verdad, que no haya secretos entre los dos, manifestar que uno se ha equivocado y se ha arrepentido, esperando la aceptación, el perdón y alcanzar una relación más fuerte y estrecha. No siempre se consigue. Puede suceder que los celos, antes inexistentes, pasen a marcar la relación. La persona traicionada se considerará con autoridad emocional y moral para sacar el tema cuando le convenga y volver a dudar de la lealtad del otro, exigiéndole lo que le venga en gana. El chantaje emocional resultante, la sospecha continua, el echar en cara el pasado cada vez que surge una pequeña discusión, la desconfianza, el utilizar cualquier pequeño indicio como sospecha o prueba cierta de infidelidad envenenarán la relación. Será una tenaza que oprimirá el corazón de los dos y terminará, si no se remedia, rompiendo la pareja.
Los celos pueden provenir de la propia experiencia activa del celoso, que fantasea con infidelidades o que, sin llegar a cometerlas, flirtea o desea tener relaciones sexuales o afectivas con otros, o bien ha iniciado relaciones más o menos serias con un tercero. En ese proceso, se da cuenta de lo que hace y sólo el hecho de imaginar que su amante también lo puede hacer se vuelve insoportable: «Soy celosa porque sé de lo que soy capaz, y yo misma he visto la facilidad con la que puedo seducir a una persona que me interesa». Una mujer que comprueba su capacidad de flirtear y seducir, y de conseguir la atención y el interés sexual de otros hombres, imagina rápidamente que su pareja puede ser seducida con gran facilidad por una competidora. Esta idea hace caer las barreras que ha levantado con anterioridad («A mí no me pasaría eso»), y queda libre el paso para representarse una infidelidad casi segura e inevitable. En consecuencia, se volverá sensible a cualquier señal o indicio de traición o directamente iniciará conductas de vigilancia y control. Puede ocurrir que experimente sentimientos de culpa por lo que ha hecho o que se encuentre en medio de un conflicto entre lo que no quiere que le hagan y lo que le apetece o fantasea con hacer. Una manera de contrarrestar y hacer llevaderos los sentimientos de culpa es acusar al otro, porque, según esta línea de pensamiento, «si no lo ha hecho aún es fácil que lo haga». Tal vez se deba al peso de la experiencia el que algunas personas de pasado promiscuo y liberal se vuelvan muy celosas cuando emprenden una relación estable.
Dejando aparte estos factores particulares e inmediatos, existen interpretaciones generales sobre el origen de los celos, de las que revisaremos las más importantes. Entre ellas destacan las que aportan los psicólogos evolucionistas, las de base psicoanalítica y psicodinámica, las que recurren a la importancia de las diferencias culturales, las que se basan en formas más o menos acertadas o erróneas de valorar la realidad y las aportaciones actuales de las neurociencias. Como se ve, se trata de distintas perspectivas, con mayor o menor base científica según los casos, para explicar un problema variado y complejo. En conjunto, todas aportan información interesante, a veces coincidente, y siempre útil para el objetivo de este libro.
LA CONDUCTA REPRODUCTORA Y LOS CELOS EN LA EVOLUCIÓN DE LAS ESPECIES
Los psicólogos que estudian el comportamiento desde el punto de vista de la evolución de las especies consideran que numerosas conductas son resultado de dicha evolución. Se han conservado debido a que poseen un valor adaptativo que contribuye a la supervivencia del individuo y del grupo al que pertenece. Los psicólogos evolucionistas[1] piensan que los celos y los comportamientos asociados aparecen a lo largo de la historia evolutiva del ser humano y están relacionados con la conducta reproductora y con la vida en grupo. Sostienen que están desencadenados por amenazas a una relación valiosa y que poseen una gran utilidad adaptativa. Facilitan las relaciones monógamas basadas en la fidelidad y actúan como protección frente a la pérdida del amante o las intromisiones de terceros. En concreto, protegerían de dos peligros: por un lado, de la infidelidad masculina y el posible abandono de la pareja, y por otro, de la seducción de la compañera por un tercero, con la consecuencia no deseada de invertir esfuerzos de todo tipo en criar hijos que no son de uno. Máxime cuando la crianza conlleva muchos años de cuidado y atención.
Estos psicólogos proponen que las preferencias y las estrategias reproductoras obedecen a que la selección natural favorecería aquéllas más eficientes para propagar sus genes. En teoría, todos los seres humanos intentarían conseguir la pareja sexual más atractiva teniendo en cuenta diferentes aspectos o valores de este «atractivo»: belleza, fuerza, riqueza, salud, inteligencia, buen carácter, estatus o poder. Las personas tenderían a emparejarse con quienes se ajustan a su propio atractivo. Pero existen diferencias de sexo en la valoración del atractivo y en las estrategias de reproducción, que obedecen a razones biológicas y culturales, en sentido amplio, que derivan de la crianza y normas del grupo. No obstante, los psicólogos evolucionistas dan mucha más importancia a los aspectos genéticos y piensan que muchas estrategias, tanto de selección como de conservación de la pareja, poseen una raíz biológica más que cultural. Así, mientras que los hombres se sienten atraídos por mujeres jóvenes y, por tanto, fértiles, las mujeres prestan más atención al estatus social y a las señales y valores asociados: fuerza, recursos económicos, inteligencia. La belleza física sería un valor compartido, al ir unida a la salud y capacidad reproductora. Todas estas cualidades conducirían a una descendencia más sana, bien criada y con mayores garantías de supervivencia para transmitir los genes propios a otras generaciones.
Una diferencia de sexo capital se encuentra en los recursos empleados para producir descendientes y en sus consecuencias, descrita en la llamada «teoría de la inversión parental», adoptada por estos psicólogos. Las mujeres producen óvulos fértiles en poca cantidad, grandes y costosos en términos biológicos y de tiempo. Se quedan embarazadas durante nueve meses y son quienes principalmente cuidan de los niños. Como consecuencia, la fecundación, el parto y la atención a los bebés requieren invertir todo tipo de recursos (tiempo, esfuerzo físico, salud, alimentación y otros bienes) durante años. Los hombres básicamente producen en gran cantidad y continuamente espermatozoides, que son, en cambio, pequeños y requieren de pocos recursos para obtenerse. La inversión paterna de los varones es mayor que la de otros machos de mamíferos, pero en todo caso mucho menor que la realizada por las mujeres. La estrategia reproductiva óptima para un hombre (entendida como asegurarse la propagación de sus genes a largo plazo con el mínimo coste) es aparearse frecuentemente con mujeres diferentes. Esto lleva a ser poco selectivo y podría justificar explicaciones y estereotipos frecuentes sobre conductas más probables o fáciles de encontrar en hombres que en mujeres: «Los hombres son tontos, ingenuos o débiles y no se resisten a la primera que venga diciéndoles cosas o insinuándose». Una manifestación de esta estrategia reproductiva la proporcionan los resultados de encuestas según las cuales los hombres valoran como más satisfactorias las relaciones sexuales esporádicas que las mujeres. Después de estas relaciones fugaces, las mujeres suelen quedar menos satisfechas y en ellas son más frecuentes los sentimientos de culpabilidad y la idea de que lo sucedido no quede sólo en pasar una noche de sexo. Los hombres, además, perciben un menor riesgo en tener relaciones sexuales con desconocidos. Por el contrario, la estrategia reproductora óptima para una mujer es emparejarse selectivamente con un hombre con buenos genes, que se manifestarían en varias de las cualidades antes citadas, entre ellas la belleza, la fortaleza física o el valor. Estas últimas indicarían una mayor capacidad para proporcionar alimento y protección, al tiempo que se evitan hombres feos, vagos, incompetentes o indiferentes.
