Estaba prácticamente segura de que Coque me haría esperar en la puerta, así que anduve con calma desde la parada de metro de Gran Vía hasta el restaurante, casi paseando y cruzándome con bandadas de gente que, aquella noche, no me daban envidia porque… yo también tenía plan.
Cuando ya estaba llegando, me sorprendió comprobar que Coque ya estaba allí. No es que fuera muy presumido, pero creo que se había esforzado un mínimo en arreglarse y me hizo ilusión. Llevaba una camisa estampada de manga corta, muy hipster, y unos vaqueros pitillo. El pelo, como siempre un poco alborotado, pero era parte de su encanto.
—¡Cuqui! —exclamó cuando me planté delante de él—. ¡Qué despliegue! Pareces…, pareces una…
—No digas «pilingui cara».
Fingió cerrarse la boca con una cremallera, y no pude más que reírme. Bueno. Coque no tenía el don de la palabra… A decir verdad, aparte de su cara de niño mono, su sentido del humor y su polla, no se esforzaba con mucho más.
—¿Entramos? —le pregunté después de un beso ambiguo en la comisura de los labios.
—Espero que el garito este no sea muy caro. Llevo encima treinta pavos.
—La humanidad ha avanzado mucho, cielo; se puede pagar telemáticamente con una cosa llamada tarjeta que, seguro, tu banco te habrá hecho llegar.
—Paso de bancos. Guardo mi dinero en casa.
Me volví hacia él mientras abría la puerta.
—¿Qué dices? ¿En el colchón? ¿Como las viejas?
—En el colchón no. En un sitio secreto que no te diré, cuqui. A ver si tienes las manos largas.
Sonreí con cierta expresión de circunstancias al metre que, sin duda, había escuchado parte de la conversación.
—Tenemos una reserva para dos a nombre de Macarena Bartual.
El chirrido de una silla en el suelo se agarró molesto a mi oído.
—Claro, acompáñenme.
Miré a Coque y me alzó las cejas, haciéndome morritos.
—Qué culazo tienes —susurró.
Premio anual al don de la palabra y de la seducción sofisticada para… ¡Coque Segarra!
El encargado de la sala se apartó para dejarnos ver la mesa y, en cuanto lo hizo, di un brinco y me llevé la mano al pecho:
—Me cago en mi puta madre.
Pelo revuelto, jersey oscuro dejando a la vista el valle de su garganta e insinuando el vello de su pecho. Leo.
Me di la vuelta justo después de leer en sus labios la misma expresión que había salido de mi boca hacía unas décimas de segundo y choqué tontamente con el pecho de Coque.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Sal, sal, sal —supliqué mientras intentaba empujarle.
—¿Qué pasa?
—Mi ex.
Coque hizo una mueca justo en el momento en el que escuché a Raquel decir mi nombre. Sin escapatoria.
—¡Muévete! —exigí a Coque.
—Te están saludando.
Pero… ¿qué era aquello? Un déjà vu digno de una película de terror, sin duda. Un bucle espacio temporal perverso conmigo en el centro. ¿Y si me había muerto y estaba viviendo mi propio infierno personal?
Me volví con una sonrisa falsa en los labios.
—¡Raquel! —la saludé.
—¡Morenaza! ¿Qué tal? —Se levantó y me dio dos besos.
—Aquí estamos.
Leo arrugó el labio cuando lo miré, en un claro saludo al más puro estilo: «Te odio», que le respondí llamándolo de todo por ondas cerebrales. Ojalá le llegase. Fui muy creativa con los insultos.
—¡No me digas que venís a cenar! —Raquel tiró de mi muñeca con cariño para llamar mi atención y que apartase mi mirada «rayo destructor» de su cita.
—Pues sí, veníamos a cenar pero…
—¿Pero? —Coque ya se había sentado y estaba ojeando la carta.
Este tío… ¿era tonto? ¿Me odiaba? ¿Se la mordí alguna vez sin darme cuenta y se estaba vengando?
—¿Se conocen? ¡Qué casualidad! ¿Quieren juntar las mesas?
