Me acuerdo perfectamente de la sensación que me azotó cuando, todavía con la respiración agitada por el orgasmo y mi polla en la mano, me di cuenta de que había vuelto a cagarla con Macarena. Había caído otra vez por culpa de pensar demasiado con el cerebro sur y apagar el norte. Recuerdo el móvil apretado en mi mano izquierda, con la pantalla encendida y su último mensaje brillando allí; recuerdo la imagen que se había dibujado en mi cabeza, con ella tumbada con una camiseta blanca maltrecha, agotada por su placer. Y la claridad de mi pensamiento: «Joder, otra vez»… ¿O es que nunca se marchó? El peso en el pecho. La sensación de amor inmenso, como siempre. No tenía más cojones que aceptar que, a la mierda, la quería, la quería demasiado a pesar de ser un idiota.
Aquella sensación tuvo dos lecturas para mí. Una era la de la desesperación. Como el ratón que después de recorrer todo el laberinto se da cuenta de que vuelve a estar en el punto de partida, justo cuando creía que estaba a punto de escapar. La otra, el alivio. Qué putada, fue la que más pesaba. Me alivió saber que no la había olvidado, que mi cuerpo seguía palpitando por ella como por ninguna otra. En un rincón muy oscuro de mí había una emoción parapetada detrás de capas de cemento que estaba muy cabreada por haber creído en algún momento que olvidarla era posible.
Al
destino
no
se
le
puede
dar
la
espalda.
Y ya está. Es así. No creo en el destino, es lo peor. Pero creo en Macarena. Y creo en ella desde una edad en la que uno no pone en duda sus creencias. Creía en ella más que en ese Dios que no sé si quiero que exista. Creía en ella más que en la materia, en mi piel, en el vello erizado de mis brazos cuando ella hablaba cerca de mí.
—Me cago en mi vida —me dije a media voz, con los ojos cerrados aún.
El alivio se rompió por la mitad de pronto, dejando entrar un torrente de ideas en las que mi polla dura no me había dejado pensar. Como una presa que revienta arrastrando un montón de casas que desaparecen en la riada que era Macarena en mi vida. Raquel. Mis promesas. La vida que le prometí que tendría sin mí, en silencio, cuando la vi marchar a Valencia. Los recuerdos. Lo perro que podía ser por ella. Mi madre pidiéndome, con lágrimas en los ojos, que la dejase ser feliz.
El Leo de siempre, el que la quería con la virulencia de una enfermedad tropical de las que te mata, escribió mentalmente en el móvil: «A la mierda el mundo, Macarena. Dicen que fuimos malos el uno para el otro, pero podemos ser buenos en el futuro. Tenemos futuro». No obstante, el Leo paciente, el que había crecido, tragando orgullo, testosterona y ego, le arrebató el teléfono, le dio un puñetazo que lo tumbó y se hizo con el timón. Necesitaba hacerle creer que ya estaba preparada para partir en busca de otro hombre que cayera a sus pies, como sabía que caería cualquiera que fuera lo suficientemente espabilado para ver la realidad de su existencia: que-era-una-diosa.
Contesté lo que debía. Por fin.
Y me esforcé por ser invisible, deseando que me viera solo a mí. Me esforcé en hacer mi vida y hacerla bonita para intentar que el no tenerla se notase menos, aunque se notase: sonreí a mis alumnos, incluso a los que intuía que habían abierto ese maldito perfil de Instagram con mis fotos; fui a recoger por sorpresa a Raquel con un ramo de flores al coworking en el que trabajaba. Le hice el amor y no me puse condón porque ella tomaba la píldora, era mi novia y eso es lo que hacen las parejas, ¿no?
Le hice el desayuno.
La besé antes de marcharme.
Le escribí un mensaje antes de la hora de la comida.
Preparé la cena en mi casa.
La dejé ver su programa preferido en la televisión, aunque lo detestara.
Volví a hacerle el amor.
Dejé una nota en la almohada cuando me marché.
Y repetí la maniobra, cambiando los detalles, convirtiéndolos en pequeñas velas encendidas sobre la mesa de centro durante la cena, en un beso de película en plena calle o en un comentario falsamente dejado caer de manera informal sobre un supuesto futuro entre los dos. No lo hice porque fuera mal tío; para mí tenía lógica: si no podía ser con Macarena (y con Macarena no podía ser, ya nos habíamos esforzado durante décadas en demostrárselo a todo el mundo), que fuese con Raquel. Sin repetir errores, siendo quien ella siempre se mereció. El nombre que sustituye este último «ella»…, adivina, no es Raquel.
Lo estaba haciendo bien, os lo prometo; tan bien que me jodía que Macarena no se diera cuenta de que podía hacer las cosas como debía, que podía ser el hombre que siempre esperó que fuera. Tenía todos los sentidos puestos en ser buen chico, en ser buen novio, en no ser una decepción. El Leo que quería estar solo (una maldita noche a la semana, joder, no pedía tanto), el que no soportaba encontrar el baño cubierto de millones de pelos (hasta que me aclaró que eran de las brochas de maquillaje, llegué a sospechar que en realidad Raquel tenía MUCHA BARBA y se la quitaba cada mañana), el que estaba harto de ser educado, caballeroso…, el canalla, el «cantor y embustero», el que sentía la llamada de la jungla, el gamberro e imperfecto estaba hasta la polla, pero lo retuve. Lo amordacé. Amenacé con matarlo. Y sonreí.
Y en la madrugada del día equis de ser el jodido novio perfecto se reveló. Se reveló para liármela muy, pero que muy parda.
Raquel me despertó colocándose a horcajadas encima de mí, con el pelo sobre uno de sus hombros, una sonrisa perversa en los labios desnudos y sin una prenda que la cubriera.
