43. «Private emotions», Ricky Martin & Meja

Sincerarse hacia dentro

No voy a atreverme a decir que la sinceridad está sobrevalorada, pero creo que guardar secretos está infravalorado. Creo a pies juntillas en ello. Hay palabras que es mejor no pronunciar, muchas veces porque llevan adheridas demasiadas cosas malas y, haciendo un balance, si no sirven para nada…, ¿para qué van a ser dichas? Mi madre solía repetirme durante mi adolescencia que si lo que estaba pensando no tenía como fin algo bueno, me lo callara. Por eso mis discusiones con Antonio eran sordas, porque lo teníamos tan aprehendido que… preferíamos darnos tortas.

Sin embargo, cuando digo que hay secretos que es mejor guardar, no me refiero solo a cosas que pueden hacer mucho daño a un tercero sin procurarle nada bueno, sino a aquellas cosas de nosotros mismos que no tenemos por qué compartir. Tenemos derecho a acotar una parcela dentro en la que no dejemos entrar a nadie. Y allí, cuidadas con esmero, esconder muchas emociones que podemos mantener ocultas hasta que nos sintamos preparados o… hasta que nos plazca.

Digo esto porque, sinceramente, entiendo los motivos por los que Adriana no dijo nada.

El frenetismo sexual que había derivado de su encuentro a tres había ido apagándose poco a poco; nada que no esperara. Es normal que los días siguientes a su trío tanto Julián como ella anduvieran como animales en celo. El recuerdo, las nuevas sensaciones, los tabús superados… pueden excitar tanto como las caricias más evidentes. Nos lo había contado, por supuesto. Nos había mantenido al día, cosa más bien rara en ella, de los avances. Para alguien a quien el sexo le parece más una obligación marital que una necesidad, tener encuentros regulares era… un gran paso. Y cuando digo encuentros regulares me refiero a… sexo no eventual y con ganas.

Entonces… ¿dónde estaba el problema? ¿Qué era lo que callaba? Cierta… pena. Desilusión. Había estado muy emocionada con el trío y ahora sentía que, aunque su vida sexual se había reanimado, carecía de un horizonte sexual por descubrir. Le apenaba pensar que, a partir de ahora, solo estarían ellos dos y algún juguete sexual comprado con mucha motivación, pero que le dejaba con sensación apática después del primer uso. Tampoco es que quisiera ser la cabeza de una revolución que les lanzara a clubs de intercambio de parejas u orgías. Tenía claro que eso no era para ella. Pero… echaba demasiado a menudo mano a los recuerdos de la noche del trío para ponerse a tono y suponía que eso era… un problema.

Un problema que la asustaba mucho. Un problema que la avergonzaba porque cualquiera que la escuchara hablar sobre él podía sacar conclusiones que a ella le parecían equivocadas, aunque en sus momentos de reflexión también hubiera llegado a ellas. Aunque solo rozándolas. No se sentía libre para hablar de ello con nosotras no porque temiera lo que pensáramos de ella, aclaro…, sino porque le aterrorizaba lo que podía significar y el momento en el que no pudiera obviar la evidencia. Podía hacerse la tonta a solas, pero no con dos pares de ojos mirándola. A eso me refiero. Si no lo entiendes…, puede que te falte toda la información que yo tengo ahora. Pero no puedo desvelártela de golpe, claro.

Aquella mañana de lunes Julián y ella hicieron el amor antes de ir al trabajo. Fue ella quien lo buscó después de despertarse de un sueño muy tórrido. Se colocó encima de él y se meció entre las manos de su marido hasta que los dos se corrieron. Después, se dieron una ducha y él se marchó a trabajar. Ella se quedó, con el pelo envuelto en una toalla y el uniforme ya colocado, tomando un café junto a la ventana. Pensando.

El día fue tranquilo. Solo tuvo un par de pruebas de novias que estaban nerviosas por la cercanía del gran día pero ilusionadas. Novias de las fáciles, de las que lo ven todo bien, que se miran en el espejo desde todos los ángulos posibles con cierto rubor en las mejillas y una sonrisita de emoción.

Hasta el mediodía, momento en el que tenía agendada una novia que iba a probarse vestidos por primera vez y que apareció acompañada de sus tres mejores amigas. Adriana sonrió al verlas y se contagió de su algarabía.

