15. «Grandes despedidas», Pastora

Cuando nada encaja

Estarás de acuerdo conmigo en que levantarse a las seis de la mañana para marcharse de viaje con una jefa a la que no soportas no es el peor escenario posible para comenzar uno de tus días. En peores plazas hemos toreado, ¿verdad? Eso pensé cuando me sonó el despertador y quise fingir mi propia muerte y darme a la fuga hacia algún destino en el que sobrevivir, gracias a la venta ambulante de pendientes hechos con corteza de coco. Era un día más. ¿A cuántas personas de este mundo les apasiona tanto su trabajo como para que el despertador les suene a arpas celestiales? A ninguna. El despertador es una marranada. Un invento diabólico. Y ya está. Y si todo el mundo opinaba que mi trabajo era la leche…, debía serlo. Un día más, un viaje más, solo era eso…

Pipa nunca volaba con compañías low cost, por norma. Como era ella o la marca con la que colaborábamos en cada situación la que se hacía cargo del coste de los billetes, me daba igual, pero la tía se gastaba un dineral en avión todos los meses porque, además, no le gustaba viajar en turista. «El gallinero», como ella llamaba a la clase más económica, le producía jaqueca y calambres en las piernas porque no podía estirarse. No había nada que decir porque… solía llevarme con ella en business casi siempre. Solo era debido a que necesitaba que durante el trayecto la pusiera al día de lo que tenía que hacer o decir con tal o cual cliente y alguna mierda similar. En ocasiones también lo hacía por el simple placer de tenerme controladita y porque creo que no le gustaba volar sola. Ni tan mal.

Iba pensando en todo aquello cuando me acerqué al mostrador de facturación con el equipaje de Pipa. Era incapaz de viajar con lo justo y tampoco era buena siguiendo mis consejos, con lo que jamás conseguíamos meterlo todo en una maleta de cabina, por lo que siempre nos tocaba llegar antes para facturar. Ella, unos dos o tres metros a mi izquierda y con las gafas de sol (esta vez de Fendi) puestas, hacía rulitos con su pelo alrededor de uno de sus dedos y hablaba con su padre o con su chico, nunca se sabía, porque prácticamente les hablaba igual.

—Señorita Bartual.

Miré de nuevo a la chica del mostrador, que sonreía con apuro, tendiéndome las tarjetas de embarque.

—Sí, perdone.

—Aquí tiene. Y el resguardo de su maleta.

Estudié los billetes y fruncí el labio.

—Disculpe, la señorita De Segovia tiene por costumbre viajar en ventanilla. ¿No sería posible que nos cambiase los asientos?

—No. Lo siento mucho. —Hizo un mohín—. Debido a un problema informático, hemos tenido que reasignar asiento hoy a todos los pasajeros y no queda ninguno de ventanilla libre.

Miré de reojo a Pipa, que había colgado el teléfono y me miraba interrogante. Empezaba mi viaje…

Después de un café americano de tamaño industrial y un latte con leche de coco para Pipa, llegamos (llegó ella y yo asentí) al acuerdo de que como «por mi culpa» no podría sentarse en ventanilla («No es que sea tu culpa, cielo, es que…, ya sabes, te organizas regulín y si no estoy encima de ti… pues eso»), yo me sentaría en medio. Y ella en pasillo.

—No me gusta que un desconocido me toque el brazo cada vez que se acomoda —sentenció con cara de asco.

Si la estupidez fuera tiña, se habría quedado calva hace mucho…

Así que, quitando ese pequeño imprevisto, todo iba según lo acordado. Como siempre, esperaba un tranquilo vuelo de dos horas y cinco minutos hasta el aeropuerto de Linate, donde nos recogería un chófer privado en un Mercedes negro con lunas tintadas, como a ella le gustaba. Pipa, que iría un par de pasos por delante de mí, entraría en el coche con las gafas de sol puestas, como siempre, y yo miraría con ojos de cordero degollado al conductor, pidiéndole en silencio que me cerrara la puerta en la cabeza y terminara con aquel sufrimiento tan fashion. Todo normalidad, coñazo y sarna a gusto que no pica pero mortifica. Es completamente natural que no viera venir que aquel viaje, de alguna manera, cambiaría el rumbo de mi vida.

El picorcito.

