A Jimena le estaba encantando el manuscrito sobre casas malditas que estaba leyendo, tanto, que a ratos se le olvidaba que debía editarlo y tenía que volver atrás muchas páginas para revisar si se le había pasado por alto alguna corrección. Sin embargo, aquel lunes tenía la cabeza en otra parte. En el estudio de tatuajes, para más señas. En el pelo desgreñado de un desconocido con camisa a cuadros, concretamente. Había pasado todo el fin de semana reviviendo el momento del encuentro. O debía decir «reencuentro», porque algo en el aire se había agitado cuando los dos se miraron, estaba segura. Eran partículas de magia, de ese algo que nos hace diferentes y místicos. Era la señal…, ¿la que estaba esperando?
—Jime, ¿cómo vas?
Una voz la sacó de su ensimismamiento y, cuando levantó los ojos del ordenador, se encontró con su jefe de pie frente a su mesa.
—¿Crees en la reencarnación? —le soltó a bocajarro.
—Uhm…, desarrolla.
—Imagínate que alguien murió cuando era muy joven. ¿Crees que su espíritu, o parte de él, puede habitar en el cuerpo de otra persona?
—Es posible. El concepto del alma es muy complicado.
Jimena asintió.
—¿Es por algún manuscrito que has leído? —le preguntó interesado.
—No. Por un tío con el que me crucé el otro día.
—Pues muy bien —respondió su jefe tan normal. Las rarezas de Jimena no vienen siendo discretas, de modo que todos sus compañeros ya estaban acostumbrados a esas cosas—. ¿Cómo vas con «las casas malditas»?
—Reenvío el texto editado al autor para las últimas modificaciones hoy, como tarde mañana. La semana que viene podemos mandárselo al corrector.
—Genial. Necesitamos las galeradas[1] terminadas, como mucho, el día quince.
Sí, genial, tenía que concentrarse en ello. Pero para eso… tenía que hacer una cosa antes.
Cuando llamó al estudio de tatuajes no quisieron, por supuesto, desvelar el apellido del cliente con el que se había cruzado el viernes anterior, así que no podía investigar sobre él en ninguna red social. Solo sabía que se llamaba Samuel y que era la viva imagen de cómo había imaginado a Santi a los treinta. Llegados a este punto, tenía dos opciones: dejarlo estar o tomar las riendas de la investigación como merecía. Y el tío estaba muy bueno… No le quedaba otra: tuvo que invertir su hora de comer en pasarse por el estudio para hacerse la encontradiza con el tatuador. Está muy loca.
Le costó un rato de conversación, sentada en la camilla, con las piernas colgando, sonsacarle información sobre Samuel. Le daba la sensación de que quería ligar con ella y que por eso no soltaba prenda; no tenía nada que ver con el secreto profesional o la ley de protección de datos. Era una cosa más prosaica aún. Sin embargo, ella, que es muy hábil, fue tirando del hilo, dejándole hablar y alimentando los silencios hasta que averiguó a qué se dedicaba su nuevo Santi reencarnado.
—¿Samuel? Es fisioterapeuta. Tiene el gabinete por aquí cerca. Yo voy de vez en cuando. Me quitó una contractura enorme que tenía aquí, en el brazo.
Se subió la camiseta y le enseñó su hombro haciendo una fuerza sobrehumana para que se le notaran los músculos en su brazo cubierto por el dibujo de un cocodrilo.
De vuelta a la oficina, Jimena se compró un kebab, buscó en Internet y en menos de lo que canta un gallo, no solo tenía la dirección y el teléfono del gabinete de fisioterapia de Samuel Hernández…, tenía, además, el teclado lleno de salsa de yogur y una cita para aquella misma tarde. Ahora ya podía concentrarse en su manuscrito. Y buscar algo con lo que limpiar su mesa.
A las siete y media y después de subir tres pisos sin ascensor, se encontraba frente a la puerta del negocio de Samuel. Estaba un poco nerviosa porque era levemente consciente de que, a pesar de lo impulsiva que es a veces, esta estratagema se llevaba la palma. Ni siquiera sabía qué ropa interior se había puesto esa mañana pero estaba casi segura de que no era de la que le quieres enseñar a nadie a quien te quieras ligar porque crees que tiene un poco del alma de tu primer amor. Dios, ¿por qué todo lo de Jimena suena siempre así?
