Mi madre se entusiasmó con la idea de mis vacaciones. Y ya es lamentable que una madre se entusiasme con las vacaciones de su hija. El orden natural de las cosas es justo el contrario: tendría que horrorizarse, preocuparse y santiguarse porque tus planes son tan locos, divertidos y molones que ella solo ve peligro de muerte. Nada más lejos de la realidad. En dos semanas… poco podía organizar. Y sola.
Pues nada… pasaría unos tranquilos CUARENTA DÍAS levantándome al alba porque mi madre considera que dormir es una pérdida de tiempo.
—Eso no puede ser, tía —me dijo Jimena por teléfono cuando se lo conté—. Me estás dando una lástima… Te juro que lloraría. Además, estoy cómoda con el hecho de ser la más guay del grupo, pero entiende que si bajas tu nivel de molabilidad tanto…, me afecta.
—Eres idiota —respondí de mala gana—. Voy a mirar el asunto por el lado positivo.
—¿Lo tiene? Volver a casa de mami y papi durante mes y medio me parece poco positivo. Por debajo de eso solo está la granja escuela y la clínica de desintoxicación.
—Pasaré unos días de vacaciones por aquí, en Madrid —ignoré sus pullas—. Haré todos esos planes para los que nunca tengo tiempo y después me marcharé a casa de mis padres con un billete de tren con vuelta abierta. Y allí me dedicaré a ir a la playa, a leer y a vivir la vida de la hija pródiga malcriada.
—Dicho así no suena tan mal pero…
—Lo que no tiene sentido es flagelarme ahora. No es que me haya preocupado mucho por currarme unas vacaciones de ensueño.
—Preocúpate de no morir de aburrimiento durante las dos primeras semanas; del resto me ocupo yo. El sábado 15 de julio la menda estará libre.
—¿Y Samuel?
—¿Qué pasa con Samuel?
Aunque no pudiera verme, puse los ojos en blanco. Evité recordarle que, hasta donde yo sabía, Samuel era el otro cincuenta por ciento de una naciente relación de la que ella también formaba parte. En su lugar, le pregunté:
—Ya lo has solucionado, ¿no?
—He limado asperezas —respondió con la boquita pequeña.
—Te acojonó lo de la bruja, ¿eh?
Mucho, aunque nunca me lo confesaría tal cual.
—Supongo que estoy empezando a familiarizarme con la idea de que mi chico tuviera un novio. ¿Qué más da? Ahora está conmigo, ¿no?
—Si realmente piensas así…, no suena mal, pero cuando te preguntaba por él me refería a qué harás con él estas vacaciones. No creo que quieras pasarlas enteras junto a la triste de tu amiga Macarena, la que no mola.
—Ay, por Dios, al final voy a ser la más moderna —comentó como si se lo estuviera diciendo a ella misma—. Cielo…, últimas noticias: estar saliendo con alguien no te impide hacer planes con tus amigas.
—No he dicho eso. —Me reí.
—Pues ya está. Además… él se coge agosto libre.
—Ya sabía yo.
No es que dudase de la independencia de Jimena, es que estaban al comienzo de una relación y todo el mundo sabe que, al principio, a toda pareja le cuesta un poco despegarse.
—¿Y si nos vamos al apartamento de mis padres unos días? —propuso de pronto.
Una cascada de recuerdos se precipitó en mi cabeza, convirtiendo mis ojos en un cine en el que se proyectaba la película de nuestra vida. Cuántas cosas vivimos allí, en aquel pequeño y antiguo apartamento en Canet de Berenguer, donde creo que descubrí cosas tan maravillosas como que en un hermano una también puede encontrar un amigo.
—Sería guay —respondí soñadora—. Pero ¿tus padres no estarán allí?
—Mira tú por dónde… se van de crucero.
De pronto, mis tristes vacaciones tomaron un cariz mucho más emocionante. O nostálgico. O… no sé qué.
En menos de tres días, aquella conversación se había convertido ya en un plan firme y el grupo «Antes muerta que sin birra» en su centro de operaciones. Era un espacio libre de dudas, miedos y ansiedades. Era un campo lleno de tiempos verbales en futuro donde el presente ni siquiera importaba demasiado.
Un respiro. Un oasis. Los planes.