Leo y yo miramos al metre con la misma expresión. Ninguno de los dos consiguió arrancarle la cabeza con la mirada.
—Eh… —Raquel miró alrededor—. ¡Claro! ¿Cómo vamos a cenar codo con codo como cuatro desconocidos?
—Yo no os conozco de nada —musitó Coque. Le di una patada y el muy gilipollas se quejó—. ¡Au! ¡Cuqui!
—¿Cuqui? —Leo, en el asiento de al lado, levantó las cejas mientras esbozaba una sonrisa de superioridad.
Arrastré la silla para sentarme casi con un gruñido.
—¿Estás segura de esto? —le susurré a Raquel.
—Como tres amigos normales, ¿recuerdas?
—¿Y recuerdas lo que yo te contesté?
Le lancé una mirada significativa con las cejas levantadas con la que quise dejar claro que la hacía directamente responsable de cualquier cosa que pasase y después suspiré. Momento de ser educada.
—¿Qué tal, Leo?
—Aquí, de cena «romántica». —Y a lo de romántica le dio una entonación de lo más irónica.
Raquel negó con la cabeza hacia mí y yo me coloqué la servilleta en el regazo con los dedos clavados en la tela, imaginando que hincaba los pulgares en la garganta de Leo mientras lo ahogaba.
—Soy Coque. —Le dio la mano a Leo—. Y tú su ex, ¿no?
—Coque, cállate —pedí en un gruñido.
—Su ex, sí. Y gran amigo de la infancia.
Crucé una mirada de advertencia con él que desvié pronto hacia la carta para que nadie más pudiera cazarla.
—¿Habéis pedido ya? —pregunté.
—No. Estábamos a punto, pero os esperamos. Echad un vistazo.
—¿Recomendáis algo? —consultó Coque tan normal.
—Las berenjenas rebozadas con galleta y parmesano son un clásico aquí —respondió Raquel con amabilidad—. Oye, Coque, tú y yo coincidimos una vez en un cóctel, ¿te acuerdas?
—En un cumpleaños de Pipa —concreté yo con los ojos puestos en la carta.
—¿El día que conocí a Maca?
—¡Justo! —Sonrió Raquel con su maravillosa dentadura.
—Imposible que me acuerde. Ese día llevaba una mierda como un piano. Lo raro es que no me cagara encima.
Levanté la mirada suavemente hacia Leo, que me miraba con una sonrisa maligna.
—Encantador —adiviné en su boca.
—Tu puta madre —susurré de vuelta.
—¿Qué queréis beber? Nosotros habíamos pedido una botella de vino blanco.
—Venga. —Se encogió de hombros Coque, que seguía estudiando la carta—. Que rule el vino.
«Como no te comportes, te arranco la polla y la tiro en el estanque del Retiro», pensé mientras miraba a Leo directamente a los ojos. «Me lo voy a pasar teta», pareció que contestaba.
La botella de vino llegó en un buen momento y en cuanto las copas estuvieron llenas e hicimos un vago brindis por la noche, me bebí de un trago todo el contenido ante la atenta mirada de Raquel, que no daba crédito. Ella misma me sirvió un poco más, y yo volví a bebérmelo cuando no miraba nadie, antes de darle el cambiazo a la copa de Coque. Iba a necesitar apoyo moral.
El mal rollo debió ser tan evidente que un camarero se aventuró a romper la tensión, preguntándonos si ya sabíamos qué queríamos cenar. Lo teníamos clarísimo…, los platos a pedir y las ganas de que terminara el suplicio. Unas berenjenas rebozadas y unas croquetas para compartir. Como plato principal, Raquel escogió la ensalada de quinoa, salmón y espinacas; Coque los tacos de carne mechada y Leo y yo el risotto de boletus. Además de ir vestidos casi igual, hasta coincidíamos en la cena. Gracias a Dios, a nadie se le ocurrió mencionarlo.
Cuando el camarero se fue, nos miramos deseando que alguien rompiera el hielo. Maldita sea, fue él.
—Entonces… ¿es tu novio? —preguntó Leo, que sabía perfectamente la alergia que un tío (como él) puede sufrir ante la respuesta.
