36. «The cure», Lady Gaga

Hablar sobre la herida no la cura

Cuando me fui del restaurante lo hice con el firme propósito de ir a chingarme a Coque. Pero chingármelo a lo bestia. Como si Leo pudiera verme y yo hacerle un corte de manga mientras me lo montaba. Pero… no pude. Y me esforcé, que conste.

En el ascensor, mientras lo besaba para quitarme de la boca el sabor a Leo y justo cuando me planteaba la idea de meterle mano al paquete, se me ocurrió pensar por qué Coque, el mismo que me estaba tocando el culo con ahínco, no me había pedido explicaciones por el mal rato en el restaurante. Yo lo habría hecho. Me hubiera cabreado mucho, la verdad, y no por una cuestión de celos. Me hubiera enfadado porque ¿por qué cojones me tendría que comer yo semejante percal? Así que me separé de su boca y me acordé, además, de lo de la aplicación para ligar en su móvil.

—Coque, ¿lo normal no sería que estuvieras mosqueado por lo violenta que ha sido la cena?

—¿Yo? ¿Por qué? A mí tus ex me la pelan. Ese tío es un estirado resentido.

Arqueé las cejas.

—¿Tienes la aplicación de Tinder en el móvil?

Esperaba una respuesta rápida, pero se quedó un poco parado.

—Bueno, Maca, tú y yo no hemos hablado nunca de exclusividad y…

Apoyé la frente en una de las paredes del cubículo que, en aquel momento, llegó al piso de Coque.

—Cuqui, sal. Vamos a hablar.

Me volví para mirarlo y vi algo en su expresión que no conocía…, ¿arrepentimiento? ¿Coque queriendo hablar? ¿Qué coño le pasaba al mundo?

—Me voy a casa, Coque. No porque tengas perfil en Tinder y yo sea idiota y me acabe de enterar. Me voy porque…, porque… venía con la motivación equivocada.

—Ven. —Salió y tendió la mano hacia mí—. Ven a mi habitación y lo hablamos.

—Da igual. —Sonreí como pude—. No es tu culpa. No hablamos de exclusividad. No me preocupé por averiguar qué pasaba de verdad entre nosotros por miedo a que no me gustase la respuesta.

—Tú me gustas, Maca. De verdad. Sé que he dicho muchas veces eso de que no quiero novias, que son una convención social y eso, pero… he estado pensando… estos días. Quizá está llegándome el momento de sentar la cabeza, de dejarme de tantas mierdas y de otras tías. Las demás tías, al fin y al cabo, son rollos de una noche, pero tú siempre estás aquí. Eres la única constante en mi vida.

¿Qué cojones…? ¿¿«He estado pensando», «estos días», «sentar la cabeza»?? ¿Cómo es posible que la única manera de hacer reaccionar a los hombres sea ignorándolos? Pero de verdad. Debía ser sincera conmigo misma y aceptar que, desde que Leo se había cruzado en el camino, el nombre de Coque se me había ido olvidando poco a poco. Con lo mucho que deseé en el pasado escucharle decir aquello… ¿por qué justo en aquel momento, cuando ya no surtía efecto?

Cogí su mano, le di un apretón y después le obligué a dar un paso hacia atrás mientras pulsaba el botón de la planta baja.

—Buenas noches, Coque.

 

 

De camino a casa, y con un dos por ciento de batería en el móvil, me arriesgué a mandarle un wasap a Raquel pidiéndole disculpas por el lamentable espectáculo de la cena. Mentalmente supliqué perdón por haberme morreado con su cita en el baño, claro, pero solo mentalmente. Me pregunté si estaría con él, si Leo habría sido capaz de cumplir su amenaza y follar con Raquel pensando en mí, en nuestro beso, en habernos metido mano y lo cerca que estuvimos, pero su contestación me demostró que no.

 

Ha sido la peor cena de la historia de la humanidad y ahora mismo te arrastraría de los pelos por Gran Vía. Tía, esto no se le hace a una amiga. Ha sido terrible. Pero… siendo justa, me avisaste y yo hice oídos sordos. Además, hace tiempo que me prometí a mí misma que nunca me pelearía con alguien a quien aprecio por un tío.

