A Jimena el orgullo le había impedido llamar a Samuel a pesar de la charla que habíamos tenido. Se dijo a sí misma que aquel encoñamiento místico podría pasársele un poco si se obligaba a pensar en otras cosas, como en el trabajo. Y con los preparativos para la Feria del Libro de Madrid, le fue fácil tener con qué mantenerse ocupada. Su editorial era pequeña, pero tendría una caseta en El Retiro, en la que le tocaría ponerse en el papel de librera durante unos fines de semana, y había mucho que organizar: un par de firmas de los autores punteros, cálculos junto a los comerciales sobre la cantidad de ejemplares que les haría falta movilizar, remanentes…
Ocupada estuvo, pero técnicamente no sirvió de nada porque, a pesar de adelantar mucho trabajo, Samuel estuvo paseándose por su cabeza a menudo, como Pedro por su casa, como si su pensamiento fuera territorio conquistado y una extensión del pedazo de mundo que era de su propiedad.
El miércoles, sin embargo, aunque ella seguía en sus trece, recibió un mensaje que hizo inclinarse la balanza hacia lo que le apetecía…
¿No vas a llamarme?
Samuel no añadía nada más, pero no hacía falta. Cuatro palabras bastaban para que todo lo que Jimena quería e imaginaba montara una rebelión, tomara el control de sus dedos y contestase.
También puedes llamarme tú.
Samuel tardó cincuenta minutos exactos en contestar…, más o menos lo que duraba una de sus sesiones de trabajo.
No. Tienes que llamarme tú.
Es un acto simbólico de perdón por ser un gilipollas.
Y la sonrisa que a Jimena se le dibujó hizo el resto.
Le llamó en la pausa de la comida. Fue una llamada corta y pragmática. «¿Qué tal?». «Bien, lo de siempre». «¿Te apetece quedar?». «Claro; dime dónde y cuándo y allí estaré». «¿Tendrás tiempo de cenar o voy quitándome las bragas?». «Creo que podré mantener la bragueta cerrada el tiempo suficiente como para poder cenar tranquilos». «Pues en mi casa, ¿esta noche, a las diez?». «Genial; llevo ¿vino?».
Le dio tiempo a adecentar la casa antes de que llegase. Y también a pedir sushi a domicilio, darse una ducha, probarse cinco modelitos, obligarse a colgarlo todo en sus perchas de nuevo y decantarse por el primero de todos: vaqueros negros pitillo y camiseta del mismo color. Descalza. Si quería echarle un polvo e irse, al menos tendría que luchar contra los jeans más ceñidos que tenía, con los que ella misma se peleaba cada vez que quería bajarlos.
Fue puntual. Jimena le abrió la puerta y se marchó al interior de su apartamento para encender un par de velas, no por romanticismo, sino porque le gustaba la oscuridad, pero necesitaba un par de focos de luz tenue para poder moverse con comodidad.
—¿Hola? —saludó él antes de cerrar la puerta.
Ella se asomó con expresión cauta. No se le olvidaba que la última vez que se habían visto, él fue un capullo.
—¿Qué tal?
—Bien. Cansado. ¿Y tú?
—Bien. Lo mismo.
—Vale. Pues vamos a ser breves.
Samuel dejó una botella de vino en la repisa del pequeño espacio que hacía de recibidor y se echó mano al cinturón. Jimena no pudo ni reaccionar porque una bocanada de odio hacia el género masculino le calcinó los pensamientos, pero antes de que lo empujara hacia la salida de nuevo, él levantó las manos en señal de paz con una sonrisa.
—Es broma.
—¿Sí? Me ha costado darme cuenta. Como no tenía ni pizca de gracia…
Samuel sonrió, cogió la botella de nuevo y se la tendió.
—Una ofrenda de paz. No sabía qué íbamos a cenar, pero no entiendo de vinos blancos, así que traje un tinto.
—¿De tintos sí que entiendes?
—Un poco. Este es suave y afrutado. Un buen vino pero sin pretensiones. Del valle del Loira. Creo que te gustará.
—He pedido sushi para cenar.
—Pues vamos a abrirlo antes de que llegue la cena porque se da de bofetadas con el pescado crudo.
Jimena apartó la cortina de la cocina y cogió un par de vasos chatos que Samuel recibió con una mueca.
—¿Qué?
—¿No tienes copas?
—No te tenía por un purista.