Llamó con los nudillos, pero nadie le abrió, así que pulsó el timbre. Después de unos pasos lentos, un chico alto, desgreñado, ceñudo y vestido con una camiseta azul marino y un pantalón del mismo color le abrió la puerta. Era él. Estaba aún más bueno de lo que recordaba. Pero no iba por eso. Iba por la chispa de su amante muerto.
—Hola —dijo sonriente.
—Eh…, ¿eres Jimena?
—Sí. ¡Qué coincidencia! ¿Tú no eres el del estudio de tatuajes del otro día?
—Sí. Pasa.
El piso era pequeño y oscuro, olía a la cera caliente de unas velas y a alguna hierba aromática…, ¿romero quizá? Cerró la puerta y el pasillo se sumió en una oscuridad aún mayor. Olvídate, el piso no era oscuro, era una madriguera.
—La primera puerta a la derecha.
Diría que estaba tan nerviosa por la cercanía que se confundió, pero la verdad es que aprovechó para abrir la primera puerta a la izquierda para ver qué había, así, haciéndose la despistada. Se encontró con un dormitorio también oscuro con una cama grande, un armario, dos mesitas de noche y unas cortinas verde pálido que habían vivido tiempos mejores hacía dos o tres décadas. No le dio tiempo a ver más porque una mano grande y fuerte se cernió sobre la suya, que aún sujetaba el pomo, y cerró de un firme tirón.
—Derecha —recalcó con voz grave.
—Ah, perdón. Soy disléxica espacial —se inventó.
Él mismo abrió la puerta correcta y la dejó pasar. Dentro, a oscuras como no, había una camilla cubierta de una sábana desechable, una lámpara de calor, una silla, un perchero y un mueble sencillo con algunos útiles y envases.
—¿Dónde tienes el dolor? —le preguntó.
—Ennnnnnn… —Se lo pensó. ¿Qué zona sería más sexi para tratar? ¿El culo? ¿Decía el culo? Venga, el culo—. Toda la espalda. De arriba abajo. Estoy retorcida.
No había que pasarse.
—¿De cuello a nalgas? —Samuel torció el gesto, como si no se la creyera.
—Totalmente.
—Vale. —Suspiró—. Pues te lo quitas todo de cintura para arriba, menos el sujetador, te desabrochas el pantalón y te tumbas boca abajo, ¿vale?
—Vale.
Se quitó el jersey.
—Pero espera a que salga de la habitación —gruñó él.
Este iba a ser duro de roer…, lo veía venir.
Un par de minutos después llamó a la puerta y esperó a que ella le diese permiso para entrar. Jimena se sentía un filete de pollo allí tendida, con la cabeza metida en ese hueco tan tan tan poco sexi. Escuchó cómo se acercaba y encendía un par de velas con un mechero. Mientras tanto, Jimena miró sus pies enfundados en unas Adidas clásicas con un par de rayitas de color azul y rojo a los lados que le gustaron. Eran del estilo hacia el que habría evolucionado Santi con toda seguridad. Y también le gustaba que con el uniforme de trabajo no llevase zuecos ni nada por el estilo.
Cuando la tímida luz de unas velitas tiritaba iluminando la habitación, se acercó a ella y carraspeó.
—Te voy a desabrochar el sujetador, ¿vale?
—Sírvete tú mismo.
No contestó…, solo hizo saltar el broche del sujetador con un solo movimiento de dos dedos. Madre del amor hermoso.
Con cuidado y avisándola de antemano de nuevo, bajó la cinturilla del pantalón hasta dejarle la rabadilla al aire. Podía parecer que la cosa se ponía interesante…, pero dobló una toalla y la colocó sobre su culo.
—No soy pudorosa —respondió ella.
—Yo sí.
—¿Y si tengo calor?
—No lo vas a tener. ¿Lista?
—Yo siempre estoy lista.
Después de unos tediosos minutos con una lámpara de calor enfocándole la espalda, escuchó cómo se ponía algo en las manos y después estudiaba su espalda de arriba abajo para volver al cuello. Tenía las palmas calientes, grandes, resbaladizas y suaves y el deslizar de estas sobre la superficie de su espalda le estaba dando un gusto más allá del normal…, más allá de la ropa interior, quiero decir.
Vale. Pues ya estaba. Estaba tumbada en una camilla, medio desnuda, con sus manos aceitosas sobre la espalda. A oscuras. Con velas. Solos. Eh…, ¿y ahora qué? ¿Por qué no pensaba en este tipo de cosas cuando planeaba sus estrategias? Bueno…, podía entablar conversación con él para acercar posiciones.
