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Dudas, vibradores y profilácticos

Salimos de la tienda en dirección a la mal llamada plaza de la Luna (que en realidad se llama plaza de Santa María Soledad Torres Acosta) para tomarnos algo en la terraza que se extiende, ya sea verano o invierno, en su centro. Cerca habían abierto recientemente una tasca de tapas de autor regentada por la mujer de un famosísimo chef que, según decían, nada tenía que envidiarle a su aclamado marido. Teníamos intención de acercarnos para, con suerte, conseguir mesa y cenar algo rápido y rico, pero aún era pronto. Empezaba a hacer calor y estábamos sedientas, así que nos pareció buena idea hacer una parada previa.

Jimena andaba muy contenta con su bolsa en la mano, parloteando sobre la mejor manera de proponer el uso del amiguito que había comprado, mientras Adriana insistía en que debía mantener una conversación sincera antes de la introducción del tercero de silicona en la cama. Yo escuchaba, pero no participaba; andaba un poco a desgana, con la bolsa del sex shop escondida en mi gran bolso, con la caja de condones estriados y un vibrador color turquesa chiquitito pero matón que todas las blogueras estaban encumbrando como el mejor amigo de las treintañeras. No sé muy bien qué tienen que ver los años aquí, pero como andaba a punto de cumplir esa cifra que parece la segunda mayoría de edad, era barato y estaba ávida de experiencias, la nueva Macarena lo compró con la esperanza de usarlo más acompañada que sola.

En la puerta de la comisaría que hace esquina en una de las calles que da acceso a la plaza, dos policías conversaban y como, lo siento, siempre me ha gustado más un uniforme que a un tonto un lápiz, me quedé pasmada mirándolos. Quizá por superficialidad (estaban más buenos que una tosta de micuit de pato con mermelada de higo), quizá con ganas de distraerme de las sensaciones extrañas de un día como aquel. Primero me planteaba que el problema entre Pipa y yo no fuera ella, sino mi tendencia a juzgarla como una persona vacía y sin sentimientos; después presionaba a Adriana para que me contase algo que ni siquiera sabía si existía y… juzgaba un pelín su decisión de dejar los anticonceptivos. Por no hablar de mi fracaso estrepitoso intentando quedar con el maldito sobrado que había conocido en esa aplicación para ligar.

—¿En qué irá pensando Maca que va tan callada?

—En Pipa, seguro —terció Adriana rápida, supongo que por miedo a que sacase su tema de nuevo delante de Jimena, que tenía el mismo tacto que un estropajo de fregar cazuelas.

—Pues sí, en Pipa. —Quise resumir en eso todas mis ansiedades—. Sin dramas, que conste, pero… hoy mi ayudante me sugirió la posibilidad de que Pipa sea una buena chica que se siente sola. Y no dejo de darle vueltas.

—¿Por? Dicen que el éxito es una casa grande, lujosa y muy vacía —respondió Jimena parándose a dos o tres zancadas de los policías—. No resulta tan raro de creer.

—Y no lo es, pero… ¿en qué lugar me deja eso? —Arrugué la nariz despegando la mirada de los jamelgos—. Ya os lo digo yo: en el de la ayudante envidiosa que juzga duramente a su jefa haga lo que haga.

—¿A qué viene esta crisis de creencias? —se burló Adriana—. Cíñete a la realidad, sin juicios: te encargas de absolutamente todo el trabajo, cuesta arrancarle los agradecimientos, es bastante tirana y no os entendéis. No hay más que rascar. Nunca seréis amigas. No lo intentes.

—Uno de mis compañeros —intervino Jimena— tiene un calendario de mesa que se ha quedado anclado en junio del año noventa y siete. Nunca lo cambia porque dice que quiere tatuarse a fuego la frase de ese mes; pone algo así como: «Cuando comprendas que menos gente supone menos problemas, dejarás de querer ser amigo de todo el mundo». Si quieres se lo pido prestado y lo pones en tu escritorio, Maca.

—Desde luego, sin ti tendría muchos menos quebraderos de cabeza —rezongué—. No es eso. Es que… me da la sensación de que mi ayudante se lleva mejor con ella que yo y… acaba de llegar.

—¡Claro! Es por eso: acaba de llegar y aún está fresquita. No tiene el acumulado de la Bonoloto como tú. Ya verás cómo termina quemándose.

—Tampoco es que se lo desee. —Reanudamos el paso—. Oye, ¿habéis visto a los policías de la puerta? ¿Soy yo o estaban de toma pan y moja?

