¿Os habéis visto alguna vez delante de la pantalla del móvil, con un mensaje abierto y sin saber cómo narices empezar? Piensas versiones, encabezamientos, lo que el otro leerá en tus palabras más allá de ellas y te bloqueas. Así estaba yo. Y no con quien debería haberlo estado.
El sábado por la noche había quedado con el Doctor Amor y mi maldita suerte lo sabía, de modo que por la mañana me levanté con un dolor punzante en los riñones y la certeza de que no estaba embarazada, aunque hubiera sido como para escribir un Nuevo Testamento versión 2 de haberlo estado. Se me olvidó por completo que era mi semana de descanso de la píldora y que, por tanto, me tocaba la visita de la señora de rojo. Fenomenal para una cita en la que quieres chingar, ¿verdad? Claro que sí.
Me debatí durante un buen rato entre si debía o no mandarle un mensaje al Doctor Amor y proponerle una nueva fecha para la cita, pero después del desastroso final de la anterior, no me veía capaz. Total, ¿qué podría pasar si quedábamos, nos comíamos los morros, nos toqueteábamos un poco y en el momento crucial yo decía eso de «ahora mismo no puedo»? Podíamos ir poco a poco; tampoco pasa nada si de una sentada una no se come todo el bufé.
Me salvó de comerme el coco un mensaje suyo después de comer. Se disculpaba por tener que cancelar la cita con tan poco tiempo de antelación, pero al parecer le había surgido una complicación importante.
He esperado hasta ahora para ver si se solucionaba, pero no. Estoy en el hospital con alguien muy allegado; nada grave, pero tengo que estar aquí. Es lo que tiene ser médico y tener familiares insoportablemente hipocondriacos.
Añadía una foto con el cartel de «Urgencias» detrás de él, aunque, bueno, tampoco hacía falta. No éramos nada, ni siquiera habíamos tenido una buena cita y no nos debíamos demasiadas explicaciones. Pero, coño…, hasta me pareció menos borde, idiota y chulesco de lo habitual.
Le contesté que no se preocupara y que me avisase cuando le apeteciera. No tardó ni un minuto en responder:
Apetecerme me apetece ya, pero como que no puedo… ¿Entre semana puedes? Te invito a un poleo menta. Con el vino ya no me atrevo, no vaya a ser.
Hasta bromitas nos gastábamos ya. Nada como que te entre una cagalera de la muerte para hacer que un tío se muera de ganas de quedar contigo… ¿Soy yo o el mundo es MUY raro?
El sábado hice lo que deberíamos poder hacer todas las mujeres el día que nos baja la regla y estamos mohínas: ducharme, volver a ponerme un pijama limpio, anunciar en el grupo de WhatsApp que anulaba mi cita y seleccionar un par de pelis del videoclub digital para ver mientras me ponía gocha.
No dije nada de mi salida al cine con Leo cuando las chicas y yo quedamos para ir al Rastro el domingo, pero a esas alturas no tenía remordimientos: era consciente de que todas guardábamos un come-come dentro que aún no nos sentíamos preparadas para compartir. Y es que, si les comentaba aquello, tenía que decirles también eso de que estábamos empeñados en ser amigos, que me daba consejos sobre cómo ligar con el Doctor Amor e incluso que una noche se nos fue de las manos. O se me fue de las manos. O creí que se nos iba. Vamos, que me masturbé mientras decíamos guarradas por mensaje.
A pesar de que Jimena parecía barruntar algo, que sabía perfectamente lo que enturbiaba la mirada de Adriana y que yo tenía la cabeza más allá que acá, la quedada fue relajante. Tu gente siempre lo es.
Pero estábamos a lunes, tenía muchas cosas que hacer (como gestionar en redes la maldita pedida de mano de Pipa) y la cabeza en la luna… con el móvil entre mis manos y sin saber qué escribir. El destinatario debía haber sido el Doctor Amor, por eso de concertar nuestra cita definitiva, pero no era él, como imaginaréis. Era Leo.
—Candela… —llamé a mi ayudante, que levantó la cabeza de un fajo de folios con tablas Excel impresas que le había pedido revisar para saber si Pipa había cobrado todas las colaboraciones que debía.
—Dime.
—¿Quieres que te dé el relevo con eso? —le pregunté.
—No te preocupes. Prefiero esto que preparar el post sobre su pedida de mano. —Hizo una mueca—. Soy muy práctica con el amor; no creo que fuera capaz de escribir nada bonito.
—No te preocupes…, eso ya lo he escrito yo. Por si algún día no estoy y te toca a ti, el secreto es hacerlo como si fuese ficción.