Una de ellas lucía bajo un traje gris un bonito y redondeado embarazo; otra, una melena color caramelo preciosa y cuidada; y la tercera, unos labios rojos como el infierno y unos tacones vertiginosos. La novia estaba bastante nerviosa.

—Es mi segunda boda —le dijo con cierta culpabilidad en la voz.

—Qué bien. —Sonrió ella—. Así ya sabes lo que NO quieres. Será más fácil esta vez.

—¿Con el vestido o con el novio? —respondió con una sonrisa la de los labios rojos, sacando del bolso una petaca cubierta de purpurina, que ofreció a las demás.

—Con los dos, por supuesto.

Todas se echaron a reír.

La novia quería algo ligero, discreto, largo y con escote en la espalda.

—Algo sexi —dijo de nuevo la de los labios rojos.

—Algo elegante —añadió la rubia.

—Algo cómodo —aclaró la embarazada.

Adriana miró a la novia y esta sonrió mirando hacia sus amigas.

—Si tienes algo que nos satisfaga a las cuatro, será un milagro.

Buscó junto a ellas en el catálogo algunos modelos que pudieran aunar todas las características; mientras tanto, las cuatro chicas conversaban.

—Esmérate con la elección de este…, porque esta boda es la definitiva —le advertía la más pijita.

—Más le vale. Si sigue casándose me voy a quedar sin un chavo. Entre el regalo, el modelito…, las bodas son muy caras y aquí una ya tiene dos hijos, chata.

—Este es el definitivo. ¿Cómo no va a serlo? Es perfecto. Y tiene el rabo perfecto —sentenció la morena de labios rojos.

La novia, callada, se ruborizaba y se reía a partes iguales, dando vueltas en su dedo a un anillo vintage de compromiso precioso.

—Una no puede casarse con alguien solo por sus atributos masculinos —respondió la rubia de nuevo, algo airada.

—¿Cómo que no? ¿Y qué quieres, que se muera de pena con otro picha flácida como el primero?

Siguieron hablando, opinando. El primero no era un error por su pene, aclaró la novia, era un error porque nunca la quiso tanto como parecía. Lo duro se lo daba a otra, entendió Adriana, y para ella solo quedaban los restos y los «estoy muy cansado». Fue recogiendo información en cada comentario, en los que las hacían estallar en carcajadas y los que las dejaban algo meditabundas. Eran cuatro chicas que estaban muy al día de lo que acontecía en las camas de las demás, lo bueno, lo malo, lo rutinario, lo «raro», lo excepcional. Y a pesar de que la novia encontró lo que buscaba y que estaba increíble con un vestido de tirante casi invisible con la espalda al aire, Adriana se quedó con una sensación extraña en el cuerpo. Una punzada de… ¿remordimiento? ¿Soledad? ¿Aislamiento? O… ¿incomprensión?

Salió sin prisas del trabajo. Se compró una napolitana de jamón y queso en La Mallorquina, en la Puerta del Sol y paseó un rato bajo el sol recalcitrante, que le dejaba su piel pálida enrojecida y que traería, seguro, un montón de pecas nuevas a esta. Iba pensando en llamarnos, en confesar algunos miedos como habíamos hecho Jimena y yo unas noches antes, cuando se le ocurrió que… en realidad le apetecía compartirlo primero con otra persona. Alguien que no iba a juzgarla. Alguien que…, de alguna manera, estaba implicada.

Sacó el móvil del bolso y escribió un mensaje breve a Julia, muerta de vergüenza.

 

Estoy por el centro, aburrida y sin nada que hacer. ¿Te apetece tomar algo o te parece demasiado raro? No me contestes si crees que este mensaje está de más.

 

Cuatro o cinco escaparates después, Julia contestó:

 

No es raro. Me apetece mucho. Salgo del trabajo en una hora…, ¿me esperas?

 

 

Se vieron en una cafetería preciosa en la calle Costanilla de los Ángeles, donde un chico muy guapo dibujaba en un cuaderno junto al ventanal en el que se leía el nombre del local.

Se saludaron con dos besos y una sonrisa avergonzada. La última vez que se vieron, las dos estaban desnudas y… se implicaron bastante en el desnudo de la otra.

