45. «With or without you», U2

Si tuviéramos solución

Hay cosas a las que por más que intentes allanarles el terreno, siempre suenan precipitadas. Como los sentimientos. En las películas parece tan fácil encontrar el momento para decir «Te quiero»… Quizá lo es. Quizá siempre es el momento de decirlo. Pero ¿qué pasa con todas aquellas cosas que van más allá de un «Te quiero»? Porque no es el súmmum. No es la cúspide del amor. Es el comienzo. Es solo el primer escalón en el camino para aprender y asumir lo que estás a punto de vivir por amor. Lo devastador que es dejarse a su merced. Lo confuso de no encontrar en el espejo más que la imagen de un hombre que jamás creíste ser. Lo aterrador…, porque el amor asusta. Y más asusta cuanto más grande es. Así que, siguiendo esta regla, yo estaba aterrorizado. Lo peor no es decir «Te quiero». Es decir «Lo siento», sobre todo cuando sabes que es lo único que falta para cerrar una historia.

Me enamoré de Macarena hace tantos años que era difícil acordarme del momento exacto. Las partículas del tiempo se deshacían en sus pestañas si intentaba rescatar los recuerdos concretos de entonces. Una vez, un compañero de instituto me dijo que mi novia era muy guapa… en un sentido plano.

—No es especial. Es guapa…, como todas las guapas a las que estamos acostumbrados a ver por la calle.

Le di una patada a la silla en la que estaba sentado sin tener ni que levantarme de la mía y lo derribé. De un puntapié. Lo que me molestó no fue que pensase que Macarena tenía una belleza anodina. Lo que me molestó fue que dijera que no era especial. Lo era. La única. Pero eso era algo que aprendí con la experiencia. ¿Qué pasa cuando no existe la posibilidad porque de tantas intentonas no queda nada que reconstruir?

Ella nunca supo nada de este encontronazo. No soy de esos chicos que alardean de ello. Quizá ese fuera el problema, que siempre la quise con sordina, sin grandes muestras. Me quejaba de sus celos sabiendo que escucharme decir todo lo que me hacía sentir la calmaría. Nunca lo dije. Sus celos me molestaban tanto como alimentaban mi ego. Ojo con el ego…, puede destrozarte la vida.

No recuerdo el momento exacto en que asumí que Macarena haría conmigo lo que quisiera, pero sé que lo hice pronto. Era, es, será… mi talón de Aquiles. Y había llegado el momento de ponerle freno a la sinrazón, a lo desbocado; darle un sentido, ponerle a lo nuestro el bozal que quizá haría que a los demás les diera menos miedo. Era el momento. Lo había alargado tres años en los que preferí dejarlo todo en el aire que pedirle perdón, porque eso no haría más que cerrarlo dejando la herida limpia. Con la herida limpia ella podría olvidarme. Y yo a ella. Y me moriría por dentro. Algo de nosotros moriría, estaba seguro.

Toda una vida. Dieciséis años de idas y venidas. Veintinueve desde el día que mi madre la colocó en mis brazos, recién nacida, para sacarnos juntos una foto. Una historia de amor inconclusa que duele y sangra. Y por fin…, por fin íbamos a cerrar el círculo…, ¿verdad?

No. No quería llevarla al teatro, lidiar con la nube de hostilidad que la acompañaba siempre que me miraba y tratar de sacar conversación a toda costa. Tampoco me apetecía, si conseguía derribar la barrera y volvía a mirarme como en la cena, como en mi aula, como en mi casa…, dejarla de vuelta en su portal sabiendo que no podríamos besarnos, ni querernos nunca más. Teníamos que solucionarlo, cerrarlo, aniquilar cualquier posibilidad de que volviéramos a repetirlo porque… ella no era feliz y a mí simplemente me mataba saber que saldría, cenaría, bailaría y tontearía con un niño mono sin que pudiera hacer nada para remediarlo. Y yo sabía quién era el culpable. La persona que la llamó para decirle «Sube a mi casa un segundo, tenemos que hablar»; la misma que hizo las maletas a toda prisa, aceptó una beca de doctorado a la que quería decir que no y perdió en la despedida a su novia, sus planes, y hasta a su mejor amigo. Yo. Echaba de menos a Antonio, pero… ¿qué tío no le retira la palabra al cabrón que ha destrozado a su hermana?

¿Qué haces cuando la quieres tanto que la odias? ¿Qué haces cuando eres demasiado cobarde para quererla como se merece o dejarla marchar? El gilipollas, como yo.

Por ella y por mí; aquello debía terminar. Un saco de algo sucio y sin nombre se había abierto dentro de mi pecho cuando la vi con aquel chico que no la merecía (aunque la mereciera más que yo) y llevaba goteándome dentro desde entonces. El saco, por cierto, fui llenándolo con culpa y remordimientos desde el día que me marché hasta que volví a verla.

Y es que, como tantas veces le dije, solo cuando me miraba, yo era.