Conversación de WhatsApp «Antes muertas que sin birra».
Jimena:
Chicas, ¿estáis ahí?
Adriana:
Iba a escribiros ahora mismo.
Jimena:
Necesito hablar con alguien. Me estoy volviendo loca.
Adriana:
Necesito salir de casa. Me estoy volviendo loca.
Jimena:
¿Me estás haciendo burla?
Adriana:
No, idiota. Lo he escrito antes de que apareciera tu mensaje.
Jimena:
Necesito veros, de verdad. Anoche…, anoche Samuel me dijo algo y…
Escribiendo, escribiendo, escribiendo.
Pausa.
Jimena:
Mejor os lo cuento en persona.
Adriana:
No me dejes así.
Jimena:
Sobre lo que me escondía de su anterior relación. No puedo decir más por aquí. Necesito contároslo mientras os veo la cara. Vuestra reacción es importante.
Adriana:
¿Dentro de hora y media en la Santander?
Jimena:
Hecho.
Maca…, ¿estás?
Adriana:
Espera, voy a llamarla desde el fijo.
Jimena:
El mundo está loco, Adri, te lo juro. Yo no entiendo nada.
Adriana:
Maca no me coge.
Jimena:
Espera, lo intento yo.
…
No, tampoco me coge.
Igual está dormida. Maca, si lees esto, hemos quedado a la una y media en la Cafetería Santander. Necesito contaros algo.
Y un pincho de tortilla de patata poco cuajada. Eso también lo necesito.
Por cierto…, Adri, ¿tú no me vas a adelantar nada de lo que te pasa a ti?
Adriana:
¿A mí? A mí nada.
Jimena:
¿Y por qué te estás volviendo loca en casa?
Adriana escribiendo…
Pausa
Adriana escribiendo…
Pausa
Jimena:
Adri, deja de escribir y borrar que me estás asustando.
Adriana:
No me pasa nada. Me apetece mucho una cerveza bien fría. Aquí hace mucho calor.
Jimena:
Mira que eres rarita. Te veo en un rato. Voy a ducharme.
Jimena:
Ya estoy aquí. ¿Has llegado? ¿Estás dentro?
Adriana:
Llegando. Entra y pide dos cervezas. Estoy en dos minutos.
Macarena:
Chicas, como os habréis imaginado, no puedo ir. Estoy llegando a Valencia, a ver a mis padres. Ellos están bien, no os asustéis, pero ayer fue un día…, buff. ¿Cómo os lo explico? Creo que me despedí de mi trabajo por la mañana y por la noche…, por la noche cerré lo de Leo de verdad. Necesito esconderme unos días y de paso recordarme por qué me fui a Madrid. Os llamo al volver.
Leo llevaba sentado en el sillón tres horas, pero había perdido la noción del tiempo. Se había dejado caer en él nada más volver de mi casa, sin ánimo de darse una ducha, echar una cabezada o simplemente moverse. El único movimiento que hizo fue el de sacar el móvil del bolsillo, pero ahí se había quedado…, sosteniéndolo con la mirada perdida y el recuerdo de la noche anterior proyectándose en bucle en su cerebro. Parpadeó y volvió los ojos hacia la pantalla. Como otras muchas veces, se debatió entre lo que quería y lo que debía pero esta vez, a diferencia de las demás, se decantó por el deber. No podía escribirme, no podía decirme cuánto me añoraba ahora que habíamos cerrado para siempre lo que fuimos; quería, pero no debía. Así que abrió WhatsApp, tragó y, quizá resultado de la soledad y del esfuerzo de obligarse a hacerme el bien con su silencio, decidió escribir otro mensaje.
Sé que no me porté bien, pero nunca tuve intención de hacerte daño. Te lo digo ahora que todo se ha solucionado. Llámame cuando quieras, Raquel. Ya estoy libre de recuerdos.
Le dio a enviar sin darse tiempo para meditarlo y después tiró el móvil sobre la cama, lejos de él, para hundir después la cara entre sus manos. ¿Qué hostias le había pasado a su vida?
Se levantó, cogió el móvil y mandó a la mierda el deber por última vez. Escribió otro mensaje, claro, pero ese, de verdad, sería el final.
Mi madre abrió la puerta de casa sorprendida, pero cambió la expresión cuando vio mis ojos hinchados, mi pelo recogido de cualquier modo y la manera en la que me abrazaba a mí misma. Echó un vistazo a mi maleta de mano.
—Pero… ¿qué haces aquí? ¿Cómo no llamas para avisar? ¡Papá hubiera ido a recogerte a la estación! ¿Qué ha pasado?
—Nada —respondí con una sonrisa forzada—. Tenía ganas de veros.
Me lancé hacia ella, pero el abrazo duró poco; solo lo justo para no hacerme llorar.
—Llamo a tu hermano y que venga con Ana, ¿te apetece? A ver si no han comido ya.
—Claro. Ellos comen tarde. Solo son las dos menos cuarto.
—Papá está en el salón. Ve a saludarlo. Está quedándose sordo como una tapia y no te habrá escuchado ni entrar.
—¡Como para no escuchar los gritos que pegas! —respondió mi padre desde allí.
