27

Asumir que así será

Llevaba puesta una camisa blanca. Durante al menos veinte minutos no pude pensar en otra cosa que no fuera en su camisa blanca; en el tejido liviano, sin mácula; en cómo caía en su cuerpo, insinuando la redondez exquisita de sus hombros y dejando a la vista su garganta y el comienzo del territorio de piel que colonizaba el vello de su pecho. Que a su lado estuviera sentada su novia, mi colega; que mis mejores amigas y sus parejas compartieran mesa también con nosotros y con mi ayudante… eran cosas en las que, por más que me esforzaba, no podía pensar. Solo en la camisa. En la piel. En su cabello castaño algo despeinado que demostraba que Raquel no había podido apartar las manos de él en el taxi de camino. Sus bocas hinchadas y algo enrojecidas demostraban los besos. Pero a mí me daba igual. La camisa blanca…

—¿Pedimos vino?

Jimena me dio un codazo entre las costillas que me dejó sin aire durante al menos cuatro segundos, pero disimulamos porque ninguna de las dos quería que se notase que cuando está nerviosa es un animal de granja. Y, claro, presentar a su novio en sociedad la tenía nerviosa.

—Claro. Pedid vino —contesté con un hilo de voz.

—¿Invitas tú? —preguntó Julián con media sonrisa.

—Tú tienes la cara muy dura.

—Hija, eres de la Virgen del Puño Cerrado.

Puse los ojos en blanco y Adriana hizo lo mismo. Estaba extrañamente pendiente de su móvil, pero había despertado con las guasas de su marido.

—Y… ¿cómo os conocisteis? —Escuché que le preguntaba Leo a Samuel.

—Me acosó en mi trabajo.

A esas alturas de la noche, tras los saludos entre desconocidos, poco conocidos e íntimos, tras el juego de sillas en el que se convirtió la organización de quién se sentaba al lado de quién, yo ya sabía que la mezcla de invitados me iba a traer problemas.

Miré a Raquel con cara de cordero degollado, pero ella dibujó una sonrisa.

—La culpa es tuya, por no tener amigos normales.

—La normalidad es aburrida.

—Aburrida y mediocre —añadió Leo—. Entonces, ¿lo acosaste?

—Hasta que no pudo hacer otra cosa que enamorarse de mí. —Jime miró a Samuel con una sonrisa radiante—. ¿Verdad?

—¿Quién puede resistirse a una loca que se desnuda sin permiso y habla sobre si su amante muerto verá con buenos ojos que se vuelva a enamorar?

—Te entendemos; lo tenías complicado —le apoyó Adri con una sonrisa.

—¿Y vosotros? —respondió Samuel señalando a Leo y Raquel.

—Nosotros nos conocimos en una charla en la facultad en la que trabajo.

—¿Y tú eres…? —Samuel frunció el ceño, como si no terminara de ubicar la relación que tenían con el resto del grupo.

—Soy su ex. —Leo me señaló—. Y ella su colega.

—¿Los presentaste tú?

Miré a Jimena; se suponía que tenía que preocuparse por hacerle entender a su novio lo intrincado de los hilos que nos unían a unos y a otros. Seguro que, en lugar de ello, había invertido el tiempo en comerle la boca… o algo más abajo.

—No. Esto es cosa de la casualidad —contesté por ellos.

—Pues qué casualidad más puta. —Le escuché musitar, de manera que solo yo me enteré de sus palabras.

Cruzamos una mirada y dibujó una mueca. Después de aquello, Samuel pasó a formar parte de la lista de mis personas preferidas del mundo.

El camarero se acercó a la mesa y, sin mediar palabra, se inclinó para besarme la mejilla y felicitarme.

—¿Qué tal sientan esos treinta, Macarenita?

—Igual que los veintinueve y sospecho que exactamente idénticos que los treinta y uno. El año que viene te confirmo.

—Para beber…, ¿os pongo unas botellitas de vino blanco? Dos por lo menos, ¿no?