—Estaban bien buenos. —Sonrió Jimena—. Y parecías tonta.

Tonta no sé, pero lo de mirar por dónde ando…, lo llevo mal. De los tres escalones que te llevan a la explanada de la plaza donde se extiende la terraza, solo vi uno, de modo que me tropecé con el segundo y, por ende, con el tercero.

Fue como una de esas películas americanas…, lo vi todo a cámara lenta: los bracitos de Adriana tratando de alcanzarme. Jimena dándose cuenta tarde. Mi vago intento por alcanzar la barandilla de la izquierda y el primer traspiés al que siguen cinco más. Gracias a Dios no pude verme desde fuera, porque no creo que pudiera superar jamás la imagen: yo, todo brazos en aspa y piernas a lo Lina Morgan, luchando por no caerme de bruces para terminar haciéndolo a los pies de una de las personas que se sentaban en la terraza. Las manos en sus dos rodillas, la cabeza prácticamente en su entrepierna y el bolso abierto de par en par y con todo su contenido desperdigado entre la mesa, el suelo y su pecho. Si yo hubiera sido alguna de las personas de alrededor, me hubiera meado encima de la risa.

—¡¡Por el amor de Dios, qué vergüenza!! —escuché a Jimena.

—¿Estás bien? —le siguió Adriana, que no se acercaba para no reírse en mi cara.

Levanté el rostro del paquete de aquel tío desconocido y reparé en que sobre su pecho, encima de aquella camiseta granate lisa, descansaba la caja de mi vibrador, con medio cacharro fuera.

—Me cago en mi alma —gruñí.

—Estoy bien, gracias por preguntar —escuché decir al tío sobre el que me había caído.

—Yo también, muy agradecida por tu preocupación.

—Casi me castras con la cabeza —dijo de nuevo.

—Una pérdida para el mundo, sin duda.

Tiró de mis brazos hacia arriba y antes de levantarse, agarró la caja que tenía en el pecho. Fue entonces cuando me atreví a mirarle a la cara, pero solamente para cerciorarme de que sabía lo que estaba sosteniendo. Me encontré con un tío con la típica barba que hoy en día llevan casi todos los hombres… Un tío que muchas chicas podrían considerar guapetón, pero al que cierta expresión petulante restaba atractivo. Pelo castaño claro, camiseta lisa y pantalón vaquero, no muy alto, pero más alto que yo… Un buen espécimen de macho humano.

—Toma, cielo, tu consolador —dijo con sorna.

Y gilipollas. Eso también.

—No es un consolador…, no tiene que consolarme nada. Es un vibrador, que vibra y me alegra la vida —le respondí bastante molesta, arrebatándole la caja y metiéndola de nuevo en mi bolso.

—Perdóneme usted…

Me aparté el pelo de la cara y no pude evitar repasar el paquetón que se le marcaba en los vaqueros. Ehm…, buen espécimen, gilipollas y bien dotado.

—Perdonado. Disculpa que estuviera a punto de desnucarme.

—Si es que vais como locas encima de esas plataformas.

Le lancé una mirada poco amable, y sonrió con chulería.

—¿Sientes amenazada tu masculinidad por nuestros tacones?

—No, por Dios. Si además se nota que los necesitas para poder hacer vida normal, ¿verdad?

Ay Dios. ¿Me acababa de llamar…? ¿Qué coño me acababa de llamar?

—Maca, ven, hay mesa ahí —escuché decir a Jimena, que pasaba de mi caída como de la de la Bolsa.

—No quiero sentarme en esta terraza —gruñí sin volver la cabeza hacia ellas del todo—. Hay mucho animal suelto por aquí.

Me limpié las rodillas con dignidad, metí dentro del bolso las llaves, la cartera y el cargador del móvil que se habían desperdigado sobre la mesa y me lo colgué al hombro. Vi a Adriana por el rabillo del ojo, sujetándose la barriga, roja como un tomate y muy preocupada por que su ataque de risa no emitiera ningún sonido. Hija del mal.

—Cielo… —me llamó el desconocido mientras volvía a sentarse—. Te dejas esto.

A sus pies, el paquete de condones. ¿Algo más, karma? ¿Qué coño te hice yo cuando nací para que las fuerzas estén tan desequilibradas en nuestra relación?

—Gracias —dije cuando me los alcanzó.