El picorcito me avisó, pero lo ignoré. Y no. No voy a recomendar ningún jabón para las zonas íntimas. Me refiero a otro picorcito. A uno muy característico, en la nuca, que te pone sobre aviso cuando se cierne sobre ti el destino.

Como siempre, llamaron primero a los pasajeros del grupo priority y con asiento en business, así que me puse en pie, agarré mi bolso y mi maleta de mano y le di a Pipa su billete.

—El DNI —le recordé.

Picorcito. Me rasqué la nuca despejada gracias a mi coleta.

—No hagas eso, Maca. Parece que tienes pulgas.

El picorcito otra vez. Como si alguien estuviese soplando en mi cuello. Me giré. Un señor de unos sesenta años, tripa prominente, pelo blanco y maletín de negocios, me sonrió. Le devolví la sonrisa.

—No hagas eso, Maca. Parece que estás ligando con ese viejo. No eres una escort.

—El DNI, Pipa —repetí.

—Deberías llevar una copia de mi DNI. Llevo el bolso hasta los topes. ¡A ver quién encuentra ahora la cartera!

Iba a decirle a Pipa que una copia de su DNI no servía para volar pero…, psss, psss, psss. De vuelta la sensación de picor, cosquilleo, escalofrío.

—Pipa, ¿me estás soplando? —le pregunté.

—Ay, Maca, por Dios. Mira que eres rara…

Me volví de nuevo, sorteando al señor de pelo blanco que trataba de adelantarnos por la derecha para pasar antes el control de embarque, pero Pipa tiró de la manga de mi blusa para que me girara. Me recibió una cara de pocos amigos con gafas de sol de marca.

—Maca, no encuentro la cartera.

No sé cuántas señales más tenía que hacerme el cosmos para que no cogiera aquel avión.

Al parecer, el hecho de que se hubiera dejado su cartera de Prada sobre la cómoda de su dormitorio también era culpa mía, pero acordarme de coger su pasaporte (que sí guardaba yo entre mis pertenencias) no contaba como tanto en mi marcador. Para cuando sacamos su documentación, sepultada por ropa perfectamente doblada, cuatro potingues de maquillaje y un arsenal de bragas, ya había embarcado todo el mundo y solo quedábamos nosotras: una Pipa muy digna que entró en el avión con la cabeza bien alta y yo…, una tonta del nabo que pidió disculpas a todo con el que se cruzó.

 

 

Cuando nos sentamos, pensé que todas mis desgracias habían terminado, al menos durante el rato que durara el vuelo. Me tocó sentarme junto a una señora de unos cincuenta años sonriente, amable, con el pelo cano y ojos jóvenes, de las que no da codazos, se saca mocos ni huele mal. Una de las que quieres que te sienten al lado.

—¿Quién nos recoge en el aeropuerto? —me preguntó Pipa.

—El chófer de siempre.

—¿Necesitamos revisar algo?

—No. Lo llevo todo controlado. ¿Por qué no… escuchas un poco de música y descansas?

Me volví hacia ella para descubrirla mirándome extrañada. Normalmente era yo la que insistía para que revisáramos el timming del viaje porque a Pipa siempre le surgían mil ideas que trastocaban cualquier cosa planeada: comida con otras bloggers, ir a hacerse una foto en la puerta de una heladería con un cono chorreando vainilla en la mano que después tendría que comerme yo, una siesta… y, claro, había que encajarlo en el programa. Pero, sinceramente, me la sudaba. Cualquier cosa que surgiera…, ya surgiría. Ahora solo quería pensar en mis cosas…, cosas que no tuvieran que ver con Pipa De Segovia y Salvatierra.

No abrió la boca. Agarró su bolso, buscó los auriculares y se los colocó, para quitárselos en seguida y pedirme que le hiciera una foto «mona» con el antifaz de dormir puesto. Después… solo un «plácido» vuelo por delante.

No sé si has hecho alguna vez el vuelo Madrid-Milán, pero si no lo has hecho puedo adelantarte que, si el día está ventoso, es una experiencia incómoda. No sé si es por la altura a la que todavía vuela cuando, abajo, el paisaje cambia de tierra a mar o si es porque recorre la costa. Quizá solo es una coincidencia y yo haya tenido algún que otro vuelo incómodo. Suelo tener mala suerte para este tipo de cosas, la verdad. El hecho es que cuando el avión empezó a agitarse por culpa de las turbulencias, me resigné a que ese sería otro de esos vuelos de los que bajaba con el estómago revuelto y en la garganta. No tenía ni idea de lo que ese vuelo iba a suponer en mi vida.

