No quisimos vernos en ninguno de nuestros sitios, quizá porque no le dijimos nada a Jimena y de haber ido a la cafetería Santander, por ejemplo, hubiéramos sentido que la estábamos traicionando. Pero es que Adriana lo pidió expresamente cuando me contestó al mensaje:
Voy camino a casa, Maca. El lunes por la tarde te lo cuento, te lo prometo, pero no hagas más preguntas hasta entonces. Y por favor, que quede entre nosotras. No le cuentes nada de esto a Jimena.
Cuando apareció, tenía mala cara… tanto que se me olvidó que yo misma llevaba un par de días reguleros. Hay que recordar que me había masturbado mensajeándome con mi ex (creyendo que era recíproco) para terminar dándome cuenta de que solo me estaba «dando clases». Dando clases para que me fuera con otro e hiciera con un desconocido lo que tantas veces hicimos nosotros juntos. Fenómeno. ¿Era yo o nuestra vida parecía estar yéndose al garete?
Nos sentamos una frente a la otra, pero no dijimos nada hasta que no llegaron los dos cafés con hielo que le pedimos al camarero. Para variar, yo tiré buena parte del mío intentando pasarlo de la taza al vaso.
—Tú dirás —la animé, un poco seca.
—¿Estás enfadada?
—Te mentiría si dijese que no estoy molesta. El mensaje de Julián me sentó como un petardo en el culo. Bueno, el mensaje en sí como imaginarás no…, pero no entender qué me estaba contando, eso es otro cantar.
—¿Por haberte mentido o por no saber qué estaba haciendo?
—Por haberme mentido y por sentir que no confías una mierda en tus amigas, a pesar de que ellas te lo cuenten todo.
—No me digas eso, por favor. —Bajó la mirada hacia su café.
—¿Y qué quieres que te diga? Yo también me siento débil y una mierda cuando digo en voz alta muchas cosas, pero lo hago porque confío en vosotras.
—Estás dando por hecho muchas cosas —se defendió.
—Y una mierda. A ti te pasa algo.
—¿Y qué voy a deciros si ni siquiera sé qué me pasa?
—Sabrías dónde ibas el otro día, ¿no? Era tan fácil como escribirme y pedirme que te cubriera. Ni siquiera hablo de Jimena.
—Respeta que hay cosas que no se comparten —reaccionó, irguiéndose de pronto.
Me quedé mirándola sorprendida y asentí despacio.
—Eso es lo que no entiendes, Adriana, que yo respetaré cualquier cosa tuya, menos que me engañes.
Su postura pareció vencer frente al peso imaginario que cargaba a su espalda y apoyó los codos en la mesa a la vez que desviaba la mirada hacia el ventanal y se revolvía el pelo.
—Puede que sea la crisis de los treinta —musitó.
Me eché hacia atrás en la silla y respiré todo lo profundo que me permitió el nudo que se mantenía en mi pecho desde el sábado. Después, moví con pereza la cucharilla dentro del café, esperando a que hablase.
—Ni siquiera sé lo que me pasa. Quizá es solo una mala racha o que me da miedo la responsabilidad de…, de decidir ser madre. Vosotras estáis en otra fase y es posible que inconscientemente me asuste quedarme sola.
—¿Estás de coña? —le respondí—. ¿Dónde estuviste el sábado por la noche?
—Por ahí.
—¿Con quién?
—Sola.
—Adri… —Pasé mis dedos por mi frente, alisando las arrugas de mi expresión de sorpresa—. Estoy a punto de mandarte a la mierda.
—No es cosa tuya. —Adriana se dio cuenta de la rotundidad de sus palabras y aflojó la postura de nuevo y su discurso—. No quiero implicarte. No quiero que me acribilles a preguntas que no sé contestar.
—¿Con quién estuviste el sábado por la noche? Esa seguro que sabes responderla.
—Sola. —Colocó la mano en el pecho y me miró a los ojos—. Te lo prometo. Salí sola.
—¿Saliste sola? —Arqueé las cejas—. ¿Sola?
—Salí sola.
—¿Por qué?
—Porque estaba agobiada —respondió recogiendo granitos de azúcar de encima de la mesa con la yema de uno de sus dedos.
—¿Agobiada de qué?
—De la vida, Maca, de la vida.
¿De la vida? ¿Qué clase de respuesta era esa?
—Ok. Pensaba que venía a charlar con mi amiga Adriana, pero al parecer vengo a arrancarte las palabras como si fuesen muelas.
—Tú preguntas, yo respondo. No puedo hacer más si no te satisface.
—Rebaja —le advertí—. Rebaja un par de tonos.
—No controlo el instinto de defenderme si me atacan.
Bufé. Ella también.
—Si esta conversación va a ser así, no sé si decirte que es mejor que lo dejemos estar. Yo también tengo mierdas en las que regodearme en la más absoluta intimidad, ¿sabes?
