Por si alguien se lo pregunta, la noche con las chicas fue bien, pero… sin eróticas consecuencias para ninguna de las tres. El chico mono que miraba desde la barra se animó a hablarme cuando salíamos. Me preguntó dónde íbamos a estar y si me importaría que él y sus amigos pasaran por allí. Con una sonrisa y una caída de pestañas más bien torpe (lo de ligar no es mi fuerte) le dije que estaríamos en el Café de la Luz hasta que cerrase, tomando algo mientras decidíamos dónde terminar la noche, pero antes de que llegaran tuvimos que replegar velas: Jimena se cogió un mondongo de agárrate y no te menees, y Adriana y yo nos vimos en la obligación de dejarla en casa.
Cuando la tumbamos en su amado sofá, se echó a llorar.
—Todo se mueve y Samuel es gay.
—Todo se mueve porque te has bebido en dos horas el equivalente a dos piscinas olímpicas, y Samuel NO es gay —le respondió Adri con mal humor.
—Toy mu malita —balbuceó—. Dejadme sola.
Le dejamos una palangana junto al sofá, la tapamos con una mantita y dejé sobre la mesa un vaso de agua y un ibuprofeno para el día siguiente.
—Esta tía es imbécil —farfulló Adri mientras salíamos del piso.
—Ey… —La agarré del codo en la oscuridad del rellano y la paré justo cuando iba a entrar en el ascensor—. ¿Estás bien?
—Sí. Es que… me enerva.
—Ya sabes cómo es. Es muy exagerada y…
—Y muy histriónica. Lo que le pasa es que es muy histriónica, Maca.
—Adri, ¿estás bien?
Se apartó el pelo de la frente y la luz de los fluorescentes del ascensor le dio un brillo mortecino a su piel, agravando sus ojeras.
—Sí. Es que últimamente duermo mal y estoy irascible.
—Si te pasa algo… sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?
—Verdad, Maca —respondió con un tono que dejaba claro que se le estaba terminando la paciencia—. Solo quiero llegar a casa y meterme en la cama.
Jimena ni siquiera se dio cuenta de la hostilidad de Adriana; me quedó claro cuando la llamé al día siguiente para asegurarme de que no había muerto ahogada en su propio vómito.
—Tía… —lloriqueó—. ¿Qué narices bebí yo ayer? Tengo una central nuclear a pleno rendimiento entre las cejas.
—Te lo bebiste todo.
—Jo, Maca…, qué vergüenza. Hace unos dieciséis años que no me ponía así.
—Alguno menos, según mis cálculos —bromeé.
—Lo siento, en serio. Luego llamo a Adri para pedirle perdón también. Soy una amiga beoda e insufrible.
—No te preocupes por eso. ¿Por qué no llamas mejor a Samuel y os vais a tomar algo?
—Buff —resopló—. Es complicado.
—No lo es tanto. Seguro que prefiere que lo acribilles a preguntas a tu silencio.
—¿Tú… lo ves normal? Quiero decir…, ya sé que «normal» es una palabra con poco significado. Pero ¿tú crees que es coherente? ¿Y si…?
—Jime, lo único que tengo claro sobre el ser humano es que no es coherente. No somos máquinas. Tenemos sentimientos y a veces son extraños, poco manejables o resultan ininteligibles para los demás. Date una oportunidad para entender.
No sé si quedó muy convencida, pero hice lo que creía que debía hacer. Si Jimena no llamaba a ese chico, iba a arrepentirse de todas todas.
El lunes, como por arte de magia, todas estábamos como siempre, dando los buenos días y contando chascarrillos matutinos en nuestro grupo de WhatsApp «Antes muerta que sin birra». Jimena no nos contó si había decidido llamar a Samuel; Adriana no mencionó su mal humor; yo no volví a hablar de trabajo ni de Leo porque, para mí, eran temas pasados y mi vida, un lienzo en blanco.
El reto de la página en blanco va mucho más allá de la página en sí. Es el reto de empezar a escribir algo cuyas palabras hemos pensado demasiado. A veces se atascan, claro que sí. Otras dan miedo.
He oído muchas veces a gente hablar sobre lo duro que es sentarse delante del ordenador con un documento níveo, virgen, y ver cómo el cursor parpadea sin ninguna palabra que lo acompañe. Y lo entiendo porque, a pesar de que mi experiencia con las letras se limita a los trabajos que tuve que entregar en la universidad y a los posts sobre moda que escribo para Pipa, la vida es algo así como el documento word y nuestras decisiones las palabras con las que lo llenamos.
La pregunta es… ¿la página en blanco es un problema o una oportunidad?
Para mí, quitarme el peso de la espalda de quince años de historia entre los dos fue… como descubrir que soy ligera. Quitarme de encima el error que fuimos durante tanto tiempo para tanta gente. Y es que tuve tanto pasado a cuestas que nublé mi futuro. Al final, una aprende a ser indulgente consigo misma cuando toca y entiende que no hay pecado en equivocarse…, solo el de no hacerlo nunca.
Donde no hay nada escrito puede escribirse cualquier cosa. No era la nada, el vacío, lo que me esperaba. Era el todo. Yo escogía. Donde me cerré tantas puertas, de pronto las encontraba todas abiertas.