—Venga —dijo Jimena, con la carta abierta—. El que tú quieras… por debajo de los quince euros, por supuesto. Somos millennials…, lo que viene a significar pobres como ratas.

—Veré qué puedo hacer con ese presupuesto —rumió—. ¿Tenéis claro qué pedir?

Lo miré desvalida.

—¿Y si lo eliges tú? Con Jimena sentada en esta mesa no creo que nos pongamos de acuerdo nunca.

—Dos de croquetitas, dos de huevos de corral con jamón, dos de lágrimas de pollo y dos de…

—Déjalo ahí —le pidió Jimena—. Si nos quedamos con hambre te avisamos… o nos montamos una orgía y nos comemos entre nosotros. —Se quedó mirando a su chico y sonrió—. Pero ¡¡qué cosita más rancia y más guapa, madre!!

Samuel miró alrededor bastante consternado; en sus ojos brillaba un «trágame tierra» que dejaba bastante claro que no estaba habituado a compartir las salidas de tiesto de Jimena con el resto del público.

—Estamos acostumbrados, tranquilo —le aclaramos.

—Yo no.

Todos nos echamos a reír, incluida Candela, que no soltaba prenda. Y Adriana, que tenía, como los camaleones, un ojo puesto en la situación y otro en la pantalla de su móvil.

Cuando el camarero se marchó con todas las cartas nos quedamos sin excusa para el silencio, de modo que todos se vieron obligados a charlar. Todos excepto yo. Pronto me envolvió un humo de conversaciones viajando en todas direcciones, que chocaban contra mis oídos, mi boca o mis ojos, sin conseguir que me centrara en algo lo suficiente como para salir de mi mutismo y dejar de pensar en la camisa blanca. Maldita camisa blanca.

Hay prendas y prendas, me dije; no era culpa mía. Aquel Leo, ese que estaba sentado a la mesa, no tenía nada que ver con el Leo de antaño, con el que me volvía tan loca como para vivir constantemente dando saltos entre la pasión más desmedida y el odio más visceral. Era otro chico, uno al que estaba conociendo de nuevo, que tenía mucho que contar y del que tenía mucho que aprender, pero que compartía cuerpo con el anterior. Imagen. Fotografía del pasado. Y a ese cuerpo las camisas blancas siempre le quedaron demasiado bien. «Ay, la camisa blanca… es una prenda poderosa, que te hace hipersexual, superpoderoso, inmune a los defectos humanos más cotidianos para los ojos de quien se entretuvo en desabrocharla despacio en el pasado y que ahora no tiene acceso ni a acariciar tu antebrazo».

Escalé con la mirada su cuello, su piel canela y barrí con pestañeos la barba de tres días que cubría su mentón. Su boca se movía jugosa; nunca tuvo los labios gruesos, pero daba unos besos de muerte…

—¿Verdad?

De los siete invitados cuatro de ellos me estaban mirando, pero no tenía ni idea de lo que me habían preguntado.

—¿Eh? —Levanté las cejas.

—Tu cita —me recordó Leo—. Le decía a Samuel que has estado preparándote duro para esta noche.

—¿Te ha contado ya lo de la cagalera? —pregunté.

La mesa al completo estalló en carcajadas.

—Soy discreto —se excusó Leo mirándome—. Hay cierta información que entiendo que quedará entre los dos.

Y supuse que, además del apretón que me obligó a salir corriendo en mi primera cita con el Doctor Amor, se refería a la charla que me llevó al orgasmo en mi sofá, con medio Madrid entre nosotros.

—Estoy oxidada con esto de las citas —dije tras un carraspeo—. ¿Quién mejor que tu ex para aconsejarte qué cosas NO hacer?

—Qué buen rollo. —Samuel jugó con el pie de su copa y me lanzó una mirada—. Es una suerte tener esa relación con tu expareja, ¿no?

—Lo nuestro nos ha costado.

