18. «Under the bridge», All Saints

La pausa entre acción y reacción

Cuando subí a la habitación de Pipa, lo hice decidida. Si de algo me había servido todo el asunto del accidentado vuelo era para darme cuenta de que la vida no iba de resignarse, sino de pelear por lo que uno cree que merece. No iba a soportar más cosas que me hicieran daño: ni el ego vapuleado de la veinteañera que fui ni una jefa tirana que disfrutaba señalando todas aquellas cosas que me hacían absurda, humana o diana perfecta para sus burlas. Lo haría con educación pero también con firmeza… y mantendría las manos en los bolsillos para que no se diera cuenta de que me temblaban.

Pipa me abrió con una bata preciosa de satén que recordaba haber recibido en la oficina, procedente de un envío especial para grandes influencers de L’Agent Provocateur. Valía más que mi alquiler mensual. Y estaba increíble con ella puesta.

—Menos mal —me dijo sin el tono de impaciencia que esperaba.

—¿Menos mal? —contesté confusa.

Me dejó pasar, cerró la puerta y puso su cara de arrepentimiento…, esa que ya me conocía muy bien…

—No me mires así —le pedí.

—Ya sé lo que vienes a decirme. —Hizo un mohín.

—Claro que lo sabes, Pipa, pero por mucho que me cueste, tengo que decírtelo.

—Es que…

—Estoy disgustada —confesé—. Mucho. Y lo peor es que si sabes qué vengo a decirte es porque te has dado cuenta.

—Claro que me he dado cuenta. —Agachó la cabeza en un gesto muy poco habitual en ella.

—Pues no puedes seguir haciendo… eso que haces. Humillarme, hacer bromas de lo que se te antoja sin pararte a pensar si me hará daño.

—Macarena…

—No, déjame hablar. Lo haces muy a menudo. Soy consciente de por qué me pagas y por eso voy sin rechistar a hacer tus recados y jamás me quejo, pero alargas mis jornadas de trabajo casi por placer y aprovechas la mínima ocasión para burlarte de mí. Y eso es… —Levanté las palmas de las manos y, después de unos segundos de no encontrar palabras que lo suavizaran, las dejé caer—. Eso es horrible, Pipa.

Se quedó mirándome con sus cejitas castañas clara arqueadas, pero no por sorpresa, sino por pesar. Asintió y me indicó el sofá de su «fabulosa» suite para que tomara asiento y se abrazó a sí misma a la altura de la cintura.

—Lo siento —musitó.

—¿Qué?

No estaba preparada para escucharla admitir su culpa, más bien para tener que defenderme y añadir una lista de datos empíricamente demostrables a mi favor con la voz temblorosa.

—Que tienes razón, Maca. Y lo siento. Sé que no es justificación, pero… no tengo muchas amigas. Casi todas las chicas con las que salgo y eso no son mis amigas. Se acercan a mí por si pueden sacar algo. Y al resto… no sé trataros.

Me quedé mirándola sorprendida y chasqueó la lengua contra el paladar, como si le faltaran las palabras.

—Me haces daño —respondí con un hilito de voz.

—Lo siento mucho. No me dejes.

Arqueé las cejas. No, si cuando yo decía que lo nuestro rozaba la relación sentimental era por algo.

—Así no podemos seguir —me envalentoné.

—Lo sé, pero no puedo decirte otra cosa. Que lo siento y que intentaré tratarte como mereces.

Hice una mueca. En el fondo no me la creía mucho pero…

—¿Qué puedo hacer para que me creas?

—Tratarme bien —le aseguré.

—Vale. —Miró alrededor—. Déjame empezar esta nueva etapa con… un regalo.

—No quiero regalos. —Negué con la cabeza.

—Uno con el que hacer las paces.

Puso en marcha sus eternas piernas, cruzó con tres zancadas la enorme habitación hasta coger algo y volvió con una bolsa de Marc Jacobs, que me tendió con cierta cara de culpabilidad.

—Es para ti. Cuando te fuiste me sentí fatal y… al terminar la comida me fui a pasear para poder pensar. Pasé por delante de la tienda, lo vi y me pareció que te vendría genial. Combina con casi todo, es grande y…

Cogí la bolsa y ella me animó con un gesto a que la abriera. Dentro, un precioso bolso negro de piel. Lo miré con ojitos y luego miré a Pipa, que esperaba ansiosa mi veredicto.

—Es muy bonito —dije un poco triste—. Y muy caro.

