52. «How deep is your love», The Bros. Landreth cover

Pedir verdades que no queremos escuchar

Jimena llevaba una botella de vino que le había costado una pasta y un par de braguitas nuevas baratas pero pintonas que había lavado en el baño del trabajo a mediodía, después de comprarlas, para poder llevarlas puestas a su cita con Samuel.

Estaba ilusionada. Las últimas «citas» habían sido… perfectas. Viniendo de Jimena, eso quería decir que no había pensado en mensajes del Más Allá, no había comparado con su primer amor a un hombre adulto (como venía haciendo desde los dieciséis con todas sus relaciones), se lo había pasado bien, el sexo había sido fantástico y cada vez se sentía más cómoda y en sintonía. Resumiendo, que Jimena se estaba enamorando, vaya. Y creo que puedo decir que esta vez, de verdad.

No sé si te ha pasado alguna vez esto de saber que «es de verdad». En mi caso no cuenta porque lo supe siempre y solo he estado enamorada en una ocasión (que me duró media vida), pero Jimena había tenido un par de simulacros de amor verdadero que ahora veía que nunca pasaron de ser algo superficial. No todos los cosquilleos en el estómago son amor; no todas las mariposas nacen por alguien que vale la pena. A veces son solo hijas de la ilusión de verse capaz de seguir queriendo.

Pero esta vez era diferente. Samuel ni siquiera era todo cuanto un día quiso porque no era nada a lo que ya estuviera familiarizada. Todo era nuevo y le daba la sensación de que para él también. Sabía que había salido de una relación relativamente larga que lo había dejado hecho un lío, pero estaba segura de que, cuando se besaban después del sexo y se sonreían, él tenía la misma sensación que ella: «Estoy haciendo las cosas bien». E iban a enamorarse. Eso lo sabía hasta el Papa de Roma.

Samuel le abrió la puerta con una sonrisa tímida y un beso. La casa, como siempre, oscura (como a ella le gustaba), olía fenomenal y se respiraba un ambiente fresco.

—He comprado vino güeno —le dijo con una sonrisa—. Y llevo unas bragas demenciales sin culo.

—¿Qué tal el día? El mío bien —bromeó Samuel.

—Huele genial.

—Este vino tiene buena pinta.

—Estaba entre el brick clásico de «Casón histórico» y esta botella. Al final he decidido innovar. —Cerró la puerta detrás de ella y lo siguió a la cocina—. ¿Qué hay en el horno?

—Carne. Hace años que no cocino. No esperes demasiado.

—Si me quedo con hambre te pego un bocao.

Samuel sonrió, se apoyó en la encimera y se revolvió el pelo, nervioso.

—¿Qué pasa?

—Nada, es que…

—¿Te ha metido mano alguna clienta?

—Una, hace unas semanas. Luego me dijo que nos íbamos a enamorar y me supo mal contradecirla. Estoy siguiéndole el rollo desde entonces.

—¡Será buscona!

Los dos se rieron, pero él no pareció relajarse; al contrario, se volvió en busca de unas copas de vino y un decantador para mantenerse ocupado.

—¿Va todo bien?

—Sí, sí. Es que…

—Deja de decir «es que». ¿Qué pasa?

—Tenemos que hablar.

Jimena no es muy de tópicos, pero hasta ella sabe que esa frase no suele traer consigo nada bueno, con lo que se puso tensa y dejó de bromear. Asintió, aunque él estuviera de espaldas y no la viera, quizá porque necesitaba reafirmarse, decirse a sí misma que no pasaba nada, que «Tenemos que hablar» no tenía por qué venir seguido de un drama. Carraspeó.

—Tú dirás.

—Ve al salón. Voy enseguida con el vino.

Lo vio regular la temperatura del horno y lo dejó buscando en los cajones un abridor.

No tardó demasiado, pero a Jimena le dio tiempo a pensar en bastantes variables que siguieran a ese «Tenemos que hablar». Quizá iba a decirle que le había dado vueltas y que había terminado por darse cuenta de que no estaba preparado para nada serio; a lo mejor se sentía presionado o había vuelto a hablar con su ex. ¿Y si estaba montándose castillos en el aire, pensando en amor verdadero, cuando para él era solamente la «chica puente»? La chica que hace que te des cuenta de que sigues enamorado de tu anterior pareja o que da paso a la siguiente y definitiva.

Cuando Samuel le pasó la copa de vino, dejó el decantador en la mesa y se sentó, Jimena ya no tenía hambre, solo una sensación de peso y presión en la boca del estómago que la empujó a hablar deprisa.