Las turbulencias me cabrearon un poco, pero intenté aislarme. Quería pensar un poco con calma sobre por qué la simple aparición de Leo removía tanto dentro de mi cabeza; desde que lo había visto estaba intranquila, incómoda en una vida que yo misma edifiqué a mi alrededor y aguantando el chaparrón de unos recuerdos que estaba convencida de haber descatalogado hacía tiempo. No podía permitírmelo, sobre todo porque Coque me gustaba mucho y había empezado a notar que el solo hecho de ver a Leo dos veces ya había afectado incluso a eso. ¿Cómo era posible que hasta hacía nada mi única preocupación fuera conseguir saber dibujar dónde estaban los límites de mi relación con Coque, y ahora no me importase demasiado que no contestara a mi mensaje?

Quise pedir un café para concentrarme, pero cuando vi a las azafatas replegándose a toda prisa, empujando el carro por el pasillo, supe que tampoco tendría el descanso del guerrero gracias a un buen chute de cafeína.

—Estimados pasajeros; al habla el comandante Martínez. Estamos sobrevolando una zona de turbulencias que nos va a obligar a modificar nuestra altura de crucero. Es incómodo, pero no afecta a la seguridad de nuestro viaje. Lamentamos las molestias.

Pipa se quitó un auricular y se subió lo suficiente el antifaz como para clavar su pupila azul sobre mi cara.

—¿Qué pasa?

—Zona de turbulencias.

—¿Algo más?

—Que van a modificar la altura de crucero, pero que no es peligroso.

—Por Dios. ¿Habrá retrasos en la llegada?

—No creo.

—¿Puedes pedirme un café?

—Las azafatas han recogido el servicio de bebidas, Pipa. No creo que sea seguro con estas turbulencias.

—Pero ¿no acabas de decirme que no era peligroso?

—Una cosa es que el avión no vaya a caerse al mar. Y otra que no sea muy seguro pasearse con un carro de metal lleno de acabados puntiagudos.

—Pídeme un café —sentenció.

Alargué el brazo y pulsé la llamada a la tripulación. Unos segundos más tarde una amable señorita acudía, agarrándose a todos los asientos.

—¿En qué puedo ayudarle?

—¿Pueden traer un café para mi acompañante? —La señalé a ella. Que todo el mundo tuviera claro que era cosa suya.

—Ahora mismo no podemos, lo siento mucho. En cuanto pasemos esta zona de turbulencias reanudaremos el servicio.

—Muy bien, gracias.

En cuanto la chica se alejó unos pasos, Pipa me lanzó una mirada de odio.

—A nadie le importa si el café lo pides para ti o para otra persona. Y un poco más y le ofreces ir tú a hacérselo a ella.

—Si no puede, no puede, Pipa —le respondí en el tono más manso posible.

—Vuelve a llamarla…

Levantó el brazo para darle ella misma al botón, pero se quedó a medio camino cuando el avión descendió de golpe unas cuántas decenas de metros, arrancando algún que otro grito entre los pasajeros.

—Pero ¡¿qué pasa?! —se asustó.

—Que estamos pasando por una zona de turbulencias —insistí.

—¡Pues que pare ya!

—Perdone, pero no creo que eso sea una cuestión que se solucione con pedirlo —interrumpió la amable señora que tenía sentada al lado y que seguramente se sentía molesta por la manera con la que Pipa se dirigía a todo el mundo. Despierta esa clase de antipatía en todos los aviones en los que se monta.

—Muchas gracias por su información —le respondió esta con retintín.

—Al habla el comandante de nuevo. Debido a las fuertes rachas de viento y las nubes que estamos encontrando en el camino, vamos a volver a variar la altura de crucero. Por favor, no se levanten de su asiento y no se desabrochen sus cinturones hasta que la señal luminosa no se haya apagado.

La siguiente sacudida me robó una exclamación también a mí. Una cosa son las turbulencias y otra muy distinta que el aparato se convierta en una especie de coctelera.

Miré de reojo a la señora que tenía al lado y sonreí con cierta timidez.

—No me gusta demasiado volar —le dije en voz baja.

—No es nada. Ya verás.

