49. «Big girls don’t cry», Fergie

El derrumbe

Deberíamos aprender que las cosas jamás llegan cuando las deseamos. Podríamos refugiarnos en la creencia de que lo hacen cuando las necesitamos, pero tampoco creo que sea exactamente así. Las cosas están ahí fuera, y nosotros las perseguimos como niños con una red, intentando atrapar mariposas… o pompas de jabón. Unas veces se posan en nuestras manos para que podamos admirarlas. Otras… se van y tenemos que aprender a sonreír cuando las vemos volar lejos.

Creo que, con todo, en aquel momento yo ya había asumido, al menos, que los deseos no son verdades y que no podía dictar el ritmo al que sucedían las cosas. Lo que quiero decir es que…

Por si mi vida no fuera lo suficientemente surrealista, Coque me mandó un mensaje queriendo ser… ¿romántico? ¿Poético? ¿Sincero? Vete tú a saber. Llevaba viéndome con él año y medio y seguía sin tener ni la menor idea de cómo funcionaba su cabeza. Que aquel mensaje llegaba tarde para mí, estaba claro; antes un mensaje suyo se celebraba en mi estómago con efervescencia y aplausos, pero tenía que ser sincera y aceptar que ya no me hacían ilusión, por más que se estuviera esforzando. Entre otras cosas, me decía que no se había dado cuenta de cuánto «molaba» estar conmigo hasta que le di calabazas.

 

No sé si estaré a tiempo de invitarte a salir como Dios manda algún día. Te mereces algo más que llevarte las pelusas de debajo de mi cama pegadas a las suelas del zapato.

 

Pensé en ignorar su mensaje; total, ¿para qué? Pero luego me dije a mí misma que yo no era así y por todas las veces que me fastidió no recibir respuesta a los míos, hice el esfuerzo. Dicen que el cosmos acaba recompensando este tipo de esfuerzos:

 

Coque, estuvo bien mientras duró, pero se nos pasó el tiempo de hacer el tonto por Madrid, como si fuéramos dos críos. Tengo que salir a buscar lo que quiero, pero sin rencores. Siempre serás el chico más divertido con el que pasé, jamás, un viernes noche.

 

Me costó hacerlo, lo admito. Sentí la tentación de darle unas mínimas esperanzas para que no se marchase del todo, pero…, ¿a quién quería engañar? Coque no era lo que yo quería. Nunca lo fue. Coque era una proyección de lo que pude haber tenido. Otra mala elección. Sabiéndolo… ¿qué sentido tenía alargarlo?

 

 

Ni las chicas ni la soledad ni una copa de vino. Ni siquiera esa canción que te reconcome y conmueve. No hay nada que consiga sacar de una la astilla que quedó más honda, más que mamá o papá. Papá nunca fue de hablar mucho por teléfono… Paradójicamente, se pasó media vida trabajando para una empresa de telefonía, hasta que se jubiló. Sabía, como sabemos todas las hijas, que mi padre se olvidaría de su animadversión hacia el teléfono si yo le necesitaba, pero en aquella ocasión era mi madre quien debía responder a mis ansiedades, aunque luego se lo contasen todo. A pesar de lo mucho que necesitaba yo a Jimena y Adriana y del tiempo y cariño que invertíamos en nuestra pequeña familia creada en Madrid. Con una familia se nace y otra se hace. Pero mamá es mamá y a veces es lo único que necesitas. La palabra de mamá, la dureza de su sinceridad y la calidez de su mimo. Eso me hacía falta.

—Mami… —rezongué en cuanto la escuché descolgar.

—¿Qué pasa?

—Nada…

—Algo pasa.

—¿No puedo llamar para ver cómo estáis?

—Claro que sí, pero es que cuentas con la desventaja de que soy tu madre, te parí y te conozco… y a ti te pasa algo.

¿Para qué darle más vueltas?

—Voy a contarte una cosa, pero no quiero que pongas el grito en el cielo. Te llamo para que me calmes, no para que me pongas más nerviosa.

—¿Qué has hecho? —se preguntó asustada.

—Nada. Es solo que…, bueno, tú sabes que Leo está en Madrid, ¿verdad?

—Virgen de la Macarena… —la escuché rezar a media voz.

—Ya lo sé. —Apoyé la frente en mi puño.