—No tengo suficiente de ti —musitó mientras se mecía sobre mi entrepierna—. Has creado un monstruo.
¿Sabéis esa sensación, cuando consigues ir al gimnasio un mes seguido y te dices a ti mismo que te mereces un premio? Sí, y descansas dos días… que se convierten en dos semanas y, en menos de lo que canta un gallo, el repartidor de comida basura sabe tu nombre de pila y en realidad… nunca más vuelves a pisar el gimnasio. Pues eso me pasó. Que me dije que, después de lo bien que lo estaba haciendo de pronto en mi vida, dejando a Macarena ser libre y feliz (follando con otros tíos a los que tenía ganas de matar muy lentamente), siendo un novio de catálogo y un profesor diez, merecía un descanso. Y mi descanso consistía en pensar que era Macarena la que me iba a cabalgar.
Diré en mi defensa, señor juez, que eran las cinco de la mañana, había dormido apenas tres horas y media, estaba cansado, confuso y… que soy imbécil.
La polla se deslizó suave dentro de ella y gimió como en un ronroneo.
—Qué húmeda estás… —gemí también.
—He soñado contigo…, contigo dentro.
Macarena no solía ser tan dócil en la cama, ni tan sutil. A ella le gustaba llamar a las cosas por su nombre, de modo que pensé que provocando el lado salvaje de Raquel encontraría a alguien más… parecido a Macarena. Y yo tendría que esforzarme menos por imaginarla.
—¿Eres mala? —le pregunté—. ¿Sabes serlo, princesa?
—¿Quieres que lo sea?
—Siempre quiero que lo seas. —Me mordí la lengua para no añadir «canija» al final de la frase.
Raquel se movió con su cuerpo perfecto encima de mí y acaricié su vientre hacia arriba, hasta llegar a sus pechos. Eran redondos, equilibradamente grandes (el cirujano era bueno, me confesó cuando le dije que las tenía preciosas) y sus pezones sonrosados estaban duros. Las amasé, pero cerré los ojos convenciéndome a mí mismo de que a Macarena le habían crecido las tetitas últimamente.
Meció las caderas con la cadencia perfecta para ir llevándome un puntito más allá a cada movimiento. Más allá del placer y de la cordura, claro, porque lo que no solemos admitir del sexo es que nos vuelve completamente locos y que por él somos capaces de hacer unas gilipolleces majestuosas. Como imaginar con todo lujo de detalles que mi ex, ELLA, me follaba en mitad de la noche. La agarré fuerte de las nalgas.
—Quiero follarte… más… fuerte —conseguí decir.
—Deja que te folle yo. Déjate.
—No quiero hacer el amor. Quiero follarte y hacerte cosas sucias.
—Suena bien.
—¿Puedo convencerte? —Apreté las yemas de los dedos en su carne—. ¿Eh? Dime…, ¿puedo convencerte para que te bajes, te pongas a cuatro patas y dejes que me haga cargo yo? —La obligué a agacharse hasta que su oído quedó junto a mi boca—. Ahora necesito hacértelo yo. Hasta que no puedas más, hasta que te corras tan húmeda que chorree por tus muslos…
—Me estás poniendo muy tonta —musitó en un quejido de placer.
Me di la vuelta hasta caer encima de ella, me incorporé, la giré y le di una nalgada que resonó en el dormitorio.
—Qué guarra te pones…, me gusta —le susurré, porque a Macarena le encantaba que le dijera esas cosas. Y que fuera rudo.
—Me pones tú. Métemela.
Tanteé y la hundí de una sola estocada mientras la agarraba del pelo. Nunca me había puesto así con Raquel, pero bueno… es que en mi cabeza era Macarena y, después de años de sexo, ya había confianza.
—¿Te gusta así? —Volví a empujar—. Dímelo…, ¿te gusta así?
—Más fuerte.
—Así. —Endurecí el movimiento y tiré un poco más de su pelo—. ¿Y quieres que te diga que me encanta lo guarra que te pones?
—Sí, por favor.
—Eres una cerda. —Me agaché un poco, hasta que mis labios chocaron con sus hombros—. Disfruto cuando te empapas y me dejas hacerte de todo.
«Dios, Macarena, qué guarra y qué pequeña eres, me corro hasta en tu voz», pensé.
Seguí empujando. Ella gemía, yo resollaba. Le lamí el cuello…, le susurré que era muy puta con media sonrisa y ella lanzó un alarido de placer que vino a decir que le encantaba escucharme. Agarré sus tetas desde atrás y las apreté. Seguí.
—Estoy a punto. Casi… —susurró ella.
—Te la voy a meter hasta que no te quepa ni el aire —respondí.
—Casi…, Leo…, no pares. Dios…, sigue follándome fuerte. Sigue, sigue…
Su sexo empezó a apretarse alrededor de mi polla y cerré los ojos con más fuerza. Macarena. Macarena. Macarena. Después de hacer el amor en su cama, de pedir perdón, nos merecíamos aquel polvo, por los viejos tiempos. Después de follar con palabras por el móvil a kilómetros de distancia. Después de darme cuenta de que merecía ser feliz con otro al que no tuviera que perdonarle nada. Con sus pequeñas tetas con pezones duros; con sus piernas torneadas y la piel color canela. Con su coño apretado y húmedo, en el que me hundía y me hacía volar. Por fin. Nos lo merecíamos.
Noté el latigazo de gusto nacer en mi nuca y bajar a toda velocidad.
—Dios, Leo…, ¡¡Dios!! —gritó—. ¡¡Ah!!
—¡¡Me cago en la puta!! ¡¡Qué gusto, Macarena!!
Y cuando salió de mi boca ya era tarde para tragarlo de nuevo.
Me cago en mi puta vida…, Macarena.