—Hay regalos a los que no hay que mirar el precio.

—Ahora me siento mal.

—No te sientas triste. Estas cosas hay que hablarlas. —Se sentó a mi lado y me palmeó la rodilla.

Nos miramos y me sonrió. Vaya mierda. Ella paseando (¡Pipa paseando!) por todo Milán, devanándose los sesos sobre cómo podía pedirme disculpas, y yo maldiciéndola y soñando con hacerle tragar todos sus zapatos de tacón de aguja. ¿Serían imaginaciones mías que Pipa resultara odiosa? ¿Me podía la envidia cochina? ¿No era una superficial de tomo y lomo que disfrutaba sádicamente haciéndolo pasar mal a los «del servicio»?

—¿En paz? —me preguntó.

Parte de mí quería decirle que los regalos caros no lo eran todo, que necesitaba por su parte un compromiso y la promesa de que no me faltaría más al respeto, pero eso me recordó a Leo y a todas las cosas que siempre le pedí que me jurara y que nunca cumplía porque…, seamos sinceros, cuando alguien te obliga a prometer algo que no sientes, es mucho más complicado no faltar a tu palabra. Así que solo asentí.

—Vale. —Volvió a sonreír—. ¿Me peinas?

Dejé el bolso dentro de su funda con cierta pena por tener que desprenderme de él un momento (estaba segura de querer dormir abrazada a su suave piel) y me dirigí hacia el tocador, donde ella ya estaba sentada.

—Pásame la pinza —le pedí— ¿Onda rota?

—No sé qué haría sin ti.

«Morirte», dijo una voz en mi cabeza. La parte de Macarena que seguía acariciando el bolso me reprendió. Y yo la peiné en silencio.

 

 

La fiesta ya había empezado cuando llegamos, por supuesto. Se celebraba en una enorme boutique que una marca afincada en Italia había remodelado recientemente. La inauguración coincidía con el lanzamiento de su nueva línea de bolsos para el verano que, aunque ya fue presentada con la colección primavera/verano anteriormente, llenaba las estanterías de cristal bien iluminadas de la tienda. Y Pipa era una de las invitadas estrella.

Cuando entró, una veintena de flashes se concentraron en ella, que posó con gracia ante las peticiones de los periodistas de medios especializados y el fotógrafo del evento, de manera que bolso, look al completo y sonrisa compartieran protagonismo. Podía parecerle frívolo a mucha gente, pero hacía muy bien su labor. Estaba cómoda con su cuerpo, con su apariencia al completo; era una mujer segura de sí misma que personificaba todo lo que muchas marcas querían que los compradores vieran en sus productos. Era… una máquina de crear marca y de vender.

Raquel ya estaba dentro cuando llegamos, vestida con una falda lápiz de lentejuelas color vino (a conjunto de su labial) y una camiseta de algodón negra. Impresionante. No le hacían falta zapatos de marca ni bolsos joya. Su melena y su sonrisa vestían lo suficiente. Aprovechando que mi jefa estaba saludando al responsable de relaciones públicas de la marca, me acerqué a saludarla haciendo de tripas corazón porque no podía evitar pensar en que le había mandado un mensaje a su chico del que NO iba a contarle nada.

—Morenaza. —Me sonrió.

—Que no me oiga mi jefa, pero estás increíble.

—Gracias. —Se rio—. Así que Pipa es una novia celosa.

—No lo sabes tú bien. —Puse los ojos en blanco.

—¿Podremos comer mañana juntas? —me preguntó mientras metía un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Ni idea. Te voy diciendo. —Fingí un suspiro de fastidio y miré por enésima vez mi móvil, en busca de algún mensaje sin leer.

Raquel percibió el movimiento e interés de mis ojos en la pantalla y me palmeó el brazo antes de decir:

—No te molesto más. Te dejo trabajar, que no quiero problemas con tu jefa.

Le lancé un beso junto a un guiño de ojos y me alejé hacia donde había dejado a Pipa.