Como resultado de estas estrategias o tendencias de comportamiento en la selección de parejas, la interacción de hombres y mujeres compitiendo para reproducirse resulta normalmente en el establecimiento de relaciones a largo plazo. En ellas, el hombre protege a la mujer y a sus hijos e intenta evitar que ella mantenga relaciones sexuales con otros. En cambio, él intentaría tener sexo con otras mujeres sin ser descubierto por su pareja. De estas estrategias surgirían de forma inevitable los celos. Otras deducciones de estas teorías son que las mujeres crían a los hijos, pero pueden tener ocasionalmente encuentros sexuales con algún hombre muy atractivo, de acuerdo con las características descritas. Por su parte, los hombres están más ansiosos por tener sexo y se excitan más fácilmente con la idea de mantener relaciones con muchas mujeres. De acuerdo con estas ideas, los hombres estarían dispuestos a dar algo a cambio de sexo, y las mujeres desearían recibir algo a cambio del sexo, sea alimento, dinero o el compromiso de una relación estable. En este sentido y para algunos psicólogos, la existencia de una tendencia monogámica se debe a un intercambio ventajoso de sexo a cambio de protección de depredadores, rivales sexuales e infanticidas.[2]
Por otra parte, una mujer puede estar segura de que un bebé es suyo y puede estar también bastante segura de la identidad del padre, mientras que los hombres no pueden estar seguros de su paternidad. Esto podría explicar la ovulación oculta en las mujeres, que hace imposible para un hombre saber si el coito en un momento dado tiene más o menos probabilidades de resultar en un embarazo. Ellas pueden engañar a un hombre para que se ocupe del hijo de otro, y las parejas son más estables porque mantener relaciones sexuales no se limita a un corto período de celo. Para copular no hay que esperar a la ovulación, cuando el cuerpo de la mujer produce el óvulo fértil, sino que se puede practicar el coito casi siempre. Las conductas de protección de la pareja, influidas por los celos y por las presiones evolutivas descritas, se prolongarían durante años.
El hombre, apoyado por normas sociales, posee diversas formas de incrementar la probabilidad de que el hijo sea suyo a través, por ejemplo, de la castidad premarital femenina, el control de la sexualidad de la mujer y los castigos por adulterio. Los celos estarían relacionados también con la necesidad de tener certeza de la paternidad. Es decir, el temor más intenso del hombre sería que su mujer practicara el sexo con otro hombre, porque esto conllevaría que él no invirtiera recursos en sus propios hijos. El mayor temor de la mujer sería que su pareja se enamorara o entablara relaciones con otra mujer e invirtiera tiempo y recursos en una rival, en vez de hacerlo en su descendencia. Ser un cornudo lleva además aparejado un coste social que puede ser insoportable para un hombre: burla, degradación o rumores maliciosos que afectan a su prestigio y estatus. Las normas sociales y culturales y, entre ellas, el control estricto de la sexualidad de la mujer tendrían para estos psicólogos una raíz biológica.
LOS CELOS EN LA CONDUCTA REPRODUCTORA
La existencia de la infidelidad a lo largo de la historia humana sería la condición necesaria para que existieran los celos como una protección o defensa de la relación monógama. Serían la reacción ante «señales de alerta» de la presencia de rivales, de sus posibles amenazas y de las pérdidas que pueden acarrear. Los celos masculinos y las conductas asociadas poseen como objetivo patente o implícito impedir el contacto sexual potencial de su amante con otro hombre. Se disparan cuando se dan una serie de condiciones, siendo la más importante la presencia de un rival sexual, y se manifiestan en los comportamientos y actitudes vistos en el capítulo anterior. A lo largo de la historia del ser humano, quienes estaban más pendientes de sus rivales, es decir, los más celosos, fueron quienes mayor éxito reproductivo tuvieron y quienes más genes transmitieron.[3]
Para los psicólogos evolucionistas, y todos los datos apuntan a ello, los celos se dan con la misma frecuencia en hombres y mujeres. En ambos casos están desencadenados por posibles amenazas, como la presencia de rivales interesados y más deseables sexualmente, y dan lugar a actuaciones para impedir o detener la infidelidad y el abandono. Pero existirían diferencias entre hombres y mujeres respecto a sus actitudes hacia la infidelidad. Los hombres estarían más preocupados por la infidelidad sexual que por la emocional, ya que, en el primer caso, sus recursos se dirigen a mantener y perpetuar los genes de otros. En las mujeres, en cambio, la inquietud iría más bien dirigida hacia la posible relación emocional de su pareja con un tercero, lo que impediría al varón cumplir con sus obligaciones conyugales y paternales a largo plazo. Los celos de las mujeres, que arriesgan más en la reproducción, irían encaminados a garantizar a largo plazo recursos para sus retoños. De no ser así, los esfuerzos, cualidades y bienes de su pareja irían dirigidos a mantener a los descendientes de otras mujeres y, por tanto, a perpetuar genes ajenos. Por esta razón, los hombres tienen más dificultad en perdonar una infidelidad sexual que una emocional y, por lo tanto, tienen mayor tendencia a terminar una relación en ese caso. En consecuencia, prestan más atención, buscan y recuerdan mejor los indicios asociados con la infidelidad sexual. En las mujeres sucedería algo semejante ante las señales relacionadas con la infidelidad emocional.
Existe una importante controversia sobre si esto es cierto a nivel empírico. Se trata de uno de los principales problemas de estas teorías, que se examinarán más adelante en el capítulo 7 al hablar de la infidelidad. Una parte de los datos muestra que hombres y mujeres están más afectados por la infidelidad emocional que por la sexual, pero, comparativamente, la infidelidad emocional preocupa más a las mujeres.[4] Otros datos apuntan a una preocupación compartida por ambos sexos respecto a la infidelidad sexual. No obstante, puede haber importantes diferencias individuales. Algunos investigadores encuentran que esta preocupación depende del tipo de relación que existe en la pareja. Hay personas que viven una relación basada en la seguridad y en la permanencia para siempre, mientras que otras viven en pareja sin establecer vínculos demasiado estrechos. Los hombres tienden a elegir este último tipo de relación, prefiriendo la autonomía frente al compromiso. En este caso, les angustia más la infidelidad sexual. Pero la mayoría de las mujeres y aquellos hombres que se entregan de forma estable en sus relaciones sufren más cuando la infidelidad es sentimental.[5]
Otras diferencias se refieren a que las mujeres se preocupan más por rivales más atractivas físicamente, mientras que los hombres se preocupan más por rivales con más recursos. Conductas de celos relacionadas, como se vio en el capítulo anterior, son que los hombres emparejados con mujeres físicamente atractivas muestran una mayor vigilancia de la pareja, mientras que las mujeres actúan de un modo similar cuando están emparejadas con hombres de abundantes recursos. Los hombres tienden más que las mujeres a utilizar tácticas de retención y control, que van desde la sumisión a la violencia. Las mujeres también realizan conductas similares, aunque presentan con más frecuencia las de llamar la atención y reforzar su atractivo físico.