—¿Como qué?
—No es cosa tuya —la imité—. No quiero implicarte. No quiero que me acribilles a preguntas que no sabré contestar.
—¡Por Dios, Maca, no seas cría!
—¿Yo soy cría? —Me señalé el pecho—. Le dijiste a tu marido que estabas con nosotras y a nosotras que estabas con tu marido para irte… ¿sola? ¿Te crees que soy idiota? Mira, ¿sabes qué? Lo siento. Si no quieres contármelo, siento presionarte; no volveré a hacerlo, pero no me mientas, ¿vale? Dime que no quieres decírmelo. Dime que no quieres contarme qué te ha pasado con Julia y ya está. Pero no vuelvas a hacer eso. Tuve que mentir sin saber dónde estabas o si te había pasado algo.
Adriana se apartó el pelo detrás de las orejas y respiró profundo; cuando abrió la boca para hablar, no pudo evitar cerrar los ojos.
—No tiene que ver con Julia.
—Lo que te pasa es que estás agobiada con la vida, ¿no?
—Sí.
—Estupendo. Pues aquí se acaba esta conversación. —Le di un trago a mi café, saqué la cartera y dejé unas cuantas monedas sobre la mesa—. Me voy. Tengo que ir a limpiarle las brochas de maquillaje a mi jefa. Las necesita «sin ácaros» antes del viaje a París.
—¿Eso no debería hacerlo tu ayudante?
—Mi ayudante está ahora mismo escribiendo unos posts en el despacho y las llaves del piso de Pipa las tengo yo.
Me levanté decidida a marcharme, pero los dedos de Adriana se aferraron a mi muñeca. La miré, me miró… No dijo nada.
—Te lo contaría si supiera qué decirte —susurró con una expresión mucho menos hostil.
—Dime que te angustia no saber qué quieres y ya está. Todas estamos igual, Adri; es lo que nos toca con la edad que tenemos. Es lo natural.
—¿Y si lo que me pasa a mí no es natural?
Me senté de golpe con las cejas arqueadas. ¿Que no era natural? Tardé unos segundos eternos en ordenar mis ideas.
—Adri…, nos conocemos desde hace años. Años. Me ganaste con tu optimismo, con esa manera que tienes de percibir que la vida brilla, ¿sabes? Contigo me sentí yo desde el primer momento, sin necesidad de ser otra persona más fuerte, más exitosa, con menos lastres. Dime una cosa…, ¿crees que a mí me importa lo que otros piensen de ti? A mí me importa lo que piensas tú. Eso es justamente lo que me preocupa. Y esa pregunta que has hecho no es cosa tuya porque tú sabes que no hay nada malo en lo que sientes. Esa pregunta está puesta en tu boca por el qué dirán. Y no…, por ahí no paso.
Adriana me mantuvo la mirada sin decir nada, entre sorprendida y aliviada, pero esperando que dijera algo más para cerciorarse de que hablábamos de lo mismo.
—Lo que sientas por Julia no me preocupa —me atreví a decirle—. Lo que me importa es que eso te haga daño.
Observé sin moverme cómo desviaba la mirada hacia el sobre de azúcar vacío y jugueteaba con él mientras mordía su labio, seguramente comidiendo las ganas de llorar. Alargué la mano sobre la mesa y cogí la suya.
—Adri…
—¿Por qué me está pasando esto a mí?
—No te está pasando nada. Esta eres tú y no tienes por qué pedir perdón.
Levantó la mirada húmeda hacia mí.
—¿Soy lesbiana, Maca?
Hostia puta, qué pregunta.
—Eres Adriana. —Apreté mis dedos sobre su mano—. Lo que te haga feliz me da igual, pero quiero que lo seas. Ponle el nombre que quieras. No me importa.
Me soltó para taparse la cara con las dos manos; tardó milésimas de segundo en estallar en llanto. Y la entendía. No era aceptar su condición sexual lo que la agobiaba…, le asfixiaba pensar en su matrimonio, en haberle dicho a su marido que quería ser madre, y en Julia, por haberle dado a entender que no quería verla nunca más.
—Le hice daño. —Sollozó—. Me marché sin decirle nada después de… de… —Se destapó la cara y se limpió las lágrimas mientras jadeaba—. De hacer el amor, Maca. Después de hacer el amor, de escucharla decir lo que sentía por mí, me entró miedo y me marché.
—Lo comprenderá. Quizá se molestó, pero no es nada que no podáis arreglar.
—No lo entiendes. —Esperó a que me levantase y me colocase a su lado para seguir hablando—. La bloqueé en WhatsApp, la ignoré… y cuando quise decirle que la añoraba me llamó cobarde. Me lo merezco.
—Tener miedo es humano.
—Estoy casada. ¿Cómo no voy a tener miedo? Estoy casada y me he enamorado de una mujer.
