38

Cuando ya creía ver la luz

La soledad está infravalorada. Corremos siempre en dirección a los brazos de alguien, buscando amor o un hombro en el que llorar, olvidando que nosotros tenemos dos. Estar con uno mismo, sin nadie que suponga una excusa para no escuchar lo que viene desde dentro, puede ser placentero. En pequeñas dosis o a grandes bocanadas cuando necesitas encontrarte de verdad debajo de un montón de discursos que te has ido dando (y creyendo) a lo largo de los años; es positivo. O al menos fue lo que sentí aquellos días en Londres, solo, comprando libros viejos, bebiendo cerveza y paseando por las calles empedradas del que un día fue mi barrio. Aquel viaje me aclaró muchísimo las ideas. Es muy fácil ver quién es imprescindible cuando prescindes de todo unos días. La añoranza no miente. Pero, ojo, hay que saber distinguir entre la necesidad real y el enganche.

Raquel llamó en cuanto aterricé. No me sorprendió, claro; ella no tenía ni idea de que llevaba semanas dándole vueltas a cómo decirle que me había dado cuenta de que no podía hacerla feliz. Ella era mi novia, aún. Por eso, que me dijera: «Oye, Leo, ¿crees que podrías retrasar tu vuelta a Valencia unos días? Me gustaría verte», no me sonó raro. Al revés, lo leí como la oportunidad. Llevaba días preguntándome si no estaría precipitándome con esa idea que no dejaba de rondarme desde la noche que vi a Macarena con otro. Estuve a punto de confesárselo aquella noche en la terraza de Canet. Quería mirarla a los ojos y decirle: «Mierda, Maca, no tiene que ver con el pasado, tiene que ver con el ahora y es la Macarena de ahora a la que no puedo quitarme de la cabeza, y las dos no cabéis en el mismo sitio… En realidad, no cabe nadie más que tú, porque cómo puedes ser tan enorme siendo tan pequeña». No se lo dije, claro, pero con ella… no hacía falta. Me leía en voz alta a través de mi propia garganta. Creo que lo supo mucho antes que yo.

Cambié los billetes de AVE para Valencia y avisé a mis padres de que llegaría un par de días más tarde. Tuve el atino de aplazarlo un par de días, no solo uno. Iba a necesitar tiempo para solucionar aquello; más del que creía.

Quedamos en su casa, aunque yo hubiera preferido un lugar menos personal. No sabía si al verla tendría ganas de besarla o de acariciar su pelo y decirle: «Nena, no puede ser», y no quería que se quedase después con el mal recuerdo adherido a muebles y espacios, pero insistió mucho en que fuera allí, de modo que cedí.

Me besó en los labios cuando llegué. No sentí nada. Nada. Me recordó a una chica con la que estuve viéndome un tiempo, con la que todo era verdadero y honesto porque ambos sabíamos que solo era sexo. Ella estaba casada, por cierto. Después de pasar la tarde juntos, al besarme como despedida, siempre se reía y me decía orgullosa:

—Nada. No siento nada.

Eso era bueno porque nos habíamos prometido dejar de vernos el día que aquello cambiase. Si os estáis preguntando si tengo remordimientos por aquello, diré que hoy sí; en aquel momento ni siquiera me cuestionaba si debería tenerlos.

—¿Qué tal por Londres? —me preguntó Raquel, mohína.

—Bien. —Pasé los dedos por mi pelo y me quedé de pie, frente a ella y el sofá.

—Siento haberte pedido que retrasaras el viaje a Valencia. Sé que tienes ganas de estar con tu familia.

—No creas —quise bromear—. Mi madre es como un whisky bueno…, es mejor tomársela a sorbitos pequeños.

Nos quedamos callados y sonrió de un modo muy raro. Me interrogué a mí mismo. Era tan guapa que cualquier hombre habría tenido ganas de pegarme por estar pensando en romper con ella, pero es que… no. No era ella. Aquello no era más que una manera bonita de perder el tiempo. Los dos. Y como estaba tan rara, sopesé la posibilidad de no decir nada, probando suerte, por si era ella la que quería romper y me quitaba de encima el marrón. No me juzguéis mucho por ello; de vez en cuando tiendo a ser demasiado humano.

—Es raro que no hayamos hecho planes juntos estas vacaciones —dijo.

—Ya, es que…

—No es un reproche. Es solo una apreciación.

—Y es cierta. Es raro. Por eso mismo…, por eso mismo cambié de planes. Esta conversación es necesaria, Raquel.

—¿Qué conversación? —Arqueó las cejas.

—La que estamos teniendo.

Esperé por si añadía algo, pero no lo hizo, de modo que tomé las riendas de nuevo.

—¿Por qué crees que no hicimos planes para estas vacaciones?

—Bueno, porque somos dos personas independientes, casi acabamos de empezar y yo ya tenía cerrado el viaje con mis amigas.

—¿Y no crees que deberíamos haber estado locos de ganas y que habría surgido solo?

—¿Qué me estás queriendo decir?

Me senté en el sofá a su lado y ella se movió para poder mirarme bien a la cara.

—Estoy un poco… confuso —suavicé.

—Y yo. No me baja la regla desde hace casi un mes.

