Siempre me gustó conducir. Me gustaba deslizarme sobre el asfalto sin prisas, sobre todo cuando el camino era el fin en sí mismo y no una necesidad. Me gustaba apoyar la mano izquierda en el volante y la derecha en el cambio de marchas aunque, ya lo sé, mi profesor de autoescuela siempre dijo que ambas debían estar colocadas como las agujas de reloj, marcando las dos menos diez, en el volante. Me encantaba bajar las ventanillas, hasta cuando hacía un poco de frío. Adoraba dejar que el viento me espabilara y agitara el pelo de Macarena hasta que todo el habitáculo oliera a ella, y yo tuviera que soltar la palanca de cambios un segundo para acariciar su muslo. Hasta la acción de conducir estaba unida a ella. Incluso los recuerdos del Volkswagen Golf de finales de los ochenta que heredé de mi padre cuando cumplí la mayoría de edad, donde peleé con ella, grité, la besé, le prometí que no volvería a hacerle llorar, le mentí e hicimos tantas veces el amor, desesperados por unos minutos de intimidad. Todo cuando fui, soy y seré, siempre, estará hundido en su tierra; mis raíces le pertenecen.
No sé si era exactamente esto en lo que pensaba mientras me alejaba en el coche, pero sé que era en ella. Como siempre. Estaba enfermo de canciones, de recuerdos y de posibilidades perdidas.
Paré en cuanto vi un hueco, aparqué y me quedé allí, en la oscuridad, sin saber qué hacer. Nunca me he sentido tan solo como en aquel momento. No podía llamar a nadie, no tenía a nadie a quien decirle lo vacío que me dejaba llenarme de remordimientos. A ella. Solo a ella. Pero no era lo que quería escuchar. Probé con explicarle el porqué pero, pasado tanto tiempo, entiendo que no le sirviera de nada.
Miré el móvil, pero no había contestado. ¿Qué esperaba? Aquel mensaje había sido ruin. Llenaba de palabras los últimos coletazos de quienes fuimos por miedo a que lo único que quedaba en realidad por decir cortara de raíz el nudo. Ese nudo éramos nosotros y prefería el problema al vacío.
¿Y si lo escribía? Escribir siempre fue más fácil que mirarla a los ojos y abrirme en canal. Una nota dentro de su mochila del instituto con un «Te quiero» escrito a toda prisa; unas margaritas compradas con mi paga semanal y una tarjeta escrita bajo la atenta mirada de la florista para decirle cuánto la añoraba; un mensaje de texto con el que justificarme. Siendo sincero, no entiendo cómo pudo quererme si lo único que tuve que decirle siempre fue «Lo siento».
Bien lo decía su hermano: «La quieres, tío, pero no sabes hacerlo y eso va a terminar por volverla loca». No la volví loca, pero le partí la vida en dos.
Me froté la cara. No podía volver a escudarme en un texto escrito a toda prisa para evitar verme en la expresión decepcionada de sus ojos hondos. Tenía treinta y dos años, no diecisiete.
—No te reconozco, Leo, me esfuerzo, te lo juro, pero no te reconozco. —Sollozaba mi madre, tres años atrás, mientras me veía hacer la maleta—. ¿Por qué te vas? ¿Por qué haces esto?
—Porque es un niñato —respondió mi padre, al que nunca había visto tan enfadado—. ¿Te crees que vas a poder escapar de esto? Te va a perseguir toda la vida.
¿Por qué no les escuché?
Seguía sosteniendo el teléfono en las manos, pero la pantalla se había bloqueado. Deslicé el dedo sobre la pantalla y pulsé la fecha de su cumpleaños para desbloquearla. Cerré los ojos, cogí aire y empecé a escribir. Mandé el mensaje sin darme la oportunidad de arrepentirme.
Antes de que sigas con tu vida, necesito enseñarte algo. No borrará lo que hice, pero lo necesito. Voy a volver. Por favor, ábreme la puerta.