Me pareció que los inteligentes ojos de Samuel entendían que aquel no era el mejor tema para aquella cena porque frotó su barba, se reclinó en su silla y, después de lanzar el brazo alrededor de Jimena, añadió:

—Será mejor que no intentes evitar el tema de la cagalera. Ya ha sido puesto encima de la mesa y no hay manera de quitárnoslo de la cabeza.

—¿Cómo he podido dudar durante un segundo que el tema de la caca no iba a monopolizar la conversación?

Todos estallamos en risas y dejé que Jimena contase la historia como si ella hubiera estado presente. En lugar de desaparecer de la mesa con cualquier excusa que me evitase la vergüenza de escuchar la historieta otra vez, miré a Leo. Él también me miraba.

—¿Nerviosa? —me preguntó.

Miré a Raquel, que atendía a la historia con una sonrisa de oreja a oreja y la mano encima de la rodilla de Leo, que sobresalía sobre la mesa por la postura en la que estaba sentado.

—Un poco.

—Irá bien. Por lo que cuentas, ese chico tiene muchas ganas de verte también.

—Es solo sexo —dije sin saber muy bien por qué.

El lenguaje corporal no miente, Leo se sintió de pronto incómodo por mi contestación.

—Bueno…, déjate fluir.

—¿Qué hago si quiere que vayamos a su casa?

Leo se frotó la barba, desviando la mirada y cogiendo aire.

—Hay un hotelito en la calle Fuencarral que sale bien de precio —sentenció evitando mi mirada.

—Vivo sola. Él también. ¿Qué sentido tiene que nos vayamos a un hotel?

—No sabes quién es… ¿y si…?

—¿… es Jack el Destripador?

—Tú ríete, pero hay mucho depravado por ahí —aseguró.

—¿Lo sabes por experiencia?

—Jajaja. —Forzó la risa muy serio—. Ándate con cuidado.

—Vale, papá. Pero parece un tío normal; es un borde y un gilipollas, pero me da que no es un psicópata.

—¿Habéis hablado mucho? —preguntó mientras ordenaba sus cubiertos sobre el mantel.

—Bastante —mentí. Nuestras conversaciones casi se habían limitado a intentar quedar y no conseguirlo nunca.

—¿Ya sabes lo que le va?

—Pues lo normal. —Me encogí de hombros—. A ver si te crees que la primera noche vamos a hacer el repertorio del Kamasutra versión trapecio sin red.

—Guay. —Se encogió de hombros.

—¿Guay, qué? —le preguntó Raquel mirándolo embelesada.

—Nada. Que la cita de Maca no va a asfixiarla mientras follan, que sepamos. Quieras que no, tranquiliza.

Ella se echó a reír y él, mirándola, se contagió con una sonrisa.

—Si la matan —le aclaró acercándose a la punta de la nariz de su chica— no quiero que nadie pueda acusarme de haber urdido un plan para deshacerme de ella.

—Eres idiota.

Leo besó la nariz de Raquel y después sus labios. Cuando volvió a mirarme, yo ya fingía estar inmersa en otra conversación de la mesa.

 

 

Que Candela nos acompañara a Jimena, Adriana y a mí al cuarto de baño nos cortó un poco el rollo para mantener una de esas conversaciones íntimas que suelen tener lugar en los servicios de los restaurantes, sobre todo en cenas con mucho vino. Aun así, Jimena, que se había servido bastantes copitas de blanco fresquito, se animó a aplicarnos un tercer grado sobre su chico.

—¿Qué os ha parecido?

—Es genial —dije con sinceridad y empujada por el buen rollo de las copitas—. De verdad, me ha caído genial.

—Sí —aseguró Adriana—. Este es un tío hecho y derecho. Me alegra confirmar que no es uno de esos niñatos de los que te has ido colgando en los últimos años.

—El espíritu de Santi ha tardado en asentarse en alguien que valiese la pena.

—Joder, el ataque del amante muerto —farfullé mientras me acercaba al espejo a estudiar el estado de mi pintalabios.

—¿Qué? —Candela me miró horrorizada.