Pd: por si tienes curiosidad, lo he mandado a casa con un «ya te llamaré». Avisadme cuando hayáis solucionado esto para hacerle esa llamada.

 

Me acosté boca abajo, sin desmaquillar, sin desnudarme. Simplemente me dejé caer sobre la cama y pedí a todos los dioses de todas las religiones del mundo dormirme en el acto y perder la consciencia. Alguno debió oírme. Seguramente Baco, dios del vino y propiciador del éxtasis sexual.

Me desperté a las ocho de la mañana; fui al baño, me desmaquillé, me desnudé y me metí en bragas bajo la sábana otra vez. Dos minutos más tarde bajé la persiana y me acurruqué de nuevo. Eran las cuatro de la tarde cuando volví oficialmente de entre los muertos. Creo que nunca había dormido tantas horas seguidas. A decir verdad, es posible que en toda la semana no sumara más de veinte horas de sueño y ahora… me jodía dieciséis casi del tirón.

Me di una ducha, me tomé un café y enchufé el móvil… La cadena de mensajes en el grupo «Antes muerta que sin birra» se había descontrolado, así como las llamadas perdidas a mi teléfono. Creo que temían que Leo y yo hubiéramos terminado matándonos.

 

En mi casa en cuanto podáis.

 

No tuve que decir más.

 

 

Jimena llegó la primera y venía con un vestidito rojo, Converse blancas y andares raros. En cuanto se sentó en mi sofá, prometió no ensuciar mucho y me explicó por qué parecía que acababa de bajarse del caballo.

—Me han montado como a una yegua. Y la tiene del tamaño de un purasangre adulto.

Me senté en el pequeño puf de mimbre que decoraba un rincón de mi pequeño salón, y sobre el que solía dejar las revistas del mes que Pipa ya se había leído, y me froté la cara.

—En serio te lo digo…, ¿podemos tener una conversación normal en esta pandilla?

—Pues espera a que venga la que ha comido chirla.

—Dios…, se me había olvidado.

—Tía, ¿qué pasó ayer?

—¿Qué pasó ayer? Qué no pasó. Faltó que apareciera por allí Pipa para que la caída en cadena de toda mi vida se completara de manera circular.

—¿Me pones un agua, un refresco, un té, un chupito de sake o un cubo de aguarrás? Creo que tengo que meter el hocico en algo —me pidió.

Estaba preparando en mi cocina de Pin y Pon una bandeja con unos vasos chatos, unos refrescos, ganchitos y aceitunas, cuando llamé su atención.

—Jime…, ¿te acuerdas cuando dejamos de fumar y juramos que no íbamos a tener jamás una recaída?

—Sí. Nos escupimos en la mano y después nos dimos un apretón. Fue asqueroso.

—Bien, pues… ¿no tendrás un pitillo?

Se asomó por el pedazo de murete que separaba el saloncito de la cocina y me miró con sus enormes ojos fuera de sus órbitas.

—¿Vas en serio?

—Completamente.

—No tengo, pero tengo ganas de fumar desde el verano de 2015.

—¿Compramos un paquete?

Éramos dos exadictas convenciéndonos la una a la otra de que una recaída, pequeñita, no tendría importancia y que, en aquel caso, estaba completamente justificada. Y en ese mismo momento la pobre Adriana llamó al timbre, y la mandamos a comprar tabaco, pero volvió con dos pitillos sueltos que pidió a dos personas diferentes en la calle.

La primera calada la dimos junto a la ventana y las dos pusimos la misma cara: una que decía «no lo recordaba así». Después tosimos. Dimos otra calada. A Jimena le dio una arcada. Yo di otra calada y tosí hasta que se me cayó la baba.

—A lo mejor solo echábamos de menos tenerlo en la mano —dijo Jimena haciendo gárgaras con la bebida.

—¿Qué se supone que os ha pasado? —preguntó Adriana alucinada.

—A mí me han montado como a una yegua —repitió Jimena.