—Es mi amigo de polvos mágicos —respondí a media voz.
Coque me miró sorprendido.
—La Cuqui se ha tragado un camionero hoy —carraspeó—. Somos amigos. Íntimos.
—Ah, amigos íntimos. Qué bien que hayas superado tu obsesión por el compromiso. Me alegro mucho por ti.
Me vi a mí misma levantándome, cogiendo la botella de vino de la cubitera por el cuello, estampándola contra la mesa y clavándole el casco resultante en el corazón.
—Tuve un novio de mierda que me quitó las ganas de seguir buscando nada que me atara. Es mejor volar libre. ¿No era eso lo que decías tú?
—Vaya cena nos espera… —susurró Raquel que, bajo la mesa, me daba palmaditas en el muslo.
—¿Yo? —se señaló falsamente contrariado—. No. Lo que yo te decía es que tus continuos ataques de celos me asfixiaban. Es diferente.
Cuando me guiñó un ojo, tuve que agarrarme a la mesa para no levantarme y abofetearlo.
—Leo… —escuché decir a Raquel en un tono suplicante.
Él cogió su mano por encima de la mesa y asintió, como si aceptara la reprimenda.
—Somos unos maleducados, lo siento. —Sonreí—. Dejemos de hablar del pasado. Lo pasado, pasado está, ¿no?
—Claro que sí.
Acto seguido, miró a Raquel. Y la miró bien mirada, por si el hecho de que estuvieran haciendo manitas no fuera suficiente. No sé si me entiendes. Fue como si en una sola ojeada pudiera expresar lo mucho que le gustaba su nueva pareja y lo poco que le importaba mi existencia. Me repuse. Y lo hice con una sonrisa porque… conozco a Leo. Estaba bastante más preocupado por mi presencia que colado por ella.
—¿A qué te dedicas, Coque? —preguntó Raquel, intentando llevar la conversación hacia un puerto pacífico.
—Diseñé junto a un colega una aplicación que hace comparativas entre empresas de mensajería y sirve como puente entre ellas y los clientes. Es un rollo, pero la verdad es que funciona muy bien.
—El próximo Steve Jobs de la mensajería, ¿no? —bromeé con él.
—Así es. Aquí delante lo tienes.
Los dos nos sonreímos ampliamente, y me lanzó un beso con esa desvergüenza que siempre me hizo tanta gracia.
—Suena bien —dijo Leo.
Su voz interrumpió el momento.
—Para que luego digan que no hay emprendedores en este país —recalqué.
—Lo que pasa es que nos lo ponen muy difícil. Construyes un proyecto desde cero y parece que todo son problemas. —Coque hizo un mohín. «Así, Coque, muy bien, demuéstrales que también puedes ser más majo que las pesetas»—. Tú eres bloguera, como Pipa, ¿verdad?
—Como Pipa no. —Hice una mueca simpática—. Como Pipa solo hay una y demos gracias.
—No la mojes, no vaya a ser que se multiplique —apuntó Raquel.
Todos soltamos una carcajada. La de Leo, claro, mucho más zalamera que las demás. Patán asqueroso y pegajoso.
—¿Y tú? Perdona, no recuerdo tu nombre —preguntó Coque.
—Leo.
—Eso…, ah…, ¿y Leo viene de Leonardo o de Leónidas?
Me coloqué el puño en la boca para no reírme y Leo paseó la lengua por las muelas antes de contestar.
—De Leopoldo. Herencia familiar. Pero soy Leo a secas.
—¿Te has cambiado el nombre? —le pregunté sirviéndole más vino a Coque… para mí.
—Oficialmente no. Imagínate la reacción de mi padre si lo hiciera.
Sonreí sin mirarlo. Siempre adoré a su padre, pero era un tipo tradicional que seguramente pensaría que «Leo» a secas era una modernez. Cuando levanté la vista, Leo también sonreía con mucho comedimiento, mirándome a mí. ¿Estaría acordándose de aquel día que su padre nos pilló besándonos en el ascensor? Aún podía escucharle: «Pareja, un poquito de recato, por favor. Si llego a ser la señora Consuelo, la matáis de una subida de tensión».