—Por un decantador ni pregunto, ¿no?
—¿Un qué?
—Es una especie de jarra para que el vino respire antes de…, da igual. —Le cogió los dos vasos.
—No. Espera. Creo que en el altillo tengo un par de copas.
—Deja. Yo te las alcanzo.
No tuvo ni que ponerse de puntillas. Agarró las copas por la base, les dio un agua, las secó y después se las tendió.
—Solo necesito un abridor y dejo de molestarte. Después el alcohol me hará mucho más agradable.
—¿No lleva rosca? —preguntó Jimena.
—¿Rosca? —contestó él horrorizado.
—Es broma.
Y sacó de un cajón un abridor con forma de forzudo. Puedes imaginar qué parte de su cuerpo servía como sacacorchos…
Se sentaron en el sofá que Jimena no había aspirado, pero que al menos había sacudido un poco. Ni rastro de risketos esta vez. Samuel abrió la botella, pero en lugar de servir inmediatamente, lo dejó respirar un poco.
—Siempre imaginé que serías de los que bebían cerveza directamente de la lata y después la aplastaban contra el pecho mientras eructaban.
Samuel arqueó las cejas.
—¿Conoces a muchos tíos así?
—No, la verdad. Pero es que no pareces de esos tíos que saben de vino y beben en copas de cristal bueno.
—¿Y qué parezco?
—Un rancio. —Jimena sonrió—. ¿Sirves o le cantamos algo al vino para que se sienta cómodo?
—Eres una tarada.
Pero Samuel sirvió.
La cena llegó cuando ya habían vaciado media botella. Jimena no entendía de vinos, pero sabía que memorizaría el nombre que aparecía en la etiqueta de aquella botella: Sancerre. Tenía un sabor suave, pero que permanecía en la boca con constancia. Afrutado…, al olerlo le recordó vagamente a los frutos rojos.
Mientras Jimena vaciaba las bolsas y organizaba las bandejas de sushi que acababan de llegar, Samuel despejó la mesa.
—Deberíamos terminar el vino antes de cenar —le dijo.
—Olvídate de que cene si me bebo una botella de vino —comentó ella distraída, mientras se recogía el pelo en un moño—. Entonces sería yo quien me lanzaría a tu pantalón como una loca y te echaría después para comerme todo el sushi y dormir como un lirón. Aunque… no suena mal…, trae ese vino.
Samuel apartó la botella, levantándola hasta donde ella no alcanzaba, y negó con la cabeza.
—¿No querías conversación? Pues tengámosla. Seamos personas, no amantes.
—¿Los amantes no hablan?
—No. —Sonrió—. Los amantes joden, comen, beben, se besan, fuman y vuelven a joder.
Joden. Con él encima y sus uñas hundidas en la espalda, las rodillas clavadas en sus costados y los dientes rechinando. Comen, con las manos, sin necesidad de cubiertos. Beben vino en copas buenas, hablando sobre la tierra en la que crecieron los viñedos que lo parieron, pero pensando en follar sobre ella. Se besan, con lengua, ávidos, mordiendo, gimiendo, tirando del pelo, sin importar si los dientes terminan por abrir heridas en los labios y el vino se mezcla con sangre al tragar. Fuman un cigarrillo a medias, probablemente liado a mano y hecho con un tabaco húmedo y aromático que huele a dulce y crea una nube de humo blanco. Y vuelven a joder…, hasta que no pueden más, hasta que tienen ganas de hacerse daño y se tiran del pelo con tal de alargar el clímax y que este no los precipite tan pronto a lo oscuro.
—Dejé de fumar hace dos años —fue lo único que acertó a decir Jimena después.
Cenaron con las manos. Jimena pasaba de palillos y de tenedores cuando comía sushi. Le gustaba mancharse las yemas de los dedos con salsa de soja y lamerlos después, coger un poco de jengibre y dejarlo sobre su lengua para limpiarla de sabores antes de probar otro trozo y notar la textura algo pegajosa del arroz. Samuel la imitó. Cenaron con las manos y con evidente prisa, porque por muy civilizados que fingieran ser, eran amantes…, ¿no?