—Dime que no estás pensando…

—No estoy pensando, mamá, ese es el problema.

—¿Ha pasado algo entre vosotros?

—Lo de hacernos la vida imposible ya te lo imaginas, ¿no?

—Parecéis chiquillos, Maca —se quejó—. Y creo que ya te quedó claro que esas cosas no terminan nunca bien. ¿Qué es lo que pasa?

—Que lo odio. —Cerré los ojos—. Lo odio tanto que creo que aún lo quiero.

Mamá suspiró.

—Maca… —se quejó.

—Ya lo sé, mamá. ¿Por qué crees que te llamo?

—¿Y él…?

—Él me ronda, pero no sé qué quiere.

—Pero… ¿desde cuándo volvéis a hablaros?

—Es una historia muy larga.

—Pensaba que no querías volver a verlo y…, no sé, Macarena. Llevas dos años esquivándolo hasta en Navidades.

—Tres años —puntualicé.

—¿Ya hace tres años? Cómo pasa el tiempo.

—No vayas a decirme que se me está pasando el arroz, por favor.

—¿Cómo te voy a decir eso? Menuda tontería. Tú haz con tu vida lo que te haga feliz…, menos tomar drogas o salir con delincuentes. Ni de medio pelo, Maca, ¿eh? Que puede parecerte muy emocionante pero luego la vida se complica.

Sonreí.

—¿Saliste con El Vaquilla de joven, mami?

Le entró la risa, pero la contuvo pronto. Otro de esos suspiros de mamá cruzó la línea telefónica.

—Maca…, te lo digo en serio. ¿No aprendiste nada?

—A hostias aprendí.

—Sabes cuánto lo quiero, se crio en casa con vosotros…, lo he visto crecer, fue el mejor amigo de Antonio, fue tu novio. He tenido que hacer de tripas corazón y fingir que no ha pasado para no estropear la relación con sus padres, pero a mí no se me olvida. Y tú tampoco deberías olvidarlo. Hay muchos hombres en el mundo…, muchos con los que puedes ser feliz. No te encabezones con el único con el que sabes seguro que no puedes serlo.

—No estoy pensando en volver con él —aclaré.

—¿Entonces?

—Estoy pensando en perdonarlo.

—Quizá es lo que tienes que hacer. Perdonarlo y seguir adelante.

—Pero es más fácil odiarlo, mamá. Si le perdono se habrá acabado.

—Se acabó el día que decidió marcharse. Piénsalo bien y quiérete lo suficiente como para curarte ya de esos recuerdos. Creo que no tengo que decir nada más.

Contuve las ganas de llorar mordiéndome el labio hasta hacerme daño. Recorrí mentalmente el pasillo de la casa de mis padres, crucé el salón y abrí la puerta de la habitación de invitados. No pude hacer lo mismo con las del armario, ni siquiera mentalmente.

Se acabó el día que decidió marcharse. Se acabó el día que cerré el armario de la habitación de invitados por última vez. Debía grabármelo a fuego en la cabeza. Y en el pecho.

Ojalá mamá hubiera podido avisarme de que, en la vida, todo suele precipitarse a la vez, estemos o no preparados.

 

 

El viernes llegué a nuestra oficina temprano, como siempre y cuál fue mi sorpresa al encontrar a Pipa ya allí. Parecía un poco desencajada. No lucía su clásica buena cara y apenas se había maquillado; aun así estaba guapísima. Quizá más, porque parecía… vulnerable.

—Buenos días —le dije echándole un vistazo al reloj—. Qué madrugadora. Apenas son las ocho y cuarto.

—Ya lo sé. Tú también llegas pronto —respondió.

—Los viernes siempre llego un poco antes.

Dejé el bolso en un cestito junto a mi mesa y encendí mi ordenador. Me fijé que había un par de pañuelos de papel arrugados junto a su ratón. ¿Había estado llorando?

—¿Quieres un té? —le ofrecí.

—He intentado hacérmelo yo pero… —Negó con la cabeza—. Mi madre va a tener razón y con tanto malcriarme me hizo una inútil. No entiendo cómo funciona el hervidor de agua.

No quise hacer leña del árbol caído añadiendo que podía haber calentado agua directamente en el microondas…

—No te preocupes. Yo te lo preparo. ¿Verde?