La magia de los recuerdos dulces duró lo mismo que tardamos en pestañear. Leo carraspeó:
—Pero vamos, que no hay nadie que me llame Leopoldo.
—Lo entiendo. Es un marrón de nombre —asintió Coque.
—¿Y lo de Coque…? —preguntó en respuesta Leo con condescendencia.
—Comparto nombre con mi padre. A mí me llaman Coque y a él Jorge. Así sabemos a cuál de los dos está gritando mi madre.
Todos nos reímos…, menos Leo. Clavé la mirada en él con una expresión de suficiencia. «¿Ves, cielo? No me haces falta», quise decirle.
—¿Y a qué te dedicas, Leo?
—Soy profesor de literatura en la universidad.
—En una privada —puntualicé.
Él siempre soñó con una cátedra en la pública y yo sabía que aquello iba a dolerle. Puedo ser una mala puta resentida cuando quiero.
—Suena… importante.
—Ahora también es modelo de Instagram —me descubrí diciendo—. Cuéntanos, ¿qué tal llevas la fama?
Coque lo miró de reojo preguntándose por qué narices era famoso, pero él mismo se lo explicó:
—Un grupo de alumnos creó un perfil en Instagram con fotos mías. —Chasqueó la lengua contra el paladar—. Estamos en trámites para que lo eliminen. Por alguna extraña razón, está costando. Menos mal que Raquel me avisó en cuanto lo vio.
Raquel y yo cruzamos una mirada. O sea… ¿ni siquiera le había mencionado el hecho de que había sido yo quien había localizado el perfil? ¿Me importaba que no lo hubiera hecho?
—Pero es un perfil… ¿con fotos en pelotas? —escuché decir a Coque.
El vino que me estaba bebiendo amenazó con salírseme de la nariz.
—No. —Leo sonrió—. Eso me habría costado el trabajo, creo…
¿No tendría yo ninguna foto suya con el tema al aire? Por mandársela por privado a las administradoras del perfil.
Raquel preguntó:
—¿Y habéis averiguado ya quién ha sido?
—No. Qué va. Y ¿sabes qué? No quiero. Si sé el nombre de los implicados, les va a ser muy complicado aprobar y quiero ser justo.
—Pero ¿pillaste a una alumna haciéndote fotos, no?
—Sí. Pero como te digo… tampoco quiero interponer ninguna denuncia. No he querido ni dar un ultimátum en clase por no darle más publicidad. ¿Has visto el perfil, Macarena?
—Sí.
—¿Y qué opinas? —Lo miré confusa y él se apresuró a aclarar—. Como experta en redes sociales.
—Bueno, tu novia también lo es. —Señalé a Raquel con un movimiento de cabeza.
Palabra «novia» encima de la mesa, campeón. A ver cómo sales de esta ahora.
—Pero me interesa tu opinión.
Ignorando la terminología problemática, ¿eh?
—Pues que es una putada. Por mucho que cierren este perfil, probablemente varias páginas web tendrán «acceso» a esas fotografías. Internet tiene memoria y es complicado borrársela. Vas a estar en los rankings de profesores sexis durante mucho tiempo…
¿Profesores sexis? ¡¡Macarena!! ¡Ahora es cuando le tenías que decir que es carne de meme!
—Ni tan mal —musitó Coque, que parecía muy concentrado en su copa.
—Como dice tu novio…, ni tan mal.
—Te vibra el móvil —me avisó Raquel con cara de circunstancias.
Solté mi copa, que ya estaba a medio camino de mi boca, y saqué el teléfono pidiendo disculpas. Tenía una notificación de WhatsApp del grupo «Antes muertas que sin birras». Era de Jimena. ¡Su no cita con el fisio!