Llegaron trescientos currículos a la oferta de trabajo como asistente para Pipa…, y eso que no dijimos en ningún momento que era para ella. En realidad era para mí, ¿no? Asistente de la asistente. Pero lo decoramos un poco más. Yo misma redacté la oferta con las necesidades que creía convenientes, Pipa le dio el visto bueno y la subimos a un solo portal. Las trecientas respuestas llegaron en el mismo día.
Hice una criba intensa. No eliminé juzgando la foto o el año de nacimiento. Quise hacerlo bien. Fui dejando fuera a las personas que no hablasen inglés con soltura, las que no supieran de Photoshop más que su nombre y, a petición de mi jefa, las que incluyesen su blog de moda en el currículo. Aun así, nos quedaron más de ciento cincuenta. Teníamos que ser más exigentes.
Fotografía, edición digital, que no dijeran de sí mismas que su peor defecto era ser demasiado perfeccionista o autoexigentes. Ciento veinte resultados. Me lo tomé muy en serio. Aquello era el primer paso en mi nuevo objetivo laboral: iba a acoger bajo mi «protección» a alguien a quien trataría genial y a quien le dejaría en «herencia» todo lo que había aprendido en los últimos tres años. Era el primer paso para convertir mi trabajo en un motivo de orgullo; a la nueva Macarena aquello le importaba.
Mandamos un mail a las supervivientes de la escabechina pidiéndoles un artículo de tema libre y un máximo de mil palabras, para asegurarnos de que sabían editar textos, no tenían faltas de ortografía y podrían hacerse cargo de los posts del blog cuando yo estuviera a otras cosas. Ochenta pasaron mi examen…, cincuenta el de Pipa, que era mucho más exigente que yo. A estas, se les pidió incorporación inmediata y se les indicaron las condiciones económicas y laborales: las treinta que no tenían problemas con ello fueron citadas a lo largo de dos días en nuestra oficina para una entrevista personal.
El primer día, a media mañana, recibí un certero flechazo laboral con una de las candidatas. Era educada, discreta, vestía sin estridencias pero elegante, tenía una sonrisa sincera y hablaba fenomenal. Además, tenía experiencia en producción en una promotora audiovisual, por lo que no se asustaría con nada de lo que Pipa pudiera pedirnos. Pero era una monada…, guapa de verdad, sin artificios, y creo que ese fue su pecado: ser potencialmente más guapa que la jefa.
—A esa no la quiero —me anunció nada más quedarnos solas.
—¿¡Por qué!? Pero ¡si es perfecta para el puesto!
—Es más de pueblo que una boina.
Era de una capital pequeña, como yo, lo que para Pipa debía de ser indigno.
El segundo día, una segunda candidata volvió a dejarme con la boca abierta: se llamaba Candela, hablaba tres idiomas, había hecho prácticas en una importante revista de moda y tenía muchas ganas de empezar a trabajar porque llevaba en paro casi un año. A Pipa tampoco le gustó:
—¿Esta también es de pueblo? —le pregunté con desdén.
—No. Esta es una marisabidilla.
Después de comer, fue Pipa la que se enamoró de una de las chicas entrevistadas. Carlota Fernández-Casas Santa María. Toma ya. Rubia, alta, delgadísima, cutis impecable, pero ostensiblemente menos guapa que Pipa (tenía la nariz un poco aguileña y torcida). Se presentó ataviada con un vestido de marca, unos zapatos de tacón de más marca todavía y un bolso que valía lo mismo que el edificio donde estaba mi piso.
Tenía un hablar engolado, como de persona que disfruta escuchándose a sí misma. La tez superbronceada para aquellas alturas del año. La manicura perfectamente hecha… Pipa y ella bromearon sobre lo ordinario que era llevarlas pintadas de ciertas maneras. Anunció que comía poco, que a veces con un batido detox le valía para todo el día. En resumidas cuentas…, mira que era difícil, pero encontramos una mini Pipa.
¿Lo peor? Que no pude negarme a su contratación porque no era justo: hablaba dos idiomas, francés e inglés, a la perfección (estudió en el Colegio Americano y su madre era de una bonita ciudad, no sé si os sonará, llamada París), dominaba el Photoshop, hecho que nos demostró ratón en mano, y escribía bien. Muy bien, de hecho.
Me puse pesada con Pipa, esa es la verdad. Le dije que no lo tenía claro, que debíamos hacer una última ronda, la final, entre Candela y Carlota: mi elección y la suya. Le dije que, quizá, podríamos elaborar un test con preguntas trampa que nos ayudaran a localizar posibles problemas futuros. Las cejas arqueadas de mi jefa me dejaron muy claro que pensaba que era una chorrada como un piano, así que me preparé para que impusiera su criterio. Sorpresa: cuando abrió la boca fue para decir lo contrario.
—Ay, Maca, por Dios. ¿Tanto rollo para una ayudante que va a ir a por batidos desnatados al Starbucks de Serrano? ¡Elige a la que quieras!
Gané la batalla…, pero no la guerra. ¿Y sabéis por qué no gané la guerra? Porque me pudieron mis prejuicios y fui tonta del culo. Ojalá hubiera contratado a la de los cuatro apellidos; me hubiera ahorrado muchas cosas. Pero no nos adelantemos.