—No digas lo del purasangre, por favor —la paré—. Me estoy imaginando al chaval con un badajo como el de la campana de la Almudena.

—Pues eso. Ya lo ha dicho ella. Pero primero vamos a hablar de lo de Maca. Después nos cuentas lo de tu trío cochino y ya luego desnudo mi alma.

Las dos me miraron con los vasos de refresco light burbujeante en la mano. Por primera vez en mucho tiempo, el frío del cristal empañado en mis dedos no me calmó, ni me inspiró ningún tipo de felicidad.

—Fue como una pesadilla. Llegamos al restaurante, Raquel y Leo estaban allí, y el metre decidió juntar las mesas.

—Dios. —Adri se tapó la cara con las manos.

—Nos pasamos la primera parte de la cena lanzándonos pullitas. Era como un campo de batalla en la Edad Media. Las lanzas silbaban en el aire, lo juro.

—Pero rollo, ¿qué? ¿Rollo «eres un hijo de puta que me jodió la vida»?

—No. Todo velado, en plan sonrisa en la boca. Raquel flipaba y Coque estaba allí como quien está en pleno viaje de ácido: a su rollo. Pero eso no fue lo peor.

—¿Os pegasteis? Dime que le tiraste una copa de vino a la cara como en las películas —pidió Jimena emocionada.

—No. Peor. Cuando te contesté el mensaje estaba tan concentrada que no me di cuenta de que Raquel y Coque salieron a fumar. —Le di una calada a mi pitillo sin tragarme el humo y tosí. Dios. Por eso lo dejé. Qué asco—. Y cuando nos vimos solos dimos rienda suelta a lo poco que nos habíamos contenido. Insultos, acusaciones, «tu novio tiene Tinder»…

—¿¡Coque tiene Tinder!? —exclamó Adriana.

—Lo que me faltaba. Ese tío es idiota.

—Escuchadme…, es lo de menos. La cosa siguió calentita en plan «que te follen», «lo que te gustaría es que te follara yo»… y fue subiendo de tono hasta que…

Les tocó el turno de taparse la cara a las dos, y yo paré la narración para apagar el cigarrillo dentro de la maceta que tenía junto a la ventana y dar un trago a mi refresco.

—Me fui al servicio en plan salida triunfal, toda contenta por haber sido la última en contestar, y él… aprovechó cuando volvieron de fumar los otros dos para fingir que iba al baño un segundo y… entró en el mío como una locomotora. No sé cómo no nos pusimos a follar.

Cogieron aire exageradamente y después se llenaron la boca de aceitunas y cacahuetes.

—Me besó. Yo me dejé. Empezamos a meternos mano mientras nos decíamos lo mucho que nos odiábamos y lo amenacé con hacer que se corriera encima. —Bebí otro poco y aparté la mirada—. Soy una psicópata, por Dios.

—¡¡Sigue, mujer!! ¡Ahora no pares! —me animó Jimena.

—Ganó él. Me lamió entera la boca y me dijo que para que yo me corriera no necesitaba casi ni tocarme, con meterme dos dedos y susurrarme que imaginase su polla dentro le bastaría, pero que íbamos a dejarlo ahí y que…

—¡¿Qué?! —gritaron las dos.

—Que los dos follaríamos como animales con nuestras citas pensando en el otro. Y salió tan campante.

Se miraron entre ellas. Jimena se metió otro puñado de aceitunas en la boca. Di gracias a que fueran sin hueso o hubiera muerto ahogada.

—Os juro que me fui de allí dispuesta a chingarme a Coque en plan venganza, pero… lo vi tan tranquilo, me acordé de lo del Tinder y le dije que hasta aquí habíamos llegado. ¡¿Y no va el tío y me dice que se está cansando de ir de cama en cama y que está pensando en sentar la cabeza conmigo?!

—Los tíos son la polla —se quejó Jimena chuperreteándose los dedos—. ¿De qué son estas aceitunas? Están de muerte.

—Ya te digo —respondió la pelirroja comiéndose otras dos.

—Gazpachas. Luego repiten. Así que… me largué, le mandé un mensaje a Raquel pidiéndole perdón por el numerito…

—¿Se enteró de los morreos en el baño?