—Lo que prefieras.

Me metí en la trastienda y puse en marcha el hervidor y la cafetera. Preparé con mimo una infusión de té negro con sabor a «cookies» de The Tea Shop, mi café americano y un platito de galletas. Se lo acerqué con cuidado. Recuerda, el animal herido lanza dentelladas.

—Toma. Es dulce, así que no le añadí nada.

—Huele bien —dijo como en trance.

—¿Quieres una galleta?

Creí que la rechazaría, pero la cogió y se la llevó a los labios.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí. No te preocupes.

—Pipa… —Me agaché junto a su mesa—. Sé que no somos amigas pero…

Levantó la mirada y suspiró.

—¿Sabes lo peor, Maca? Que no somos amigas, pero eres la única persona a la que le puedo contar esto.

Acerqué mi silla y me senté con las dos manos alrededor de la taza.

—Cuéntamelo.

—Es por Eduardo.

—¿El italiano?

—Sí —asintió.

Malditos tíos, pensé. Mierda. ¿Estaba empatizando con Pipa?

—¿Qué pasa con él?

—Que… se ha enamorado de mí.

Eso no me lo esperaba. Pestañeé. ¿Alguien más se imaginaba que la historia iba por unos derroteros completamente diferentes? Algo como que el chico se había cansado de ella y había dejado de contestarle los mensajes picantones. Pues no. A Pipa esas cosas no le pasaban. Eso me ocurría a mí, que construía toda mi vida alrededor de una promesa pronunciada por Leo y después se me venía todo abajo.

Me repuse.

—Ya…, y temes herir sus sentimientos.

Me miró… como solía mirarme ella, como si hubiera sufrido algún accidente del tipo «rodar por las escaleras de cabeza» y tuviera que repetirme las cosas muchas veces.

—No, Maca. No es que tema herir sus sentimientos, es que temo herir los míos.

¿Mande? Que alguien me lo explique.

—No te entiendo —me atreví a decir.

—Estoy colgada como una niña. —Se tapó los ojos avergonzada—. Me gusta él, me gusta su voz, sus manos, su forma de liar los cigarrillos y hasta lo sucias que le quedan las uñas después de pasarse el día tatuando. Me gusta la manera en que me besa, como si se fuera a ahogar si no lo hace. Dios…, me he enamorado.

—Y… ¿dónde está el problema? —le pregunté—. Él te quiere y tú a él.

—Maca, ¿de qué jodido cuento de Disney te has escapado? —me recriminó con menos dureza de la que pensaba, casi con una sonrisa triste—. Eso es lo que me jode de ti. Que sigues creyendo en los finales felices y te vas dando hostias en la vida sin aprender.

Pipa diciendo «joder» y «hostia». Se acercaba el fin del mundo, estaba claro.

—Pero…

—Estoy con Pelayo. Vivo con Pelayo. Voy a casarme con Pelayo.

—¿Vas a casarte con él? —Fruncí el ceño. Era la primera noticia que tenía sobre el asunto.

—Sí. Íbamos a anunciarlo después de París, como si me lo hubiera pedido allí. Ya teníamos pensadas las fotos bajo la Torre Eiffel. —Suspiró—. Bueno, las seguimos teniendo pensadas. Lo incluiremos en el programa de redes sociales de junio. Esto no ha cambiado nada.

—Claro que sí. Esto lo cambia todo. No puedes casarte con alguien a quien no quieres.

Se acercó la taza a los labios y bebió.

—Sí puedo y voy a hacerlo. Pelayo es quien me conviene. Con él, tendré la vida que me merezco. Y con Eduardo… ¿qué? ¿Vivir en un pisito enano en la zona fea de Milán y pasearme encima de una moto desvencijada? No soy tan hippy.

Ni tanto ni una pizca, Pipa, querida. Pero no se lo dije. No era momento.

—Mira, Pipa, de verdad que estoy haciendo un esfuerzo por comprenderte pero…

—A ver. —Levantó la cara con dignidad hacia mí—. Tengo dos opciones: casarme con Pelayo, comprar el piso de la calle Lagasca con él y tener hijos preciosos o irme a Milán a vivir con un tío que ni siquiera tiene su propio estudio de tatuajes y pasarme la vida debatiéndome entre lo loca que estoy por él y lo mucho que le culpo por no darme lo que creo que merezco.

