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No más excusas

Cada vez que abría el cajón de las bragas, Jimena sentía una punzada en el estómago que nada tenía que ver con la necesidad de hacer la colada pronto si no quería tener que ir en plan comando. No era por eso. Era porque allí, escondido entre satén, blondas y encajes negros, guardaba el dildo que compró para experimentar con Samuel; un recordatorio visual de su fracaso absoluto.

Seamos sinceras, Jimena no es una persona que se coma la cabeza muy a menudo. Incluso el tema del «amante muerto» se volvió con el tiempo una muletilla, la excusa perfecta tras la que parapetarse cuando algo no le convencía demasiado. Jimena estaba anclada en su propio drama personal que con los años frivolizó hasta hacerlo manejable, pero en cuanto a sentimientos del aquí y ahora estaba un poco perdida. Como resultado, disfrazó de ansiedad sexual el hecho de que le angustiaba el recuerdo de cómo hablaba su novio sobre su ex. Ella creía a pies juntillas que lo que le preocupaba era no satisfacerlo en la cama.

Recordaba muy bien la noche en la que Samuel le habló un poco sobre su anterior relación y se acordaba, palabra por palabra, de cómo había dejado clarísimo que el sexo nunca fue un problema, sino más bien la solución. Genial.

No es que a ellos les fuera mal. Si tuvieran una relación física mediocre, pues hombre, vería más coherente que Jimena se comiera el coco con aquello, pero lo cierto es que todo fluía como la seda. Jimena no recordaba haber tenido tan buen sexo con ninguna de sus parejas. Ni con Santi, Dios lo tenga en su gloria.

No, no voy a entrar en si hacía comparaciones entre su jamelgo de treinta y pico y el chavalito de dieciséis con el que perdió la virginidad.

El caso es que allí estaba. El maldito dildo anal más discreto de la historia que, de tan discreto, había terminado sin pena ni gloria ocupando una de sus cavidades. Y no le desagradó, pero tampoco le apasionó el tema.

Si su investigación con el porno gay hubiera dado algún fruto, al menos tendría a qué acogerse, pero no. El porno gay le pareció exactamente igual que el hetero, pero por otro agujero. Bueno, según la categoría que te vaya, puede ser incluso el mismo.

Preguntarle hubiera sido lo lógico. Afrontar su frustración con honestidad y madurez, sentarse frente a Samuel y decirle: «Explícame cómo te enamoraste de él, cómo fue vuestra primera vez, cómo te sentías con él…, necesito entenderlo», hubiera bastado. Pero era Jimena.

Y si aquella echadora de cartas no le hubiese dicho que a Santi le gustaba que estuviera con Samuel, en dos o máximo tres meses, Jimena hubiera encontrado un defecto que lo hubiera sacado de su vida. Que fuera gruñón podría pasar de parecerle encantador a un verdadero problema. Es muy posible que si no tuviera argumentos suficientes se los hubiera inventado. Pero esta vez no podía evitar estrechar lazos reales con la excusa de Santi.

Y no había excusas. Solo la vida.

—¿Estás lista?

La voz de Samuel la asustó y cerró el cajón de golpe.

—Dios, qué susto.

—Para creer en fantasmas, ninfas y brujas, eres bastante impresionable. —Sonrió Samuel.

—No creo en ninfas, idiota. Bueno…, en los ríos hay algo raro, pero no sé si se les puede llamar ninfas.

—Qué rara eres. —Pero lo dijo con una sonrisa después de acercarse a ella y dejar un beso en su sien—. Venga, tu piso me agobia a muerte —añadió—. Me has prometido una cerveza y me la voy a cobrar.

—También podíamos quedarnos aquí y retozar como cochinos.

Él, que ya estaba a punto de traspasar el umbral hacia el pasillo, se volvió y miró la cama, como sopesando la posibilidad. Después se asomó.

—¿Has pensado en poner aire acondicionado en esta casa?

—No es mía, pazguato. Y el casero no se quiere gastar un duro.

—Pues con este calor, lo del sexo va a ser que no. Dame un par de horas. Cuando se ponga el sol y corra una pizca de viento…, soy todo tuyo.

Lo peor no fue la negativa. Estaba acostumbrada a que sus proposiciones, así, dejadas caer como quien pregunta la hora, nunca fueran tomadas en serio. Lo realmente malo fue la sensación que se expandió dentro de ella ante el «no»: alivio.

Antes de salir de la habitación echó una mirada al cajón en el que guardaba el maldito dildo. Otro símbolo, como la camisa blanca de Leo, pero esta vez de su nula capacidad para enfrentarse a un problema que ni entendía ni, en el fondo, quería entender.

 

 

Madrid en junio suele ser caluroso, pero nada que ver con aquel día. Una ola de calor subsahariano se había abierto paso por toda la península instalándose sobre la meseta central con una especie de calima que ahogaba. Y allí, en una acera donde no había dónde cobijarse del sol, la piel traslúcida de Adriana estaba churrascándose. La solución era tan sencilla como marcharse, pero en su interior algo relacionaba la idea de irse con una derrota, y después de lo que dijo la chica que leyó las cartas…, no quería perder sin pelear. Se pondría aftersun al llegar a casa. A lo mejor así cogía color… (a gamba, añado yo).