Me quiero morir. Bajaré a los infiernos con toda seguridad, donde estarán poniendo La Barbacoa y Mocedades en bucle y donde servirán el flan de piña de tu madre, Maca. Pero me lo merezco, porque he acabado en la cama de Samuel. Un desastre: me he lanzado yo, llevaba el sujetador negro y las bragas beige (¡¡¡bragas beige!!). Lo admito: no iba preparada para el éxito de mi plan. Él tampoco: no tenía condones. Hemos tenido que arreglarnos con lo que Dios nos dio, aparte de gónadas: lo que vienen siendo la boca y las manos. Y mi cuerpo ha hecho una cosa extrañísima que no me atrevo a poner por escrito y que tengo que preguntaros en persona si os ha pasado.
Se supone que me llama mañana para tomar unas cervezas, pero… de pronto estoy segura de dos cosas muy contradictorias y no sé qué hacer: es el hombre de mi vida y me voy a casar con él con un vestido negro de plumeti, y… no va a llamarme mañana. Adri, abandona tu trío. Maca, deja de masturbarte. Sacadme a beber lejía.
Miré a la mesa. En aquel momento Coque les estaba contando que uno de sus colegas tenía el proyecto de abrir un local de perritos calientes 24 horas por Huertas. No habían llegado los platos, pero estarían a punto. No había riesgo de que aquello terminase en algún tema que precisase mi vigilancia, así que me concentré en responder.
Nada me haría más feliz que salir con vosotras a beber lejía, pero resulta que quedé con Coque y en una carambola del destino perpetrada por Satanás, he terminado cenando con él, Raquel y Leo. Mi propia versión del infierno. Si de postre me sirven el flan de piña de mi madre, te llamo y te nos unes. Una lástima: no puedo ayudarte. Estoy ocupada luchando contra las voces de mi cabeza que piden que apuñale a mi ex con una cuchara, para que sufra más. Pero… si ese tío no te llama es idiota. Seguro que ha ido mejor de lo que crees. Ellos nunca se fijan en si llevas la ropa interior conjuntada. El squirting, que es lo que me imagino que has hecho, suele ponerles cachondos. No te preocupes, Jimena. Jimena, la novia de la muerte, puede con eso y más. Si has conseguido que tu plan de seducción acabe en la cama y no contigo denunciada por acoso, no hay nada que pueda resistírsete.
Levanté la mirada del móvil y me encontré con que la silla de Coque estaba vacía. Fruncí el ceño y miré alrededor sobresaltada. ¿Se había cansado de la situación y había huido a tierras cálidas donde pasar el gélido invierno de aquella cena? ¿Aprovechando que mandaba un mensaje? Está feo en una cita…, pero ¿era aquello una cita al fin y al cabo?
—Ha salido a fumar con Raquel.
Seguí la estela de la voz hasta sus labios. Leo miraba entretenido el móvil y cuando levantó los ojos lo hizo con una mueca.
—Tu novio es…
—Deja de llamarlo «tu novio». Sabes de sobra que no lo es.
—Es verdad. Es el tío que te folla mejor que yo.
Tragué saliva. Recordaba haberle dicho aquello en nuestra última discusión.
—El mismo.
—Si buscas traerme problemas diciendo delante de Raquel que es mi novia, llegas varias conversaciones tarde. —Apartó el móvil y se acomodó en su silla para mirarme.
—No te busco problemas, Leo. Ojalá sientes la cabeza de una vez y, a poder ser, te ofrezcan una cátedra en Kuala Lumpur.
—¿Dónde conociste a ese tío, Maca? ¿En unos coches de choque? —Hizo una mueca—. Es de todo menos tu tipo.
—¿Celoso?
—¿Yo? Para nada. Ojalá sientes la cabeza de una vez y te vayas a vivir con el príncipe azul al reino de la puesta de sol y los arcoíris.
—No sé por qué dices eso. Nunca he tenido problemas con el compromiso.
—Yo sí —asintió—. Si preveo que lo que voy a hacer me va a hacer infeliz, corro en dirección opuesta.
Menuda patada al hígado me dio con aquella respuesta.
—Por eso mismo estoy con Coque. Ya sé lo que no quiero.
—Y… ¿él es lo que quieres? Porque tiene la aplicación de Tinder instalada en el teléfono.
Levanté las cejas sorprendida y Leo asintió mientras colocaba los cubiertos en paralelo y equidistantes.