—No, no. Nosotros fingimos el resto de la noche que no había pasado nada.

—¡¡Yo alucino!! ¡Qué sangre fría!

—Somos lo puto peor.

Nos quedamos en silencio unos instantes que aproveché para llenarme la boca de cacahuetes. Acababa de darme cuenta de que, excepto el café que me tomé antes de meterme en la ducha, no llevaba nada en el cuerpo desde la noche anterior. Y estaba anocheciendo ya.

—¿Y Raquel? —preguntó Adri.

—Bien. Me dijo que tenía ganas de tirarme del pelo, pero que no se iba a pelear con una amiga por un tío. Le ha dado largas hasta que «solucionemos esto».

—¿Y lo piensas solucionar? —me interrogó Jimena.

—¿Solucionar? De eso nada. Me toca contraatacar.

—Ay, madre. —Las dos se llevaron las manos a la cabeza.

—Eso va a terminar fatal, Maca. ¿Qué habíamos dicho de las venganzas? Acuérdate del Conde de Montecristo —insistió Adriana.

—Lo siento, chicas, esto no tiene discusión. Así no me quedo. Aunque termine fatal. Con esto dentro no me quedo.

—¿Y qué vas a hacer?

—Aún no lo sé. Es posible que cuando se me ocurra tampoco os lo cuente, que conste. A lo mejor lo cuento ya a cosa hecha, cuando solo podáis decirme: «Te lo dije».

—Tú verás —añadió Jimena con un tono de advertencia.

—Arg. ¡¡Qué asco le tengo!! —gruñí.

Como no dijeron nada, eché un vistazo y me encontré con dos caras de circunstancias.

—¿Qué? —añadí.

—No es asco, Maca, mi niña. —Adri me cogió la mano.

—¿Y qué es?

—Es amor.

Miré a Jimena que chasqueó la lengua contra el paladar.

—Maca, lo que os pasó es fuerte. No volvisteis a veros después. A su madre, que te adora, aún le cuesta saludarte cuando vas a Valencia. Ni siquiera le dijo que vivías aquí cuando él debió decirle que volvía a España y que se instalaba en Madrid. Tu hermano no le habla desde hace tres años. Estáis dolidos. Aún no os habéis perdonado.

—Él no tiene por qué perdonarme. Yo no hice nada.

—No, pero eres la viva imagen de lo que pudo ser y no fue. No busques venganza porque no te va a aliviar. Lo único que te va a aliviar es que él te pida perdón y perdonarlo. Pero… no puedes obligarlo.

Levanté la mirada al techo y tragué con dificultad. Un puñado de lágrimas me llenaron los ojos y las espanté sin parpadear, dejando que volvieran a su sitio. Me lo dije hacía ya mucho tiempo: no iba a volver a llorar por Leo. Ya era hora de cumplir mi palabra.

—Maca… —gimoteó Adri acariciándome la mano.

—No, no. Nada de daros lástima. Yo ahora quiero que me contéis vosotras. Menudo viernes noche nos marcamos ayer.

—Ya lo dije yo: estaba claro que íbamos a triunfar todas.

Las tres nos echamos a reír.

—¿Qué tal fue? —le pregunté a Adri deseosa de cambiar de tema—. ¿Fue como lo imaginaste?

—No. —Negó con la cabeza y su pelo naranja, corto y ondulado se movió con ella—. Fue mejor.

—¡¡Ay, Dios!! ¡¡Ahora yo también quiero un trío!! —gritó Jimena.

—Cállate, tú tienes bastante ya con tu purasangre. Cuenta, Adri.

—Pues… fue…, no sé explicarlo. Fue… suave. Muy excitante. Muy húmedo. Ella olía…, olía superdulce y tenía la piel… —Movió los dedos, como si le cosquilleasen al recordarlos deslizándose sobre Julia—. No sé. Con ella genial y Julián estuvo magnífico.

—No esperábamos menos de un acróbata del Circo del Sol sexual —me burlé cariñosamente.