Macarena estaba apoyada en la puerta de su casa con los ojos hinchados, vestida con un pantalón corto y una camiseta vieja. Descalza. Con el pelo recogido. Sin pintalabios. El pecho se me hinchó de orgullo al pensar que, pese a todo, ella seguía pudiendo mostrarse tal y como era frente a mí. No había necesidad de artificio. Solo los dos.
—¿Ahora qué? —me preguntó. Estaba cansada. Cansada de mí.
—Déjame pasar. No volveré a molestarte después de esto.
Su casa olía a limpio, verano, ella y palomitas de maíz y todo estaba en su sitio. Un pisito pequeño, ordenado y de revista. No me extrañó. Siempre supe que hubiera hecho de cualquier casa un hogar con solo cruzar el umbral. Quizá por eso no me sentía en casa en ningún sitio; yo siempre estaba de paso desde que no me quedé junto a ella.
Cerré la puerta. Macarena respiró hondo.
Paré frente a ella, eché mano al bolsillo trasero de mi pantalón y saqué la cartera desgastada y de piel marrón.
La miré desde allí arriba, desde mi metro noventa, tan pequeña, y volví a fijar los ojos en la cartera, que abrí delante de sus ojos.
—¿Vas a pagarme una indemnización por el tiempo que perdí contigo, Leo?
No respondí; solo metí un dedo bajo uno de los compartimentos y deslicé lo que escondía. Lo cogí, lo giré y se lo enseñé sin poder evitar la máscara de pena, desidia y decepción que cubría mi cara; por mí, que conste, por lo que hice con la persona a la que más quise en mi vida. Lo que saqué no era otra cosa que una foto de carné envejecida y un poco arrugada que aún me sorprendía que se mantuviera en tan buenas condiciones. En ella, una versión de ella misma muchísimo más joven sonreía a la cámara. Aquella fotografía tenía quince años. Se la hizo para la ficha de la piscina municipal en la que tuvo que nadar durante dos años debido a un problema de espalda. En cuanto salió de la ranura del fotomatón, la cogí y exigí, con la chulería propia de los diecisiete, mi copia.
—¿Y para qué la quieres tú? —me increpó sonriendo.
—Para llevarte siempre en la cartera.
—Ah, pero… ¿tú sabes lo que significa siempre?
—Siempre significa el tiempo que voy a estar enamorado de ti.
Llevábamos saliendo juntos seis meses. Fue la primera vez que le dije que la quería… y ni siquiera se lo dije.
Despegué los ojos de la fotografía a duras penas, herido de nostalgia y lástima de mí mismo, y la miré a ella. Tenía la cabeza gacha y su pecho subía y bajaba con rapidez. Estaba conteniendo las lágrimas. Cuando acercó la yema de los dedos a aquella instantánea, me dije que era el momento:
—Tengo que dejarte marchar. Te he robado muchos años y no estoy orgulloso de ello ni de la necesidad enfermiza de ti que me empujó a hacerlo. No puedo decirte que me alegraré cuando seas feliz con otro, pero deberé hacerlo. Ahora todo se me hace muy cuesta arriba, canija. Prometo no volver a molestarte. Prometo no inmiscuirme en tu vida. Prometo desaparecer si eso es lo que quieres. A cambio te voy a pedir una cosa…, aunque no me lo merezca: acuérdate también de lo bueno, de cuando te regalé el anillo, de cuando nos besamos por primera vez… Todas nuestras primeras veces. No te olvides de los libros que leímos juntos, de las películas que te obligué a ver y de las veces que te quejaste por ello. Pero…, admítelo, tienes una cultura cinematográfica envidiable —escuché una risa sorda escapar de sus labios y deduje que, entre las lágrimas, también quedaba un poco de esperanza—. Recuerda que siempre supe hacerte sentir, que éramos los mejores en la cama y lo mucho que te gustaba morderme la barbilla de camino a besarme, después de correrte. No te pido que borres lo malo, pero al menos… deja que conviva con lo que sí hicimos bien.
Macarena levantó la mirada hacia mí y me dejó ver su cara empapada en lágrimas. El estómago se me encogió en una náusea que contuve con los labios apretados. «Otra vez. La has hecho llorar otra vez».