Mi labor en aquel tipo de eventos era la de asistente invisible para todo. Llevaba colgada al cuello la cámara de fotos que tuve que aprender a usar a la fuerza y con la que ya me apañaba bastante bien. No es que estuviera preparada para exponer para PhotoEspaña, pero solía conseguir buenas fotos para el blog y las redes sociales de Pipa. Así que me dedicaba a fotografiarla a ella hablando con el diseñador, con otras influencers y modelos; sacaba fotos detalle de la colección, del lugar del evento y del look de Pipa. Aquella tarde llevaba un minivestido joya de Miu Miu en blanco y dorado que la hacía resplandecer. Era tan guapa, tan elegante…, que todas palidecíamos a su lado. Y yo desaparecía hasta ser invisible lo que, al contrario de lo que alguien pueda pensar, me hacía sentir muy reconfortada. Era mi trabajo. Y en esos eventos, solo cuando nadie me veía, me sentía libre.

También servía como porta bolsos. En un momento dado de las veladas, Pipa siempre se cansaba de llevar su bolso de mano debajo del brazo, con lo que yo cargaba con él. Además, me acercaba de tanto en tanto a preguntarle si todo estaba bien, si necesitaba algo y para confirmar a qué hora quería que la sacara de allí con alguna excusa. En los eventos aburridos siempre aparecía yo como la mala para tirar falsamente de su brazo y llevármela a otro lado, mientras ella sonreía y pedía disculpas. En los divertidos, terminaba sentada en un rincón o en la calle, tomando el aire y esperando a que ella… se cansara. Aunque nunca le dolían los pies ni necesitaba bajarse de los tacones o comer. Creo que se alimentaba de aire. O de algodones empapados en jugo de frutas, como cuentan las malas lenguas que hacen algunas modelos

En esta ocasión, se trataba de un evento divertido donde, además, tenía muchas colegas con las que se llevaba bien. Contaban que la mismísima Chiara Ferragni iba a pasarse por allí, y la influencer que consiguiera caerle lo suficientemente bien como para que la sacara en un Instagram Stories o, mejor aún, en su blog o perfil de Instagram ganaría cientos de followers con un pestañeo. Pipa y ella habían coincidido en un par de ocasiones, y su parecido físico y la simpatía que mi jefa conseguía desplegar la habían maravillado. Así que… no nos iríamos de allí hasta que Chiara apareciera y Pipa tuviera su foto. Y yo tendría mucho tiempo para aburrirme, pudiendo estar tomándome algo en alguna cafetería cuca cercana al Duomo, donde me cobrarían millón y medio de euros por un espresso macchiato. Pero tenía un bolso de Marc Jacobs como premio a la fidelidad, así que no podía quejarme. Y Pipa no me estaba dando mala vida, así que asumí que POR FIN nos habíamos entendido…

… ilusa de mí.

 

 

A las nueve y media una nube de paparazzis se unieron a los fotógrafos que seguían apostados en la puerta, avisando de la llegada de la it girl mundial. Chiara venía acompañada de su prometido hipertatuado, Fedez, y no tardaron en acercarse, ambos, a saludar a una Pipa que fingía, copa de champán en mano, no haberse percatado de su entrada. Cuando me aproximé para hacerles una foto juntas, riéndose, escuché cómo la invitaban a cenar. Y diez minutos después Pipa me llamó para que le devolviera el bolso de mano que completaba el look, preguntarme si llevaba bien el pintalabios e informarme de que cenaría con Chiara, su chico y unos amigos y que debía cancelar todo lo que tuviera programado para aquella noche. Era a lo que estaba acostumbrada, pero supongo que la Macarena que tenía esperanzas en que la cosa entre las dos cambiara de verdad, dibujó cierta expresión de decepción.

—Oye… —dijo al darse cuenta, pero nada convencida—. Puedo decirle que voy acompañada si te apetece unirte.

Jimena me hubiera abofeteado si hubiese estado allí y me escuchara decir que no, pero tuve que declinar la invitación porque no iba a sentirme cómoda y porque… ¿qué pintaba yo en aquel plan?

—Si no te importa, mejor me voy al hotel —respondí—. Mañana tenemos programada la sesión de fotos y quiero estar espabilada.

—Como tú quieras, Maca, pero no planeo llegar muy tarde al hotel.

—De verdad, prefiero marcharme.

—Vale. ¿Cómo llamo a un taxi cuando quiera volver?

Dios…, qué inutilita era.

—Tienes el número memorizado en tu móvil. Toma: te dejo una batería portátil pequeña por si se te termina la tuya. De todas formas, por la calle hay paradas de taxi y tienes la dirección del hotel en la tarjeta de la habitación. ¿Llevas dinero en metálico?

—Me dejé la cartera en España, Maca —explicó, como si yo fuera víctima de alguna enfermedad que me borrara la memoria a medio plazo.

