Adriana estaba pensando en Julia, pero eso no era una novedad. Pensaba en ella todos los días, aunque intentaba evitarlo. Había dos momentos en los que, quisiera o no, su cara aparecía en su cabeza: por la mañana, cuando se despertaba, y por la noche, cuando se metía de nuevo en la cama junto a Julián.
Además, desde que habíamos hablado en el sex shop no dejaba de preguntarse qué opinaría Julia de su decisión de ser madre. Decisión que había comunicado, pero que… no había ejecutado de ninguna de las maneras: no había dejado las pastillas y, aunque lo hubiera hecho, no había peligro porque su vida sexual volvía a ser como antes del trío o… peor. Hacía semanas que no se acostaba con Julián porque ni siquiera podía imaginarse haciéndolo.
Pensó que cuando los remordimientos le dieran tregua volvería a la normalidad, pero… ¿había realmente una normalidad en aquel matrimonio? ¿No era su normalidad una mentira?
La jornada en el trabajo se le hizo cuesta arriba por primera vez en mucho tiempo. Adoraba su trabajo; siempre nos decía que vendía sueños de seda blanca, a lo que solíamos contestarle fingiendo arcadas, aunque nos enterneciera. Pero aquel día…, buff. No dejaba de pensar en cómo sería encontrar un mensaje de Julia en el móvil al salir de allí e irse a pasear o a hacer cualquier otra cosa con ella. Con Julia daba igual. Le encantaba sentarse en el sofá de su piso y mirarla mientras hablaba: sus labios gruesos se movían de una manera tan narcótica… y pensaba en lo suave que era su piel.
Pero eso no iba a suceder y lo sabía.
Cuando salió, aprovechando que Julián tenía citas programadas por la tarde, tal y como le había comentado cuando se tomaron el café aquella mañana, se fue a dar una vuelta, sin saber adónde ir. No tenía ningún destino planeado, pero sin darse cuenta terminó sentada en la plaza del Dos de Mayo, sola en una terraza, bebiéndose una cerveza. Lo más raro es que era la primera vez que se tomaba algo sola en algún sitio… y que no le importaba ser la única persona sin compañía. Lo que realmente le dolía no era estar rodeada de gente en aquel momento… sino la persona que le faltaba sentada frente a ella.
—Perdona, ¿está ocupada? —preguntó una chica señalando la silla que Julia debería estar ocupando.
—No.
Cuando ni siquiera le quedó aquello, cuando se escuchó decirlo, desbloqueó el móvil con el que jugueteaba como escudo, abrió WhatsApp y entró en el contacto de Julia, como otras tantas veces, pero en esta ocasión la desbloqueó y le escribió:
Te echo tantísimo de menos que no sé qué hacer.
Esperó con la pantalla encendida, pacientemente, una respuesta, pero… la gente fue llegando, marchándose, su cerveza se calentó sin apenas probarla y hasta pagó la cuenta sin que esta llegara.
Nunca un viaje en metro se le hizo tan largo.
—¿Julián? —preguntó al entrar en casa.
Nadie contestó. Aún era de día y en la calle se disfrutaba de una brisilla agradable, así que dejó el bolso colgando de un perchero y se dedicó a abrir las ventanas. Olía a jazmín, a verano, y sonrió.
—Con lo bonita que es la vida —se dijo a media voz—. Y lo mucho que te empeñas en complicártela, zanahoria.
Glin, glin.
Se volvió hacia la entrada, donde el bolso aún se mecía vagamente con la inercia del movimiento con el que lo había depositado. Había sonado una notificación de WhatsApp, pero no podía hacerse ilusiones. Podíamos ser nosotras. Podía ser Julián, avisando de que llegaría más tarde. Podía ser su madre, quejándose porque no la había llamado.
Abrió el bolso, sacó el móvil, desbloqueó la pantalla… Y allí estaba:
No puedes hacerme esto, Adriana. No puedes desaparecer, bloquearme y ahora venirme con esta mierda. ¿Me echas de menos? Pues no haberte ido. Cobarde.
No. No podía hacerse ilusiones.