La realidad era muy distinta, claro. Pipa había pasado de ignorarme y pedirle solo lo que necesitaba a Candela a cargarme con trabajo, como en el pasado, pero con más frialdad. Mientras yo intentaba cuadrarlo todo para dejar el viaje a México lo más atado posible antes de las vacaciones, ella y Candela se dedicaban a estrechar lazos. Lo peor es que Candela trataba de disimularlo, pero vamos a ver… eso ya lo había vivido en segundo de primaria. Se mandaban mails la una a la otra que les hacían soltar risitas de vez en cuando y cacé un par de miradas cómplices después de algún comentario mío. Me fastidiaba más eso que pensar que Candela era, de pronto, la única beneficiaria de los productos que le enviaban a Pipa y ella no quería; y ya es decir. ¡Acababa de llegar, por Dios! Yo llevaba soportándola años.
¿Me planteé hablar con Candela? Por supuesto. ¿Lo hice? Ni de coña. La única persona con la que mi cuerpo no se resistía a discutir era con Leo, y ahora que las cosas andaban tan calmadas entre nosotros, yo había vuelto a ser la Macarena de antes del reencuentro: la que callaba y alimentaba, de este modo, sus profundas ojeras.
Por otro lado estaba eso… lo de Leo. «Lo de Leo» no es un eufemismo, es que ni siquiera sabía explicar lo que me pasaba. Ordenando los hechos de manera breve, tipo esquema antes del examen, podía decir que lo había perdonado, le había dado la oportunidad de formar parte de mi vida y resarcirnos así del pasado y… ahora que empezaba a conocer un poco mejor al Leo maduro, me gustaba más que el de antes. Si le sumáis el hecho de que una tarotista me había dicho que iba a casarme con él, a pesar de que saliese con una colega, entenderéis que hubiera decidido distanciarme un poco de él, de ella y del problema que suponía para mi pequeña cabeza todo aquello.
Por otro lado, estaba Jimena, a la que le había venido que ni pintado todo aquello de mis pobres vacaciones sola. ¿Por qué? Pues porque aunque había perdido el culo por ir a solucionar las cosas con Samuel después de la lectura de las cartas del tarot, al mirarlo seguía teniendo muchas dudas. Algunas eran de índole práctica («Oye, Sam, ¿tú dabas o te daban?»), pero otras mucho más profundas («¿Podré algún día no sentir que tu relación anterior me eclipsa?»). No tenía ni idea de por qué le obsesionaba tanto el tema, pero lo hacía. A veces el ser humano es así. Samuel había estado con un hombre, no una noche loca sino siete años. Y locamente enamorado además, palabras textuales. Jimena no entendía cómo era eso compatible con lo que ella creía que empezaban a sentir. Ni con lo que hacían en la cama…, ¿no?
Para rematar… la pequeña Adriana, que acababa de asumir su sexualidad, no terminaba de animarse a dar el paso, plantarse en el trabajo de Julia y, por lo menos, eliminar la duda de si sería posible una reconciliación. De hablar con su marido y sincerarse…, ni hablamos.
Qué maldito marrón. ¿Cómo no íbamos a dejar tanta ilusión y energía en los planes de aquella semana en el apartamento de los padres de Jimena? Era una tabla de salvación.
Mi mesa del trabajo se convirtió, a lo largo de la semana, en una superficie invisible cubierta de montones de papeles, carpetas y post-its de colores. Mientras Candela se encargaba de cosas tan «importantes» como ordenar por colores los libros de la biblioteca de Pipa, yo me desvivía por cuadrarlo todo con la organización del evento de México y las marcas antes de irme de vacaciones.
Y conforme los montones de hojas iban organizándose, los dosieres cogían forma y los mails impresos cobraban un sentido casi narrativo ligados unos con otros con una grapa que hacía de hilo conductor, los días pasaron.
—¿Te vas de vacaciones y me tengo que enterar por tu jefa? —Raquel no sonaba enfadada a pesar del reproche, pero yo sí me sentí un poco mal porque había estado evitándola a propósito desde la noche de mi cumpleaños.
Casi pude olerla antes de que se plantara delante de mi escritorio aquella tarde, apenas cuatro días antes de empezar a disfrutar de la primera parte de mi (merecido) descanso. Llevaba un pantalón blanco, una blusa azul cielo y el pelo recogido en una coleta engominada, con la raya en medio. Estaba increíble y seguro que Leo se lo habría dicho.