Las teorías evolucionistas explican bien aquellos factores externos que pueden actuar como desencadenantes de los celos. En el hombre que dispone de atributos atractivos, por ejemplo, belleza física, recursos económicos, fama, notoriedad o posición social elevada, el riesgo sería mayor. La consecuencia sería que su pareja mostraría celos y conductas relacionadas con más facilidad. El aumento de competidores masculinos cuando una mujer amplía sus relaciones de amistad o profesionales como resultado de traslados, ascensos, promociones o un nuevo empleo con colaboradores masculinos puede actuar también como desencadenante.
Un caso que describe una de las circunstancias anteriores es el que narra Tania, mujer separada de treinta y siete años, que trabaja de camarera en una cafetería. A las pocas semanas de empezar a salir con Ramón, éste la visitó en su puesto de trabajo. Al ver la amabilidad y el desparpajo con el que trataba a algunos clientes comenzó a preguntarle:
—¿Desde cuándo conoces a ése que se acaba de ir?
—Está viniendo desde hace unos quince días.
—Y ¿por qué le tratas con tanta familiaridad? Parece que le conozcas de toda la vida.
—Ya sabes que soy muy extravertida. Soy así. Y además soy camarera, tengo que tratar bien a la gente.
—Sí, pero no es normal que tengas tanta confianza.
Al poco tiempo dejaron de salir.
LOS CELOS EN EL PSICOANÁLISIS: LA IMPORTANCIA DE LAS EXPERIENCIAS PRECOCES
El psicoanálisis y las escuelas psicológicas afines sitúan el origen de los celos en la infancia y, en especial, en las relaciones con la madre y el padre y su desarrollo a lo largo del tiempo. Estos vínculos afectivos se basan en sentimientos primarios de tipo sexual y egoísta, que se oponen a las normas sociales y cuya naturaleza conflictiva, si no se resuelve, podría constituir el germen de trastornos psicológicos más o menos graves. Los celos y la envidia desempeñarían un papel importante en el desarrollo psíquico y sexual. Ejemplos concretos serían los celos del niño hacia su padre, que caracterizan el complejo de Edipo, y de la niña hacia su madre, el llamado complejo de Electra, conflictos que pueden persistir para siempre. Con el paso de los años estas relaciones influirían en la forma de ser y comportarse de las personas en todas las esferas de la vida y, especialmente, en el ámbito afectivo. Los celos serían la manifestación de un conflicto inconsciente que surge en edades muy tempranas y que no ha sido superado. La exclusividad que recibe y exige el niño pequeño podría estar en el origen de la exclusividad y atención desmesuradas exigidas por algunos celosos adultos a su pareja. Freud los describe en su ensayo Sobre los tipos libidinales[6] como «dominados por el temor de perder el amor, y se encuentran por eso en particular dependencia de los demás, que pueden privarlos de ese amor».
Freud señaló distintas formas de celos que, en conjunto y salvando las distancias, son las que en general pueden distinguirse: los celos normales o competitivos, los celos neuróticos o proyectados y los celos patológicos. Los primeros proceden de una situación real, son proporcionados a las circunstancias y pueden ser controlados. Serían el resultado de los impulsos infantiles de posesión y ambivalencia afectiva, por ejemplo, querer y odiar a la figura paterna o materna y los sentimientos de culpa resultantes de tales impulsos. Estos celos serían reprimidos con mayor o menor éxito. Pero podrían evolucionar y convertirse en celos neuróticos, caracterizados por angustia, hipersensibilidad y susceptibilidad. En tercer lugar, los celos patológicos serían los más graves, y se convertirían en delirantes al llegar a la edad adulta. Que Freud encontrara como normal un tipo de celos no sorprende a sus biógrafos. Sus cartas a Martha Bernays, cuando eran novios, revelan a un Sigmund Freud veinteañero con brotes de celos e ira suscitados por varias personas del entorno de Martha.
La forma en la que se manifestarían los celos en la vida adulta dependería de varias circunstancias. La reacción de la persona ante un conflicto sería desarrollar uno o más mecanismos de defensa, o procesos de adaptación, que permitan dejarlo a un lado o minimizarlo para hacerlo más llevadero. En el caso de los celos, su negación sería uno de esos mecanismos de defensa. Otro de los mecanismos, propio de los celos neuróticos, es la proyección en el otro miembro de la pareja de los deseos de infidelidad que abrigaría uno de sus miembros. Así, los celos obedecerían al ansia de la propia persona que los sufre de tener relaciones fuera del vínculo. Estos deseos serían la manifestación de impulsos libidinosos inconscientes, no tolerados por las normas sociales. Esta competencia entre un deseo inaceptable y los principios morales y sociales crea un conflicto, cuya salida más soportable para el individuo es la proyección sobre su pareja sentimental. Según esta interpretación, el celoso tiraniza al otro acusándolo de sus propias intenciones inconscientes fantaseadas. El psicoanálisis recoge también dentro de los celos proyectivos los casos que se han mencionado antes sobre la persona que desea a otra o que comprueba su capacidad de seducción. El conflicto creado y los sentimientos de culpa por lo hecho se convierten en inaceptables y se transmutan en desconfianza hacia el otro. Las sospechas y acusaciones de infidelidad hacia la pareja hacen más llevadero el conflicto y los sentimientos de culpa.
Una aportación cercana a las ideas psicoanalíticas la constituye la teoría del apego, desarrollada por el psiquiatra y psicoanalista inglés John Bowlby. El apego es el vínculo que surge de la necesidad que poseen los niños pequeños de establecer relaciones estrechas con la persona que cuida de ellos. Todo el mundo nacería con un sistema de apego dirigido a conseguir o mantener la proximidad hacia otras personas relevantes cuando hay necesidad o amenazas. Se manifiesta en la conducta del niño pequeño, a través del mantenimiento del contacto físico y la búsqueda de la proximidad hacia la figura de apego, normalmente la madre, así como a través de la queja o angustia cuando se produce la separación de esta figura. Bowlby sugirió igualmente que la predisposición al apego sería un mecanismo de supervivencia, ya que en el ser humano existe una necesidad innata de contacto físico directo con la madre o con quien cuide del niño o niña en los primeros años de vida. Esta necesidad de contacto es independiente de y posee mayor importancia que la satisfacción de necesidades primarias, como el hambre y la sed. El contacto físico, la lactancia y conductas posteriores de asimiento y seguimiento, especialmente en el segundo año de vida, serían componentes esenciales en la construcción de esta estrecha relación. Además, la naturaleza de este vínculo especial podría influir en las relaciones afectivas de la persona a lo largo de su vida.
En la infancia el sistema de apego sirve para explorar el mundo, como un anclaje seguro en el que el niño se apoya cuando comienza a aventurarse en su entorno y a interactuar con otras personas. La figura de apego es la que sirve de modelo, la imitada y la obedecida. Facilita la adquisición de pautas de actuación frente al mundo exterior y para relacionarse con los demás al proporcionar una base afectiva y cognitiva para establecer vínculos posteriores. Las relaciones de apego no sólo se desarrollan en la infancia con las personas que le cuidaron a uno cuando era muy pequeño, sino que aparecen a lo largo de toda la vida, ya que todo el mundo necesita personas cercanas que le apoyen y le den seguridad y afecto. En los adultos la figura de apego es la persona amada y la amenaza a la relación con ella origina los celos. En este sentido, reproducen el miedo infantil a la pérdida o separación de esta figura. Los celos y el sistema de apego cumplen la misma función en el niño y en el adulto: mantener la relación y la sensación de seguridad que aportan.