Me callé que, de alguna manera, lo era.
—Llevas un rato con el móvil en la mano —me dijo mientras me señalaba con el subrayador que estaba usando—. ¿Necesitas ayuda con ese ligue tuyo con el que no te pones de acuerdo?
—¿Qué? —Miré el móvil con extrañeza; llevaba allí tanto rato que ya no me percataba—. No. No es eso. Iba a… escribirle a Pipa. Para asegurarme de que la vuelta fue bien y por si necesita que me pase por su casa.
—¿Y eso?
—Al volver de viaje suele necesitar ayuda para deshacer las maletas.
—No doy crédito —musitó mientras volvía a lo suyo—. Bueno, si necesitas ayuda con algún mensaje de ligoteo, soy toda oídos.
Miré de nuevo la pantalla con un suspiro, leí su último mensaje deseándome suerte con mi cita y escribí:
El Doctor Amor canceló en el último momento. ¿Te lo puedes creer? No hay manera de ponerme de acuerdo con este hombre.
Después salí, busqué el contacto de Pipa y cambié el tono a uno mucho más profesional:
Buenos días, Pipa. Bienvenida y enhorabuena por tu compromiso. Ya tengo las fotos y son preciosas. Mañana las revisamos juntas antes de colgarlo todo en tus perfiles. Si necesitas que nos pasemos por tu casa, danos un toque. Un abrazo, Maca.
El móvil me vibró en las manos de nuevo con un mensaje:
Leo:
¿Excusa o realidad?
Macarena:
Realidad. Mandó foto. Le surgió una complicación familiar. Y me vino genial, que conste…, no era día de ponerme a intimar con nadie que no fuera mi pijama.
Leo:
Te bajó la regla.
Macarena:
¿Cómo lo sabes? ¿Se nos han sincronizado ya los periodos?
Leo:
El día de Coco estabas premenstrual. Hasta ese punto te conozco.
Macarena:
No sé si es un comentario machista y deleznable o solo un comentario. Dame tiempo para pensármelo.
Leo:
Es solo un comentario de un tipo que machista no es, pero puede resultar deleznable.
El móvil volvió a vibrar, pero esta vez con un mensaje, de Pipa:
Agradecería ayuda, la verdad. Pero ven sola.
—¿Te ha contestado Pipa? —preguntó Candela.
Joder. Parecía que la olía.
—Sí, pero no te preocupes. Yo me ocupo.
—¿Por?
—No, por nada. —Levanté la vista y le sonreí; no quería hacerla sentir mal—. Es una tarea tediosa y yo ya estoy habituada.
El móvil de nuevo:
Leo:
Raquel sigue de viaje. Avísame si te apetece salir un rato. Hay un bar al que tengo ganas de ir.
No respondí por dos razones. Una porque Candela no me quitaba el ojo de encima y no quería que pensase que me pasaba mi jornada laboral colgada del teléfono con temas personales. La otra, porque aquel mensaje parecía pertenecer, sospechosamente, a dos personas con una relación insana que debían esconder. Y eso me asustó.
Y me recordó a Adriana.
Macarena:
Adri, ¿haces algo esta noche?
Adri:
¿Por qué no lo escribes en el grupo?
Macarena:
Porque quiero que quedemos las dos solas.
Adriana:
¿Y Jimena?
Macarena:
Ni tú quieres que Jimena escuche lo que te voy a preguntar ni yo quiero que esté al tanto de lo que te voy a contar.
Adriana:
Reservo en Krachai. Tengo antojo de comida tailandesa.
No, seguía sin estar preparada para compartir lo que me pasaba con Leo, pero era la única manera de que Adriana se desnudase de excusas y armaduras frente a mí. En ocasiones, hacer sentir fuerte a alguien pasa por mostrarle que también tú eres débil a veces.
Intenté zafarme de Candela para acudir a casa de Pipa; inventé mil excusas y hasta le dije, abiertamente, que la jefa era bastante especial con meter gente nueva en su piso, pero no me sirvió.
—¿Y si algún día estás enferma y ella necesita algo? ¿Te hará levantarte de la cama y venir hasta aquí estando yo disponible? No, mujer. Hay que ir acostumbrándola a la nueva situación: ahora no lo llevas todo tú.
El fantasma de Raquel me visitó en ese instante para hacerme una mueca, una de esas que parecía significar: «Te lo dije, es una trepa». Traté de espantarlo; de verdad creo que las mujeres somos compañeras, no competencia, y que el mercado laboral tendría otro mapa si dejáramos de atacarnos entre nosotras pensando de manera suspicaz que otra quiere robarnos el trabajo. Pero… ¿y si Raquel tenía razón?