—Mi novio, Santi, murió en el momento álgido de nuestro amor adolescente, pero nunca se marchó del todo, ¿sabes, Candela? Ha estado conmigo desde entonces, guiándome. Él fue quien me indicó que Samuel era el elegido. El único. El de para toda la vida.

Al girarme a buscar la mirada de mi mejor amiga, el pintalabios con el que me retocaba me dejó una raya horizontal que surcaba mi mejilla. Casi ni me importó.

—Perdona, ¿has dicho «el de para toda la vida»?

—Exacto. En cuanto descubra el secreto para contentar en la cama a un tío pansexual para siempre, Samuel y yo seremos como los finales de los cuentos. No me mires así. Estoy casi casi casi convencida de meterle este —levantó el dedo índice de su mano derecha— por ahí mientras se la chupo.

Temí que Adriana se desmayara contra la taza del váter en el que en aquel mismo momento hacía pis con la puerta abierta.

—No le hagas caso. —Me volví para buscar la mirada de Candela—. Está pirada y el vino lo empeora.

—Tomadme por loca, pero tienen el punto G ahí detrás. —Se señaló la espalda, como si quisiera enseñarnos una mochila nueva.

—Eso es verdad —añadió mi ayudante—. Pero yo nunca me he animado. Y… ¿dices que es pansexual?

—¿Podemos dejar el monotema? —pidió Adri saliendo del cubículo y acercándose al lavamanos.

—Por Dios, qué hostilidad. Adri, deberías modernizarte un poco, ¿sabes? No todo el mundo tiene una heterosexualidad tan aplastante como la tuya.

La pelirroja y yo cruzamos una mirada significativa que duró apenas unas milésimas.

—¿Venís? —nos preguntó Candela, que seguía a Jimena hacia el exterior del baño.

—Ahora vamos.

Cuando la puerta se cerró, me apoyé en ella, bloqueándola.

—Tienes que contárselo, Adri.

—Claro, porque como está haciendo gala de esa empatía y comprensión con su novio, seguro que a mí no me monta ningún espectáculo.

—Es una de tus mejores amigas. ¿No vas a hacerla partícipe de esto?

—¿Y qué es esto?

—Tu vida —afirmé—. ¿Sabes algo de Julia?

—Nada. —Miró al suelo y se apoyó en el cambiabebés—. Llevo intentando hablar con ella toda la semana, pero no contesta a mis mails, wasaps, mensajes de texto ni privados de Instagram.

—Contrata a la tuna.

Nos miramos y esbozamos una sonrisa.

—Venga, vamos. Mañana hablaremos de esto, sin tanta gente alrededor —la animé.

—Maca…

Sus deditos me retuvieron por la muñeca.

—¿Qué?

Pregunté con una expresión jovial porque creí que iba a darme las gracias por el apoyo que le estaba prestando, a lo que sabía que contestaría mandándola a la mierda con una carcajada porque es lo que hacen las amigas. Pero no…

—La estás liando, ¿lo sabes?

—¿Yo? —Me señalé el pecho extrañada—. ¿Ahora qué he hecho?

—La cita esa que tienes es una pantomima. Tú no quieres acostarte con ese tío.

—¡Claro que quiero! —exclamé.

—No.

—Pero ¡¡si estoy cachonda perdida!!

—No he dicho que no lo estés.

—¿Esto qué es, una adivinanza?

—Con quien quieres acostarte es con el tío al que estás poniendo celoso con toda esta historia, que es tu ex.

—¡¡No me vengas con esas!! ¡¡Somos amigos!! ¿No nos has visto hablando? Después del esfuerzo que ha supuesto poder estar sentados a la misma mesa de manera civilizada, me parece increíble que hagas esos comentarios.

—Maca. —Adriana cruzó los brazos sobre el pecho y sonrió con cierta superioridad—. ¿Amigos? ¿En serio?

—Entonces ¿qué somos?

—Dos personas completamente enamoradas, resignadas ante la idea de que eso está mal.