—¿Y cómo es comerse un coño? —preguntó Jimena.

—Anda que… —Me reí.

—Perdón, ¿cómo es hacer un cunnilingus? ¿Mejor? —Me miró con la comisura de los labios del color del caldo de las aceitunas.

—Pues es mejor de lo que creía. Igual… deberíais probarlo.

—Eres una valiente, tía —le dije—. Te arriesgaste pero, mira, porque sabías que era lo que querías.

—¿Y Julián? ¿Tiene la misma sensación de triunfo que tú? —preguntó Jimena.

—Sí. Y ya hemos notado mejora. Lo juro. Estoy más… juguetona. Esta mañana ha sido gloriosa en el hotel. Jime, ahora no vas a poder decirme que tengo el mismo instinto sexual que una uva pasa.

—Sí podré, pero ya no tendré razón. —Sonrió esta.

—¿Y tú qué?

—¿Yo? Pues que no sé qué hacer. El tío dice que no es de los que van por la vida esquivando las relaciones serias, pero que no entiende nada de lo que le pasa conmigo.

—Pero ¿fue bien? ¿Qué fue ese icono que mandaste? ¿Una ballena?

—Hice squirting. —Puso cara de circunstancias—. Pero en plan riego automático. Fue superraro. Aunque ahora que lo pienso…, quitando eso y lo de mis bragas color carne, el tío sabe lo que se hace.

—¿Y qué problema hay entonces?

—Pues que me he sentido una mierda cuando, hace nada, se ha abrochado el pantalón después de montarme en mi sofá como un perro y casi se ha ido con el condón puesto. Sinceramente, me ha dicho que no es lo que parece y tal, que tiene que solucionar rollos personales pendientes y eso, pero… no sé si llamarle. Santi no haría eso.

No quisimos ahondar en el tema del amante muerto porque por experiencia sabíamos que no iba a recapacitar. Jimena estaba completamente segura de que Santi, desde el más allá, le mandaba señales para que encontrase a su media naranja y no envejeciera sola penando una muerte adolescente; no sería yo la que le dijera lo contrario. En el fondo nosotras también queríamos que fuese verdad y que encontrara por fin alguien con quien estar tranquila. Santi había pasado a convertirse en el nombre que Jimena había puesto a todo lo que no terminaba de encajar en su vida.

—Dale una segunda oportunidad —propuso Adriana—. Si vuelve a comportarse como un idiota, puerta para siempre.

—Es que… ¿sabéis qué me ha dado por pensar? ¿Y si es uno de esos chicos? De esos a los que una chica les hizo verdadero daño. Ha hecho mención un par de veces a una relación pasada y me da que era bastante estable. ¿Y si está hecho polvo, si no se fía de las mujeres, si está autoprotegiéndose porque piensa que le voy a hacer daño?

Hice una mueca.

—Jime… —empecé a decir.

—Ya sé que me vas a decir que eso es una leyenda urbana, pero no lo es. Me dijo, en una de nuestras primeras sesiones, que tenía pinta de ser una de esas chicas que te complica la vida.

—¿Tú?

—Sí, ya ves, tía. Media vida pensando que me ven cara de mosquita muerta y ahora resulta que soy una femme fatale. Y yo sin saberlo.

—Puede que esté dolido —cambié mi discurso interior para no hacerla sentir peor, pero sin darle demasiadas alas—. Pregúntaselo. La experiencia me dice que es mejor preguntar las cosas abiertamente.

—Claro…, como es tan comunicativo. Seguro que me abre su corazón de par en par y me cuenta todos sus traumas infantiles de paso —respondió sarcástica.

—Ay, Jime, hija —se quejó la nueva Adriana, ejemplo de relajación y sonrisas—. Esas cosas hay que ganárselas.

¿Era verdad eso? ¿Había que hacer méritos para conseguir respuestas sinceras? No. No creía en ello. O no quería creerlo. Lo que tenía en mente, desde luego, no pasaba por ganarme nada, pero iba a arrancarle a Leo, si no la disculpa que me debía o la razón por la que me hizo lo que hizo… al menos unos cuantos días malos.