Puntualización número uno: ¿y la posibilidad de quedarse sola para aclararse o para buscar la felicidad por sí misma? ¿Y conseguirse la vida que creía merecer con su propio trabajo? Pero ¡si ganaba una pasta! Supongo que nunca es suficiente si eres Pipa de Segovia y Salvatierra.

—Pipa, yo tengo algo que decirte. —Hice de tripas corazón—. No te lo he dicho antes porque temía hacerte daño.

—Dime que no te has acostado con Eduardo.

—¿Yo? ¡No! Pero… ¿cómo iba yo…? Da igual. No es eso. Es que… ¿te acuerdas del día que fui a tu casa para echarle un vistazo a los armarios?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Pues que… cuando abrí me extrañó que Glitter no viniera a recibirme.

—No fue a recibirte porque es un perro del infierno que come zapatos de marca —sentenció.

—Qué va. Es adorable. Lo que quiero decir es que, como no lo veía por ninguna parte, decidí ir a buscarlo y escuché una especie de gimoteo en tu dormitorio. Entré y… vi a Pelayo con…

—Con un tío —terminó de decir con una expresión que no se traducía en ninguna emoción.

—Eh…, sí —asentí con firmeza—. Estaba con un tío… entre las piernas.

—Ya. Es su amigo Rodrigo.

—Creo que no me estás entendiendo.

—Macarena. —Sonrió—. Te estoy entendiendo perfectamente. Pelayo se acuesta con Rodrigo desde hace años.

Creo que si en aquel momento me hubieran pinchado, no me hubieran sacado ni una gota de sangre.

—Pero… ¿lo sabes?

—Claro. Desde que lo conozco.

—¿Cómo puedes…? No es un reproche, que conste, es solo un intento de entenderte…

—Cómo puedo… ¿qué?

—¿Cómo puedes vivir con alguien a quien no quieres?

—Está todo bien. —Se encogió de hombros—. Es como tiene que ser. Él tiene su dormitorio. Yo el mío. Representamos bien el papel y nos hacemos compañía.

—¿Y el amor?

—El amor, el amor…, Macarena. —Puso cara de asco—. ¿Es que aún no te has dado cuenta de que el amor solo sirve para debilitar? El sexo y el dinero. Esas son las dos cosas que mueven el mundo.

—Pero ¿tú no…? Con él, con Pelayo, quiero decir. ¿Él y tú tenéis… sexo?

—No. Bueno…, alguna vez. Teníamos que comprobar si era físicamente posible que en el futuro… tuviéramos hijos sin tener que recurrir a la inseminación artificial. Pero normalmente no nos acostamos. Él se acuesta con Rodrigo y yo hago lo que puedo.

—¿Quieres decir que Eduardo no es el primero?

—¿El primero? —Levantó las cejas—. Es el primero con el que te tengo que dar explicaciones, Maca. Normalmente soy mucho más discreta pero con él…, fue verlo y me voló la cabeza.

Parpadeé intentando ordenar pensamientos.

—Lo de Pelayo y yo es un acuerdo mutuo. Es… como mi mejor amigo. A mis padres les encanta, a los suyos les encanto yo. Y tendremos una vida maravillosa porque nadie se enterará de esto. Si sus padres supieran que es gay… —Puso los ojos en blanco—. Desheredado es decir poco.

Dios mío de mi vida. Hay gente ahí fuera muy retorcida.

—Pipa. —me atreví a cogerle la mano—. A la mierda la herencia. A la mierda el piso en Lagasca. Solo vivimos una vez. ¿Qué sentido tiene no estar con alguien de quien estás enamorada y que te quiere también?

Apartó la mano con suavidad. Algo en su expresión me dijo que, a pesar de mis buenas intenciones, mis consejos le servían de bien poco. El león no quiere que el ratón le diga qué podría hacerle feliz. Menuda osadía la mía.

—Maca, entiendo que no comprendas mi concepto de la felicidad; yo tampoco entiendo el tuyo. Deberías pararte a pensar que, quizá, lo que vale para ti, no vale para mí.

—Pero… —intenté justificarme.