De nuevo, el aparato descendió unos metros de golpe. Y luego unos cuantos más. Un par de pasajeros gritaron y se escuchó a una chica rezar en voz alta, lo cual no ayudó demasiado a que el pasaje se tranquilizara. Se empezó a extender un murmullo continuo, salpicado de vez en cuando por grititos y exclamaciones cuando el avión se bamboleaba exageradamente. Y se hubiera quedado allí, en un vuelo horrible en el que alguien, con total seguridad, vomitaría, pero…

Primero se nos taponaron los oídos. Estoy segura de que no fui la única que tuvo que obligarse a tragar saliva para quitarse la molesta sensación. Después, sentimos que nos pegábamos al asiento cuando el avión intentó alcanzar mayor altura. Por último… pareció que le cortaban las alas.

Como si hubiéramos estado haciendo pequeños ensayos desde el momento del despegue y por fin tocara tomárselo en serio, el avión, de pronto, descendió de golpe. Pero de verdad. Todos los bolsos y chaquetas que no estaban colocados bajo los asientos, volaron. Flotaron. Y en décimas de segundo todos entendimos que nos precipitábamos sobre el mar.

No sé cuánto duró. Creo que fueron segundos, no lo sé. Sé que me parecieron una eternidad y que me dio tiempo a pensar poco y rápido pero de verdad. Cuando crees que estás a punto de morir, todo tiene una claridad apabullante. Pensé en mis padres, en mi hermano y mi cuñada, en mis chicas, Jimena y Adriana, y hasta en Coque. Tuve una revelación sobre cada una de estas personas. Meses más tarde, me daría cuenta de que todo lo que de pronto se me vino a la cabeza era verdad. Y también pensé en él. En Leo. Y estaba segura de que, sin habérmelo encontrado días antes, también hubiera sido el protagonista de mis últimos pensamientos.

El sonido del aparato precipitándose era ensordecedor. Supongo que por el esfuerzo de los motores. Sin embargo, tal y como me pasó cuando vi a Leo en medio de la plaza de Santa Bárbara, lo único que conseguía escuchar con nitidez eran los latidos de mi corazón. Desbocado. Completamente fuera de control.

No sé si fue la señora o fui yo, pero de pronto nuestros dedos estaban entrelazados y teníamos las puntas enrojecidas por la fuerza ejercida. La miré con pánico. Iba a morir en un puto viaje de trabajo junto a Pipa. Sin haberme librado del odio, sin haber perdonado a Leo, sin haberme vaciado de lo malo, dándome la oportunidad de llenarme con cosas buenas y sanas. Odié no haber aprovechado cada minuto que pasé con él la tarde del miércoles para perdonarnos y odié no haber hablado con Jimena sobre quién lloraría más en mi entierro. Joder. Siento el drama, pero creí que me mataba y, aunque estuve muy tentada, decidí que prefería cerrar los ojos y pensar en lo que pudo haber sido que morir tirándole del pelo a Pipa.

El error de mi relación con Leo fue una mezcla entre ego, ira y vergüenza, concluí para mis adentros. Siempre fue por eso. Porque ninguno daba su brazo a torcer, odiábamos al otro por no hacerlo y alargábamos cualquier problema porque nos avergonzaba entonar el mea culpa. Eso y que lo intentamos siendo demasiado jóvenes. ¿Qué idea iba a tener yo a los quince de querer bien al hombre de mi vida? ¿Sabía lo que significaba «el hombre de mi vida»? Qué va. Pero ahora, en ese momento tan determinante cuando uno sabe que en unos minutos dejará de existir, supe que lo había sido, aunque no sirviera de nada porque juntos no servíamos. La primera vez fuimos demasiado críos y las siguientes cometimos el error de tratarlo de la misma manera.

Volví mentalmente al jardín del Thai Garden y le cogí la mano.

—Quiero perdonarte por aquello —le dije—. Y si tuviera tiempo, arreglaría esto. Te lo juro. Nos merecemos ser algo más que viejos desconocidos que se odian.

Y cuando todo mi ser aceptó la verdad que había en aquello, cuando asumí mis equivocaciones, celebré mis aciertos y me perdoné, cuando acepté que podríamos habernos librado de la culpa y el asco…, el avión se enderezó, los bolsos rodaron por el suelo y el silencio se hizo dueño del aparato por completo. No iba a matarme allí. No era el final; solo… acababa de empezar.