Se me escapó una risa antes de dejar la maleta en mi habitación e ir hacia allá. Papá estaba sentado en un butacón más viejo que el hambre con un libro en el regazo.
—¿Qué pasa, perla?
—¡Nada! Quería daros una sorpresa. —Sonreí.
—Uhm. No lo tengo yo tan claro.
—Que sí, bobo. Oye…, ahora salgo y nos tomamos una cervecita, ¿vale? Creo que me dejé un libro de la carrera que necesito en la habitación de invitados.
—Voy a ir sacando las cervezas.
—Gracias, papi.
Lo vi salir del salón antes de mover ni una pestaña. Después me precipité hacia el interior de la habitación y cerré a mis espaldas. Frente a mí, la puerta de un armario de madera, de los buenos, de los que duran toda la vida, pero antes no eran tan caros. Acerqué la mano al picaporte y vi que me temblaba. Tragué saliva y de un tirón lo abrí. Había mucha ropa vieja y de invierno guardada allí, pero atisbé a ver su funda. Blanca. Con pequeños lunares de color beige. Volví a tragar, pero no tenía ni saliva.
Lo descolgué y me senté en el suelo con la funda en el regazo y bajé poco a poco, con cuidado, la cremallera. La tela empezó a emerger y paré para acariciarla con los ojos cerrados. Suave. Fina.
Respiré hondo y abrí la funda de un tirón. Después lo saqué y lo extendí sobre mis rodillas. La seda resbaló durante segundos entre mis dedos hasta que me atreví a mirarlo en toda su extensión, no solo como el pedazo de tejido que se deslizaba en mis manos, sino como toda la pieza. Como lo que era: mi vestido de novia.
Recordé, como en una película muda, las lágrimas de mi madre y de su madre cuando me lo probé en la tienda, por última vez.
—Mi niña —lloró Rosi—, estás preciosa. Leo va a volverse loco cuando te vea.
Nunca me vio con él. Cuatro meses antes de la boda me llamó y me pidió que subiera un momento a casa de sus padres. A veces se nos escapaba decir «mi casa» aún, pero nuestra casa ya era otra…, el pequeño pareado a las afueras al que ya habíamos dado una señal para su alquiler.
Subí sin más. Lo saludé con un beso en los labios y le conté que me habían llamado los del salón para decirme que en una semana teníamos que hacer el siguiente pago. Él no respondió. Se apoyó en el viejo escritorio de su dormitorio de niño y evitó mi mirada.
—¿Qué pasa?
—No lo tengo claro —le escuché decir.
—¿Cómo?
—No…, no lo tengo claro, Maca. No estoy seguro. No quiero hacerlo.
Diez días más tarde cogió un avión. Había aceptado la beca de investigación para el doctorado que me juró que había rechazado hacía un mes. Otra cosa que tampoco hizo.
Volví al aquí, al ahora. Tragué la rabia, el odio y la pena, y me puse en pie para colgarlo de la manilla de la puerta del altillo, fuera de su funda. Me senté frente a él, en el suelo, para mirarlo bien. Su seda natural, el frontal, sencillo y con caída y la espalda abierta, rematada con la misma blonda de encaje que decoraba el final de las vaporosas mangas semitransparentes. El vestido que escogí para casarme con Leo en un jardín precioso en un pueblecito de playa cercano a Valencia capital. A mí me llevaría hasta la iglesia un coche de época. Llevaría el pelo en un recogido bajo, con una peineta dorada con formas florales y que seguro que mi madre guardaba en aquel mismo armario. Como los anillos, mi ropa interior blanca, el camisón que su madre me regaló para el viaje de novios y los pendientes de mi abuela que iba a llevar. A cuatro meses de nuestra boda, yo ya lo tenía todo preparado y él, miedo. Él tenía miedo.
Cerré los ojos, tragué el nudo. Recordé sus ojos brillando cuando, de rodillas, deslizó el anillo de pedida en mi dedo. Recordé la ilusión, los besos mientras nos reíamos y repetíamos sin parar «Nos casamos».
—Me ha costado, canija, pero ahora sí que no te dejo escapar.
Noté la lágrima caerme sobre la mano, pero me la limpié con dignidad justo en el mismo momento en el que mi madre entraba en la habitación con cara de saber qué iba a encontrarse. La miré con cara de culpabilidad, aún sentada en el suelo, y sollocé una disculpa.
—Macarena…, ¿por qué te haces esto?
—Porque lo he perdonado, mamá, y necesito recordarme por qué no puedo quererlo más.
Mamá me abrazó. Después me abrazó papá. Más tarde, revisé el móvil para encontrar su mensaje:
Por favor, prométeme que recordarás también lo bueno. Pero ve, descuelga ese vestido y grábate a fuego por qué hoy te he despedido en la estación sin besarte ni decirte «Te quiero», aunque te quiera y nunca pueda despedirme del todo de ti. Démonos tiempo. Seremos amigos. Solo amigos. Te lo debo.
¿Lo seríamos? Quizá. El futuro estaba por escribir, pero al menos habíamos dicho adiós al pasado por fin, dejándonos a nosotros encerrados en lo que siempre fuimos…, un puñado de canciones.