Iba a contestarle…, juro que iba a contestarle. Hasta me dio tiempo para pensar que lo que saliera de mi boca en aquel momento debía ser un argumento aplastante que la dejase sin razones y aturdida, pero no encontré nada más que un balbuceo que me dejó peor aún. Así que hice lo único que creí que salvaría la situación: salir del baño sin mirar atrás. Ella me siguió y cuando cada una ocupó su silla no había hostilidad, pero sí cierta incomodidad.

—¡¡Menos mal!! Ya creíamos que la cumpleañera se había caído por el váter —gritó Jimena.

Resoplé.

—No la pongáis más nerviosa. Tiene una cita importante. Llevarás lencería bonita, ¿verdad? —preguntó Raquel con un guiño.

—Las bragas talla «niña de comunión» más sexis del mercado. Tienen un unicornio dibujado delante. —Fingí un gesto sensual y después me eché a reír.

No hubo tregua para que todos se rieran de mi burda burla hacia mí misma (hay que ver, qué estratagemas busca el ego para construirse una coraza) porque un alarido surcó la sala. Bueno, más que un alarido fue un soniquete infernal; algo que no quieres escuchar a gritos en medio de un restaurante…

—¡¡Feliz, feliz en tu díaaaaaa!!

El maldito «Cumpleaños feliz».

Casi me tiré al suelo cuando vi acercarse al camarero con una tarta llena de velas y a todos en la mesa entonando el maldito cántico. Todos excepto Samuel, que se rio mirando al suelo, y Leo, que mantuvo mi mirada todo el tiempo que pude soportarla.

Barajé la posibilidad de tirarme al suelo y fingir mi propia muerte, pero iba a quedar un poco dramático y la llegada de la ambulancia y eso alargaría la historia. Así que soplé las velas lo más rápido que pude, rezando para que terminara el numerito gracias al cual nos miraba medio restaurante.

—¡¡¡Bien!!!! —Mis amigos aplaudieron cuando la llama de las velitas se apagó.

—Habrás pedido un deseo, ¿no?

Sí, sí lo hice, pero no creo que fuera ni siquiera consciente de ello. «Sé feliz, Macarena, tanto que él no te haga falta nunca más». No era un mal deseo; era solo uno para el que no estaba preparada mi parte consciente.

Los regalos se amontonaron frente a mí en la mesa. Abrir regalos siempre me ha dado mucha vergüenza porque me da la impresión de que nunca soy lo suficientemente expresiva ni entusiasta y que la gente se queda algo desilusionada por mi reacción, pero no creo que tuviera la posibilidad de declinar la oferta de abrirlos allí mismo.

Las chicas (y sus parejas, claro) me compraron un pintalabios precioso que jamás usaría porque… soy una mujer muy fiel y no podía fallarle a Ruby Woo, siempre que él no me fallara a mí, cosa que aún no había sucedido. También un vestido precioso, pero tan sexi que no me atrevería a llevarlo jamás. Era azul eléctrico, elástico, tipo bodycon y corto. Las dos se echaron a reír como locas cuando, al ponérmelo sobre el cuerpo para enseñarlo, me di cuenta de lo descocado que era.

—Por Dios… —musité.

—¡¡Enseña, mujer, que estás para lucirte!!

—¡¡Ponte ahora mismo ese vestido y quítate el que llevas, que es de monja!!

Los gritos de las chicas del grupo provocaron que lo hiciera un ovillo y lo metiese de nuevo en la bolsa de regalo con la cara roja como el carmín de mis labios.

—Dejadme en paz —pedí.

Candela me regaló una taza muy bonita y un cactus de ganchillo en una macetita pintada a mano, todo para mi mesa del despacho.

Raquel y Leo, por su parte, me entregaron dos paquetes, como si no se hubieran puesto de acuerdo sobre qué regalarme y hubieran optado por comprar cada uno el suyo. El de Raquel era más grande y más pesado. El de Leo no hacía falta ni desenvolverlo para saber lo que era. El de ella, unas preciosas sandalias de firma en mi minúsculo número, que me dejaron con la boca abierta y que provocaron que las chicas se quejaran con sorna de que jamás podrían igualar el regalo.

