Me gustan las mañanas de los sábados por lo mismo que le gustan a todos los mortales a los que no les toca currar el fin de semana: tiempo sin obligaciones para retozar en la cama y muchas horas de fin de semana aún por delante. Trabajar con Pipa, sin embargo, había oscurecido esa sensación y rara era la ocasión en la que disfrutaba del momento. Pipa tenía la capacidad de convertir hasta la mañana del sábado en un «ay» constante, porque no sabías cuándo narices te iba a llamar para pedirte polvos de cuerno de unicornio para mantenerse eternamente resplandeciente, por decir algo. Sin embargo, aquella mañana, el «ay» se quedó tan solo como queja de la luz que entraba por las rendijas de mi persiana y que iluminaba débilmente el dormitorio.
La cena del día anterior… se había alargado. Habían caído dos botellas de vino cenando, no porque estuviera muy bueno y nos apeteciera ponernos piripis para olvidar la rutina y las obligaciones, qué va, sino porque «teníamos muchas chorradas por las que brindar». A estas les siguieron unos chupitos de limoncello. El amable camarero cometió el error de dejar la botella en nuestra mesa y cuando volvió a por ella…, no quedaba. Fuimos después a tomar algo a las terrazas de la plaza de San Ildefonso…, y cayeron dos combinados: Jimena, gintonic, y Adri y yo, vodka con limón, como en los viejos tiempos. Resultado: terminamos en un garito digno de aparecer en la guía de los peores baños de Madrid cantando a gritos una canción de Los Planetas que nos sabíamos pichí pichá, cerveza en mano. Lo habíamos hecho bien. Lo de mezclar muchos tipos de alcohol de los que dan resaca…, me refiero.
Así que el hecho de que mi teléfono móvil estuviera vibrando constante y molesto sobre la mesita de noche, no me estaba haciendo gracia. Si le sumas que su vibración hacía que el platito de cerámica donde dejaba mis «alhajas» emitiera una suerte de tintineo, lo elevamos a la categoría de terrible. Ni siquiera pensé que podría ser Pipa a punto de exigir mi cabeza por no coger a la primera. Solo volví del mundo de los muertos, lo agarré sin cuidado y me lo coloqué en la oreja.
—¡¡¿Qué pasa?!! —respondí ronca.
—Perdona, pensaba que estaba llamando a Macarena, pero, bueno, al menos esta llamada está sirviendo para corroborar que el Yeti existe.
La voz de Coque me devolvió de golpe y porrazo a la realidad de la noche anterior. Le había dejado un mensaje bastante subido de tono en WhatsApp que… él no contestó. Y eso, querida, es humillante.
—Tengo resaca —me justifiqué—. Ayer bebí de todo menos agua y té.
—¡No me digas! Pero si en tu nota de voz de CUATRO MINUTOS sonabas de lo más sobria. —Me echó en cara con sorna.
—Bah, no te quejes tanto, Coque. ¿Quién va a creerse que TÚ, Coque Segarra, escuchaste una nota de voz de cuatro minutos? Yo no.
Oí una risa grave abrirse paso en su garganta y sonreí mientras me pasaba los dedos entre los mechones de pelo para aliviar el dolor de cabeza.
—¿Qué haces? —me preguntó.
—Estaba durmiendo.
—¿Te vienes a casa?
Miré la hora. Eran las doce… y Coque a las doce de un sábado solía estar durmiendo también.
—¿Qué haces despierto a estas horas?
—He tenido que acercarme al curro esta mañana para solucionar un envío —carraspeó—. Algunos trabajamos en cosas serias.
Me tocó el turno a mí de reírme. Llevaba un año y medio viéndome con Coque y aún no estaba demasiado segura de a qué se dedicaba exactamente. Sabía que tenía, junto a un colega, una empresa que había ideado una página web que servía de intermediaria para servicios de mensajería, pero ni él se había esforzado nunca por explicármelo bien ni yo había mostrado demasiado interés. Eso sí…, tampoco es que ellos hicieran girar el mundo en una dirección mejor.
—Ven a casa tú —le pedí—. Tengo resaquita.
—No voy a ir hasta tu casa ni de coña. Vives en el quinto coño.
Fruncí el ceño. Coque era muy mal hablado, tanto como solo pueden serlo los marineros de hace doscientos años o los pijos muy pijos que se sienten independizados de las fortunas de sus padres porque emprendieron un negocio propio… con el dinero de estos.
—Coque, vivo igual de lejos de ti que tú de mí. Siempre me toca ir a mí. Ven tú hoy, tengo resaca.
—Desde mi casa son quince transbordos.