—¿Te dedicas a esto desde hace mucho?
—Sí.
—¿Puedo preguntar cuántos años tienes?
Una palma grande y caliente se extendió sobre su espalda cubriendo casi toda su superficie y ella se calló.
—Mejor no hables, ¿vale?
Un hilito de voz salió a regañadientes de su garganta. Qué borde. Cómo le ponía. Le ponía salvaje. Santi también tenía ese punto cortante a veces, sobre todo con los desconocidos. Con ella no. Seguro que cuando Samuel la conociera dejaría de ser así. Mientras tanto…, bueno…, pues fantasearía en silencio y pensaría en el modo de congraciarse con él. Al menos ese era el plan… hasta que los dedos de Samuel toparon con algo a la altura del omoplato de Jimena, y esta aulló como una hiena.
—¡Me cago en to’s tus muertos! —masculló.
—Me alegro de no tener ninguno reciente —respondió Samuel templado.
—Perdón, perdón. Es que… me has hecho mucho daño.
—Cielo… —sintió cómo se acercaba un poco a ella—, es que te va a doler.
Se alejó de nuevo. Maldita sea. ¿Dónde cojones se había metido? ¿En la casa de un sádico (guapo) borde que (estaba buenísimo) disfrutaba martirizando a unas cuantas chicas? Pasó los dedos por encima de nuevo y volvió a aullar. Ni un lo siento, ni un amago de mayor suavidad.
—Dios… —gruñó cuando él siguió intentando deshacerle el nudo.
Apretó los dientes y se clavó las uñas en la palma de la mano, desesperada. Cuando pensaba que iba a tener que volver a gritar y que ningún tío bueno merecía tanto dolor físico, notó un clac y un alivio inmediato del dolor, pero no solo del que le estaba provocando él con la yema de sus dedos. Algo se desató en sus hombros y sintió que le quitaban un peso de encima. Gimió.
—Esto ya es otra cosa. —Lo escuchó murmurar.
Sí. Hasta que encontró otro nudo. Y luego otro. Y otro. Jimena, que había ido por un impulso romántico y sexual, justificado con el tema de su amante perdido años atrás, era en realidad una pulsera de macramé, llena de nudos. Y aunque fue quitándose tensión de encima, fue sintiéndose más dolorida y desanimada.
Allí, tendida, se preguntó un momento si no sería inútil buscar a Santi allí. Si no hubiera muerto y se hubiera convertido en un fornido fisioterapeuta con greñas, dudaba que la coraza del «chico cortante» le durara tanto rato. Haría bromas, sonreiría de esa manera tan sexi suya, de lado, y estaría intentando ligar con ella, porque el hilo que los unió no se había roto. Estaba segura.
«Santi, por Dios, si estás ahí, manifiéstate», pensó para sus adentros. Pero nada se movió, ningún tarro se cayó misteriosamente de la estantería ni se apagaron las velas.
—Voy a dejarte por hoy —suspiró Samuel—. Mañana vas a estar dolorida, ¿vale? Tómate un antiinflamatorio si te encuentras muy mal. Y… si puedes, ven el viernes, que estarás menos inflamada. Así te acabo.
—Dirás «así acabo contigo».
Fue a levantarse, pero él volvió a posar la palma caliente en su espalda, parándola. Sin mediar palabra, le abrochó el sujetador.
—Gírate. Boca arriba —ordenó.
Ella obedeció a regañadientes. Allí estaba él. Dios. Qué guapo. Sí, pero había sido mucho dolor. Sin Santi mediante, por cierto.
—Cruza los brazos y cógete el hombro contrario con la mano. —Ella lo hizo y él cambió un poco su postura—. Así, un poco más abajo.
Pasó un brazo por debajo de la espalda de ella y se inclinó. «Pero… ¡¿qué coño?!», pensó Jimena con el corazón latiendo a todo trapo. ¿Cómo había pasado de «soy un fisioterapeuta serio» a abalanzarse sobre ella de aquella manera? No sabía si sentirse halagada, ofendida, cachonda o triste. ¿Santi haría las cosas así si tuviese treinta años? El pelo de Samuel cosquilleaba en su frente y el aire que salía de sus pulmones endulzaba su boca. Estaban tan cerca…
—Coge aire —le pidió—. Y ahora, expúlsalo.
Cuando empezó a exhalar, él hizo un movimiento y toda su espalda, incluyendo cuello y esternón, crujió provocándole un alivio que no conocía.