La puerta de la clínica veterinaria se abrió y se volvió ilusionada, pero solo era una señora cargando con un perrito en brazos. Puso cara de acelga y se apoyó en la pared preguntándose si no se habría confundido con el horario que recordaba que Julia le comentó que tenía. A lo mejor, con el verano, lo habían cambiado.

El uniforme negro de la tienda parecía absorber todo el calor de la calle y Adriana se preguntó si valdría la pena la intentona cuando se desmayara y se rompiera la boca contra la acera. Después de media hora allí de pie, empezaba a flaquear.

La puerta volvió a abrirse y un poco del aire acondicionado se escapó por el vano, refrescándole la piel. Se volvió sin esperanzas y miró cara a cara a la chica que, sujetando la puerta, la miraba.

—Perdona…, llevas un rato ahí y me preguntaba si… ¿podemos ayudarte en algo?

—No. No te preocupes. Estoy esperando a alguien.

—Te está dando todo el sol —le informó la chica que se encargaba de la recepción en la clínica.

—Lo sé. —Se rio.

—Ehm…, hay un bar en la esquina. Es que aquí parada te va a dar una lipotimia con la que está cayendo.

—No te preocupes, de verdad.

—Puedes esperar dentro si quieres.

—Tranquila, Cris, ya se va.

Después de la experiencia extrasensorial con las cartas del tarot, algo dentro de Adriana le decía que su encuentro con Julia sería mágico. Lo había imaginado muchas veces: la piel se le pondría de gallina, le recorrería un escalofrío a pesar del calor, se sonrojaría, cerraría los ojos, percibiría de manera tangible su aroma en el aire… y acto seguido notaría los pezones endureciéndose bajo el sujetador. Pero no. La había pillado completamente por sorpresa.

Una vez que la compañera de Julia hubo vuelto a su silla, tras el mostrador, esta se atrevió a hablar:

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

Aún llevaba el uniforme puesto: un pijama de color azul con un gato bordado en el bolsillo de la camisa, pero daba igual; incluso con aquello puesto le parecía la chica más bonita que había visto nunca.

—Esperarte.

—Hubieras podido esperar dentro. Estás roja como un tomate.

—No quería molestar.

—Para eso llegas tarde. Meses tarde. —Julia suspiró y bajó el tono de voz—. No quiero montar ningún numerito aquí. Espérame un segundo. Iré a por el bolso.

Tardó cosa de cinco minutos en volver, pero a Adriana se le hicieron eternos. Cada veinte segundos su cabeza se ponía a elaborar escenas de fuga a lo película de acción en las que Julia conseguía salir de allí sin ser vista y ella esperaba eternamente. Pero no.

Llevaba un vestidito cruzado de color blanco con lunares negros, corto, con un volantito en el pecho que llegaba hasta el borde, y unas sandalias de cuña no muy altas, que alargaban sus piernas. Estaba tan guapa que Adriana se mareó.

Me encanta esa sensación… cuando estás tan enamorada que el cuerpo ni siquiera sabe gestionar lo mucho que te gusta ver a la persona que quieres.

—¿Podemos hablar? —le preguntó con voz trémula.

—Qué remedio...

Julia echó a andar y ella, tras unos segundos de duda, la siguió.

—Tú dirás.

—Ehm…

Vale. La tenía delante. Había imaginado doscientas mil veces la escena, pero… no recordaba ni una palabra de los cientos de discursos que había elaborado en su mente. Solo podía pensar en una frase muy corta que se sentiría ridícula de pronunciar: «Te echo tantísimo de menos…».

—Esperar media hora en la puerta bajo un sol de justicia para balbucear, no me parece nada inteligente por tu parte, Adriana.

—¿Cómo sabes que llevo media hora en la puerta?

—Te vi nada más llegar.

Tragó saliva. Mierda. No pintaba bien.

—¿Y por qué no saliste?

—No era yo la que tenía algo que decir, ¿no?

Adri asintió.

—Lo siento —consiguió musitar mientras intentaba mantener el ritmo de las zancadas de Julia.

—¿Qué sientes?

—Haberme largado sin decir nada. El mensaje. Ser una cobarde…

—Ya…

Tragó saliva. Venga, venga, venga…

—¿Cómo va todo?

—Va bien —respondió Julia, concisa—. ¿Y tú?

—Bien. ¿Te… te has aclarado el pelo? Parece más claro…

—Será de los lavados.

—Te queda bien…

Julia se paró de golpe en la calle y, con los ojos cerrados y una expresión bastante iracunda, se volvió hacia ella.

—¿Has venido para hablar de mi pelo, Adriana? Porque si vas a seguir diciendo…

—Te echo tantísimo de menos…

Las palabras le salieron solas de la boca. No tuvo tiempo ni de sujetarlas. Así, cayeron de entre sus labios sin más para callar a una Julia que, de pronto, ya no estaba cabreada sino triste.

—Joder, Adri…

—¿Qué quieres que te diga? Te echo de menos. Muchísimo.

