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Tienes que decírselo

Voy a decir algo que va a parecer tonto, pero me encanta Madrid en agosto. Y no creo que sea la única porque, desde hace unos años acá, cada vez hay más gente en la capital en un mes que, por tradición, solía dejarla desértica.

En agosto en Madrid no hace tanto calor como la gente cree. El mes malo es julio. Agosto ya empieza a abrir el cielo a las brisas agradables y no calientes y encima, como todo el mundo anda de vacaciones fuera, las terrazas, los restaurantes y todo lo que ofrece la ciudad es más accesible. Menos gente, más espacio. Es lógico.

Así que, aunque me lo había pasado genial en Valencia, había recargado las pilas y me encontraba muy descansada y agradecida por los mimos familiares, volví a mi pisito feliz. Feliz de estar en casa y poder decir lo mismo de dos lugares diferentes.

Jimena se quedó en Valencia unos días más con su familia. Desde allí, se marcharía a Ibiza en ferri, donde se encontraría con Samuel, que había conseguido un apartamentito por Airbnb no demasiado caro (y por ello, no demasiado bonito ni céntrico) para cuatro días. Menos daba una piedra.

A Adriana la perderíamos durante unos días también porque le tocaban vacaciones familiares. Estaba bastante poco emocionada con la perspectiva de pasar un par de semanas compartiendo casa en el pueblo con su familia política y, menos aún, de no ver a Julia pero… «es lo que hay», me dijo con una sonrisa resignada cuando le pregunté. Me dieron ganas de decir que podía ahorrárselo, pero ella aún no estaba preparada para despojarse de aquella vida alquilada.

Estaba sola en Madrid. Tenía la invitación sincera de Adriana de ir a pasar un par de días con ella en la casa de sus suegros en un pueblecito de Ávila, pero lo cierto es que me parecía un poco violento. No tenía más planes que disfrutar del sofá de mi casa y de un montón de libros, con la ventana abierta. ¡Ah! Y comprar más macetas con flores para mi balcón y un par de plantas de interior.

Pero llamó Raquel y me acordé entonces de que la vida, por más que te inventes fantasías de tranquilidad, suele imponer su realidad a la larga.

Le debía unos margaritas, me dijo. Y tenía razón. Ella tenía razón y yo ninguna excusa tras la que parapetarme para escaquearme de la cita. Además, me sentía mal. Unos meses antes me hubiera parecido imposible no querer ir a tomar algo con ella. Era divertida, coqueta, inteligente y me encantaba pasar tiempo a su lado. Pero claro, eso era antes de que se pusiera a salir con mi ex y de que el hombre en el que se había convertido me dejara un poquito más colgada de lo que me dejó su anterior yo.

Quedamos en el restaurante mexicano La Mordida que hay cerca del Retiro porque, además de que gracias a La Lupita la gastronomía de México se había convertido en una tradición para nosotras, quisimos «celebrar» así mi inminente viaje al país.

Llegó cinco minutos tarde, pero con el eyeliner perfecto. Hay una norma no escrita que permite, con cortesía, hacer esperar siempre y cuando necesites ese tiempo para hacerte la raya del ojo como Dios manda, y yo, una persona a la que nunca le salía a la primera, lo asumía con naturalidad. Me dio un beso en la mejilla y la noté un poco rara. Un poco nerviosa. Más seria de lo que habría esperado.

Mierda…, ¿Leo ya había cortado con ella? O quizá yo estaba muy equivocada con mi corazonada y en realidad iban a dar un paso de la leche, como irse a vivir juntos, adoptar un perro o… yo qué sé, darse de alta en Movistar juntos. Eso es para toda la vida.

Nos sentamos en la terraza, porque Raquel fuma y ese día, además, fumó como una chimenea. Lo normal habría sido preguntarle si estaba bien, si le pasaba algo, pero me anduve con pies de plomo porque no quería meter la pata.

—¿Qué tal por Valencia? —me preguntó fingiendo una sonrisa.

—Bien. Genial, en realidad.

—Me dijo Leo que os visteis.

—Sí…, vino a ver a mi hermano a la playa.

No dije más. Dios…, qué miedo tenía de cagarla.

—¿Y tú qué tal? —retomé la conversación—. ¿Dónde te fuiste con tus amigas?

