Querido Leo:
Ojalá fuera capaz de hacerte entender cómo viví aquella noche. Ojalá pudiera abrirme el pecho y dejar que entraras para abrigarte con mi carne y con mi piel y sentir, desde dentro, cómo me estremecía. Esa noche, Leo, un poco triste por no encontrar un recuerdo bonito nuestro de tantos que tenía en aquel lugar, entendí esa frase que tanto decías: «Solo cuando me miras, soy». Yo ya era, pero al mirarme tú, me encontré, supongo. Supe dónde mirar. Supe.
Nuestra conversación me dejó un regusto amargo, ¿sabes? Por un lado me sentí entusiasmada hasta lo enfermizo con la idea de que, por más que te esforzaras, no pudieras esconder que algo no iba bien con Raquel. Era como encontrar de pronto tiempo extra en una cuenta atrás que no tenía ni idea de cómo terminaría. Pero pintaba mal para mí.
Otra parte de mí misma se cabreó, y mucho: contigo, conmigo y con ella. Conmigo, por alegrarme de la duda que vi en tus ojos. ¿En qué tipo de persona me convertía aquello? En una mala. O en una demasiado humana.
Contigo, por no haber conseguido mentirme mejor y ayudarme a olvidarte. No, joder. Tampoco era eso porque yo ya había olvidado los motivos por los que me importabas. Contigo, al final, por haberte convertido en la persona capaz de hacerme feliz, pero demasiado tarde.
Con ella, porque todo hubiera sido muchísimo más fácil si me hubieras dicho que estabas tan enamorado que la llevarías al altar donde me plantaste a mí. Definitivamente más fácil, aunque también doliera más.
Además estaba esa palabra flotando en el ambiente desde que la depositaste junto a mi oído: «Valiente». Valiente sería, sin duda, la única palabra que me tatuaría con la seguridad de que nunca perdería sentido y siempre recordaría por qué quise tenerla bajo la piel. Valientes somos todos, pero necesitamos que alguien nos lo recuerde de vez en cuando.
Querido Leo:
Aquella noche, cuando volvimos hacia el apartamento y decidisteis que habíais bebido demasiado como para coger el coche, me di cuenta de que nos debatíamos entre una cosa y otra sin poder evitarlo. Ralentizabas el paso para andar junto a mí; me comentabas algo, iniciábamos una conversación que se agotaba y entonces uno de los dos huía, forzando un puñado de metros entre los dos. Si yo me acercaba, parecía que eras tú el que evitaba estar más próximo; si no lo hacía, me mirabas enfurruñado porque querías que lo hiciera. Nos estaba pasando de nuevo, pero esta vez como si ninguna de las anteriores hubiera existido. ¿Era yo o nos estábamos gustando de nuevo? Creo que ni siquiera era amor y eso era lo que más me ilusionaba. Nos gustábamos como si fuéramos gente recién descubierta: tímidos, confusos, indecisos. Con miedo a no gustarle al otro, pero gozando las miradas que nos cruzábamos aunque duraran milésimas.
Pero tu relación con Raquel era perfecta, ¿recuerdas que me lo dijiste? Que era perfecta, que no debía preocuparme por ti. Y yo fingí que me lo creía y me alegraba.
Escogiste sin darte cuenta la cama en la que dormimos juntos por última vez en aquel apartamento. La nuestra, vaya. La que usábamos siempre que íbamos a ver a Jimena y sus padres no estaban. Cuando te vi salir del baño, recorrer los pocos metros que lo separaban de la habitación y meterte dentro, me entró una risita tonta porque yo tampoco me acordaba de que solíamos dormir en esa cama, pero tenía muchas ganas de volver a hacerlo. Aquella noche yo no quería acostarme contigo. Quería tumbarme a tu lado, que te quitaras la ropa y oler despacio y luego muy hondo ese punto entre tus dos pectorales cubierto de vello donde se encontraba tu verdadero olor. El de tu piel. Solo quería redescubrirlo, como si nunca lo hubiera conocido.
No eran horas para considerarse de noche, pero tampoco era de día cuando me acosté, recién desmaquillada, en pijama de pantalón corto y con el pelo recogido. En la cama de al lado, mi hermano roncaba. Era la combinación más fácil, claro, cuando nos dimos cuenta de que escaseaban las camas. Yo quise que alguien propusiera que era mejor que durmiéramos tú y yo juntos, pero… ¿quién iba a hacerlo?
Vi salir el sol por las rendijas de la persiana. Vi la habitación teñirse de plateado y azul y después, cuando el día cobró fuerza, de amarillo brillante. Tuve que levantarme a cerrar del todo, a pesar del calor, porque cualquier atisbo de luz me hacía difícil seguir imaginando cómo sería estar allí contigo.
Al final me dormí, claro, a fuerza de intentarlo.
