22. «Torn», Natalie Imbruglia

A tomar por…

No sé si te ha pasado alguna vez, pero cuando me llevo un buen chasco, mi primera reacción es decirme a mí misma que ha llegado el momento de ser mala. Pero mala de verdad. Decirle a la teleoperadora que «tu madre» no está en casa y que tú no tienes edad para decidir sobre las tarifas de telefonía… no es ser mala. Intentar colar tu carnet de estudiante caducado para pagar menos en un museo, tampoco. Mala en plan…, malmeter y dedicar energía y tiempo en joder la marrana. Pero, ¿sabes qué me pasaba? Que nunca lo hacía porque al poco me desmoronaba. Y ya no servía para el mal. Quizá fue «culpa» de mi educación en un colegio de monjas. O de que siempre fui un poco flower power y pensaba que debemos dejar una huella amable en el mundo.

Pero a la mierda todo.

Cuando salí de casa de Jimena arrastraba los pies; iba dándole vueltas a lo que Adriana dijo sobre ese tipo de planes. Las venganzas consumen energía. Sonaba sensato, pero… no todo en la vida es sensatez. Si pensase con sensatez todo lo que hago, me habría perdido muchas grandes cosas. Dejar mi curro en la perfumería y marcharme a Madrid a emprender esa aventura a la que llaman independencia, por ejemplo. Romper con todo después de romper con Leo. Y a Leo. A Leo también me lo hubiera perdido, porque siempre fue mala idea. Poco sensato. Como las ganas que tenía de pisarle un cojón con un zapato de tacón de aguja.

Paseé por el bonito Madrid de los Austrias aprovechando la buena temperatura de los días primaverales, mirando a la gente, intentando calmarme y retrasando el momento de volver a casa. Se cuentan muchas leyendas sobre vivir sola, querida. Creemos que será como en las sitcoms y que nuestro pisito será una guarida cuca en la que tomaremos baños de espuma con un libro de Kerouac en una mano y una copa de buen vino en la otra, pero es solo un lugar en el que, al cerrar la puerta, no hay nadie más que nosotros mismos. ¿Qué quiere decir eso? Que la guarida depende del estado del animal que se resguarda en ella. Además, seamos sinceras: encontrar un piso con bañera en Madrid es prácticamente imposible, acabamos dedicando nuestro tiempo a ver vídeos de gatos asustándose con pepinos en YouTube y nunca terminamos de aprender de vinos. Ni de amor. ¿No bastaba ya de buenas intenciones?

Invertir mi energía en la parte oscura del mundo no me iba a hacer sentir bien y, probablemente, el karma me lo devolvería con creces, pero… empecé a pensar si no llevaba ya a cuestas esa parte. ¿Qué iba a pasarme si me dedicaba a hacer un poco el mal? Ya tenía una jefa insufrible, un trabajo que hacía bien y por el que no recibía más que un sueldecito medio decente que no me daba para mucho. Tenía un ligue, que me vacilaba más que mimarme y que siempre hacía lo que le salía de las pelotas, y un ex que siempre conseguía hacerme sentir un moco pegado en un kleenex desechable. Había sido «buena» la mayor parte de mi vida y… ¿cuál era el resultado? Ninguna recompensa cósmica en mi haber. Había sido demasiado amable en mi vida. Facilitadora. Quería ser una problem solver, nunca una trouble maker. Y, ¿cómo me iba? Mal. Fatal de los fatales. Se me acababan de subir a la chepa mis dos archienemigos, y hay un momento en la vida para parar la rueda, dejar de lloriquear y coger el timón de verdad. Ojo por ojo. Tú me jodes…, yo te jodo. No iba a buscarlo para hacerle la vida imposible, pero… si no se mantenía alejado de mí, iba a ser muy feliz complicándole la existencia.

En líneas generales, Leo y yo fuimos felices un cuarenta por ciento de nuestro tiempo juntos. El sesenta restante lo pasamos peleando, gritando, dejándonos, volviendo y angustiándonos por un futuro que aún no había llegado. La primera vez lo dejamos porque él iba a solicitar una beca Erasmus. Sin saber si se la concedían o no, rompimos. Casi igual que el final de nuestra cuarta intentona.

Mi madre nos llamaba Calisto y Melibea, como los protagonistas de La Celestina, y solía decirme que terminaríamos matándola del disgusto, como a la madre de ella en la obra. Siempre regañando.

—Si hay que pelearlo tanto, reina, a lo mejor es que no puede ser.

Recuerdo la bronca que siguió a ese consejo. Me puse histérica. Tenía diecinueve años…, espero que me haya perdonado.

Leo siempre tuvo dos caras: la del amor y la del futuro. El amor lo vivía así, en presente. No podíamos hablar de dónde viviríamos cuando nos casáramos o de cuántos hijos queríamos tener, como otras tantas parejas de la edad que, llegaran a cumplirlo o no, tonteaban con el tema. Si le sacaba el tema, Leo me sonreía con condescendencia y me pedía que dejara en el futuro las cosas que no se pueden solucionar en el presente. Era una frase de su padre, me imagino. Luego me besaba. Y a mí se me olvidaba de qué demonios estaba hablando.

El futuro para él era territorio de trabajo, logros y hazañas. El futuro hablaba de vocación, de otro tipo de amor: del amor por lo que uno hace, por las letras, por los sueños que aún quedan por alcanzar. Y eso a veces no es entendible para la persona que comparte tu vida.

¿Me sentí dejada de lado? A veces. ¿Fue ese el problema de lo nuestro? NO. Yo quería que él fuese quien soñaba ser. Me hacía feliz verlo feliz. Si tenía que posponer alguna celebración porque él andaba de exámenes, lo hacía sin problemas. Por más ocupados que estuviéramos, todas las noches nos dábamos unos besos encendidos en la oscuridad de la escalera que conectaba el piso donde estaba la casa de mis padres con la de los suyos. Él quería leer tantos libros como pudiera, ser doctor en literatura, escribir ensayos, dar clases, seguir estudiando…, y yo soñaba con ser galerista. Pero al final me di cuenta de que había nacido sin una vocación clara y duradera en lo profesional. En lo vital, quería que mi existencia fuera solo mía, interesante y feliz. Quería tener a Leo a mi lado. Y ni mía ni interesante ni feliz. De Leo mejor ni hablemos.

Y en este punto me paré. Mental y físicamente. Estaba a punto de llegar a la Puerta de Alcalá y ya se intuía el frescor de El Retiro, donde de noche siempre hace un par de grados menos. Los coches dibujaban estelas de luz al pasar a toda velocidad y del pub irlandés The James Joyce salía el sonido de las conversaciones, las risas y las pintas. Y yo me paré con decisión, como una loca, mirando al infinito.

Puede que en el pasado hubiera sido amable y hubiera carecido de una vocación clara pero…, oye, de todo se aprende. Ahora había aprendido. Porque de pronto tenía un plan, un propósito y una intención: olvidar a Leo. Borrarlo de mi vida. Ignorar su existencia. A mí no me iba a vacilar nadie más. Una nueva Macarena estaba en ciernes. Una a la que se le olvidó completamente que había medio quedado con Coque para hablar.