—Sam, digo muchas tonterías. No te tomes mis comentarios al pie de la letra. No quiero presionarte ni que creas que espero de ti…

—No. No es eso. —La paró con una sonrisa y un gesto—. En realidad… hablas muy claro y eso me gusta. Creo que fue lo que hizo que me fijara en ti. Aprecio mucho tu sinceridad y creo que es…, bueno, es motivador saber a qué atenerme contigo. No me van los juegos.

—Cuando te digo que quiero que te cases conmigo estoy de broma —aclaró.

—No es verdad. —Sonrió él—. Quieres casarte conmigo vestida de negro.

Jimena se sintió avergonzada y bebió un sorbito de vino.

—En realidad, he estado dándole vueltas a lo que me dijiste.

—Si estaba borracha o recién follada, es mejor que lo olvides.

—Nunca te he visto borracha, aunque supongo que serás muy divertida. Me refiero a eso de que vamos a enamorarnos.

—Ajá…, ¿y?

—Creo que… —carraspeó y se acomodó en el sofá con un suspiro hondo tras el que cerró los ojos un instante—…, creo que tienes razón. Aunque no lo entienda y no sepa cómo es posible que lo tenga tan claro a estas alturas, estoy seguro de que esto va a ser importante.

—¿«Tenemos que hablar» es tu forma de introducir una declaración de amor? —Jimena levantó las cejas, sorprendida.

—No. —Samuel se frotó la cara y miró al techo—. Es que no es justo.

—Lo sé. Soy arrebatadora y te he robado el corazón. No es justo.

Samuel se rio sin mirarla, casi en silencio.

—Ay, Dios…, déjame hablar, por favor. Esto me cuesta un poco y… —Pasó nervioso un dedo sobre una de sus cejas—. Lo que no es justo es que no te dé toda la información antes de que ocurra. No quiero que esto vaya a más, yo te lo cuente todo sobre mí y sientas que de alguna manera te he engañado.

—Vuelves a decir cosas que no entiendo.

Jimena dejó la copa en la mesa por miedo a romperla; estaba clavando los dedos en su cristal, casi abrazándola.

—Antes de que esto vaya a más, quiero contarte lo que no sabes sobre mí. Después tú decides.

—Yo decido… ¿sobre qué?

—Quizá no quieras seguir adelante conmigo. Quizá no entiendas nada. Quizá… esto haga que cambies de opinión sobre mí.

—¿Has matado a alguien?

—No. —Se rio—. Pero…

—A lo mejor no quiero saberlo.

—A lo mejor, pero esto es lo que soy y necesito hablarlo, no porque suponga un problema para mí, sino por si lo es para ti.

—¿De qué estás hablando?

—De que todos somos muy modernos hasta que nos toca a nosotros lidiar con un prejuicio que ni siquiera sabíamos que teníamos. Sé que eres una chica abierta de miras y que entiendes la realidad con todos sus condicionantes, pero a veces tenemos implantado en la cabeza un modelo muy tradicional de entender el amor.

—Samuel, deja de darle vueltas. No comprendo una palabra de lo que dices.

—Es sobre mi relación anterior.

—Vale. —Jimena asintió y unió sus manos en el regazo—. Algo que crees que debes contarme antes de que esto se vuelva más serio.

—Exacto.

—Solo dilo. Ya está.

—Vale. —Respiró hondo—. Tú me gustas mucho. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer me hacía sentir como tú. A decir verdad, hace años que asumí que ninguna mujer me iba a hacer sentir así.

—¿Por qué?

—Me enamoré con veintitrés años de alguien que hizo que se vinieran abajo todas las certezas que tenía sobre mí, sobre las cosas que me gustaban y las que no. Era alguien mayor, que ya se había aceptado y que… —Se pasó los dedos por el pelo agradecido—. No sé cómo decírtelo.

—No le des más vuelta. No me voy a asustar, Samuel. —Le cogió una mano—. ¿Estuviste con alguien que te sacaba muchos años? ¡Me parece bien! ¿Por qué iba a hacerme cambiar de opinión sobre ti? Es una tontería. Tú eres quien eres cuando estás conmigo. Quién fueras con la persona con la que estabas antes, no es cosa mía.

Samuel la miró fijamente y Jimena supo que, aunque no lo dijera, la estaba poniendo en duda, como si no la creyera. Le dio un apretón en las manos y sonrió.

—Vamos, Sam, creo que estás montándote un drama que no existe.

—Para mí no existe. Para ti… —Movió la cabeza—. Ya veremos.

—¿Te sacaba muchos años? —le preguntó—. ¿Te enrollaste con tu niñera de la infancia o algo así?