—¡¡Joder!! ¡Siempre ha habido clases, Raquel! ¡Nos has dejado a la altura del betún!

—¡¡Que no!! —se quejó ella con una sonrisa—. Macarena ya sabe que un amigo mío tiene un outlet de diseñadores y que de vez en cuando encuentro estas gangas. ¡¡Los tengo desde hace cuatro meses!!

—Son increíbles. —Los miré como con lástima, no sé por qué—. De verdad, preciosos. Pero las chicas tienen razón, te has pasado.

—Qué va. De alguna manera tendré que agradecerte que siempre hayas sido tan dulce y buena conmigo.

—Es al revés. —Tragué saliva y busqué su mirada—. Eres tú quien siempre ha sido dulce, buena y…, mírate, joder. Podrías ser una creída de mierda, pero… no, claro, porque eres jodidamente perfecta, so asquerosa, y aquí estás, regalándome unas sandalias preciosas y…

—Voy a llorar —se burló Jimena, algo celosa por el momento de complicidad entre Raquel y yo.

—No seas boba. Te mereces eso y más. De todas formas…, de alguna manera tendré que agradecerte que… —miró a Leo—, ya sabes…

«¿Que me permitas salir con el hombre de tu exvida?». «¿Que no te hayas vuelto loca imaginando lo bien que quedan mis piernas enganchadas a sus caderas cuando hace ese movimiento, ESE, antes de correrse?».

—Eso no se agradece. —Aparté la mirada y cerré la caja—. Son maravillosas. Muchísimas gracias, Raquel.

—Ahora mi regalo te va a parecer una ridiculez. —Leo suspiró reclinándose en el asiento con el brazo sobre el respaldo.

—Díselo a tu novia, no a mí.

«Novia» sonó tan amargo que Samuel carraspeó. Lo miré. Me pareció que, de la mesa, era el que más me entendía y le sonreí.

El papel de regalo estaba lleno de letras, cómo no. De un amante de la literatura solo podía llegar un regalo como aquel: un libro cubierto con un papel plagado de pequeños caracteres de colores. Al rasgarlo, descubrí la contracubierta y le di la vuelta rápidamente. Era una biografía de Coco Chanel en una edición preciosa, vieja, algo manoseada, de las que se consiguen por un golpe de suerte en una librería de segunda mano que ha sido alimentada con la biblioteca de alguna mitómana que ha pasado a mejor vida o en un puesto especial y mágico de una feria del libro. Sonreí y pasé la yema de los dedos por la cubierta.

—Siempre decías que la admirabas…, que te parecía un modelo a seguir…

—Me encanta —musité sin despegar los ojos del libro y buscando la dedicatoria entre sus páginas—. Pero por tu bien espero que lo hayas firmado.

—Por supuesto. ¿Por qué clase de profesor de literatura me has tomado?

 

«A menudo, quienes alcanzan el éxito son los que ignoran que es posible fracasar».

Lo único que te queda por descubrir en la vida, canija, es que el mundo es tuyo si lo deseas.

Creo en ti. Siempre.

Leo

 

Sonreí. La última nota que me había mandado de su puño y letra iba en una corona funeraria, así que podíamos cantar victoria en lo de ser civilizados de nuevo. Lo miré, él me miró.

—Gracias. Es una dedicatoria preciosa.

—¿Qué pone? —preguntó Jimena con voz gritona.

—Nada. —Cerré el libro—. Esto queda entre dos amigos de la infancia.

—Dos vecinos —añadió él.

—Recuerdos.

 

 

No me dejaron pagar. Después de tantas bromas sobre si era o no una tacaña, fueron ellos los que insistieron en dividir la cuenta entre siete en lugar de entre ocho. Los del restaurante también tuvieron su detalle invitándonos a los postres, de modo que tampoco les salió demasiado caro.