Samuel le preguntó por su trabajo. Se sorprendió al comprender que él no sabía ni siquiera a qué se dedicaba. Había follado con él, había tenido su boca entre las piernas y… ni siquiera sabía dónde trabajaba. Pero la tranquilizó comprobar que, al menos, parecía interesado. Hablaron sobre su época de universitarios, sobre cómo se decidieron por sus profesiones, sobre qué les gustaba leer, sobre qué hacían en su tiempo libre… Una charla que tendrías con alguien a quien acabas de conocer, que te cae bien, pero con el que no intimas. Un retrato robot de sus vidas, eso hicieron. Ella quiso contarle más…, quiso incluso decirle que le recordaba a su gran amor y cómo lo perdió, pero Samuel, aunque mucho más amable que de costumbre y hasta juguetón, era una puerta blindada que Jimena sabía que no iba a poder abrir si él no le daba la llave. Y hay ciertos episodios de tu vida que, por más que frivolices para poder sobrellevarlos, marcan un antes y un después y abren una herida que no cicatriza del todo jamás.
Recogieron juntos, metiendo las pocas sobras en bolsas para tirar. No hay nada que repugne más a Jimena que el sushi endurecido por las horas en la nevera…, y él parecía estar de acuerdo.
Rescataron el vino entonces. Y las copas. Se volvieron a acomodar en el sofá, pero esta vez mucho más cerca. Las intenciones eran tan claras que a Jimena le avergonzaba imaginarse dando el primer paso. Aunque sabía que fue ella la que se abalanzó sobre él en el primer beso. Podía tomar la delantera ante la incertidumbre, pero cuando las cosas estaban tan claras, cuando era tan evidente que lo que seguiría sería sexo, desnudez y orgasmo, se quedaba muy cortada.
—Cuéntame…, ¿quién te enseñó todo lo que sabes sobre vino? —quiso romper el hielo ella, mientras mareaba el contenido de la copa.
Pero Samuel le quitó la copa de la mano, la dejó en la mesa y la acercó. Era evidente que para él la situación era mucho menos violenta.
—La misma persona que me enseñó a joder.
Coño. Jimena…, reponte. Reponte ya.
—¿Y qué hubiera pensado de lo que pasó el otro día en este sofá?
—Lo hubiera calificado de mediocre, sin duda. —Sonrió él mientras la colocaba a horcajadas sobre él—. Pero hoy voy a hacerlo mejor.
—¿Cómo?
—Lento. Hasta que creas que te estás volviendo loca.
—Te gusta ir al grano, ¿no?
—¿Para qué darle vueltas? —Arqueó una ceja—. Desnúdate.
—Desnúdame tú.
—Ah. No. —Y la sonrisa que dibujó entonces rozó lo perverso—. Vas a hacerlo tú. Mientras te miro. Pero llévame a tu cama.
Samuel se descalzó antes de tumbarse sobre la cama de Jimena, que había cambiado las sábanas aquella misma tarde. Se tumbó y observó. Ella sintió que no tenía más salida que desnudarse de modo que, sin saber por qué, lo hizo lentamente, dejando que él repasase con los ojos cada detalle de su ropa interior negra de encaje y lazadas antes de que se la quitara y se mostrara sin pudor desnuda delante de él.
Samuel tardó en desnudarse. Primero la tendió en la cama y completamente vestido, repartió besos, mordiscos y lametazos aquí y allá, hasta que a Jimena le temblaron las piernas. Después, solo se quitó la camiseta verde oscura, se desabrochó el cinturón y el pantalón y se colocó un condón que llevaba en el bolsillo del mismo.
—Desnúdate —pidió Jimena.
—No. No te lo has ganado.
—¿Quieres que me lo gane?
—Claro. Después de que te folle con los pantalones puestos puedes ganártelo, princesa.
Jimena ya estaba empapada cuando él la penetró. El sonido de colisión se acompañó de un chapoteo suave, un gemido en la boca de ella y la respiración áspera de Samuel.
—¿Era lo que querías? —le preguntó amasando sus pequeños pechos con manos firmes y duras—. ¿Eh? ¿Era esto lo que querías cuando me ronroneabas como una gata?
—Sí.
Los músculos y tendones se tensaron bajo la piel cuando él bamboleó sus caderas con fuerza y lentitud, como si quisiera clavársele más hondo.
—Voy a follarte fuerte. Grita cuando no puedas más.