—Qué ojo, Maca.
¿Coque tenía la app de Tinder en el móvil? Y, sobre todo…, ¿cómo era posible que en un año y medio eso no me hubiera llamado la atención? Me repuse tragando saliva. Los problemas hay que atacarlos de uno en uno.
—A lo mejor no te has planteado la posibilidad de que eso sea justamente lo que quiero ahora: un tío que me folle bien. Punto.
—¿Y el amor?
—No creo en el amor. ¿Sabes dónde me dejé yo la credulidad? Colgando del fondo del armario de la habitación de invitados de casa de mis padres.
Leo, que sabía perfectamente a qué me estaba refiriendo, encajó el golpe pero tuvo la decencia de mostrarse mínimamente afectado antes de volver a clavar sus ojos en los míos. Sus preciosos ojos color miel. Aparté la mirada, pero esta fue deslizándose por su cara hasta las mejillas donde, algo rala y clara, se apreciaba una barba de probablemente casi una semana. Desde allí, caída libre hasta su cuello esbelto y su pecho bien formado que se hinchaba bajo la ropa en cada inhalación.
—Mírame —susurró.
Subí la mirada, pero no por ser obediente, sino para demostrarle que podía hacerlo. Tragué.
—Deja de joderme —dije en el mismo tono.
—Eso es lo que te gustaría a ti, que te jodiese.
—No pongas tus fantasías en mi boca.
—En tu boca pondría otra cosa.
Abrí los ojos sorprendida y él se mordió el labio, como si se le hubiera escapado. No pude evitar hacer lo mismo; deslizar mi labio pintado entre mis dientes y la lengua sobre estos después.
—En mi boca no vas a poner nada —contesté despacio—. Así que por mí, puedes seguir cascándotela pensando en ello cuantas veces quieras.
—No tengo necesidad de tocarme pensando en ti, ¿lo sabes, no?
Sonreí.
—Yo no sé nada. A mí me interesa mi vida. Quién me mete la lengua en la boca, quién hace que me corra y el nombre de quién grito en la cama. Lo demás…, me la suda. Como tú. Que me la sudas desde hace mucho.
—Ah, sí, para ti estoy muerto, ¿no?
—Muerto no. Olvidado. Tanto, que ni siquiera entiendo qué te ven las tías porque eres un cretino engreído y egoísta.
—Que te follen —añadió.
—Claro que sí. Esta noche. Esta noche Coque va a follarme y a ponerme cosas en la boca. Pero no te pongas triste…, creo que Raquel está dispuesta a ser tu funda para la polla. —Me humedecí los labios—. Si me disculpas, voy al baño, donde no tenga que soportar mirarte a la cara.
Me temblaban las piernas cuando me levanté, pero creo que supe disimularlo bien. No tuve ni que preguntar por el baño. El local no era lo suficientemente grande como para que las puertas de este pasaran desapercibidas en un primer golpe de vista. A través de la cristalera de la entrada vi a Raquel y a Coque hablando mientras daban las últimas caladas de su pitillo. Entrarían en cuestión de segundos, así que me deslicé rápidamente dentro. Después la boca les sabría a tabaco y vino, mientras que los labios húmedos de Leo… ¿a qué sabrían? A lo de siempre. A esa mezcla entre su olor, y… perdí un segundo en mirarme en el espejo y reprenderme por lo encendidas que tenía las mejillas.
No me había dado tiempo aún a cerrar la puerta del cubículo cuando alguien entró con fuerza y me llevó hasta la pared contraria. La puerta chocó contra su marco para rebotar y encajar con un chasquido al que no le siguió el del pestillo. Perfume nuevo, misma piel. Por muchas manos, lenguas, bocas que se hubieran deslizado sobre ella, esa piel solo tenía memoria para mí, y a él le pasaba lo mismo con la mía. Los ojos de Leo parecían casi negros cuando mi espalda chocó con fuerza contra los azulejos del baño, y me sujetó la cara.
—No te aguanto —jadeó.
—Qué asco me das —respondí.