—Ah… —gimió dejando que los párpados, pesados, se cerraran un segundo.
—Sí, ¿eh?
Al escuchar su tono, más relajado, abrió los ojos de nuevo y quiso ver una sonrisa satisfecha en su boca. ¿Era así como reaccionaría al orgasmo de una mujer bajo su cuerpo? ¿Sería aquella su expresión de complacencia? ¿Por qué olía tan bien? Al aceite de romero que usaba en los masajes y a piel.
—Vístete. Te espero fuera.
Y la magia, el alma y el cosquilleo en la nuca desaparecieron de aquella habitación con él, siguiéndole los pasos.
Jimena se incorporó y se quedó sentada en la camilla, sola en la habitación. Tenía un nudo de vergüenza presionándole el estómago. Siempre le pasaba; cuando se precipitaba hacia algún destino, segura de que al final del camino le esperaría algo similar a lo que tuvo con Santi, sentía una alarma en forma de vergüenza. Quizá porque sabía que detrás de tanto plan urdido a toda prisa, existía una pena, una añoranza y una necesidad. Pero no valía la pena, se dijo en cuanto se estiró en busca de la ropa y sintió los tendones apaleados. Decidió, allí y en ese preciso momento, que por más bueno que estuviera ese chico, no volvería. El parecido físico con el que imaginaba que sería Santi hoy en día no era más que una coincidencia. No habían nacido para conocerse, el destino no había intercedido, no estaban predestinados, Santi no estaba mediando desde el más allá para que conociera a alguien con quien ser feliz…, se acabaron los dolores y las decisiones impulsivas.
Sin más, se vistió, cogió el bolso, se puso los zapatos y salió al pasillo, donde él esperaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Eran treinta euros, ¿verdad? —le preguntó.
—Sí. ¿A qué hora te viene bien el viernes?
—Pues es que no sé si me viene bien.
—Míralo y si te parece, tienes mi número.
—Vale.
Le dio los billetes y se colgó el bolso del hombro.
—Te diría que ha sido un placer, Samuel, pero… no sé hasta qué punto no estaría mintiendo.
Las comisuras de los labios de Samuel se arquearon y se desordenó el pelo.
—La primera sesión es normal. Estabas dura como una piedra. Deberías modificar tu postura delante del ordenador.
—Me tragaré un palo a ver si mejoro —contestó ella, mohína.
Se dirigieron hacia la salida, pero Jimena tropezó con algo y trastabilló. En un intento por no clavar los dientes en el suelo, se agarró a la pared y al brazo de Samuel a la desesperada.
—Pero ¿qué mierdas? —se quejó.
—Joder. No te has hecho daño, ¿verdad?
—No, pero de milagro. ¿Qué tienes ahí en medio?
—El monopatín. Pero… creía que lo tenía guardado en el armario. Lo siento.
Jimena se giró hacia él con urgencia y lo miró con los ojos abiertos de par en par.
—¿Monopatín?
—Sí.
—¿Vas en monopatín?
—No habitualmente. Solo… lo tengo ahí. Por los viejos tiempos. De vez en cuando me doy una vuelta.
A Santi el viento le revolvía el pelo cuando se deslizaba sobre el monopatín negro que llevaba a todas partes. Tenía unas pegatinas de RipCurl en la parte de abajo y las ruedas eran de color naranja chillón. Daba igual las veces que se cayera intentándolo, estaba decidido a aprender a saltar con él por la escalinata del parque amarillo, donde solían verse después de clase. Nunca llegó a hacerlo.
—¿Me dejas verlo?
—Eh…, claro. ¿Te gustan?
—Me gustaban —contestó como en trance.
Él lo acercó con el pie y con un gesto lo hizo saltar hasta su mano, para tendérselo después a Jimena. Era viejo, pero se notaba que su dueño lo mimaba, y pesaba más de lo que parecía. Jimena sonrió antes de devolvérselo.
—Bonito. Oye…, ¿te viene bien el viernes a las siete y media? —propuso con su voz de muñeca.
—Sí —asintió.
—A lo mejor te estoy jodiendo alguna cita.
—Yo no tengo citas.
A pesar de lo cortante de su tono y de que aquel chico necesitaba librarse de más de un peso imaginario y relajarse, Jimena volvió a esbozar una gran sonrisa. Antes de salir del piso, echó un último vistazo al monopatín… negro, con restos de pegatinas desgastadas y con las ruedas de un naranja chillón.