Jimena pensaba que, como en las películas, en la vida real un polvo fiero e iracundo no podía durar más de unos minutos. Cinco a lo sumo; gruñendo, mordiendo, agarrando, tirando y empujando hasta que el estallido entre las pieles doliera. Samuel le mostró que no estaba en lo cierto y que sabía cómo controlar el ritmo y la cadencia de movimientos para que se encontraran continuamente sobre la estrecha línea que separa el placer del orgasmo. Y dolía. Dolía mucho que tuviera sus manos agarradas y que no la dejase acariciarse para llegar; dolía lo duras que eran sus penetraciones, pero por alguna razón, Jimena no quería que parara. Y le fallaba la voz de tanto pedirle que no lo hiciera, de pedirle que hiciera más fuerza con sus dedos alrededor de sus muñecas y de desear que el cinturón siguiera golpeándola con el vaivén de las caderas de Samuel. La tela áspera y dura de sus vaqueros estaba irritando la piel suave de la cara interna de sus muslos, pero no podía enloquecerla más. ¿Qué más daba que ella «no se hubiera ganado» que él se desnudase del todo? No quería. Quería que siguiera montándola durante toda la noche de aquella manera, usándose el uno al otro, sin importar los detalles que se supone que convierten el sexo en amor.
Cuando se corrió, el alivio fue casi doloroso. Él soltó una de sus manos, mientras susurraba en su oído que quería que se tocara para él, que se corriera y le empapara la ropa. Y ella obedeció hasta que no quedó una gota de su excitación por compartir…, obedeció hasta que el orgasmo se esfumó y tocarse le dolía. Hasta que él paró, salió de ella, se quitó el condón y terminó sobre su pubis, en sus muslos, y salpicó su estómago de semen.
Cuando se tiró cansado sobre la cama, Jimena controlaba a duras penas su aliento para no seguir gimiendo y que los ojos no se le pusieran en blanco. Aquello era un polvo, sí, señor. Con diferencia, el mejor en años. Alcanzó unos pañuelos de papel de la mesita de noche, se limpió y volvió a echarlos usados de cualquier manera junto a la lamparita. Se giró hacia él con una sonrisa satisfecha que Samuel respondió con el mismo gesto.
—¿Me quitas el suspenso del otro día? —preguntó él con las cejas arqueadas.
—Tendrás que seguir insistiendo si quieres matrícula de honor. He hecho la media y ahora solo tienes un aprobado.
—Me parece justo.
Besó su hombro y se incorporó para alcanzar la camiseta, ponérsela y volver a tumbarse a su lado.
—¿Quieres más vino? —le ofreció ella.
—Gracias, pero me tengo que ir.
Jimena levantó las cejas sorprendida y él siguió hablando.
—No inmediatamente. No ahora mismo.
—Puedes quedarte a dormir —le ofreció—. Mañana tengo que madrugar. Te despertaré temprano.
Samuel acarició su estómago de arriba abajo con la mirada perdida en su piel.
—No voy a quedarme a dormir, Jimena.
—Pero…
—Yo… prefiero ser claro. No quiero que intimemos demasiado. Al menos… no tan rápido. Antes necesito saber qué coño me está pasando contigo porque si un día al despertar me doy cuenta de que ha sido algo pasajero para ti o para mí…, no habrá víctimas ni verdugo.
—¿Es porque alguien te hizo…?
—Eso da igual. —Desvió los ojos hasta su mirada—. Pero… no quiero hacerte daño. No tiene nada que ver con el compromiso. No es eso. No le tengo miedo. Es que… aún estoy encajando algunas piezas. Tú me gustas pero hay muchas cosas que no entiendo así que… no hablemos de futuro. A cambio, seremos sinceros y libres, no pediremos explicaciones, nos correremos, beberemos vino y…
—Yo no quiero ser una parada más en tu tour de camas.
Él sonrió.
—¿Tour de camas? A duras penas me apaño para plantearme esto contigo. Créeme…, no habrá nadie más. Y si te cansas…, tendré que irme. Por gilipollas. Pero por ahora… —las yemas de sus dedos viajaron hacia abajo, hacia la entrepierna húmeda de Jimena—, puedo darte más. ¿Quieres?
Cuando la penetró con dos dedos y la besó en la boca, Jimena supo que sí quería más. Y él también. Lo que le preocupaba no era su postura ni su discurso, era la seguridad de que derribaría todas aquellas barreras, que él terminaría por cederle gustoso las llaves con las que abrirle por completo y, entonces, lo que perseguía a Samuel terminaría por afectarle a ella. Y lo sabían los dos.