El factor clave para unas relaciones maduras sería la calidad de la atención y cuidado que recibe el niño. Una relación de apego segura proporciona una tendencia a confiar en los demás, a establecer relaciones duraderas menos conflictivas y a involucrarse más en el cuidado de los hijos. Por el contrario, el rechazo hacia el niño o no responder de forma adecuada a sus demandas o necesidades lleva a una mala relación de apego, con repercusiones afectivas futuras. Si esta mala relación se une a factores genéticos o a la crianza en un ambiente conflictivo, podría conducir a un comportamiento más solitario o más inadaptado en las relaciones personales en la vida adulta. Así, un estilo de apego inseguro de tipo ansioso, que podría obedecer a un elevado estrés infantil, lleva a una personalidad con deseos exagerados de recibir atención y protección. Serían quienes albergan sentimientos de vulnerabilidad y se manifiestan como excesivamente vigilantes y pendientes de un posible rechazo. Serían también muy sensibles a señales de exclusión procedentes de los demás. Algunos tipos de celos patológicos, como los celos neuróticos, se asemejan a este tipo de apego ansioso. Se darían en personas más miedosas, que se preocupan más por todo, que son menos propensas al enfrentamiento y que tienden a verse inferiores a los demás.[7]
¿ES TAN IMPORTANTE LA INFANCIA EN EL ORIGEN DE LOS CELOS?
Como se ve, muchos psicólogos sitúan el origen de los celos en la infancia, en los estilos de crianza y en el trato recibido por los padres. Esto se manifestaría especialmente en las relaciones de exclusividad, que se producen cuando el celoso busca y espera una atención total y sólo para él de la persona amada, como si fuera un niño desvalido. Otros, en cambio, identifican la angustia de la separación con la inseguridad del celoso. Algunos van más allá y ven en la infancia el germen de un tipo de personalidad, que en algunos casos puede evolucionar y convertirse en un trastorno psicopatológico severo, de lo que se hablará en el capítulo 4.
Otros psicólogos relacionan los celos en los adultos con los celos infantiles, por ejemplo, los que aparecen hacia otro hermano. Estos últimos surgirían de una amenaza percibida o real hacia el vínculo afectivo materno. En su mayoría remiten sin más, pero en unos pocos casos no es así y pueden ir asociados a trastornos del comportamiento como el aislamiento o la agresividad. El efecto de estos celos podría proyectarse hacia el futuro de dos formas. Por un lado, los celos infantiles no resueltos pueden conducir a la aparición de trastornos de personalidad u otras manifestaciones patológicas como los delirios. Por otro, la forma en la que se resuelvan o no los celos infantiles puede afectar a las relaciones afectivas futuras en la adolescencia y en la adultez.
Los estilos de crianza son sin duda fundamentales en la aparición de ciertas emociones, aunque posiblemente no de manera tan radical como defienden estas teorías. Es indudable que en la infancia pueden combinarse distintos factores que lleven a los celos adultos. La personalidad de cada uno, es decir, su forma particular de experimentar, sentir y actuar, podría influir no sólo en la evolución de los celos infantiles, sino en los demás aspectos de las relaciones afectivas y en cómo se manifestarían los celos adultos. En este sentido, los trabajos del psicólogo Jerome Kagan sobre el temperamento infantil demuestran que ciertos rasgos de personalidad se detectan muy pronto en los niños y pueden tener un papel importante en la vida adulta. Kagan estudió la reacción excesiva a ruidos bruscos en niños pequeños, que se corresponde con un rasgo de sensibilidad o tendencia a manifestar emociones negativas con más intensidad. Estos niños podrían ser más sensibles a las amenazas, más dependientes del vínculo con la madre y más proclives a tener celos infantiles. De mayores, podrían tener una mayor tendencia a presentar celos patológicos de tipo neurótico. Por otro lado, el tipo de relaciones y estructura familiar, como por ejemplo la ausencia de una figura paterna o materna, un hogar conflictivo o, en los casos más graves, sufrir abusos o maltrato, contribuyen al desarrollo posterior de trastornos psicológicos, pero no en todos los casos. Lamentablemente, faltan datos empíricos directos que sustenten estas explicaciones.
Ambas teorías, las evolucionistas y las psicoanalistas, describen el comportamiento humano y, en este caso, los celos como si estuvieran guiados por una serie de fuerzas o impulsos básicos, difícilmente controlables y relativamente independientes del contexto social y cultural. En el caso de las teorías evolucionistas, se recurre a argumentos de tipo genético sin que exista ningún dato que enlace de forma precisa un gen o un conjunto de genes que, tanto para los hombres como para las mujeres, provoque, desencadene o facilite los celos. De hecho, los cambios en el estilo de vida de los países desarrollados han ido acompañados de importantes modificaciones en el comportamiento sexual, familiar y reproductivo. Las leyes y las normas de convivencia también han cambiado sensiblemente. Y tal evolución se observa también en los celos y en las conductas asociadas a ellos. No puede explicarse, por tanto, la variedad de la conducta y su enorme dependencia de factores culturales en función de un principio biológico único y general. Como ha criticado el filósofo Mario Bunge, se intentan explicar las normas sociales en términos biológicos imaginarios, como el susodicho impulso masculino para diseminar al máximo sus genes.
EL MIEDO AL RECHAZO
Ah, tú, despiadada,
más cruel que Tachito.
ERNESTO CARDENAL,
Epigramas (1961)
Cerca del miedo a la pérdida se encuentra el miedo a ser rechazado, que se da no sólo en las relaciones afectivas, sino también en otros ámbitos, como por ejemplo en el trabajo. El miedo al rechazo puede ser una de las causas no sólo de los celos, sino también de las conductas violentas de algunos celosos. El rechazo en el ámbito sentimental es más intenso que en otros dominios de la vida. Afecta más cuando quien rechaza es alguien próximo, que pertenece al propio grupo de amigos o de oficio, es vecino o compañero de trabajo y, por supuesto, más aún cuando es un familiar cercano o el ser querido. Según apunta Robin Dunbar, distintos datos señalan que las mujeres experimentan con más intensidad el rechazo social que los hombres.[8]
El ser humano está muy pendiente del comportamiento de los demás. En este sentido, se afirma que posee un cerebro social que lleva a aceptar mejor el daño causado por el azar que el provocado por otros. Hay personas que son muy sensibles al rechazo en todos los ámbitos de la vida social y no sólo en el sentimental. Son quienes se preocupan en exceso o se sobresaltan por las opiniones y actuaciones de los demás, mostrando así una gran vulnerabilidad. Tienden también a malinterpretar ciertas situaciones sociales ambiguas o ciertos sucesos aleatorios como rechazo intencional, y a sentirse ofendidos por ello. Les sucede esto a quienes interpretan todo comentario o crítica, por buena intención que tenga, como un ataque. Los signos de rechazo provocan temor, ansiedad y sentimientos de amenaza o ira hacia quien los emite. A las personas sensibles a estas actitudes puede que les cueste hacerse a la idea de que a todos no sólo nos critican, sino que nos han rechazado más de una vez. Las críticas son inevitables, tanto las justificadas o razonables como las injustificadas. Y en muchos sentidos, vengan o no de nuestra pareja, permiten conocer mejor nuestros defectos y corregirlos y, además, ayudan a conocer las intenciones y actitudes de los demás.