—No sabes lo liada que he estado con el viaje a México.
—¿Pipa va? —me preguntó muy extrañada.
—¿Tú no?
—No. No molo tanto. No me han invitado. —Me sacó la lengua—. ¿Vamos a tomar algo?
—Qué va…, no puedo. —Fingí un mohín—. Tengo que dejarlo todo listo antes de irme y me quedan trillones de cosas por hacer. ¿Y si lo dejamos para cuando vuelva de Valencia? Aún me quedarán mogollón de días libres.
—¿Cuándo es eso? —Frunció el ceño.
—A finales de la última semana de julio, creo.
—Pero ¿cuánto tiempo te vas de vacaciones?
—Mes y medio. —Me encogí de hombros—. Pipa quiere devolverme de golpe todos los días que me debe.
—Qué bien, ¿no?
—No sé.
Miré a mi alrededor. Candela había ido un momento a hacer un recado que Pipa le había pedido con bastante secretismo, aunque seguramente sería una chorrada como un piano, pero una nunca estaba segura de por dónde aparecería la muy hija del mal.
—Te la ha jugado ya, ¿no?
—Sí —asentí—. No sabes cuánto me fastidia decir esto, pero… tenías razón.
—Me hubiera encantado no tenerla.
Nos quedamos mirándonos con una sonrisa, pero rompí el silencio pronto.
—Oye, ¡qué guapa estás! Estás radiante.
—¿Sí? Pues mira que no me encuentro yo muy bien… —Arrugó el labio—. Llevo unos días… Será el estrés.
—Todo bien, ¿no? Con el curro, con la familia, con L… —La lengua se resistía a decir su nombre.
—Con Leo muy bien, sí. —La cara se le iluminó—. ¿Sabes esa sensación de haber perdido la fe en encontrar uno de los buenos? Ya no la tengo. Es… sencillamente perfecto.
Supongo que mi cara fue un poema, porque pareció de pronto muy avergonzada.
—Perdona, Maca. A veces se me olvida que es tu… ex.
—No, no. No te preocupes. Es solo que…, bueno…
—Sé que dista mucho de los recuerdos que tienes de él.
—Será porque no era para mí. —Y lo dije queriendo tatuármelo a fuego dentro.
—¿Qué tal con el Doctor Amor, por cierto? Como me puse pedo con el vino de la cena, me perdí el segundo acto.
—Fue bien. —Levanté las cejas—. Muy bien, de hecho. Terminamos en su casa.
—¿Sí? ¿Y habéis vuelto a veros?
—No. —Sonreí.
—¿Cómo que no? ¿No te volvió a escribir?
Ay, señor. Qué ceporras somos las mujeres a veces.
—Ni yo a él —aclaré—. Fue lo que fue. Salió bien. ¿Para qué tentar más a la suerte y volver a llevarse un chasco?
Frunció la boquita, pero ignoré el gesto desviando a propósito la mirada hacia todos los papeles que tenía desperdigados por la mesa.
—Bueno… —musitó mientras se recolocaba la cadena del bolso en el hombro—, no te molesto más. Me debes un margarita, pero tendré paciencia y me lo cobraré a la vuelta de vacaciones. ¿Qué planes tienes, por cierto?
—Pues me iré a casa de mis padres —obvié que primero estaría por Madrid unos días, para no tener que buscar otra excusa con la que evitarla—, y después a un apartamento en la playa con las chicas. Adriana consiguió que le adelantaran una semanita sus vacaciones.
—Pinta guay.
—Sí.
Supongo que hubiera sido de buena educación lanzar una invitación para que se uniera a nosotras, que casi con seguridad ella habría rechazado, pero tenía tanto miedo de que aceptase que no lo hice. Tras unos segundos de silencio, se inclinó para darme un beso y se marchó de nuevo hacia la salida.
—Arreglad esa puerta, por cierto. Sigo encontrándomela abierta cada vez que vengo.
—Es para ver si me come el lobo feroz de una vez —respondí.
Esa era justo la sensación que tenía…, la de haber sido tragada, masticada y vomitada por el maldito lobo feroz de los amores no correspondidos.