La miré a los ojos claros sin saber qué decir. Una cosa es imaginarlo y otra muy diferente es escuchar cómo lo confirman los labios de la persona que está sufriendo por ello. Tenía un millón de preguntas, ¿cómo no tenerlas? Apoyarla al mil por mil no significaba no querer que me lo contara todo, que me hiciera partícipe de esa historia que tenía silenciada, pero hasta yo sabía que no era el momento de pedírselo. Así que hice lo único que se me ocurrió: ser idiota perdida, pero con una sonrisa. Esa clase de idiota que necesitamos en una crisis para, al menos, reírnos.
—Coño, Adriana, no llores. Eso se merece un copazo bien cargado, no unas lágrimas.
Sabes que alguien te quiere cuando, después de demostrar toda tu absurdez humana en un comentario, solo sonríe y añade:
—Eres una gelipoller.
El trago de combinado después del café sabía a gloria, fresco, cítrico, burbujeante, y ambas bebimos en silencio sin apartarnos la una de la otra. Un sorbo tras otro sin mirarnos, con su mejilla en mi hombro y las dos ordenando palabras en la cabeza. Ya nos habíamos ventilado media copa cuando habló:
—Ahora no pensarás que me gustas también, ¿no? Quiero decir… no voy a tener que sentirme horriblemente incómoda cuando vayamos a la playa o a comprar ropa, por si piensas que te miro, ¿verdad?
—Eres una tía retorcida. A mi hermano también le gustan las tías y me da hasta asco plantearme que me mire las almendras estas que tengo por tetas cuando vamos a la playa. Por supuesto que no lo hace. Y tú tampoco; seguro que tienes mejor gusto con las mujeres.
—La adolescencia es muy jodida; yo no descartaría que tu hermano te hubiera echado algún vistazo por aquel entonces.
—Adri, estás jodida y lo entiendo, pero si vuelves a decir eso te clavo la copa en un ojo. —La escuché reírse—. ¿Por qué no la llamas? —la animé.
—No quiere saber nada de mí.
—¿Fuiste a verla el sábado? ¿Era eso?
—No. Qué va. No me preguntes…, es mucho peor.
—¿Te enrollaste con otra por despecho?
Levantó la sien de mi hombro y me miró sospechando.
—A veces siento que mi vida es como el Show de Truman y en realidad lo sabéis todo de mí.
—No, boba. —Sonreí—. En despecho tengo un máster. Sé olerlo.
—Lo que haces por despecho aún sabe más amargo que el sentimiento en sí. Eso deberían enseñarlo en la escuela.
—O deberíamos tatuárnoslo.
—Lástima que no vayamos a contarle nada de esto a Jimena, que es a la que le toca escoger el siguiente tattoo.
—Oh, genial. Terminaremos con un «Girl Power» tatuado en un brazo. —Fingí poner los ojos en blanco.
—Eso aún me parecería discreto y de buen gusto, conociendo a Jimena.
—¿No vas a decírselo?
—«Hola, Jimena. Tienes un lío tremendo con eso de que tu chico haya estado con un tío y estás siendo horriblemente intransigente con el tema, pero… ¡sorpresa! Me gustan las tías». No, gracias.
—Es Jimena, Adri. No va a juzgarte.
—¿Ah, no? —Levantó las cejas—. ¿Y por qué a su novio sí?
—Es complicado. No la culpes. Yo…, yo no voy a esconder que estoy flipando un poco, ¿eh? Que me visto así como de amiga comprensiva y moderna, pero tengo mil preguntas incómodas que hacerte. La única diferencia entre ella y yo es que Jime las estaría disparando sin parar en lugar de darte tiempo.
—Pregunta lo que quieras. —Apoyó los codos en la mesa—. Pero a Jimena, por el momento, prefiero no decirle nada.
¿Vas a dejar a Julián? ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Siempre te gustaron las mujeres? ¿Has disfrutado alguna vez del sexo con Julián? ¿Pensabas en otra persona cuando os acostabais? ¿Cómo te gustan las chicas?
Tenía un millón de preguntas. De verdad, un millón. Qué curioso que la única que me saliera fuera:
—¿La quieres?
Adri sonrió de medio lado y se encogió de hombros.
—¿Qué más da? Se terminó.
—No. —Negué con la cabeza mientras le cogía la mano—. Está a punto de empezar.
No sé si su esperanza me infundió valor o fue porque mal de muchos, consuelo de tontos, pero al salir de aquella cafetería y despedirme de ella con un abrazo y la promesa de mantener aquello en secreto casi no me acordaba de Leo.
Uhm…
No. Ni siquiera escribiéndolo termino de creérmelo. Pensaba en él, como siempre, pero el peso de mi pecho, el que cayó a plomo con su último mensaje, se diluyó hasta casi desaparecer.
Casi.