—Mira, voy a ser muy sincera contigo y, aunque no me lo has pedido, te voy a dar un consejo: deja de intentar arreglar la vida de los demás y empieza a ordenar y entender un poquito la tuya.

—No tengo queja de mi vida —me defendí como una tonta.

—¿No? —Levantó las cejas con una sonrisa malévola—. Tú misma me lo dijiste una vez: desde que tu ex te dejó no levantas cabeza. ¡Tu vida es un desastre!

—No lo es.

—Claro que sí, Maca. Haz un poco de balance. ¿Qué tienes? ¿Qué has alcanzado en la vida? ¿Qué…? ¡Si ni siquiera has sido capaz de olvidarle a él!

—Eso no es justo.

—¿Y la vida sí lo es? ¿Tanto te cuesta entenderme? Pues voy a ahorrarte años de terapia: a tu ex le pasó lo mismo que te estoy contando cuando te dejó tirada.

Me tembló la barbilla. ¿Cuándo habíamos pasado a hablar de mí? ¿Cómo me había convertido yo en la diana de su rabia y frustración?

—No te entiendo.

—Tú, Macarena, la persona que tanto lo quería y a la que él también quería, ibas a arrebatarle sus propios sueños y ambiciones. Te dejó porque eras un lastre. Cuando alguien quiere como tú entiendes el amor, ese amor se lo come absolutamente todo. Y después, con los años, solo queda la rabia de saber que aun así el amor no compensó. No hubiera sido suficiente, y él lo sabía.

Abrí la boca para contestar, pero no supe qué decirle.

—Sí, querida. Te dejó porque no quería odiarte toda la vida por haberle robado sus sueños. ¡Sorpresa!

Yo… ¿había sido un lastre? ¿Mi amor? ¿Los años? ¿Las canciones? ¿Los recuerdos? ¿Los primeros besos? ¿La pasión?

Me levanté de golpe, haciendo que la porcelana de su taza chocara con la del platito, y me llevé la mano al pecho porque pensé que me ahogaba. Quise tranquilizarme pero solo pude dejar caer los puños en paralelo al cuerpo y clavarme las uñas en la palma.

Lo supe hace tiempo. Toda aquella información que Pipa me robó, fingiendo querer ser mi amiga cuando nos conocimos, era poder en sus manos. Ella funcionaba de esta manera: conocer a alguien no la hacía sentirse cerca de esa persona, sino poderosa, capaz de resolver cualquier situación así…, devolviendo el golpe. Lo único que había intentado era hacerle sentir bien, hacerle ver que no estaba sola, que alguien comprendería que lo dejase todo…, ¿y qué hacía ella? Dar la vuelta al espejo, empaquetar toda su pena y convertirla en un arma arrojadiza. ¿Se sentía débil? Me atacaba. ¿Necesitaba una inyección de seguridad? Me humillaba. ¿Se daba cuenta de lo inútil que era? Convertía mi trabajo en un infierno. Lo aguanté todo, pero… con Leo no. Soporté carros y carretas, acumulé la frustración, me tragué la necesidad de sentir que me apreciaba de alguna manera y seguí adelante, quizá por cobardía, lo sé…, pero ahí estaba su lengua, envenenando el único espacio que quedaba sin Leo. Y no lo soporté. La gota que colmó el vaso.

—No entiendo. —Cerré los ojos y me corregí—. No entendía por qué eras así. Por qué se respira tanta amargura a tu lado. Lo tienes todo, ¿sabes? Pero quieres más. Tanto, que te vas a quedar sin nada. Dudo mucho que entiendas lo que es querer, ese es tu problema. El motivo por el que Leo me dejó, por cierto, no es de tu incumbencia. Sin que sirva de precedente, Pipa: que te follen. Cómete una mierda. Vete a tomar por el culo. Tu novio te puede enseñar cómo va el asunto.

Me giré, cogí el bolso y me fui hacia la puerta con dignidad.

—El lunes a las nueve de la mañana te quiero aquí —dijo Pipa sin rastro de emoción en la voz—. Olvidaré que has dicho eso. Y tú olvidarás lo que sabes si no quieres que te meta por ese culo paleto que tienes una demanda que te parta por la mitad. Y ahora… cierra la puerta con cuidado.

Di un portazo que hizo vibrar las ventanas de todo el edificio.