Querido Leo:
La casa estaba aún sumida en el más riguroso silencio cuando me levanté. Habría dormido, ¿cuántas? ¿Dos horas? Me acordé de eso que decía tu padre sobre trasnochar…, que las horas de sueño por el día no cunden como por la noche y, mientras me preparaba un café, sonreí. Y apareciste. Con tus vaqueros y abrochándote la camisa. Con el pelo revuelto y las puntas húmedas, porque te habías lavado la cara.
—Buenos días. —Me besaste la sien.
—¿Quieres café?
—Por favor.
Nos sentamos en la terraza a bebernos nuestros cafés en silencio, con una sonrisa. No sé tú, pero yo estaba viviendo una fantasía. Si extrapolabas del contexto aquella imagen, el poco diálogo y a nosotros, podías implantarlo en cualquier situación. Podíamos ser amantes eventuales que acababan de despertarse después de unas pocas horas de sueño y muchas de hacer el amor. También un joven matrimonio de vacaciones. O un ligue…, una de esas parejas que casi no se conocen, pero se gustan muchísimo.
—Es raro —me atreví a decirte con los pies apoyados en la barandilla.
—¿El qué?
—Esto.
—Lo hemos hecho miles de veces. —Sonreíste y noté tu mirada en mi cuello despejado.
—Lo sé y por eso es raro. Lo hemos hecho mil veces, pero es como si fuese la primera.
Me atreví a mirarte y te vi intentando ahogar tu sonrisa en el fondo de la taza de café. No lo conseguiste y ella sobrevivió.
—No sé si entiendo lo que quieres decir —respondiste.
Me has visto desnuda cientos de veces. Has mordido mis pezones hasta dejar la marca de tus dientes en mi piel sensible. Me has hecho muchas cosas sucias que me han gustado casi diría que demasiado. Me has bañado con tu semen. Yo te he empapado con mi excitación mientras tu boca me recorría el sexo. Hemos discutido hasta la saciedad, hasta aburrirnos. Nos hemos hecho todas las declaraciones de amor que podían hacerse, menos la que tocaba, claro. Tenemos tanta historia como vida porque tu vida y la mía pertenecen a la misma trama. Y aun así… siento mariposas si me miras, me da vergüenza que se me intuyan los pezones bajo la tela del pijama y estoy eufórica por estar a tu lado…, como si nada de lo anterior hubiera existido y nosotros dos pudiéramos reescribirlo a nuestro antojo.
Sí, era difícil de explicar, Leo, y no era el momento de hacerlo.
—¿Qué vas a hacer con el resto de tus vacaciones? —solté fingiendo una despreocupación que no sentía.
—Vuelvo a Madrid mañana y luego me voy unos días a Londres. Quiero ver a algunos amigos que dejé allí. Después volveré a Valencia y me quedaré con mis padres en el pueblo como mucho una semana. Leer bajo la parra. —Me disparaste de nuevo los dos hoyuelos que se te dibujaban junto a la boca—. No dejo de pensar en eso… En perderme por las calles de Londres, agobiarme, acordarme de por qué me marché y después morirme de aburrimiento en el pueblo, para volver con más ganas a ese piso mío que huele a curry.
Tenía la esperanza de que me dijeras que no tenías ningún plan y te ofrecieras a llamarme para hacer algo antes de volver al trabajo, pero tú eres uno de esos tíos que sabe qué quiere contestar cuando, en septiembre, le pregunten qué tal las vacaciones.
—¿Y Raquel? —me atreví a preguntarte.
—Está de viaje con sus mejores amigas. Nos veremos a la vuelta.
—¿No son demasiados días sin veros?
No contestaste. Y yo me quedé con la duda.
Cuando te marchaste, Jimena, Adriana y mi hermano seguían durmiendo. Intentaste despertar a Antonio para llevártelo contigo en coche de vuelta a su casa, pero fue como intentar dar vida a Pinocho sin la magia. Era un tronco.
Me diste un beso en la mejilla y nos despedimos con un «ya nos vemos», y quise que nos viéramos mucho, aunque no me atreví a pedirlo. Por el contrario, me asomé al rellano y, viéndote bajar los primeros peldaños de la escalera, te dije:
—En la boda, ¿verdad?
—Sí. En la boda.
Me quedé con ganas de decirte que justo después yo tenía aquel viaje a México con Pipa, pero cerré la puerta y me dije a mí misma que alargar la conversación, para retenerte unos minutos más, carecía de sentido.
¿Sabes dónde me fui cuando cerré la puerta, Leo? Me fui a la cama en la que habías dormido y me tumbé sobre las sábanas que ya habías estirado, porque eres muy cuadriculado con el orden de ciertas cosas cuando estás en casas ajenas. Olí la almohada. Me revolqué sobre la tela fría hasta que estuvo caliente. Y me dormí.
Cuando me descubrieron allí tumbada, le dije a todo el mundo que en mi dormitorio hacía demasiado calor.
Y me resigné a no verte hasta la boda. Y a no saber si mi corazonada era cierta y si me enteraría de tu ruptura con Raquel por ella, por ti o por nadie.