—Me sacaba diez años y, durante siete, fue el hombre de mi vida.

Jimena pestañeó.

—Ehm…

—El hombre de mi vida, Jimena —recalcó.

—Creo que me he perdido.

—Conocí a Luis en unas prácticas y enseguida me cayó bien. Empezamos a quedar, al principio para tomar una cerveza, ver un partido, salir por la noche. Me di cuenta pronto de que no le gustaban las mujeres, no es que yo pensase que acababa de encontrar un nuevo compañero de andanzas. Sabía que era gay, pero… ¿a mí qué más me daba? —Se frotó las sienes—. La relación se fue volviendo más íntima; yo me encontraba muy cómodo con él. Quiero decir…, me sentía mucho más comprendido con él que con mis amigos, le contaba lo que me preocupaba, lo que quería de la vida… Luis era…, es, un tipo increíble. Me enseñó mucho, maduré mucho a su lado. Un día, después de tomarnos unas cervezas, me pidió que le acompañase a casa, no recuerdo ni con qué excusa. Me besó en el ascensor. Me quedé loco. Sabía que no le gustaban las mujeres, pero no tenía ni idea de que le gustase yo.

Jimena bajó la mirada.

—Al principio lo rechacé… y lo rechacé con vehemencia. Casi con violencia. Supongo que estaba borracho y alucinado. Insistió y lo hizo porque estaba convencido de que sentía algo por él. Fue muy educado, no quería sobrepasarse, me dijo, pero creía que yo estaba reprimiendo sentimientos hacia él que eran recíprocos. Volví a rechazarlo, pero, cuando ya me iba, volvió a besarme y… el segundo beso me gustó. Y no me lo quité de la cabeza. Me acosté con él tres días más tarde.

—Entonces —Jimena se aclaró la voz para sonar más segura y despreocupada—, me estás diciendo que eres… bisexual.

—No. —Negó—. Pasé siete años con Luis. Me peleé con mi familia, que nunca me entendió. Dejé de ver a mis amigos porque no soportaba sus bromitas sobre lo que me gustaba y lo que no. Fui feliz con él hasta que dejamos de serlo, pero… no me gustan los hombres.

Jime arqueó sus cejas.

—Vamos a ver, Samuel…

—No me gustan los hombres, Jimena —le aseguró—. Me enamoré de él, punto. Como persona. Me enamoré tanto que no sentí ninguna barrera física una vez superado mi propio prejuicio. Y cuando rompimos, creí que si volvía a colgarme de alguien, sería de un tío, pero no.

—¿Lo has intentado? Quiero decir… después de él, ¿hubo otros?

Samuel se pasó el dedo por los labios y asintió.

—Salí un par de noches. Lo intenté. Ya sabes…, me apetecía un revolcón, pero no pasé de un par de besos porque de pronto no me ponía.

—¿Y las tías?

—Jime —le pidió atención, muy serio—, con las tías ni lo intenté. Pensaba que era gay, ¿me entiendes?

—No. No te entiendo. Me estás diciendo que fuiste gay durante siete años, pero ahora eres hetero. Perdóname, creía que la orientación sexual no es algo que cambie de un día al otro.

—Si buscas un término, el correcto es pansexual. U omnisexual. No es que esté muy familiarizado con esto tampoco, Jimena. Estoy aprendiendo sobre la marcha, pero lo cierto es que para mí el amor no es una cuestión de género: ni hombres ni mujeres, solo personas. Me pasó con Luis. Sentí un fogonazo que me hizo polvo y lo aposté todo por él y no me arrepiento. Ahora me sucede contigo. Estaba amargado, me sentía solo, no sabía qué me excitaba ni si volvería a sentirme con alguien como con Luis, pero contigo… volví a encajar.

Jimena se dio cuenta de que seguía sosteniendo una mano de Samuel, pero ya sin fuerza, como si necesitara toda su energía para entender lo que este le estaba contando. ¿Pansexual? Esos nuevos conceptos de sexualidad le resultaban cargantes; siempre había pensado que muchas personas se escondían en ellos para no aceptar su homosexualidad, pero… ¿y si la vida era más complicada de lo que ella creía? ¿Por qué tenía que poner en duda a los demás y no a su propio criterio?

—Hay cosas que no entiendo —le dijo.

—Pregúntamelas.

—¿Y el sexo? No es lo mismo. No se parece en nada…

—¿En nada? —Samuel arqueó las cejas—. Es exactamente idéntico. Cambian los cuerpos, pero lo demás sigue siendo atracción, pulsión sexual, placer…

—Pero, tú lo has dicho, los cuerpos cambian.