—Diecisiete —me quejé de su exageración—. Coque, pilla la moto, que para algo la tienes.
Rumió algo ininteligible, pero enseguida intuí que había vuelto a olvidarse de poner gasolina y su scooter lo habría dejado tirado, con el consiguiente problemita en el motor. No ganaba para arreglos.
—Si no te apetece, tampoco pasa nada —me dijo enfurruñado—. Pensaba cocinar pasta con calabaza…, esa que te gusta. Después ver una peli en el sofá con una mantita comiendo chuches. Dormir la siesta…
Suspiré.
—Voy. Me ducho, me arreglo y salgo para allá.
—Te veo en un rato. —Iba a colgar cuando llamó mi atención de nuevo—. ¡Maca!
—Dime.
—¿Puedes pasar por el súper y pillar pasta, calabaza, nata y chuches?
Miré incrédula hacia el techo.
—¿Algo más? —le contesté con ironía.
—Sal. Y cervezas. Y si me traes un palo de escoba, te como a besos.
—¿Un palo de escoba?
—Ayer rompí el nuestro imitando a Gandalf y no sabes cómo está la casa. Temo por tu seguridad. No quiero que las pelusas de debajo de la cama te secuestren.
Coque tenía tres puntos fuertes en su haber. El primero entraba por los ojos…, era muy guapo…, guapo al estilo Kurt Cobain si este hubiera sido un niño de papá. Llevaba el pelo un poco largo, había experimentado con el look…, barba larga, bigote daliniano y perilla de chivo, y todo le sentaba bien al muy maldito. El segundo regalo que le hizo el cosmos era caer en gracia. Tenía un sentido del humor bastante infantil pero efectivo. Sabía cómo hacer que me riera aunque no me estuviera haciendo gracia y eso… debía admitírselo. Partir un palo de escoba mientras le gritas a un amigo en el pasillo «no puedes pasar», como si fuese el Balrog y tú el mago gris… es absurdo. Pero me parecía… ¿tierno? No sé la palabra, pero era sin duda perdonable.
La tercera de sus virtudes era mucho más… sexual. Follaba como un campeón, sabía hacer cosas con los dedos que no me explicaba y tenía un buen armamento…, recio, gordo…, de los que te hacen sentir vacía desde el punto de vista más físico, cuando ya no están dentro de ti.
Así que… puedo disfrazarlo como quiera, pero si me levanté de la cama y me dirigí a la ducha fue porque sus tres atributos equilibraban para mí la balanza que a otra chica le hubiera dejado clarísimo que era uno de esos tíos…, uno de esos que no se enamora y que solo quiere pasárselo bien. Uno de esos hacia los que nos sentimos irremediablemente atraídas. Pero a mí… me encantaba ese aire de rebelde sin causa y niño consentido y los pocos mimos que le arrancaba me sabían a miel.
Meses antes me hubiera cruzado con mi compañera de piso al salir hacia el baño. Tenía un radar, la muy maldita. En cuanto me escuchaba salir con prisa del dormitorio, aparecía con su albornoz con flores (que juraría haberlo visto anunciado en la teletienda a las tantas) y su botella de gel de ducha bajo el brazo. No se fiaba de nadie, y mucho menos de mí, por lo que guardaba todo lo de su propiedad en el armario de su habitación, incluyendo las latas de atún en aceite. ¿Cómo lo sabía? Porque había entrado a sisarle champú tantas veces que ni siquiera las recordaba. Y porque una vez me cabreó lo suficiente como para inyectar vinagre en su tarro de perfume. Bueno…, no fui yo. Fue Jimena. Lo hizo a mis espaldas mientras yo estaba en la ducha y luego no pude hacer nada por remediarlo.
Pero, claro, tener que compartir piso con alguien tan melindroso, tocapelotas y asocial como «Finita de Córdoba», como la habían apodado absurdamente mis amigas, me hizo plantearme todas las soluciones de vivienda posibles en Madrid para alguien como yo. Y decidí que… podía vivir sola siempre y cuando el piso no costase más de seiscientos euros al mes, incluyendo los gastos. Y eso, querida, fue lo que me llevó a vivir en un piso del tamaño de un armario empotrado en la Avenida Ciudad de Barcelona. ¿Pequeño? Sí. ¿Monísimo? Mi esfuerzo me había costado.
Me puse una falda vintage, una camisa vaquera y unas bailarinas sobre la única ropa interior limpia medio decente que encontré en mi cajón y aseé mi pequeño pisito de cuento, antes de salir hacia el que Coque compartía con un par de amigos de la facultad cerca de Cea Bermúdez.