—No llores —le pedí.
—Tengo pena. —Se agarró la camiseta y la arrugó en su puño a la altura del pecho—. Por nosotros, Leo, por estos… —Señaló la foto—. Estarían tan enfadados si supieran lo que hicimos con lo mucho que se quisieron…
—Lo sé. —Tragué el nudo en la garganta.
—Leo… —Sollozó—. Leo…
No lo pensé. No podía pensar en nada que no fuera «no llores». Maldita generación de hombres que crecimos creyendo que no debíamos llorar. Así que, como no podía permitirme llorar mi duelo por quienes fuimos, decidí despedirme de ello, quemarlo, dejarlo lo más arriba que mi cuerpo me permitiera.
Macarena no se resistió cuando la atraje hacia mí y la levanté para que llegase a mis labios. No pataleó, no me abofeteó, porque la había dejado demasiado débil como para hacerlo. Así que el beso no me supo a triunfo, pero al menos tampoco a angustia y vacío. Sus labios estaban salados por las lágrimas y me temo que me temblaban las manos. Menudo galán de película…
Saboreé su boca, su lengua, deslicé mis dedos entre los mechones recogidos de su pelo con una mano mientras el otro brazo rodeaba su cintura y ella… se puso de puntillas.
La cartera y la foto se me cayeron de las manos, y dimos un par de pasos por el salón al que se accedía directamente desde la puerta, sin saber adónde íbamos. A la mierda, está claro, pero como no encontré ninguna superficie en la que apoyarla, la cargué en mis brazos, como aquella noche en el baño de un restaurante de Madrid. Macarena me rodeó las caderas con las piernas y permitió que sus dedos se enredaran entre los mechones de mi pelo. Y aquel beso, por fin, valió la pena.
Abrí los ojos un segundo, solo uno, para localizar una mesa redonda, no muy grande, junto a una ventana y di los tres pasos que me separaban de esta para dejarla sobre su superficie. La cortina de color amarillo pálido ondeaba con la brisa que barría la calle y dejaba entrar, con ella, el sonido del Madrid nocturno, pero lo acallamos con más besos. Besos desesperados. Dios, nunca he besado así. Ni lo hice en el pasado ni lo haré en el futuro porque no creo que nunca me sienta tan desgraciado.
A riesgo de que me cruzara la cara de un bofetón, tiré de su camiseta hacia arriba y, qué sorpresa, cuando levantó los brazos para facilitarme que se la quitara. No hubo bofetón, solo la visión de su cuerpo menudo, de sus pequeños pechos desnudos y de su pezón oscuro duro.
Macarena imitó mi movimiento, obligándome a apartarme de su boca para que la camiseta blanca pudiera salir por mi cabeza, pero volví a besarla después. Con avaricia. Con mucha lengua. Con años perdidos.
A pesar de lo que la escena podría parecer a cualquiera que la viera, aquello no era sexo cabreado e inconsciente, no quería que folláramos por la pena. Quería, pero no solo por follar ni por la pena, de modo que la paré cuando sentí que sus manos hábiles me estaban desabrochando el pantalón.
—No. —Negué sin abrir los ojos—. Así no.
—¿Qué quieres?
—Dámelo como se merece.
—¿Qué tengo que darte, Leo? —me preguntó confusa, con sus cejas arqueadas.
—Lo que te quede mío, lo que sigas sintiendo por mí. Vamos a usarlo esta noche, pero bien, como se merecen quienes fuimos cuando aún éramos inocentes.
Me tapó la boca y apoyó la frente sobre su mano, agotada. No quería escuchar ni una palabra más, pero estaba de acuerdo conmigo, porque señaló la puerta de su habitación. No tocó el suelo en el camino. La llevé en brazos, como habría hecho en nuestra casa si no hubiera sido un cobarde de mierda tres años atrás.
Cuando la tendí sobre la cama, solo le quedaban puestas las braguitas. Unas braguitas de algodón de color rosa nada reseñables; Macarena nunca usaba lencería fina, pero ¿qué más dio siempre? El mejor regalo del mundo envuelto en hojas del periódico de ayer, sigue siendo el mejor regalo del mundo.