Sufrir un rechazo es una experiencia relativamente normal y ocurre por razones muy variadas: no somos perfectos y no podemos gustar a todo el mundo. Además, puede ocurrir que, también por numerosos motivos, dejemos de gustar a alguien que anteriormente nos apreciaba o nos quería. Esto es duro de aceptar, pero es así. Si no hay una buena capacidad de inhibir o controlar las reacciones espontáneas y no meditadas ante el rechazo, pueden darse emociones negativas de consecuencias imprevisibles, como cólera o resentimiento, y desplegarse de forma automática comportamientos inadecuados o violentos. Como se verá más adelante, el rechazo o la exclusión social en sus diferentes formas (infidelidad, abandono, opiniones negativas, rumores maliciosos, pérdida de empleo o pérdida de la reputación) pueden provocar cambios fisiológicos que explicarían algunas de las reacciones de los celosos.
Las investigaciones concluyen que hay dos problemas básicos en el miedo al rechazo que trastornan la vida de algunas personas. En primer lugar, malinterpretar ciertas situaciones interpersonales como rechazo cuando no es así. Esto les puede suceder, por ejemplo, a personas muy susceptibles o a las que buscan la gratificación inmediata y lo quieren todo enseguida. Son quienes tienden a adelantarse a los acontecimientos y considerar como rechazo lo que son negativas perfectamente razonables. El celoso tiende a malinterpretar indicios, llegar a conclusiones precipitadas y obrar en consecuencia. En segundo lugar, la pobre capacidad para controlar los impulsos o autorregular la conducta que poseen algunas personas. Las reacciones agresivas, del tipo que sean, siempre causan daño, a veces irreparable. Por ello, y como se ha dicho, forma parte de los tratamientos psicológicos para los celosos la mejora de sus habilidades de comunicación interpersonal y la formación para aumentar el control o la autorregulación de su conducta.
EL APEGO, EL RECHAZO Y LA MODERNA NEUROCIENCIA DE LOS CELOS
Actualmente existen investigaciones que permiten enlazar la teoría del apego con los cambios que se producen en el cerebro cuando una persona sufre el rechazo y la exclusión social. Algunos aspectos de esta teoría, como los efectos positivos y el placer provocado por la cercanía del ser querido, así como la angustia causada por la separación, coinciden con los datos de cómo reacciona el cerebro en las situaciones interpersonales. Las aportaciones de los neurocientíficos podrían explicar la intensidad de los sentimientos negativos que constituyen los celos y por qué hacen sufrir tanto.
La teoría del apego subraya que, desde la infancia, existe una dependencia absoluta del niño pequeño respecto a las personas que lo cuidan. En cambio, en la juventud y adultez las relaciones con el grupo social y con las personas más cercanas son menos intensas y sólo influyen, si lo hacen, en la supervivencia a largo plazo. Cuando una relación interpersonal significativa se pierde o se ve amenazada, hay una pérdida de la protección social y una mayor vulnerabilidad. Se experimenta o, en el caso de los celos, se anticipa una disminución en los recursos para superar una crisis del tipo que sea, e incluso para sobrevivir en situaciones graves. Las personas que viven solas mucho tiempo enferman más y son menos longevas. Aunque la relación de pareja ya no es el potente vínculo que fue en otra época, el apoyo social es necesario en todos los órdenes de la vida, especialmente en sociedades complejas y poco dadas a mantener vínculos estrechos entre familiares, compañeros de trabajo y vecinos.
El ser humano es muy sensible a las señales de rechazo social procedentes de quienes le rodean. Una pérdida personal, causada por la infidelidad o la ruptura sentimental, puede provocar un intenso dolor psicológico. El rechazo social, del tipo que sea, conlleva una disminución real o potencial del valor que uno posee para los demás. Si a uno le abandona la pareja o le pone los cuernos, es que no vale tanto como pensaba, circunstancia que se relaciona con el ataque a la autoestima del que se habla más adelante. Hoy en día se sabe que el dolor psicológico provocado por la exclusión o el rechazo activa prácticamente las mismas regiones cerebrales que el dolor físico. Esto se refleja en parte en el lenguaje que se utiliza para describir el dolor psicológico: «Se me abren las carnes», «Tengo el corazón partido», «Se me revuelven las tripas», «Se me encoge el corazón». Lo mismo ocurre con la amenaza de pérdida social: provoca cambios cerebrales idénticos a los que suscita la amenaza de dolor físico. Además, se sabe que el rechazo social activa las regiones del dolor de forma más intensa cuanto más cercana es la persona que rechaza. Como reza el dicho popular, «no ofende el que quiere, sino el que puede».
Los sistemas cerebrales del placer y la recompensa intervienen en las conductas sociales de aproximación y formación de vínculos. No sólo entre padres e hijos, sino también en las relaciones sentimentales y en las que se mantienen con otras personas. Sobre estas regiones actuarían neurotransmisores como la dopamina, hormonas como la oxitocina y otras sustancias, como los opiáceos endógenos, que intervendrían en el apego social. Los opiáceos endógenos (endorfinas, encefalinas y dinorfinas) actúan en distintas regiones cerebrales e intervienen en numerosos procesos: reacción al dolor o reacciones emocionales, por ejemplo, pero se activarían especialmente cuando se está con los seres queridos. Poseen propiedades parecidas a las de los derivados del opio, como la morfina y la heroína. Provocan alivio del dolor, sedación y euforia. Pero también adicción. Los investigadores hablan de una posible adicción opiácea asociada a los lazos sociales con la persona amada que se refleja en el profundo malestar que provoca el rechazo o la separación.[9] En otras especies, estas sustancias alivian el estrés que provoca la separación materna en las crías. Por lo tanto, podrían aumentar el placer provocado por la cercanía de las personas queridas y también atenuar el sufrimiento resultante de la separación o del rechazo social. La intensidad del malestar en estas dos últimas circunstancias podría llegar a equipararse a la del mono o síndrome de abstinencia que sufre el adicto a la heroína.
En situaciones de laboratorio en las que se simula el rechazo o exclusión social se observan de forma sistemática cambios en varias regiones cerebrales. Por un lado, se activan áreas relacionadas con el dolor y emociones negativas, como la amígdala (situada en el lóbulo temporal) y varias zonas de la corteza cerebral. Entre ellas, la corteza cingulada anterior o corteza que recubre el cuerpo calloso (haz de fibras nerviosas que unen los dos hemisferios cerebrales) y la ínsula, región formada por un repliegue situado entre las cortezas frontal, parietal y temporal. Esto explicaría el enorme malestar que se experimenta con el rechazo. También se activan regiones de la corteza frontal que servirían para controlar y frenar ese malestar, en concreto, la corteza prefrontal ventrolateral del hemisferio derecho. La corteza cingulada anterior desempeña un papel importante en el circuito cerebral compartido del dolor físico y social, y forma parte de un sistema más amplio de alarma o defensa cerebral ante situaciones potencialmente dañinas. Este sistema permite que se detecten las señales que anticipan una amenaza y que se reaccione dedicando atención y esfuerzos para suprimirla o atenuarla.