—Toma. —Saqué mi cartera y le di todo lo que llevaba encima—. Habrá ochenta euros o así. —Estudié su cara de fastidio y añadí una tarjeta que usaba para los viajes—. Saca lo que necesites de aquí. El pin es el día y el mes de mi cumpleaños.

—Maca, ¿me vas a hacer buscarlo en Facebook?

—Uno, siete, cero, seis —rebufé.

—Genial. Te llamo si necesito algo.

—Claro. —«Como comerte a mi primogénito», pensé. «Calma, tienes un bolso precioso y carísimo gracias a su “generosidad”».

—Pues… ¡diviértete! Llama a la del avión a ver si quiere enseñarte Milán. —Me guiñó un ojo.

—Esa es una de esas bromas que no deberías hacer —me atreví a decirle.

—¿Por qué?

Dios…

 

 

Me acerqué a Raquel antes de irme para despedirme de ella y demostrar, de paso, que no me sentía absurdamente dolida por su relación con Leo. Me recibió con una sonrisa.

—¿Te vas?

—Me voy.

Esta vez Raquel se quedó mirando mi bolso y yo desvié los ojos también hacia él antes de volver a mirarla a ella.

—Regalo de Pipa —mencioné—. Para pedirme disculpas.

Con las cejas arqueadas abrió la boca para decirme algo, pero pareció arrepentirse y cambió de semblante para esbozar otra sonrisa.

—Disfruta de Milán.

—Lo intentaré.

La tienda estaba a un paso del Duomo, así que decidí que quizá era buen momento para acercarme a verlo de noche. Había pasado por allí un par de veces, pero siempre con prisas, sorteando a turistas y palomas, sin poder pararme a disfrutarlo. A aquella hora seguro que tendría más plaza para mí y unas vistas increíbles de la catedral iluminada.

La calle estaba más vacía de lo que imaginaba, quizá porque el viento era frío y cortaba la cara y los labios. Subida a mis únicos zapatos de tacón «buenos», paseé despacio, desviándome para cruzar la galería de Víctor Manuel II, uno de esos lugares preciosos que respiran… lujo. Ese tipo de lujo romántico que no hace falta alcanzar en la cartera para poder admirarlo.

Mis pasos resonaban bajo las bóvedas acristaladas; las tiendas ya estaban cerradas pero sus escaparates relucían iluminados, llenos de cosas bonitas. Era un paseo agradable. Además, había leído sobre uno de los mosaicos que cubren el suelo de la galería, uno que representaba un toro y en el que, según la tradición, tenías que dar tres vueltas en la dirección opuesta a la de las manecillas del reloj para tener suerte. El único requisito era que el tacón de tus zapatos tenía que colocarse en… los cojones del toro, que de tanta vueltecita no eran más que un agujero en el suelo. Nunca había podido pararme a hacerlo así que… para allá que fui.

Le hice una foto con el móvil antes de colocarme encima, por no sacar la cámara réflex de la funda. Me quedaba un 10 por ciento de batería, pero en nada llegaría al hotel para poder cargarlo. Después de guardarlo de nuevo en mi precioso bolso nuevo, me quedé mirando el mosaico. Al pobre toro «de Turín», como se le conoce, lo habían castrado con tanta superstición, pero yo no iba a ser menos. Estaba, de pronto, embargada por una especie de pedo mental de optimismo vital. Había podido mandarle un mensaje tajante (y hasta amable) a Leo, había conseguido hablar con Pipa, que me daba un miedo horrible…, ¡conque era eso a lo que se referían con coger las riendas de tu vida!

Pediría aquel deseo y cuando llegase a Madrid me pondría manos a la obra para ser la tía más feliz del universo. Pero feliz, feliz. De esas tan felices que resultan odiosas, de las que se ríen si se caen, que no lloran por pena sino por alegría y que, aunque son odiosas, tienen un millón de amigos. Sin mochilas emocionales, sin frustraciones que me frenaran, sin castigarme por mis equivocaciones ni lastres de ningún tipo. Puse el tacón en el hueco formado en el suelo con cuidado, di mis vueltas, pedí mi deseo y puse rumbo al hotel, donde coloqué la guinda del pastel de mis intenciones renovadas con un wasap:

 

Vuelvo el lunes…, ¿crees que podríamos vernos?

 

Coque contestó bastante rápido para ser él:

 

Claro, reina. El lunes te hago cosquillitas.