—Maca…

El hilo de voz con el que me habló me acojonó viva. Después se frotó la cara sin tener cuidado con el maquillaje, aunque lo único que pasó fue que se le despeinaron un poco las cejas.

—¿Quieres que esperemos el margarita? —le pregunté, queriendo ganar tiempo.

—Ni siquiera sé si debería beber.

Arqueé una ceja. Hay mucha gente que, en una ruptura, prefiere no emborracharse de manera épica por no despertar más sentimientos y más pena que soportar después con una resaca, pero no sé por qué, me dio la sensación de que no se refería a eso.

—¿Qué pasa? —Y admito que mi tono fue bastante más brusco de lo que pretendía.

—Maca…, me pasa una cosa y no sé si debería contártela porque te voy a poner en una situación muy fea.

—¿Es por… Leo?

—Necesito saber ahora mismo si va a pesar más nuestra amistad que tu relación con él.

Dios mío de mi vida…, qué mal pintaba aquello.

—Sí, claro. No te preocupes.

Tragó saliva, se colocó el pelo y suspiró.

—Tengo una falta.

Juro que no entendí ni una palabra de lo que me estaba diciendo.

—¿Qué? —pregunté notando el cuello en tensión.

—Tengo una falta. No me viene la regla.

¿Entro en detalles de la cascada de sensaciones o mejor os lo ahorro? Porque no fue demasiado agradable. Creí que vomitaba y solo llevaba en el cuerpo un café con leche y una galleta, por lo que lo único que subió a mi garganta fue bilis.

¿Era eso lo que le pasaba a Leo? ¿Lo sabía y no quería decírmelo? ¿Estaba acojonado con la perspectiva de ser padre en breve?

—¿De cuánto es la falta?

—De casi un mes.

—¡¡De casi un mes!! —grité.

La gente de las mesas de alrededor nos miró y Raquel me pidió que bajara el tono de voz.

—Pero si tú tomabas la píldora, ¿no? —le pregunté.

—Sí —asintió—. Pero he estado leyendo que a veces…, bueno, sabes que no es cien por cien efectiva.

—Es un 99 por ciento fiable. ¿Quieres decirme que eres el 1 por ciento que tiene tan mala suerte?

—Últimamente llevaba mucho descontrol al tomármela —dijo disculpándose—. Las horas, un día la olvidé, tomé dos al día siguiente…

—Vale. Entonces… ¿no te bajó durante la semana de descanso?

—Manché un poco, pero… prácticamente nada.

No supe qué contestarle. No soy médico. No tenía ni idea de qué podía haberle pasado o si había realmente una posibilidad de que estuviera embarazada. Supongo que sí. Yo hubiera ido al médico, pero decirle aquello… ¿no sería juzgar la manera en la que se estaba enfrentando al asunto?

—Y…, bueno…, ¿has pensado ir al médico? —quise suavizar.

—Sí. Pero mi ginecólogo está de vacaciones.

—¿Te has hecho un test?

—Dos.

—¿Y?

—Uno salió positivo y el siguiente negativo.

Positivo.

Positivo.

El chalet. El bebé. El perro.

«Leo, tío, a lo mejor solo te faltan el perro y el chalet».

—Vamos a ver…

—¿Qué voy a hacer, Maca? —me preguntó con expresión aturdida—. Nos acabamos de conocer.

—He escuchado decir que…, bueno, puede haber falsos positivos, pero es muy difícil que haya un falso negativo. No soy médico, no sé si esto es muy científico, pero… —No contestó. Bajó la mirada y se encogió sobre sí misma—. ¿Y tú cómo te encuentras?

—Pues… mal. Rara. Pero ya no sé si me estoy sugestionando.

Me atreví por fin a preguntarlo porque una vocecita en mi cabeza me dijo que no era demasiado pronto para hacerlo y ya no se me vería el plumero:

—¿Lo sabe Leo?

—No.

Un camarero muy simpático nos trajo la jarra de margarita que habíamos pedido nada más sentarnos. Gracias a Dios. Necesitaba tener algo en las manos.

—¿Saben ya lo que van a comer?

—No —le dije con angustia—. No tenemos ni idea.

Como Leo, que estaría en Londres comprando libros en librerías de segunda mano y tomando pintas en pubs con sus antiguos colegas, sin imaginarse el dramón que tenía montado su novia. Y su ex, que era yo.