El celoso anticiparía una pérdida y un rechazo por parte de la persona amada, que le provocaría un intenso dolor psicológico, muy semejante o incluso más intenso que el dolor físico. La angustia ante la separación resultaría de la combinación de la carencia de sustancias que se producen con el contacto social (como los opiáceos endógenos) y de la activación de regiones relacionadas con el dolor físico y psicológico. El sufrimiento del celoso podría tener así una base fisiológica: la amenaza o anticipación de perder algo esencial en su vida y, en consecuencia, el temor a que suceda le producirían un dolor insoportable.
DESENGAÑOS AMOROSOS Y RECHAZO
Rata inmunda,
animal rastrero,
escoria de la vida,
adefesio malhecho.
Infrahumano,
espectro del infierno,
maldita sabandija,
cuánto daño me has hecho.
PAQUITA LA DEL BARRIO,
Rata de dos patas
La víctima de un rechazo lo vive con un profundo sentimiento de pérdida y con emociones mezcladas de amor, ira, desesperación, dolor y tristeza, en relación con la persona amada. Abundan los pensamientos y recuerdos buenos y malos y la reflexión continua sobre lo que ha sucedido. Este estado puede conducir a una depresión severa y, en algunos casos, al suicidio o al homicidio. A menudo se experimenta como una agresión. Declinar la solicitud de un pretendiente, desde el punto de vista de este último, se percibiría como una acción violenta con consecuencias dolorosas. Pero no sólo es la víctima quien lo vive así, sino a menudo también quien la rechaza. Decir no a la solicitud y a los avances de un o de una pretendiente a veces se hace muy difícil y cuesta mucho. Cuesta porque se va a contrariar a alguien, porque se pierde a un admirador o adulador, o ambas cosas, o por las ganancias o beneficios que comporta tenerlo o tenerla cerca. En otros casos, todo ello por separado o en conjunto puede no provocar ningún coste emocional a quien rechaza, sino más bien un alivio. Cuando cuesta mucho rechazar a alguien se debe a diferentes barreras psicológicas. Entre ellas están el miedo a dar la cara, a dar una mala noticia, a herir a alguien cercano o conocido, a ganarse un enemigo o a posibles represalias. Estas barreras no hacen más que prolongar y empeorar la situación, además de dar alas a las esperanzas del pretendiente. Además, se le engaña, silenciando la verdad acerca de los auténticos sentimientos e intenciones hacia la víctima.
La negativa, se perciba o no como un acto de violencia, está siempre motivada. El trance de rechazar puede y debe resolverse con cortesía y rotundidad. La forma de hacerlo es esencial porque si se realiza de manera poco considerada, lo que incluye una demora excesiva, puede convertirse en una agresión psicológica real. Es entonces más probable que se perciba como un ataque, merecedor de respuesta por parte de quien lo sufre. Para el rechazado supone siempre una agresión psicológica de mayor o menor gravedad, de la que se recupera normalmente pasado un tiempo. Con suerte, y como reza el dicho, «un clavo quita otro clavo», surge un nuevo enamoramiento (y tal vez una nueva decepción) y se olvida lo que pasó. Sin embargo, la primera sensación es la de herida, un dolor psíquico incomprensible e injusto. Es verse durante un tiempo reducido a la nada, porque nada de lo que se posee, material o inmaterial, otorga o da acceso al cariño del amado o de la amada. Aparte de este dolor, que tiene su período de duelo, la reacción puede ser en ocasiones de ira y despecho hacia quien, justa y motivadamente, le ha rechazado. No siempre sucede así, y la reacción puede ser positiva, de cambio y reorientación de intereses hacia otros objetivos amorosos más alcanzables, benevolentes o acogedores, o hacia actividades profesionales o de ocio antiguas o nuevas. No es infrecuente que de un desengaño amoroso surja la dedicación a una carrera profesional diferente, emigrar a otra ciudad o a otro país para empezar una nueva vida o, incluso, alumbrar una creación artística de gran mérito.
En el caso de la pareja ya establecida, todos los factores que pueden fomentar el dolor psicológico provocado por el rechazo se encuentran en acción y se diría que sobrecargados. No se está ya ante la incertidumbre del comienzo de una relación, sino ante una experiencia y, tal vez, convivencia que ha tardado su tiempo en cuajar. Se refiere a la pérdida de alguien insustituible o irreemplazable, sin el cual uno no imagina que pueda vivir. Entran en juego los factores que se mencionaban al comienzo del capítulo resultado de las ilusiones, planes, expectativas y esfuerzos de todo tipo volcados y cosechados en la relación. El dolor se multiplica, y la angustia ante la amenaza y ante la representación mental de la pérdida y el vacío posterior también lo hace. El celoso anticipa o vislumbra, aunque sea con tenues indicios, la nada: el suelo se abre bajo sus pies y todo lo que ha hecho no vale y se esfuma. Es una terrible y lacerante situación de desamparo que no sabe manejar. Imaginar el rechazo, la traición o el desengaño provoca, como se ha dicho, un sufrimiento análogo al dolor físico intenso y cuyas consecuencias, dependiendo de las personas, pueden ser terribles. El dolor que provoca ser rechazado pasa de ser anticipado a ser real, provocando una inquietud de intensidad variable. Quien sufre así es fácil que pierda el control de sí mismo e intente adelantarse y evitarlo de la forma que sea.
Mientras que hay personas que sobrellevan esta posibilidad o incertidumbre, e incluso amenaza, de perder lo que más quieren con naturalidad, otras no pueden evitar los a veces terribles y pavorosos sentimientos de celos. Lo que para unos es una posibilidad en la que no merece la pena detenerse a reflexionar por la ausencia de indicios, para otros es una profecía monstruosa pendiente de cumplirse más pronto o más tarde. Pero no queda ahí, ya que el amor y, en especial, el amor apasionado lo intensifica todo. Como se verá en el capítulo 5, el dolor psicológico, al igual que el miedo y el estrés, contribuyen a desencadenar conductas violentas en determinadas personas.
FACTORES SOCIALES Y CULTURALES
Los defensores de las teorías culturales se han ocupado prioritariamente de las diferencias de los celos entre hombres y mujeres, relacionadas con la conducta sexual y con sus reacciones ante la infidelidad. Estas diferencias se atribuyen a los procesos de socialización, que son los que transmiten e inculcan en las personas normas morales y de comportamiento, así como a los criterios que determinan qué está bien visto y qué no lo está y puede, por tanto, ser sancionado por el grupo. Este proceso se lleva a cabo a través de la educación formal e informal, de la exposición a modelos y formas de comportarse en otros y, sobre todo, a través de normas explícitas o implícitas sobre lo que se debe y no se debe hacer. Todo ello sometido a cambio y evolución.
