23. «Pretending», HIM

Hacerse el valiente

Tardé exactamente veinticuatro horas en arrepentirme del mensaje que le envié. Veinticuatro horas exactas en las que me dio tiempo a ser muy imbécil. Quizá fue el tiempo que necesité para reponerme. Porque, seamos sinceros, su mensaje me había hecho daño.

¿Por qué? Si lo hubiera sabido no me hubiera puesto como un loco. No hubiera puntuado con tanta mala leche los trabajos de mis alumnos. No le hubiera colgado el teléfono a mi madre con el pretexto de que estaba demasiado ocupado y no tenía tiempo para que me pusiera al día de lo que pasaba en el barrio. Ni hubiera escrito a Raquel para pedirle que viniera a mi casa nada más aterrizara en Madrid, claro está.

Raquel vino ilusionada, después de dejar la maleta en su piso, el mismo domingo por la tarde. Cuando le abrí la puerta, ya me había arrepentido de llamarla y me apetecía estar solo, pero… admito que su presencia iluminó un poco mi casa y mi día. Venía tan contenta y era una persona tan entusiasta y positiva que era difícil no verse arrastrado.

Le encantó mi apartamento. A lo que yo llamaba «casa sin paredes», ella lo renombró como un loft. Al olor de especias que llenaba el aire, le sacó algo positivo: en realidad parecía el aroma de algún ambientador con aire oriental. Y mi cama mal hecha en el último momento… le pareció sexi.

Raquel estaba ilusionada conmigo y con lo nuestro. Yo… estaba siendo cínico. Me gustaba, pero a la vez me agobiaba que no me gustara tanto como me imaginaba.

La dejé fumar junto a la ventana y cuando me dije a mí mismo: «Si Macarena te viera, con la guerra que le diste con lo del tabaco», me di cuenta. Los recuerdos. Eso era lo que había sentido al leer su mensaje, que esos recuerdos a los que aún les guardaba cariño, que habían servido para acompañarme en el camino muchas noches…, no le servían para nada. No los quería. Le pesaban. Y me sentí dolido, ultrajado y decepcionado. A pesar de lo que nos hice.

Yo quería avanzar, pero sus recuerdos no me pesaban. Su pelo, que era en realidad rizado, enredándose en mis dedos gracias al viento que entraba por la ventanilla del coche. Su sonrisa infantil, que no crecía ni envejecía, maduraba. Sus ojos llenos de vida cuando me preguntaba dónde querría vivir, si quería casarme y cómo llamaríamos a nuestro primer hijo… aunque yo nunca le respondiera. Y no solo eso. El momento en el que me animó a rechazar el trabajo como profesor en un colegio privado, para seguir centrándome en mi tesis. Todas las noches que recité en su boca algún párrafo aprendido de memoria a fuerza de analizarlo en mi trabajo. La cartera de piel que me regaló en nuestras últimas Navidades juntos… «para cuando seas profesor universitario y yo la mujer más envidiada de tu facultad».

Lo malo seguía rondando su nombre pero de manera difusa. Lo malo se resumía en la convicción de que Macarena siempre acababa complicándome la existencia. Pero lo bueno era físico, tangible. Suena absurdo, ¿verdad? Así son los sentimientos, me temo. Un maremágnum difícilmente clasificable.

En resumen: no quería verla ni en pintura, pero que no me tocara los recuerdos, porque allí sí que quería tenerla siempre.

 

 

Cuando intuí que Raquel quería hablar, me esforcé por seducirla. Físicamente, quiero decir: acorralarla contra una pared, morder su cuello, sobar sus nalgas…, y ella se entregó en cuerpo y alma a pagarme con la misma moneda. Aún estábamos de pie cuando le quité la ropa interior. Lo hicimos encima del sillón donde solía sentarme a corregir. Si mis alumnos supieran. Follamos sin motivo aparente pero cargados de razones. Las suyas no las sé con seguridad. Las mías se revelaron con el tiempo: estaba cabreado, cabreado por estar cabreado, y el sexo siempre fue un lugar cómodo en el que refugiarse cuando no me sentía bien. Si me sentía solo: follaba. Si añoraba: follaba. Si estaba preocupado: follaba. Si estaba cansado: follaba. Si estaba triste… ¿adivinas? Y si no…, perdónenme las señoritas de la sala, me la pelaba.

No estuvo mal, pero podría haber sido mejor si hubiera puesto más que mi cuerpo al servicio del sexo y mi cabeza hubiera estado con ella y no envuelta en la bruma de una rabia mal gestionada.

Dejé el orgasmo contenido en un gruñido junto a su cuello y atrapado en el condón y me quedé quieto, mientras ella sofocaba unos gemidos suaves junto a mi oreja. Pasados unos segundos, nos miramos. Yo esperaba que ella se levantara y me dejara ir al baño. No me gustan los mimos postcoitales. No me gusta el sexo que viene con todos sus actos predefinidos: primero besos, luego preliminares, más tarde quince minutos de mete-saca y para terminar, caricias, risas y conversación. No, gracias. La vida ya era lo suficientemente previsible como para asumir una rutina también en la cama. El sexo tenía que ser siempre espontáneo. Por eso me gustó tanto siempre la intimidad con Macarena, porque una vez se normalizaba nuestra respiración, me miraba y me hacía preguntas como: «¿Tú crees que los dinosaurios se extinguieron por la colisión de un meteorito?». Maldita. Sabía hacerme reír con la misma intensidad que me sacaba de mis casillas.