Cuando llamé a la puerta, cargada como una mula con la compra que me había pedido (y el palo para la escoba), temí lo que me encontraría al entrar. Lo primero que vi me alivió: Coque con una camiseta blanca decente, unos vaqueros no demasiado rotos y más o menos peinado. Sin embargo, después del beso de saludo, cuando se hizo a un lado para dejarme pasar, el paisaje fue desolador y me volví a preguntar por qué había salido de mi casa.
Había platos sucios en el fregadero, pelusas por el suelo, manchas nuevas en las paredes y bolsas de patatas vacías por cualquier superficie sobre la que posaras tu vista. Respiré hondo al dejar la bolsa en el banco de la cocina y me volví para mirar a Coque.
—¿Hay ropa interior sucia en tu dormitorio?
—Hay ropa sucia en mi dormitorio.
—¿Interior? —insistí.
—Es posible. —Sonrió canalla.
—Ve a ocuparte de eso. Yo empiezo por aquí.
Coque tardó cinco minutos en esconder diligentemente la suciedad y el desorden en su dormitorio. Yo veinte minutos en asear la cocina el mínimo egoísta que permitiera poder preparar algo para comer sin morir de tifus y veinte más en… preparar la comida. Coque, el capitán araña, especialista en embarcarte en planes de los que luego se bajaba para disfrutar desde el pasaje, fingiendo no haber sido nunca parte de la tripulación.
Me recompensó. Claro que me recompensó. Hasta los chicos más caóticos saben hasta dónde pueden tirar antes de que la manta les deje con los pies al aire. Y Coque era una especie de niño bien despistado, pero no era tonto. Así que después de comer, abandonó los platos sucios en el fregadero, junto a los que no me había dado la gana fregar a mí antes, y me ofreció ver una película mientras me hacía un masaje…, lo que en lenguaje de un ligue es: te voy a echar un polvo de los que te van a dejar tonta durante un par de días.
Hay hombres románticos, elegantes, disfrutones, entendidos, aventureros… en cuanto al sexo. Hay tantos librillos como maestrillos. El de Coque era la eficacia. Era eficaz y… me atrevería a decir que intrépido. No le importaba enterrar la cabeza entre tus piernas durante quince minutos y darte placer solo a ti, si eso te humedecía, te ponía cachonda y te dejaba accesible para él y sus proezas. Así que, por si te lo preguntas, ese fue su masaje…, un cunnilingus eficaz e intrépido.
Lo hicimos. Lo digo así porque tampoco sé decir muy bien qué hicimos. Tuvimos sexo, eso seguro, pero no hicimos el amor ni follamos, al menos no como yo entendía uno y otro término. Follar, para mí, era lo que hacíamos cuando nos bebíamos una copita de más y se nos iba de las manos. A cuatro patas, sin mirarnos a la cara, sin decirnos nada más que «más rápido» o «ya me corro». Eso era follar para mí. Satisfacer una necesidad puramente carnal. Pero no había sido eso. Tampoco amor. Si hubiéramos hecho el amor, yo me hubiera sentido embargada por una emoción extracorpórea, ¿no? Al mirarlo encima de mí, sostenido por sus brazos fuertes, haciendo oscilar por última vez su cadera para correrse, habría pensado que lo amaba. Pero no pensé eso. Cuando lo miré, sonreí y tuve… un poco de miedo. Siempre me pasaba con él. Al terminar tenía miedo de haberme dejado llevar, de que pensase que era una suelta, que podría hacer lo que le viniera en gana conmigo y de que… se cansase de mí y dejase de llamarme o cogerme el teléfono las pocas veces que lo hacía. Coque me gustaba mucho, pero creo que porque me mantenía siempre en vilo, sin saber si había un territorio en su vida al que él querría ponerle mi nombre, sin interés ninguno en dotar a lo nuestro de un título. Coque me hacía sentir tan emocionada, excitada e insegura como ese chico del que te colgaste cuando tenías quince años… con la diferencia de que en mi caso no era aplicable. El chico del que me colgué a los quince años me rompió el corazón diez años después y ahora salía con Raquel. Porque… esos dos salían, ¿no?
Cuando Coque se dejó caer a mi lado y aplastó contra la mesita de noche el condón usado, busqué su mirada. Quería, necesitaba, sentir algún tipo de vínculo que inclinara la balanza hacia una de las dos partes…, el amor o el apetito sexual vacío. Porque Coque me gustaba, pero… Jimena y Adriana tenían razón al asegurar que no era mi novio. Y a veces eso, no puedo mentir, me inquietaba. Necesitaba saber en qué casilla colocarlo.