Históricamente, y en la mayor parte de las sociedades, la mujer ha estado sometida al hombre, ha necesitado su permiso para llevar a cabo muchas actividades y ha tenido que darle explicaciones de todo. Las mujeres han sufrido con más intensidad no sólo la violencia física y psicológica, sino también el castigo social por realizar conductas no toleradas por el grupo. Existen normas diferentes para hombres y mujeres respecto a la conducta sexual y a las relaciones de pareja. Así, la promiscuidad se tolera más en el sexo masculino que en el femenino. Como resultado, la infidelidad femenina ha sido siempre peor considerada que la masculina. En consecuencia, se acepta que se castigue con más intensidad y, en algunos países, incluso con la muerte. La infidelidad en el hombre no ha estado ni tan mal vista ni ha sido tan severamente castigada. La norma social persigue aparentemente que los hijos nazcan dentro de una relación estable y que reciban cuidados continuos durante los primeros años de vida. Se consiguen así más beneficios para el grupo, pero en detrimento del placer sexual femenino. Se une a ello el hecho biológico del elevado coste reproductivo y de crianza para la mujer. El resultado es una menor libertad sexual para ella.
Estas pautas culturales persisten en sociedades machistas, muy tradicionales, en las que la mujer se encuentra en una posición de subordinación e incluso de sumisión al hombre. En ellas, el «macho» tiene que dominar y controlar a su pareja. Se manifiestan también en el miedo del celoso a la pérdida de control sobre su mujer y al «qué dirán» si los demás saben que se enamora de otro o que se la pega con otro. El castigo social al «cornudo» estimula a mantener el dominio sobre la mujer, sus sentimientos y su comportamiento. En relación con ello se encuentra la idea de «propiedad» sobre la mujer y, como se vio antes, sobre sus sentimientos e incluso sobre su receptividad sexual. La perpetuación de estas pautas culturales estaría en el origen de uno de los tipos de celos más perversos y peligrosos, como son los celos posesivos, manipuladores o agresivos. Las pautas culturales, no obstante, cambian y a veces lo hacen muy rápidamente.
Un caso especial sería el de las llamadas «culturas del honor», mucho más estrictas con la transgresión sexual femenina. Son las sociedades en las que hay una tendencia a responder con la agresión para defenderse de cualquier insinuación, ataque, amenaza o intento de desposeerle a uno de lo que considera su propiedad. En estas culturas, la infidelidad femenina es percibida como un «ataque al honor» y a menudo se permite al marido o padre castigar a la infiel o a la adúltera con la muerte, o se atenúa al máximo la pena por el homicidio causado por una infidelidad. Se trata de culturas tradicionales, en las que hay una asignación muy clara de roles sociales a los dos sexos, dominancia para los hombres y sumisión para las mujeres, a la que acompañan exageradas diferencias en poder y bienes. En las mujeres se ensalzan ciertos valores o «virtudes», como la vergüenza asociada con el comportamiento sexual, la virginidad, la limitación de actividades sexuales o el rechazo de la promiscuidad. En los hombres se presentan como valores positivos la autoridad familiar, la dureza o insensibilidad de carácter y la promiscuidad. En este enjambre de actitudes se puede encontrar también la propiedad de la mujer y de sus sentimientos, unida a la sumisión «al señor de la casa» y actitudes que se corresponden con expresiones del tipo «harás lo que yo diga» o «me tienes que hacer caso». La «cultura del honor» quita valor a los celos femeninos, a la vez que justifica los de los hombres y la «defensa de su honor» y proporciona una legitimación al maltrato provocado por sus celos.
La interpretación sociocultural no dice nada o muy poco acerca de cuáles serían los orígenes precisos de las restricciones culturales a la libertad sexual y, en particular, a la de las mujeres. Podrían responder a las diferencias históricas que han existido en la fuerza física, en la distribución y disfrute de bienes económicos y en las exigencias reproductivas ya descritas, que castigarían a un sexo en beneficio del otro. El orden social y económico habría plasmado estas diferencias en códigos y normas de conducta en todas las sociedades. El grupo en el que se vive y los citados procesos de socialización perpetúan este estado de las cosas, que puede cambiar con el paso de los años y la evolución del conjunto de la sociedad. Sin embargo, no cambian tanto. Aunque los tiempos, y con ellos las costumbres y valores, evolucionan, lo cierto es que hay datos que indican que no siempre es así. Una encuesta en España de la Federación de Mujeres Progresistas reveló en 2011 que el 80% de los jóvenes de entre catorce y dieciocho años opinaba que en una relación de pareja la chica «debe complacer» al chico y que éste tiene la obligación de protegerla. Como se ve, actitudes no alejadas de las culturas del honor. En conjunto, los celos son una preocupación universal a lo largo de los siglos, presente hoy en día en todas las sociedades, recogida en mitos, leyendas, dramas, tragedias y todo tipo de narraciones.
En otro orden de cosas, la incertidumbre que reina en la sociedad actual puede potenciar los celos. Para el psicólogo Jerome Kagan, las emociones negativas dominantes en el ser humano de nuestro tiempo, como la ansiedad, la depresión y los celos, van unidas a la mayor incertidumbre de nuestros días. En concreto, a los cambios rápidos y continuos en todo lo que nos rodea, incluyendo la inestabilidad y menor duración de las relaciones afectivas. Se pasa mucho tiempo separado de la pareja en el hogar y en el trabajo, y rodeado tanto de posibles futuras parejas como de posibles rivales sexuales y sentimentales. Aunque existen ritos (matrimonio) o símbolos (anillo de casado o de casada, tratamiento de señora o señorita) que indican hasta cierto punto la disponibilidad o libertad sentimental o sexual, su efecto es más bien limitado. Los celos estarían influidos y potenciados por la falta de certeza respecto a lo que sucederá en el futuro.
Los puntos de vista socioculturales tienen elementos comunes con el evolucionismo y el psicoanálisis: para estas tres interpretaciones, la cultura a través de normas impone restricciones a los impulsos y desarrollo sexuales de los individuos. Todas estas explicaciones desplazan la fuente de los celos, y posiblemente la responsabilidad individual en sus manifestaciones, a poderes y entornos lejanos y difícilmente modificables: los escondidos genes egoístas, el añorado e irrecuperable (y posiblemente falso) paraíso de la infancia o las oscuras fuerzas sociales que, desde tiempos inmemoriales, persiguen y oprimen a las mujeres. El margen para la actuación individual es, sin embargo, amplio. Conocerse a uno mismo y conocer a los demás es un primer paso. La psicología clínica y la psiquiatría en todas sus vertientes, desde el diagnóstico y asesoramiento hasta los tratamientos terapéuticos, pueden ser de gran ayuda en la mayoría de casos y situaciones.
MALOS PENSAMIENTOS
Otros psicólogos se han preocupado por los pensamientos y otros procesos mentales que llevan directamente a los sentimientos celosos. Su enfoque es que las personas experimentan sentimientos en función de cómo perciben, valoran e interpretan la realidad. El contenido del pensamiento, las expectativas y las estrategias de solución de problemas, cuando las hay, desempeñan un papel decisivo en el desarrollo y mantenimiento de las emociones y conductas tanto normales como patológicas y, por tanto, de los celos patológicos. Las personas reaccionamos ante los acontecimientos según la forma en la que los percibimos y juzgamos. Y cada uno lo hace de una forma propia y personal. Las consecuencias de las reacciones a lo que se percibe afectan al comportamiento futuro a través de las expectativas, juicios y valoraciones que se realizan.