—¿Estriados? Creo que por aquí alguien necesita sumar esfuerzos.

—Sí, porque si tengo que esperar que el placer me lo proporcionéis vosotros, voy lista. Adiós, desagradable.

—Adiós, preciosa.

¿Preciosa? Ese tío era imbécil. Esa clase de imbécil que porque se ha acostado con muchas cree que sabe de mujeres. Aunque…, claro, a fuerza de practicar, alguna cosa sabría hacer. Alguna cosa efectiva, me refiero. Si el bulto que se entreveía en su paquete no eran imaginaciones mías provocadas por una especie de delirio de vergüenza, tenía buena materia prima.

Mientras andaba hacia donde Jimena se había sentado, con intención de arrancarla de allí y marcharnos a otro lado, lancé una miradita hacia atrás. Seguía mirándome, sonriendo de medio lado, sentado, con las piernas un poco abiertas en una postura un poco… ¿de ofrecimiento? Me giré de nuevo. Era mejor mirar por dónde andaba. A Adriana, la misma que se había tenido que sentar en un banco para intentar sofocar el ataque de risa, ya la recogería cuando consiguiera sacar a Jimena de aquella plaza.

Menudo imbécil. Un tío normal hubiera preguntado si estoy bien, ¿no? Seguro que en Tinder ese tío se haría llamar «Paquetón 2000» o algo por el estilo. Seguro que jugaba a lo de desaparecer durante horas antes de contestar un wasap. Aunque… sería práctico encontrar un tío así en Tinder. Me refiero al hecho de que no preguntase nada, que lo diera todo por sabido. Un tío con el que solo…, solo follar, con el que no me interesase mediar conversación ninguna. Uno con el que disfrutar de la nueva Macarena durante el tiempo que me durase aquella fase posruptura tan nihilista.

Me paré en seco.

—¡¡Maca!! ¡¡Tengo sed!! —se quejó Jimena haciendo aspavientos con los brazos.

Me di la vuelta y fui directa hacia el desconocido de nuevo. A Adriana se le pasó hasta la risa. Tenía un plan. Y debía adivinárseme en la cara.

Cuando llegué, me miraba entre la sorpresa y la curiosidad, con la cerveza pegada a los labios.

—Oye…

—¿Qué pasa? —Bebió y dejó de nuevo la copa en la mesa.

—¿Estás esperando a alguien?

—¿Cómo? —Volvió la cara en un gesto rápido, como si no me hubiera escuchado bien. Me dieron ganas de abofetearlo, pero era guapo y seguro que sabía hacer cosas que yo quería hacer.

—Que si esperas a alguien: novia, mujer, amante…

—Espero a un colega.

—Bien. ¿Eres hetero?

—Eh… —Parpadeó y asintió—. Sí, aunque no sea de tu incumbencia.

—¿Por qué no me das tu número?

—Perdona…, ¿me estás pidiendo el número?

—Sí —asentí.

—¿Para… qué? ¿Vas a denunciarme por caerte a mis pies?

—Seré clara antes de salir corriendo muerta de la vergüenza, ¿vale? Acabo de salir de una ruptura…, una de esas de las que sales con ganas de juerga. Quiero tener una aventura: sórdida, sin implicaciones emocionales y sexi. Sin jueguecitos de «ahora no te contesto el mensaje». Algo directo y sin dobleces. Tú estás bueno, lo sabes y estoy segura de que no me vas a caer demasiado bien, por lo que pareces un buen candidato. ¿Me das tu número?

No despegó la mirada de mi cara durante unos segundos que me parecieron eternos. Después echó mano al bolsillo trasero de su pantalón vaquero y cogió la cartera, de la que sacó una tarjeta. Antes de tendérmela me preguntó:

—¿Tienes alguna enfermedad mental? ¿Arranques de ira? ¿Oyes voces que te dicen que nos mates a todos?

—No, idiota. ¿Es que una chica no puede entrarle a un…?

—Toma. Escríbeme cuando te apetezca. Me encantará caerte mal en esos términos.

Metí la tarjeta en el bolsillo de mi pantalón y dibujé la sonrisa de triunfo más comedida de mi repertorio. Después de una caidita de pestañas, como siempre patosa, anduve hasta Jimena, la levanté a la fuerza de la silla y la arrastré hasta donde Adri me miraba con los ojos fuera de las órbitas.

—Vámonos. Acabo de hacer de comehombres y voy a morir por combustión espontánea generada por la vergüenza.