Salimos a la calle contentos y algo beodos pero Adriana no tardó en acercarse para despedirse con cara de disculpa.

—Nosotros nos vamos, Maca. —Hizo un mohín—. No te enfadas, ¿verdad?

—Claro que no. Hablamos mañana.

—Suerte.

—¿Suerte? —Fruncí el ceño.

—En tu cita. —Me recordó con una sonrisa—. Y en tu carrera por esconder esos ojos con los que lo miras.

—Es nostalgia —susurré.

—Sí, claro. Los recuerdos, que se os escapan de entre los dedos. Ay, por Dios…, qué idiota es el ser humano. Ven, dame los regalos, no cargues con ellos toda la noche. Te los doy esta semana cuando nos veamos.

Le tendí la bolsa que sostenía en la mano derecha y después besé su mejilla.

—Ve a recogerla al trabajo —susurré.

Hizo un mohín.

—¿Ves? Qué fea es la vida cuando queremos hacerla complicada.

—Lo fácil no está hecho para quienes quieren ser felices.

—Bonita frase. Quizá deberíamos tatuárnosla.

—Díselo a Jimena; es la siguiente en elegir.

Nos abrazamos y después de darle un beso a Julián, los vimos alejarse en busca de un taxi. Una brisa muy cálida, típica del mes de junio en la ciudad, barrió las calles. El alcohol, la nostalgia, el día de mi cumpleaños… Todo me susurró al oído que teníamos suerte.

Cogí el móvil y consulté WhatsApp, donde efectivamente me esperaba un mensaje del Doctor Amor.

 

Acabando por aquí. Nos vemos en la puerta. Avísame cuando salgáis hacia allá.

 

Conciso, claro, práctico. Así era el gilipollas del Doctor Amor, que cada día era menos imbécil; qué curioso que aquello me perturbara en lugar de reconfortarme.

—Chicas, he quedado con Luis en la puerta de Medias Puri. ¿Nos vamos organizando para meternos en taxis e ir hacia allá?

—¿Luis? ¿Quién es Luis? —exclamó Jimena con la mano en el pecho.

—El Doctor Amor —aclaré.

—Hostias, Sam, qué susto. Pensaba que habíamos invitado a tu ex.

Supongo que fue cosa del vino, que desinhibe, mezclado con el hecho de que a Jimena le pareció buena idea decirlo de aquella manera tan despreocupada para hacerse la moderna y fingir que aquello no le afectaba, pero a Samuel… no le pareció tan bien.

No voy a entrar en detalles sobre el silencio que recorrió el grupo por entero porque, en realidad, ni siquiera nos dimos cuenta. Estábamos todos muy preocupados y concentrados en el frío glacial que salía de los ojos de Samuel, que se quedó mirándola estupefacto antes de dibujar un gesto de incredulidad.

—¿Ahora qué he hecho? —preguntó ella alarmada.

—Nada. Macarena, un placer haberte conocido. Pasadlo muy bien.

—¿No vienes? —le pregunté.

—No, qué va. —Fingió una sonrisa—. Estoy cansado y no soy muy amigo de las discotecas.

—¿Cómo que no vienes? —le preguntó Jimena tirando de su brazo.

—Me voy a casa.

La respuesta fue lo suficientemente concisa y seca como para que quedase claro que Samuel se había molestado (con razón), pero a ella no le pareció tan evidente.

—Pero ¡¡¿qué narices te pasa?!! —gritó.

—Ya hablaremos mañana. No quiero montar una escena. —respondió mientras se alejaba.

Pero Jimena la iba a montar de todos modos. Me volví hacia Candela, Raquel y Leo e hice una mueca.

—Andad hacia allá disimuladamente —les pedí.

—¡¡¿No eras tan moderno?!! —Alcanzamos a escuchar gritar a Jimena—. ¡A ver si va a ser que ahora no mola ser bimbosexual!

—¡¡¡Taxi!!! —grité al ver una luz verde.