—Qué raro es todo. —Se tapó la cara Adriana en un arrebato.

—Qué va. —Julia le apartó con suavidad las manos y se rio—. Somos mujeres adultas. O eso les hemos hecho creer a los demás.

Pidieron una limonada con hierbabuena y se sentaron en una mesita, acomodadas en dos sillones mullidos pero viejos, de esos de los que se escapa de vez en cuando alguna pluma del relleno.

La conversación inicial versó sobre el tema más aséptico que encontraron: el trabajo. Los animalitos. Julia estaba tratando un gatito enfermo al que no terminaba de diagnosticar y estaba ofuscada.

—Qué trabajo tan bonito tienes —le dijo Adriana conmovida.

—Sí. Es precioso. Pero sufro mucho también, ¿sabes? A veces la gente no entiende por qué me disgusto tanto por la enfermedad del animal de otra persona.

—Porque la gente es idiota —sentenció Adriana.

—¡Oye! ¿Y qué me dices de tu trabajo? ¡También es precioso!

—Mis amigas fingen arcadas cuando les digo que vendo sueños.

Julia se echó a reír a carcajadas.

—Es que es un poco empalagoso.

—Lo sé. Me encanta.

Ambas sonrieron y Adriana suspiró antes de contarle, como si tal cosa, la visita de las cuatro amigas que había atendido: sus grititos, las risas, las bromas y las confesiones.

—Por lo que he ido cogiendo de la conversación el novio debió ser un hueso… y es un semental. Creo que una de ellas era la ex o algo así.

—Vaya por Dios. —Sonrió Julia.

—¿Tú se lo contarías a una amiga? Si te hubieras acostado con su novio antes de que lo fuera…, ¿se lo contarías?

—Creo que sí. —Sorbió de su pajita de colores y asintió—. Sería peor que se enterara de otra forma.

—Tú…, ¿se lo cuentas todo a tus amigas?

—Uhm…, supongo. No sé. ¿Te refieres a algo en concreto?

Julia arqueó su fina ceja, estudiando el gesto de Adriana, que empezaba a arrepentirse de haber sacado el tema.

—A cosas que no sabes si quieres… decirte a ti misma.

—¡Ah! No. Eso no se lo cuento a nadie a menos que esté implicado.

Jodida Julia, qué lista era.

—¿Estás agobiada por lo que hicimos? —le preguntó en tono confidente.

—No. —Negó Adri con la cabeza—. Me agobia que… mi vida… en pareja no mejore después de eso.

—¿Cómo? —Se apartó su pelo rosa detrás de las orejas y se inclinó hacia ella—. ¿Lo hiciste para mejorar tu…?

—No es como suena. No lo hice por él. Lo hice por mí.

Se volvió a recostar en el respaldo del sillón y se quedó mirándola pensativa.

—¿Temes que tus amigas te juzguen por ello?

—Un poco. Pero me da más miedo que me hagan comprender que…, que el problema soy yo, que tengo la misma apetencia sexual que una lechuga.

—No tienes la misma apetencia sexual que una lechuga —le aseguró Julia—. ¿Cuántos años lleváis Julián y tú? Es normal que el sexo se apague un poco con el tiempo.

—Es que yo nunca he sido muy… sexual.

—¿Y eso te agobia?

—Un poco. Quiero ser… normal.

Julia volvió a arquear las cejas, esta vez junto a una sonrisa muy comedida.

—¿Normal? Adriana, por Dios…, ¿qué es normal en esta vida?

—No sé…, lo habitual.

—Lo habitual es poco original.

Adri jugueteó con su anillo de casada y Julia tiró de uno de sus dedos, llamando su atención.

—Ey…, tus amigas no te juzgarían y dudo mucho que crean que eres un bicho raro. No lo eres, así que háblalo con ellas con libertad y con la seguridad de que cualquier cosa que sientas es perfectamente normal.

—Ya…

—De todas formas, si con ellas no te sientes lo suficientemente cómoda para abordar un tema tan íntimo y desnudarte a ese nivel…, llámame. Total…, yo ya te he visto desnuda.

La pelirroja levantó la mirada de su anillo y se encontró con los enormes ojos de Julia, que la miraban con una sonrisa en la boca pintada de fucsia. Sonrió también.