Me desabroché el pantalón con prisas y manos temblorosas, completamente aterrorizado por la idea de que se arrepintiera de lo que estábamos haciendo y me echara de allí, pero no lo hizo. Tiró de mí cuando aún llevaba los calzoncillos y al sentir que me tendía sobre ella, soltó un suspiro de alivio.
Besé su cuello, recorrí sus hombros con la boca y cuando llegué a sus pechos, ni siquiera los lamí…, solo respiré profundo entre ellos, aspirando su olor. Casa. Hogar. Tenía la sensación de estar a punto de exiliarme de donde dejé mis raíces y quería hacerme con todos los recuerdos posibles, para tragarlos y fingir que los olvidaba al salir por la puerta para no volver.
Cuando aventuré mi mano estómago abajo y la colé bajo su ropa interior, Macarena gimió suave en mi boca. Se humedecía con facilidad bajo mis dedos. Desde la primera vez que la toqué. Fue la primera mujer que desnudé, aunque aún éramos unos niños. Quería que también fuera la última, aunque lo hiciéramos cuando fuéramos ya unos ancianos, pero eso ya no ocurriría jamás.
Qué nervioso estaba. Dios mío. Ni aquella primera vez temblé tanto. Me había dado cuenta de que quererla era como ir abriendo una herida cada día y dejar que sangrara para que jamás pudiera cicatrizar, pero aquella noche sería como unos puntos de sutura. Tenía miedo de no saber aprovecharla para curarme.
Deslizó las uñas sobre mis nalgas cuando me quitó la ropa interior, con las piernas enredadas en mi cintura y cadera. La metí sin condón, encima de ella. No dijo nada. Yo tampoco. Me daba igual. Y a ella, al parecer, también. Susurró en mi oído que adoraba sentirme dentro, pero no lo dijo así, claro. Lo dijo en un gemido en el que cabían todas las palabras del mundo. Apretó los pies contra mi trasero y me agarré a las sábanas para seguir empujando con la cara hundida en su cuello.
—Mírame… —gimió—. Mírame, Leo.
Apoyé mi peso sobre las palmas de mis manos, a los dos lados de su cabeza, y me humedecí los labios mientras la miraba.
—Dios… —me quejé con un hilo de voz—. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué me fui?
Empujó mis hombros hacia ella y volvimos a fundir nuestras bocas, la una en la otra. Cerré los ojos y decidí que, hasta que terminara, imaginaría que era una vez más, una más, sin riesgo de ser la última y que no dejaría que la pena me la robara.
Llevé mis caderas de atrás a adelante una, dos, tres veces con fuerza, y ella se retorció debajo de mi cuerpo, con la yema de sus pequeños dedos clavada en mi espalda.
—Qué grande eres —solía decirme con una mirada juguetona en el pasado, cuando me colocaba entre sus muslos, encima de ella.
—Lo parezco, pero estoy hecho a tu medida.
Me mordí con fuerza el labio inferior, intentando espantar el recuerdo.
—No pares —pidió con voz quejumbrosa—. Hasta que te corras…, no pares.
Iba a preguntarle si tomaba la píldora pero a mí tres cojones me importaba en aquel momento. Pero por si alguien se lo pregunta, sí, la tomaba. Ni siquiera me planteé que lo hubiera hecho con uno, con dos o con muchos de aquella manera. De algún modo sabía que Macarena guardaba aquello para nosotros.
Macarena solía necesitar acariciarse para llegar al orgasmo, de modo que cuando sentí el cosquilleo que presagiaba el mío, sostuve mi peso con los brazos de nuevo, dejándole espacio para que lo hiciera, pero no se movió. Me quedé unos segundos perdido en la visión de mi polla entrando en ella, abriéndola, resbalando hacia su interior, pero me obligué a despegar la mirada.
—Vamos, tócate —le pedí con un susurro.
—Aún no. —Cerró los ojos—. Hazlo durar, Leo. Hazlo durar hoy más que nunca.