—Qué bien, ¿eh? —Me sonrió.
—Sí.
Me apoyé en su pecho y él me rodeó con su brazo mientras recuperaba el aliento. Disfruté de la calidez de su cuerpo y del gesto mientras jugueteaba con los cuatro pelillos que tenía en el pecho.
—Me has salvado el sábado. —Me besó el pelo—. Estaba solo y aburrido como un mono.
—Podías haber venido tú a casa. Está limpia.
—La próxima vez voy yo —accedió.
Levanté la cara hacia él y le regalé una sonrisa espléndida como respuesta.
—Cuando quieres puedes llegar a ser transigente y todo.
—Ya ves. A las Macarenas del mundo hay que cuidarlas.
—¿Las Macarenas?
—Sí —asintió—. A las monaditas pequeñitas, buenas y sexis que nos regalan sus horas aunque seamos el asno de Shrek.
—Sabes que no eres el asno de Shrek.
—Soy más guapo. —Colocó el brazo con el que no me rodeaba debajo de su cabeza y me guiñó un ojo—. Pero no soy el príncipe azul. Ni el hada madrina. No convertiré la calabaza en una carroza ni te llevaré al altar.
Ahí estaba, el Coque de siempre, dejando claro qué no seríamos nunca.
—¿Y quién quiere que me lleves? —respondí de mala gana.
—Eso digo yo.
Se recostó de nuevo mirando al techo y froté la punta de mi nariz sobre su piel. No quería casarme con él ni harta de vino, pero… qué narices, quería que fuese mi novio. Las caricias postcoitales quedaron suspendidas en la sensación de vacío que se generaba entre nosotros en esas situaciones. Supongo que lo notó…, notó que me quedaba mohína.
—Maca… —musitó.
—Dime.
—Yo sé que no soy muy comunicativo, pero… ya sabes cuánto te… —pausa para provocar que casi se me saliera el corazón por la boca— aprecio. Yo no soy de los que se atan y te llaman «novia» porque entiendo eso como un convencionalismo puro y duro…, pero estoy muy a gusto con esto.
Debía decirle que él me gustaba, que llevábamos un año y medio así y que empezaba a pensar que mis amigas tenían razón cuando señalaban que aquello no nos llevaba a ninguna parte, pero no podía evitar preguntarme para mis adentros… dónde quería llegar. Sin saber la respuesta a aquello…, ¿cómo iba a exigirle yo algún tipo de compromiso? Así era mejor. Me incorporé para mirarlo y me acerqué a su boca. Compartimos un beso lento que se volvió húmedo enseguida pero que cortó de pronto para señalar:
—Vale. Hemos tenido sexo y conversación…, ahora toca siesta.
Unos raviolis de calabaza, dos cervezas de importación y sexo oral que te prepara para el orgasmo. Después una siesta. El romanticismo del siglo XXI.
Pero… ¿de qué servía exactamente el romanticismo en una relación? De nada.
Leo tenía la típica sonrisa de engañamadres que solo usaba cuando le convenía. Conmigo nunca, he de decir. No le hacía falta. A mí me miraba serio, con los ojos clavados en los míos, y se dejaba observar. Y yo miraba sus cejas algo irregulares y castañas, sus pestañas, sus bonitos ojos de un color indefinible por otra palabra que no fuera miel y sus labios, que nunca fueron demasiado gruesos pero siempre supieron besarme como yo deseaba. Entonces, cuando yo ya me había empapado de esa imagen y del silencio, sonreía. Solo entonces. Sonreía. Y decía aquello:
—Solo cuando me miras, soy.
Y yo lo creía. Siempre. A mis catorce, diecisiete, veinte y veinticinco. Me creía que él solo era conmigo, pero… después nunca resultaba ser verdad. El puto Leo. El de la boca envenenada con palabras preciosas que aprendía en los libros para dejarlas prendidas después en mi pelo, en mis labios, en mis pechos, en mis dedos. El puto Leo y ese pánico a dejar de ser libre. El que escribía notas que dejaba caer a mi balcón desde la ventana de su dormitorio, diciéndome que todo le olía a mi pelo y que ya no podía ni comer si no me comía a mí. El maldito Leo, que siempre terminaba mirándome como si no sintiera nada cuando me rompía el corazón.
Ni su sonrisa sincera ni la sonrisa trampa para quien creyera en su inocencia…, yo ya no quería nada de él. Ni del romanticismo. Que se lo diera a otra que pudiera creerle aún.
No entendí en aquel momento que odiarlo tampoco servía de nada ni lo que significaba acordarme de todo aquello entonces.