Escribí a Pipa, no obstante. La conozco y las sorpresas no le gustan…, siempre y cuando la sorpresa no sea que le regalen un diamante del tamaño de una cabeza de ajo. Le dije que íbamos las dos porque a Candela le había parecido importante familiarizarse también con las tareas más personales. No contestó.
Cuando llegamos, llamé al timbre de Pipa con dos toques cortos, como siempre que sabía que ella estaría en casa, pero iba a usar mis llaves. Era un aviso, un «si te pillo en paños mayores corre, ponte algo». Lástima no haberlo hecho cuando pillé a su ya prometido con la boca de otro muchacho en sus partes.
La encontramos echada en el sofá, lo que no era costumbre en ella. Recordad que Pipa quería parecer siempre perfecta y fabulosa; no necesitaba tumbarse, y menos aún sin estar en una sesión de fotos y estando en bata. En bata. A ver…, la bata era fantástica; un kimono precioso de seda natural estampado con flores y hojas. Debajo lucía un pijama lencero que combinaba a la perfección, pero llevaba el pelo recogido de cualquier manera, ni gota de maquillaje y ni siquiera se movió cuando entré en el salón.
—Hola, Pipa.
—Hola, Maca. —Y sonó francamente triste.
—Hola, Pipa —repitió Candela.
Mi jefa reaccionó…, despacio y con elegancia, pero lo hizo. Miró a mi ayudante, que se asomaba tímidamente por detrás de mí, y luego me lanzó una mirada a mí…, una que me hacía sentir poco más que una traidora.
—Te escribí un mensaje —le dije a modo de disculpa.
—Ya. Tengo el móvil cargando, no lo leí.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
—Bajaré a por un zumo detox frío —se ofreció solícita Candela.
—No hace falta. Ve entrando en mi vestidor. La maleta está allí. Ahora irá Macarena a decirte dónde va todo, pero antes… necesito hablar con ella. En privado.
Señalé la dirección hacia donde tenía que dirigirse y mi ayudante caminó hacia allí con la cabeza gacha, supongo que dándose cuenta de que no hacerme caso me había ocasionado a mí un problema.
Antes de acercarme al sofá donde Pipa descansaba, fui a la cocina, abrí la nevera y cogí una botella de agua, y puse una rodaja de lima en un vaso con hielo. Se lo pasé en cuanto volví, mientras se incorporaba y yo me sentaba en el sillón contiguo. Esperé en silencio la bronca, que imaginaba brutal y desmedida, pero solo se me quedó mirando.
—Lo siento. Te escribí un mensaje —repetí.
—Era importante —respondió—. Si hubiera necesitado que viniera, no habría insistido en que vinieras sola.
—Lo sé. ¿Estás bien?
Bajó la mirada hacia su anillo de pedida. Jodo, con el anillo de pedida. Olvidad lo del diamante del tamaño de una cabeza de ajo. Este tenía el de una cebolla.
Los ojos no le brillaron. No relampagueó la ilusión sobre su iris turquesa. Ni siquiera se apartó con elegancia los mechones que caían sobre su cara. Solo bufó. Como bufaría una princesa, es verdad, pero lo hizo.
La mirada que me lanzó después dijo lo demás. Até cabos y no necesité ni una palabra. No me había pedido ayuda para deshacer la maleta aquella vez. O quizá sí, pero necesitaba algo más. Necesitaba alguien a quien preguntarle de alguna manera si no se estaría equivocando mucho. Yo era la única que tenía toda la información. Gente como Raquel o el propio círculo íntimo de Pipa podía estar al día de que aquel compromiso era un paripé, pero yo era la única que sabía que, en realidad, ella estaba enamorada de otro hombre con el que no compartía su vida porque no «era suficiente».
—Pipa…, estás a tiempo —le dije—. Llama a Eduardo. Dile que te equivocaste y que quieres verlo.
Se humedeció los labios y dibujó una sonrisa triste.
—Ve a ayudar a Candela, Maca. Aquí no hay nada que hacer.
Me sentí tan mal que me cabreé. Si no me hubiera dado un miedo atroz, le habría dicho que aquello era consecuencia de la extraña relación que teníamos y que ella fomentaba. No éramos amigas, ¿cómo iba yo a imaginar que me necesitaba como algo más que su asistente personal? ¡Si pensaba que no me soportaba! Esa dualidad, ese bailar de roles, me volvía loca. Y me descolocaba. Todo era mejor cuando ella era simplemente una bruja y yo solo la ayudante maltratada.