Le aguanté la mirada con chulería hasta que recibí la embestida de sus labios con los ojos cerrados. No fue por romanticismo, sino como resultado de la onda expansiva que provocaba en mí. El calor, la rabia, el deseo, el hormigueo que no se podía aliviar ni siquiera apretando con fuerza los muslos…, solo con el chocar de su boca contra la mía. Cuando abrimos la boca para dejar que las lenguas se encontraran, cada sensación se multiplicó por mil.
Casi nos comimos enteros en aquel beso, con dientes, ira, saliva y sexo. Creí que me ahogaba. Creí que me moría, pero cuando apretó la cintura contra mi cuerpo, y sentí su polla dura pegada a mi vientre, me di cuenta de que sentía todo lo contrario. Vida. Sangre corriendo enloquecida por doquier. Hormigueo. Ganas.
—Un minuto —me dijo con la voz grave y entrecortada—. Tenemos un minuto.
—Vete a tomar por culo.
Sujetó mis dos manos contra la pared y metió su lengua en mi boca…, ojo, no a la fuerza. Así éramos nosotros. Nos mandábamos a tomar por culo justo antes de lamernos y frotarnos, cachondos perdidos. Un minuto. En un minuto no podría hacer nada que me aliviara, ni darle un bofetón ni correrme contra su muslo. Pero gemí. Gemí de gusto, como nunca deberíamos hacer con ese ex que nos trae locas y lo sabe. Y como respuesta, él mordió mi barbilla, lamió mi cuello y cuando llegó a mi oreja, susurró:
—Eso que sientes, Macarena, solo lo sientes conmigo.
—Y una mierda —respondí.
Empujé la cadera hacia delante y me froté contra el bulto de su entrepierna.
—¿Y esto? —le pregunté—. ¿Te la ponen tan dura otras, gilipollas?
Soltó una de mis manos para colar la suya por debajo del pantalón y apretar mi nalga izquierda entre sus dedos. Se me escapó otro gemido, pero lo amortiguó su cuello, que estaba recorriendo con mi lengua.
—Te odio —susurré.
—¿Te he dejado lo suficientemente húmeda como para que disfrutes con él o te ayudo un poco más?
Su mano libre desabrochó mi pantalón y se aventuró por debajo de mis bragas hasta encontrar ESE punto. Ese. El que solo parecía conocer él. El latigazo de placer me obligó a echar la cabeza hacia atrás hasta golpearme con la pared de nuevo. Con los dedos de la mano que me había dejado libre, desabroché su cinturón y tiré hasta abrir su bragueta; la polla le palpitaba cuando la cogí.
—Puedo hacer que te corras en dos sacudidas —le amenacé.
—Hazlo y te meteré dos dedos dentro.
Intenté agarrarla por debajo de su ropa interior de algodón, pero me levantó del suelo, haciendo que soltara su polla y le rodeara con las dos piernas alrededor de la cintura para no caer. Sus ojos y mis ojos quedaron a la misma altura.
—No me toques los cojones, Macarena —susurró.
Lamió mis labios despacio y los abrí para dejar que lo hiciera con mi lengua, húmedo y sucio. Dios…, qué bien sabía.
—¿Tienes miedo a correrte en la ropa interior que te va a quitar otra? —lo provoqué.
—¿Quieres que pruebe contigo? No tendría ni que mover los dedos. Solo con metértelos, susurrar que imagines que son mi polla y decirte que me mires, te tendría aullando de gusto. Pero… ¿sabes qué, canija? Que voy a soltarte y a salir de aquí. Seguro que quieres arreglarte el pintalabios y volver a la mesa para fingir que esto no ha pasado. Pero ha pasado, y esta noche los dos vamos a follar como animales con el otro, sin remordimientos, porque lo haremos con otras personas.
La puerta se cerró en el mismo momento en el que sentí que mis pies tocaban el suelo. Qué vergüenza cuando el espejo me devolvió la mirada turbia de una Macarena cachonda, húmeda, con el pintalabios corrido y… que admitía la derrota. Pero que no cantase victoria. Ninguna guerra se gana con una sola batalla.