—No nos conocemos tanto.

—Pues imagínate lo que sentiría si no me hubiese ido, si hubiese seguido escribiéndote cada día y viniendo a recogerte y…

—Estás casada —la cortó—. Estás casada y vas de hetero por la vida.

—No es fácil.

—Para mí tampoco. No tenía ni idea de que me gustaban las tías hasta que estuve contigo. Pero… ¿sabes qué? Que creo que ni siquiera me gustan las tías, Adri. Me gustas tú, y ahora no puedo estar ni con tías ni con tíos porque me has jodido y te has marchado y lo único que hago es estar cabreada.

Adri se mordió el labio y bajó la mirada al suelo.

—Julia, yo…

—Tú, tú, tú. ¿Y yo qué?

—Ya lo sé.

Intentó cogerle una mano, pero Julia la agitó, soltándose.

—Acabábamos de hacer el amor —susurró—. Jamás había sentido lo que sentí aquella tarde contigo. Y te fuiste. Me tocaste, me besaste, me susurraste que te hacía volar y te hacía sentir una chiquilla otra vez… y cuando pensé que, joder, eso era de lo que todo el mundo hablaba cuando se refería al amor y por eso le daban tanto bombo…, me dejaste tirada. Como una colilla. ¿Qué es esto? ¿Qué soy? ¿El conejillo de Indias con el que vas a ir probando a ver si en realidad no será todo la puta crisis de los treinta?

—Tienes derecho a estar enfadada, Julia, pero para mí todo esto también es nuevo.

—Pues vete a casa, pregúntale a tu psicólogo qué hacer y luego vuelve con respuestas. Ah, no…, espera, que no es tu psicólogo, es tu marido.

Julia echó a andar. El pelo, un poco más largo que la última vez que la vio tendida sobre las sábanas revueltas de su cama, se movió con brío con cada uno de sus pasos. El vestido se agitaba bajo sus nalgas, creando una especie de baile junto a los muslos. La deseaba. Joder, que si la deseaba. Ahora entendía los comentarios y ronroneos que se nos escapaban a las demás al ver a un tío de buen ver. Ahora entendía ese calor en el vientre que tantas veces quiso sentir con Julián. Pero no era eso. La cuestión era que solo con Julia se sentía ella misma.

Dio dos pasos rápidos, la sostuvo por la cintura y la giró. Sin dejarle tiempo para reaccionar, la besó. Fue un beso rápido, tonto, adolescente. Un beso sincero que Julia devolvió al instante, justo antes de apoyar la frente en la suya.

—Joder, Adri…

—Lo siento mucho —dijo, cogiéndole las dos manos—. Lo siento muchísimo, pero aún estoy aceptando todo esto.

—Si me hubieras dado dos semanas más, te habría olvidado.

—¿De verdad? —le preguntó con las cejas arqueadas.

—No, imbécil. Bésame otra vez.

 

 

Una hora más tarde, las yemas de los dedos de Adriana se deslizaban sobre la espalda desnuda de Julia, que yacía bocabajo en la cama. Le dolían las mejillas de sonreír y aún notaba el interior de sus muslos húmedo después de un orgasmo de los que hacen estallar capilares. Casi había olvidado el olor del sexo…, del de verdad. Y el de ella.

Dibujó un camino entre los lunares que salpicaban su piel y después se entretuvo en contarlos.

—Uhm…, no dejes de hacer eso…, me estaba gustando —se quejó con sorna Julia.

—No te acostumbres. Soy más de recibir caricias que de darlas.

—¿Y tú qué sabes, si nunca habías estado enamorada?

Se volvió a mirarla con el pelo rosa pálido desordenado y una sonrisa somnolienta en la cara, y Adriana se rio. Los pequeños pechos quedaron a la vista cuando se dio la vuelta completa y le acarició el pelo; no podía dejar de mirarlos cuando agarró su mano y besó la palma.

—Tienes razón. No sé cómo, pero siempre la tienes.

—Quiero estar contigo —le soltó Julia a bocajarro—. No voy a soportar cosas a medias.

—Yo tampoco las quiero.

—Seré comprensiva en los plazos, pero tienes que replantearte tu vida.

—Mis amigas ya lo saben —le contó—. Bueno, lo sabe una. Es un paso.

—Es un paso. Creí que nunca ibas a darlo. El armario en el que estás metida tiene muchas cerraduras.

Adri se tumbó y se echó a reír.

—¿Qué? ¿Qué te hace tanta gracia?

—Pues… estaba pensando en cómo decirte que fui a que me leyeran las cartas del tarot con mis amigas, y salí de allí acojonada perdida y con la certeza de que si no lo arreglaba contigo, iba a estropear mi vida.

—¿Cómo?

Miró el reloj de reojo.

—Otro día te lo cuento bien, ¿vale? Eso y lo del bebé.

—¿Qué bebé?

—El que pensaba tener.

—¿Te vas ya? —Julia frunció el ceño, taciturna.

—Tengo que irme, pero… ¿te recojo mañana?

Una sonrisa pequeña fue creciendo en los labios de las dos para terminar hecha un nudo cuando se besaron.