—Ya. —Él esbozo una sonrisa—. ¿No te extrañó que me sintiera tan fascinado siempre por lo pequeña y suave que eres? ¿No me viste perdido la primera vez? Llevaba muchos años sin tocar a una mujer.

—Pero el sexo es como ir en bicicleta, ¿no? —respondió irónicamente.

—No. Lo que pasa es que el motor es el mismo. Tú me gustas, Jimena, me gusta pasar tiempo contigo, hablar de la vida, de vino, de la muerte, de libros; me gusta acostarme contigo, meterme dentro de ti y ver cómo puedo darte placer mientras encuentro el mío. Me gustas, como me gustó Luis en su momento.

Nunca utilizaría la palabra «anticuada» para definir a Jimena. Ella lo entendía todo casi mejor que el resto. Era una persona que dejó atrás muchas barreras mentales cuando decidió que iba a creer en el Más Allá, en las señales, en el alma. Una vez, hacía muchos años, me dijo que no entendía cómo no habían legalizado el matrimonio homosexual mucho antes: «Si solo son dos almas que quieren hacer oficial lo que sienten». Y ahora, esa misma persona no sabía cómo sentirse. Porque antes de ella, fue Luis; no sabía si sería capaz de borrar el recuerdo del «hombre de su vida» al que ella consideraba que era el hombre de la suya.

—¿Qué estás pensando? ¿Que estoy loco? —le preguntó Samuel soltándole la mano para coger la copa de vino.

—No es eso. Es que… no te juzgo, que conste, pero hay cosas que no termino de entender.

—Ya…, oye, ¿te acuerdas cuando me contaste lo de Santi?

—Sí —asintió sin mirarlo.

—Cuando me dijiste que durante años nadie pudo compararse a él y que pensabas que te mandaba señales.

—Claro.

—Pues creo que lo que te pasa es que ahora te sientes exactamente igual que yo en ese momento.

—No compares —se le escapó.

—Claro que comparo. Tú crees que tienes que competir con el recuerdo del amor de un hombre y yo siento que tengo que superar el de un muerto que has idealizado.

«Un muerto que has idealizado». «Un muerto». Santi no era «un muerto»; era el suyo. Su pena, su pérdida, su bofetada vital. ¿Quién se creía Samuel para frivolizar con aquello, con comparar su duelo con lo que ella entendía como una indefinición sexual?

—No me gusta tu tono —le advirtió.

—¿Mi tono? Lo que no te gusta es tener que asumir lo que te estoy contando.

—Estás comparando mi pena con…

—Con la mía.

—¿No estuviste tan enamorado? ¿Qué pena hay en ello?

—Mi pena es tener que enfrentarme constantemente a gente con demasiados prejuicios. Pensaba que en eso no éramos muy distintos, pero ya veo que me equivocaba.

Jimena se levantó y cogió el bolso.

—Te vas, ¿no? —Samuel ni siquiera soltó la copa de vino.

—Una cosa es intentar hacer que entienda tu pasado y otra muy diferente juzgarme de esta manera.

—No busques excusas, Jimena. —Se reclinó en el sofá y suspiró—. Pones tierra de por medio porque tu prejuicio es más grande que eso que decías que íbamos a sentir. Estaba entre las posibilidades que barajé cuando pensé en decírtelo, no es que esté muy sorprendido. Aunque… esperaba más de ti.

En el fondo, Jimena también esperaba más de sí misma, pero huyó con prisas para no tener que aceptarlo.

Escapó de allí con paso firme, pero el pecho henchido de duda. Bajó a galope por las escaleras, respirando profundamente, convenciéndose a sí misma de que no eran prejuicios los que la empujaban hacia su casa, pero no terminaba de creerse. Estaba indignada… consigo misma. Quería entender. Mejor aún, quería no hacerse preguntas. Pero no podía.

Salió del portal sin mirar y chocó con fuerza con alguien que tuvo que sujetarse a la pared para no caer. Algo negro con ruedas salió despedido hasta rebotar contra la pared del edificio e ir a parar al otro lado de la calle.

—Lo siento —dijo pasando de largo.

—No te preocupes. Todo tiene solución, menos la muerte.

Jimena siguió andando, pero tuvo que pararse cuando se dio cuenta de que había chocado contra un chico castaño, de unos dieciséis años, vestido con unos pantalones anchos y subido a un monopatín negro con ruedas naranjas. «Todo tiene solución, menos la muerte».

Se llevó la mano hacia el pecho cuando, al volverse, no logró encontrarlo ni siquiera a lo lejos.