En el origen de los celos se encontraría la interpretación y valoración de diferentes situaciones como señales de una amenaza contra un aspecto que se considera esencial de uno mismo o de una relación afectiva. Se distinguen por consiguiente dos aspectos. Por un lado, se percibe una posible pérdida de las fuertes e intensas recompensas que se reciben de la relación. Por otro, una amenaza contra algún aspecto o valor de sí mismo que uno considera muy importante y que se ve amenazado o cuestionado por un rival. Es en este sentido también en el que algunos psicólogos afirman que los celos se perciben como inseguridad y como una amenaza contra la autoestima. Serían un ataque al mayor o menor valor que uno se reconoce a sí mismo. Pero una persona se valora a sí misma en función de cómo la valoran los demás y, sobre todo, de cómo la valora la persona amada. La atención que la pareja presta a un rival indicaría que éste vale más que uno en alguna medida o criterio relevante. La relación se vería entonces amenazada por la disminución del valor que uno se atribuye. Además, se encontraría devaluado en relación con los demás. En este sentido, los celos alertarían al individuo de su rango o valor en relación con los rivales o posibles rivales, y provocarían una intensa emoción negativa que le empujaría a actuar para conservar una relación importante y los beneficios derivados de ella. En suma, señalan la posible pérdida de la confianza en el valor, capacidad y estatus de uno.[10]
La autoestima se relaciona también con la aceptación o rechazo que se recibe del grupo al que se pertenece, pues va asociada directamente a lo que piensan los demás de uno. Cuanto más le aprecian a uno, más se aprecia uno a sí mismo. En este punto, estos psicólogos coinciden con la opinión de quienes defienden la importancia de los aspectos sociales y culturales. Las dimensiones principales en las que uno se valora y los demás le valoran (belleza, estatus, recursos, inteligencia) son las más sensibles a la amenaza y están bajo influencias culturales.
Ante una posible infidelidad, el individuo valoraría su gravedad y se preguntaría sobre su posible motivación y sobre las implicaciones y las consecuencias hacia uno. Cuando la amenaza no existe, se está ante la percepción, interpretación y valoración erróneas de indicios, sucesos o el comportamiento de la otra persona (o todo junto). Se interpretaría como una agresión y aparecerían los celos. Las percepciones erróneas son de tipos muy diferentes:
— Sobregeneralización o valoraciones excesivamente negativas de la propia conducta o de uno mismo: «Todo lo hago mal», «Todo son problemas y no sé ni puedo resolverlos», «Todo va a ir mal», «No merezco el aprecio de los demás, ni el de mi pareja». Detrás de ellas puede encontrarse el miedo al fracaso como persona. Si a uno no le quieren o le abandonan, no es lógico pensar que no vale nada o que ha fracasado. No se puede gustar a todo el mundo. La vida tiene muchas facetas diferentes y nadie triunfa en todo.
— Amplificación del problema, que lleva a exagerar la importancia de asuntos que en sí mismos son insignificantes o afectan a un ámbito existencial diminuto comparado con los problemas cotidianos, más graves, de otras personas. Por ejemplo: «He discutido con mi pareja. Mi relación está en peligro».
— Atribuciones causales negativas por las que una persona se culpa de algo sin ninguna razón. Experimenta entonces sentimientos de culpa o vergüenza por situaciones complejas donde concurren muchas circunstancias y la responsabilidad es de agentes o personas distintas, o bien que son resultado de procesos que se alargan en el tiempo y cuya causa no puede atribuirse en modo alguno a ningún factor actual aislado. Por ejemplo: «Gano menos dinero que mi pareja, por lo tanto valgo menos que ella. Va a terminar mi relación».
— Perfeccionismo, que le lleva a creer que todo tiene que salir bien, que nadie comete errores y que no tiene derecho a cometerlos. Por ejemplo: «Tengo que hacer un buen regalo a mi mujer; si no es así, no me lo perdonará nunca» o «Si no doy satisfacción en todo a mi mujer, me dejará de querer y se irá con otro que tenga más atenciones con ella».
— Creencias irracionales, como «Debo agradar a todo el mundo todo el tiempo», «Siempre tengo que estar guapa; si no es así, mi marido me dejará por otra» o «Mi pareja tiene que comportarse como yo quiero que lo haga».
Estos pensamientos pueden determinar una interpretación errónea de indicios y llevarle a sufrir celos de forma crónica. Como son aspiraciones irreales, irracionales e imposibles de cumplir, el celoso vive en un estado continuo de frustración y enfado. En la corrección de estos planteamientos erróneos se basan buena parte de las terapias cognitivas para el tratamiento de los celos, que se verán en el capítulo 9.
El problema de este enfoque cognitivo, basado en los pensamientos equivocados, es que no se distingue con facilidad si realmente son los pensamientos irracionales los que dan origen a los sentimientos de celos o si es al revés. Puede ser que los sentimientos determinen la forma de valorar las situaciones y que lo que se llama «pensamientos irracionales» o «erróneos» (del tipo «No puedo soportar que mi pareja no me quiera tanto como yo a ella» o «Tengo que estar absolutamente seguro en todo momento de que mi pareja me ama, ya que necesito su amor para vivir») sea una elaboración, o racionalización, posterior. Serían entonces, más bien, justificaciones o explicaciones de lo que uno siente.
Sabemos ya algo acerca de lo que provoca los celos. Pero poseen tantas facetas diferentes que no tienen una causa única. A nivel general, existiría una tendencia posiblemente innata a proteger a la pareja y a no perder algo valioso. Por otro lado, muchos psicólogos y psiquiatras opinan que sus aspectos tanto normales como crónicos o psicopatológicos se podrían explicar por experiencias infantiles. Éstas empujarían a evitar a toda costa la angustia de verse separado del ser querido. A esto se añadiría un miedo al rechazo, abandono o pérdida, circunstancias acompañadas de un inmenso dolor psicológico. Para otros, el aspecto esencial es una herida íntima que afecta a lo que más apreciamos en nosotros y que se extiende a nuestro valor ante los demás. Todo ello en un contexto social y cultural que penaliza o estimula, según el caso, unos comportamientos que siguen nuestros instintos básicos de evitación del dolor y búsqueda del placer. A lo que hay que añadir las experiencias previas y la interpretación del contexto inmediato, que indicará la mayor o menor probabilidad de que el suceso temido, infidelidad o abandono, se produzca.
Hasta aquí las opiniones e investigaciones de psicólogos y psiquiatras. Pero la universalidad de los celos plantea también preguntas a filósofos y antropólogos. En más de un aspecto, su variedad y ubicuidad encierran una clave de la condición humana. El territorio del deseo al que uno se ve ocasionalmente abocado es ilimitado, y en el mundo del amor hay quien sufre en exceso por querer recibirlo todo y en exclusiva del amante. El celoso se atormenta a sí mismo ante la mínima señal de que ello no es posible y reacciona atacando al ser querido. Es el arquetipo del deseo inagotable e inalcanzable que vuelve ciego a quien lo padece y deriva en un daño contra sí mismo y contra lo que más quiere.
Como se ve, los orígenes de los celos pueden ser muy variados y, unidos a las diferencias individuales, dan origen, por tanto, a diferentes tipos de celos. Algunos de ellos son los conocidos como «celos normales»; otros, como los llamados «celos neuróticos», están relacionados con la inseguridad del celoso. Hay otros más peligrosos, basados en sentimientos de posesión, y, por último, los celos patológicos que se dan en algunos trastornos mentales.