Pero al parecer, Raquel no pensaba como yo. Ella quería hablar de algo trascendente. ¿De qué hablaría Macarena después de follar con otros?

—Leo…

—¿Mmm? —pregunté abandonando mis pensamientos.

—¿Podemos hablar de una cosa?

Salí de ella, me quité el condón y la aparté con amabilidad para levantarme. No respondí, y ella me siguió con la mirada hasta la cocina mientras me abrochaba el pantalón…, claro, no había paredes, podía verme.

—¿Eso es un «no»? —quiso asegurarse.

—Eso es un «dame un momento para que solucione cuestiones prosaicas» con un poco de «algo me dice que para esta conversación necesitaré vino».

Y no me equivocaba.

 

 

Ya vestidos, con un metro de distancia entre nuestros cuerpos y armados con una copa de algo que poder beber para ganar tiempo si las preguntas o las respuestas nos incomodaban, fingimos que no nos preocupaba lo que íbamos a hablar. Pero nos preocupaba, claro…, a cada uno por un motivo diferente.

—¿Te ha pasado algo con Macarena este fin de semana? —soltó Raquel a bocajarro, porque si le das muchas vueltas a las cosas, parece que te importan más.

—Sí —respondí con sinceridad—. Le contesté un mensaje con muy mala hostia.

—¿Puedo preguntar más?

—No. —Negué también con la cabeza—. Son cosas que no tienen nada que ver con quien soy ahora. Pero ¿cómo lo sabes?

—¿El qué?

—Eso…, que ha pasado algo.

—Creo que estaba con ella cuando lo recibió.

Me humedecí los labios y me peiné las cejas.

—¿Y?

—Pues me dijo que me deseaba suerte contigo y que a lo mejor tenía suerte y ya no eras un hijo de puta manipulador y sociópata.

Casi me entró la risa. Macarena siempre fue muy vehemente.

—Pues… no sé por dónde empezar —le respondí.

—¿Eres un hijo de puta manipulador y sociópata? Estaría bien saberlo.

—Si lo soy, el polvo te lo llevas ya puesto, ¿no?

Raquel silbó y me di cuenta de que había respondido como si echara mano a mi revolver.

—Perdón —le dije—. Es Macarena, que saca lo peor de mí. No soy un sociópata, pero creía que eso quedaba bastante claro. Tendré que revisar mis habilidades sociales —carraspeé—. Ella lo dice porque soy… reacio a mostrar mis emociones en público. Lo de hijo de puta puede ser. Cuando quiero. Lo de manipulador no lo creo y es posible que lo dijera porque siempre consideró que tengo mucha facilidad para tergiversar comentarios.

Me miraba sin saber qué cara poner y no pude hacer otra cosa que sonreír, pero ella no me respondió al gesto.

—¿Tenéis temas pendientes?

—Tenemos una historia detrás, es diferente. Tenemos que aprender a interactuar sin querer matarnos.

Asintió y cogió aire mientras se acercaba la copa a la boca. Después de un trago de vino, se mordió el labio y lanzó la pregunta que más le preocupaba.

—¿Yo te gusto, Leo?

—Sí —asentí—. Pero me siento en la obligación de decirte que soy de esos…

—¿De qué «esos»?

—De los que no cuidan los detalles, de los que están casados con su trabajo, de los que no hacen declaraciones de amor y de los que están a duras penas preparados para algo que les ate.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que no soy el indicado. Nunca lo soy.

—¿Ahora mismo o…?

—No te puedo contestar a esa pregunta. Dejemos en el futuro lo que no podamos solucionar ahora mismo —respondí automáticamente.

—¿Qué seremos tú y yo entonces?

—¿A quién le importa? —Arqueé las cejas—. Seamos y ya está.

Raquel volvió a beber bajo mi atenta mirada. Iba a mandarme a cagar, lo sabía…, lo sabía y casi lo esperaba. No sé si era lo que quería o si, por el contrario, me estaba tomando tantas molestias solo para empezar con buen pie y con todo claro, por si en el futuro aquello crecía. No tenía ni idea y después del mensaje de Macarena, y todo lo que desencadenaba su jodida presencia en mi vida, mucho menos.

Tras unos segundos de incertidumbre me animé a añadir algo porque quería limpiar un poco mi nombre. Ese nombre que Maca había ensuciado.

—No soy un cabrón, Raquel, pero solo puedo prometerte que cuando estemos juntos, lo pasaremos bien. Disfrutemos. Sin atarnos. Sin pensar qué somos. Y cuando deje de ser divertido…, démonos un beso y digámonos adiós.

Raquel contestó:

—Eso no suena a salir en exclusiva —respondió.

—Es que no lo es. —Me sentí en la obligación de aclarar—. No me gusta comerme las babas de nadie pero, oye, ¿quién soy yo para obligarte a dejar de buscar lo que quieres? Búscalo. Claro que sí. Yo no te lo puedo dar.

Me echó una mirada que no sabría traducir en palabras. Supongo que estaba planteándose si las normas del juego valían para ella. Al final, asintió:

—A mí me vale.

—Nos vale a los dos, entonces.

—Pero… deberías solucionar ese mensaje que le mandaste a Macarena. Si no eres un cabrón, lo mejor es que lo demuestres con actos y no con las palabras que quepan en un mensaje de texto.

Mierda. Qué listas son las mujeres.