La entendí. No hablaba de sexo. En cuanto terminara…, terminaríamos. Así que me esforcé por cumplir sus deseos al menos por una vez.
Pasaron minutos. Cuartos de hora. No sé. Perdí la noción del tiempo ralentizando y acelerando mis penetraciones para que nunca hubiera sentido más placer, pero no pudiéramos corrernos. Por minutos se me olvidaba que estábamos haciendo el amor y la abrazaba, quieto dentro de ella. Para compensar, después se lo hacía duro, firme y como sabía que le gustaba. Hasta que empezó a ser doloroso.
Sus dedos se colaron entre nosotros y frotó la yema del dedo corazón sobre su clítoris; sus músculos me atraparon en su interior como respuesta. Gruñí con los dientes apretados y los ojos fijos en su cuerpo. Sus ojos cerrados, boca entreabierta, la lengua que los humedecía de tanto en tanto, el pezón endurecido, su ombligo, el vello de su sexo, los dedos deslizándose rápido…, y se corrió. Se corrió en un estallido que hizo que abriera los ojos, cerrase la boca y hundiese aún más la mano entre los dos. No paré de penetrarla con fuerza, haciendo restallar la piel en cada empellón, escuchando cómo llamaba al orgasmo con un quejido y lo despedía con una bocanada de aire gemido, pero lo hice con los dientes clavados en mi labio para que el dolor distrajera mi propio orgasmo. Pero cuando terminó…, con el sonido de su voz reverberando en mis oídos y derritiéndose en la habitación, me corrí. Dios. Me corrí como nunca. Sentí que me desmayaba, que me vaciaba, que me dejaba por completo dentro de ella. Me arqueé, gruñí y me dejé ir hasta que no quedó nada más de mí por dar… Nada.
Y entonces pasó.
La miré. Me miró. No hizo falta más.
En el centro de mi pecho una presión dificultó mi respiración, ya agitada por el esfuerzo del sexo. Quise pedirle que no me mirara, gritarle, apartar los ojos, clavarme las uñas en la palma de la mano hasta hacerme sangrar, pero estaba paralizado. Nuestros pechos se hinchaban en busca de aire, pegándose en el proceso; estoy seguro de que podía escuchar el latir de mi corazón. Estaba desbocado. ¿Iba a morirme? Dios, ¿iba a morirme? Tuve intención de bajar de encima de ella, pero solo pude salir de su interior y ceder a la tentación de abrazarme a su cuerpo y apoyar la sien en su pecho.
La primera barrera en caer fue el orgullo. La segunda, la autocomplacencia. La justificación de mis errores, les siguió. Y en la polvareda provocada, hablé:
—Macarena, no dejes que nadie te quiera menos de lo que te mereces. Cuando llegue, cuando sepas que es él, no pienses en mí ni en él, piensa en ti. Que te lo dé todo. Todo, mi amor…, lo que yo no te supe dar.
Sus dedos se arrastraron por mi pelo y cerré los ojos antes de que aumentaran mis ganas de echarme a llorar. Contuve el aliento, pegué la boca a su piel y me apreté más a ella. Nada sirvió. Recordé su vestido verde, la sonrisa pintada de rojo; recordé el momento en el que le jodí la autoestima, el futuro y la memoria. Recordé que fui un hijo de puta.
La presión, las barreras, el tiempo, los pecados y sus lágrimas me apretaron la garganta como un puño y tuve que incorporarme a coger aire. Y abrí los ojos. Y la vi. Y…
—Lo siento —me escuché decir.
Macarena parpadeó.
—Perdóname —añadí—. Dios mío, ¿qué hice? ¿Qué te hice? Perdóname, Macarena. Perdóname. ¿Por qué me fui? ¿Por qué? Te quiero, perdóname, mi amor. Perdóname.
Y todo el aire que salió de sus pulmones en el suspiro de alivio entró en mi pecho e instaló la pena.
—Ya estamos preparados —susurró.
—No. —Pegué la frente a la suya y volví a decir que no sobre su boca.
—Ya podemos seguir, Leo. Ya te he perdonado.