Qué fácil es la vida cuando todo es blanco o negro. La de quebraderos de cabeza que eliminaría el maniqueísmo en nuestra vida.
Terminamos pronto, justo a tiempo para llegar puntual a mi cena con Adriana. Cuatro manos para una maleta era de risa, pero bueno; aproveché para enseñarle a Candela dónde estaba todo y cómo le gustaba a Pipa porque, como ella había dicho, si algún día yo enfermaba o necesitaba unas vacaciones, ella podría sustituirme. Explicarle a otra persona cómo le gustaba a mi jefa que se doblara la ropa interior en los cajones me hizo sentir incómoda, pero ese era mi trabajo y hacía tiempo que yo había asumido que eso no tenía vuelta de hoja.
Había quedado con Adriana en la puerta de Krachai, un pequeño restaurante tailandés cercano a Alonso Martínez y a la plaza de Santa Bárbara. Cuando crucé esta última, me dio la sensación de que el día que Leo y yo nos reencontramos sobre sus adoquines dejé algo allí que no volvería a ser mío. Hay recuerdos que se transforman en huellas y es imposible borrarlos del camino.
Cuando llegué al restaurante, Adriana ya me esperaba allí, de pie junto a la puerta. Estaba bonita, pero se la veía cansada. Otra que dormía poco y pensaba mucho.
La saludé con un beso en la mejilla, como siempre, pero ella me abrazó.
—Necesito contacto humano.
—Necesitas más que contacto humano. Necesitas llamarla —sentencié.
Hay que ver… lo atrevida que es la amistad. Mi vida era un caos, pero me atrevía con los consejos y todo.
Pedimos dos Lemongrass Martini, una botella de agua y nuestro entrante preferido: las brochetas de pollo con salsa de cacahuete. Después, mientras esperábamos fingiendo que mirábamos la carta para escoger los platos principales, nos preguntamos para nosotras mismas quién sería la primera en romper el hielo. Fue ella.
—El otro día pensé que Julián me había descubierto —soltó dejando caer la carta abierta sobre la mesa.
—Lo dices como si ocultases un Batmóvil en el garaje.
—Me siento como si tuviera una doble vida.
—Tienes una doble vida —insistí—. En realidad, ¿quién no la tiene?
—¿Crees que él también?
—No estamos hablando de él. ¿Por qué pensaste que te había descubierto?
—No estoy muy centrada últimamente. —Adri se mesó el pelo—. Estoy despistada, atolondrada… No estoy en lo que estoy. Y lo notó. Me dijo que sabía perfectamente lo que me pasaba y yo creí que me iba a morir, Maca. Pensé, literalmente, que me iba a morir de un infarto.
—¿Y qué piensa que te pasa?
—Que me arrepiento de haber hecho el trío y que me siento sucia. Algo así. Estaba tan nerviosa que no me quedé con todo lo que me dijo, pero el mensaje vino a ser que está harto de que me preocupe más por su felicidad que por la mía. O algo así.
—Pues… tiene toda la razón. No tiene ni idea, pero tiene más razón que un santo.
—Quiero llamarla. —Apretó la servilleta entre sus manos—. Pero no sé qué decirle. No sé cómo hacerlo.
Chasqueé la lengua contra el paladar.
—Recuperar a alguien es complicado, pero puedes empezar por hacer lo que te gustaría que hicieran contigo si fuese al contrario.
—Yo querría que me dejase en paz.
—Tú estás casada y tienes un lío de pelotas.
—Gracias por recordármelo. —Dibujó un mohín.
—Adri, llámala, reviéntale el móvil a llamadas, joder. Mándale wasaps hasta que tenga que bloquearte y, cuando lo haga, recurre a los SMS. Preséntate en su casa, ve a recogerla al trabajo. ¡No sé! Haz todo lo que puedas hacer, todo lo que esté en tu mano.
—Suena a acosadora. No quiero que se sienta acosada, ni terminar esposada por la policía.
—Niña… —Le sonreí—. Me estás entendiendo. No te digo que la acoses, te pido que lo intentes.
—¿Y si aun así no quiere verme?
—Eso es una posibilidad que tendrás que asumir…
Se mordió el labio y dejó escapar un poco de aire en una especie de suspiro.
—Adri…, me preocupa una cosa. Y es que… independientemente de lo que pase con Julia…, tienes que hablar con Julián. Esto no va de: si recupero a la mujer a la que quiero, me planteo ser feliz; si no quiere nada conmigo, sigo con una vida que no me pertenece.
—Maca… —dijo muy firme—. Acabo de asumir que soy lesbiana. ¿Puedes darme una tregua?