—Raquel, se lo tienes que decir —le aseguré cuando el camarero se marchó, dándonos tiempo para pensar en la comanda.

—¿Por teléfono? Esto no es un tema que tratar en una llamadita breve.

—Pues llámale y dile que venga. ¿No habéis coincidido en persona desde hace un mes?

—¿Qué? Ah, no —negó—. No es eso. Es que, bueno, en realidad yo pensaba que no…, que son cosas que pasan. Ya sabes. Tengo amigas que les ha pasado eso de no tener el periodo en la semana de descanso de la píldora porque, bueno, yo qué sé, a lo mejor es por llevar tanto tiempo tomándola, ¿quién sabe?

—Un médico. Un médico lo sabe.

—Ya lo sé, Maca, pero ¿qué hago? ¿Voy a urgencias y les digo que creo que estoy embarazada?

Me agarré la cabeza en un acto casi involuntario. Apreté mis sienes, pero el zumbido que notaba atravesarme entera no menguó.

—Llámale y dile que venga —repetí.

—Vuelve de Londres hoy.

—Llámale. —Había entrado en bucle, no podía decir otra cosa.

Le imaginé llegando al aeropuerto relajado, sin sospechar que estaba a punto de encontrarse con el percal. Me iba a estallar el cráneo.

—¿Tienes una aspirina? —le pedí.

—Maca, lo siento mucho. Siento estar contándote esto, pero… tú le conoces.

Levanté la mirada hacia su cara. Ah, carámbanos…, esa era la cuestión. No era por nuestra naciente y cada vez más estrecha relación. No. Necesitaba contármelo a mí porque yo conocía bien a Leo y sabría aventurar cómo iba a tomárselo.

—No se va a poner hecho un loco —le aseguré.

—¿Os pasó alguna vez?

—Al principio, antes de que yo me tomase la píldora.

—¿Y?

—Teníamos diecisiete y veinte años, Raquel; la situación no es comparable.

—Ya lo sé, pero ¿qué hizo?

—Pues se pasó dos días pálido y casi sin comer hasta que juntamos el dinero para un predictor. —Levanté las cejas. Aquello me parecía un recuerdo perteneciente a otra vida.

—¿Y si estoy embarazada? —soltó—. Lo acabo de conocer. Me gusta muchísimo y sé que estamos construyendo algo bonito y sólido, pero es muy pronto.

Ay, Dios mío de mi vida. Aquí me acordé muy mucho de las reticencias de Leo a contarme lo que le pasaba con Raquel. Lo agradecía mucho…, muchísimo. Si Leo no lo veía claro, si quería cortar con ella, si empezaba a pensar que se había lanzado de cabeza a algo que no estaba seguro de querer…, prefería no saberlo en aquel momento.

—Es algo que tenéis que hablar entre vosotros —le dije.

—No quiero abortar. Si lo estoy, no quiero abortar.

¿Era científicamente posible que me diera una embolia a mi edad? Porque juro que nunca me había encontrado peor.

—Sé que Leo sería un buen padre…, incluso si lo nuestro no funcionara, sería un buen padre. Es…, en el fondo es genial que me haya pasado con él, ¿sabes? Tener algo para siempre entre nosotros no suena tan mal. Yo siempre he querido ser madre. Tengo treinta y un años y quizá es el momento.

No. No era una embolia. Lo que me estaba dando era un infarto.

—Muchas cosas cambiarían, es verdad, pero ¿no es la vida eso? Cambios. Evolucionar. Crecer. Abrirte a la posibilidad de…

Cerré los ojos y me obligué a tragar saliva.

—Raquel… —la corté—. Habla con Leo. Antes de hacer más cábalas, habla con él. Y ve al pu… ñetero médico. Id juntos. Y hablad. Hablad mucho.

No conseguimos reconducir la conversación. Ni siquiera sé de qué hablamos después de aquello. Sé que Raquel prácticamente ni bebió ni comió y que yo lo hice por las dos. No me quité de la cabeza aquello en todo el día ni en los días posteriores. Fue como…, como una bofetada de realidad. Una realidad en la que, a lo mejor, volver a enamorarse desde cero del amor de tu vida no era tan bonito como parecía.