—Yo solo aviso. —Levanté las palmas de las manos.
—Avisada quedo. Ahora tú…, escupe.
—Se me ha metido entre ceja y ceja que Leo y yo tenemos que ser amigos; hablo con él todos los días, le pido consejo con mis citas e intento sonsacarle información sobre lo suyo con Raquel.
—No suena tan grave.
Le lancé una mirada de soslayo que venía a decir: «Venga ya, Adri, sabes perfectamente lo que eso significa en realidad».
—Creo que me he enganchado a esto.
—¿A escribirle?
—A Leo.
Adri fingió desmayarse sobre la mesa mientras de su boca salía un sonido similar al de un pedorreo.
—No me lo puedo creer —dijo con la frente aún pegada al plato.
—No digo que quiera volver con él, Adri, entiéndeme.
—No me pidas que te entienda, porque no hay manera de hacerlo, cielo. —Su bonito pelo naranja voló con ella cuando se incorporó—. ¡¡Te dejó cuatro veces!! La última, casi en el altar.
—¡Lo sé! Pero… ahora me siento con él en una terraza, hablamos sobre la vida y, mientras me recuerda que no debo olvidar ni lo bueno ni lo malo de lo nuestro, veo a otra persona y me digo…: «Quiero que esté en mi vida, quiero que sea mi amigo».
—No vas a poder hacer eso.
—Ya lo sé —confesé—. Lo peor es que lo sé y creo que él también.
—¿Entonces?
—Me he enganchado. Nadie me escondió que el tabaco era malo cuando fumaba, pero yo seguía haciéndolo.
—Dios…, esto va a terminar muy mal. —Suspiró.
—No te lo he contado todo.
—Joder… —Apoyó de nuevo la frente en la mano, sobre el plato.
—Mientras me daba consejos sobre cómo tontear con el Doctor Amor por mensaje…, la cosa subió de tono, nos pusimos a sextear y… me… toqué.
Adri se irguió justo a tiempo de hacer sitio en la mesa para nuestros combinados. Ni siquiera esperamos a que llegasen los entrantes.
—Yo tomaré el padthai y ella los langostinos al curry verde —pidió Adri con prisas al camarero antes de que se marchara—. Y ve preparando, por favor, dos más de estos.
—Son caros… —musité.
—Da igual. Trabajo para permitirme beber esta mierda cuando la necesito y ahora, créeme, la necesito.
Lancé una especie de lloriqueo bajo que fue acompañado por el ruidito de mi móvil.
—¿Es él? —preguntó Adri.
—Probablemente.
—Léeme el mensaje.
Cogí aire, saqué el teléfono y leí. Efectivamente:
Leo:
Ya sé dónde puedes quedar con ese tío. He descubierto un sitio genial cerca de mi casa, sin pretensiones, bonito de verdad. Si no te encaja para tu cita, te llevo un día de estos.
Adriana puso cara de cordero degollado y me subieron los colores.
—Eres consciente de que ese mensaje es purita excusa para hablar contigo, ¿verdad?
—Tiene novia —me defendí tontamente.
—Ah, bueno, si está saliendo con una chica preciosa a la que, por cierto, aprecias, ya no hay ningún peligro. ¡¡¡Macarena!!! —se quejó.
—Ay, Dios. —Me tapé la cara.
—Leo está jugando a algo que me da mucho miedo, Maca.
—Yo hago lo mismo. Es el inicio de nuestra relación de amistad. Los dos debemos forzarnos a…
—¡No me cuentes milongas! Estás cayendo.
—¡No! —grité—. De verdad que no. Y… tienes que entenderme, Adri. Si te lo cuento a ti y no a Jimena es porque sé que tú puedes entender qué es lo que me pasa en realidad.
—¿Y qué te pasa en realidad?
—Que estoy conociendo a una persona —dije con sinceridad—. A alguien que no sabía que existía. Es increíble, es bueno…, pero sé que no puede ser.
—¿Entonces?
—Tengo dudas… ¿Quién es ese Leo? Y… ¿por qué sé que no puede ser? ¿Cuándo decidí que esa era la respuesta a todas las preguntas que me hiciera con él?
Adriana suspiró, como si no supiera qué responder, y aproveché su silencio para añadir algo.
—Tienes que llamar a Julia, Adri. Tengo la corazonada de que tienes que hacerlo. Pero acepta que yo…, yo siento lo mismo sobre ser amiga de Leo. Tengo la corazonada de que lo necesito en mi vida. Y no voy a apartarme ahora que todo lo que compartimos es, por fin, bueno.