Hacía calor, pero no el suficiente como para que aquel jarro de agua helada me sentase bien.

—¿Cómo? —Era como si se hubiera comunicado en francés. Sé alguna palabra, pero no termino de entenderlo. Pues lo mismo.

—Puede…, existe la posibilidad… de que esté embarazada.

—Tomas la píldora —solté.

—Sí. Pero no es infalible al cien por cien y, bueno, ya sabes lo despistada que soy…

Me pareció que estaba repitiendo un discurso que, probablemente, había ensayado con sus amigas.

—Ya…, ehm…, ¿hacemos un test?

Por fuera parecía muy sereno, pero por dentro no dejaba de repetirme: «Contente, mantén las riendas, que no cunda el pánico, no te desmayes…».

—Ya me he hecho dos.

—¿Positivos?

—Uno sí. El otro no.

La visión de mi madre llorando desconsoladamente se me clavó entre las cejas. A ver, un embarazo no programado no es un drama, pero mi cabeza había viajado más allá... cuando naciera el bebé y Raquel y yo fuéramos plenamente conscientes de que la situación era insostenible y nos separásemos.

Macarena. ¿Qué diría Macarena? ¿Qué sentiría? ¿Cómo podría mirarla a la cara y decirle que me gustaba como nunca me gustó pero que iba a tener un bebé con otra?

Tragué saliva. Y pensé en lo que acababa de pensar.

«Me gustas más de lo que nunca me gustaste en el pasado».

—Deberíamos ir al médico —sugerí después de un silencio demasiado largo.

Los ojos le brillaron cuando la miré.

—Gracias —me dijo.

—¿Por qué?

—Por tomártelo así.

¿En qué puto mundo vivimos? ¿Desde cuándo lo que yo estaba teniendo era una actitud digna de agradecer? Era lo normal, joder. Lo normal.

—No digas eso, Raquel. Esto es lo que debo hacer. Lo que debería hacer cualquier hombre en mi situación. —Carraspeé—. Supongo que tu médico no está ahora mismo disponible.

—Está de vacaciones —confirmó.

—Ehm…, vale. ¿Tienes referencias de algún otro? Siempre hay alguno de guardia, ¿no?

—Sí. Pero… quería ir contigo.

—Claro.

Nos quedamos callados.

—¿Qué vamos a hacer si lo estoy?

—Prefiero esperar a tener esta conversación.

—Pero… ¿y si lo estoy? ¿Y si estoy embarazada?

—Bueno, será responsabilidad de los dos y yo respetaré cualquier cosa que quieras hacer.

«Aunque ahora mismo quiera morirme». Esto me lo callé.

—Si estoy embarazada quiero tenerlo.

Virgen de la Macarena…

—Yo no soy nadie para pedirte lo contrario. —Y no sé ni cómo me salió la voz.

Nos mantuvimos la mirada y me pareció estar en un duelo que, por cierto, perdí yo apartando los ojos hacia el suelo y pasándome las dos manos por el pelo.

—Qué marrón, ¿eh? —susurró.

Callarme hasta saber si estaba embarazada o decirle: «Cariño, esto no funciona». Esperar. No era el momento.

—No estaba programado. —Intenté sonreír.

—Le diremos que fue fruto del verano —bromeó.

—De aquel calentón en la ducha…, sin duda.

Una risa nerviosa se escapó de su garganta y me volví para mirarla. A mis padres les gustaría. A mí también me gustaba. Era la mejor opción. La mejor si sopesabas las cosas como nunca debería pasar en el amor. Y hasta a mis padres les pasaría…, les gustaría, pero nunca la querrían como querían a Macarena porque eso solo pasa una vez en la vida.

—Tranquila. —Alargué la mano y cogí la suya que, a pesar del calor, estaba horriblemente fría.

La sonrisa que tenía en los labios se fue convirtiendo en una mueca de terror.

—Casi no nos conocemos —dijo.

—Lo haremos bien.

¡¿Qué coño?! ¿Que lo haríamos bien? ¿Y yo qué sabía? No me pasaba la saliva por la garganta. ¡Yo no quería ser padre! Bueno, claro que quería serlo, pero… no con ella. Joder. Aquella punzada fue la confirmación. No era el momento, pero tendría que decirle que no la querría nunca, estuviéramos o no a punto de ser padres.

 

 

Me quedé a dormir aquella noche en su piso. Ella hizo unas cuantas llamadas, echó mano de contactos y consiguió una cita con el ginecólogo de una amiga suya que había tenido que quedarse de guardia ese mes porque tenía varios partos que atender.

Ella quiso hacer el amor. Yo no tenía cuerpo. Decirle que no fue más duro que hacerlo sin ganas. Hubiera podido pero no era un sentimiento con el que quisiera lidiar después.

Al día siguiente la dejé bebiéndose un café en la cocina, envuelta en una bata corta blanca, y me marché a mi casa con la excusa de darme una ducha y cambiarme de ropa antes de la cita. En realidad necesitaba respirar hondo y lejos de ella. Necesitaba calmarme y calmar las ganas de llamar a Macarena y pedirle que me sacara de allí. Nunca me había sentido tan asustado.

No la llamé, claro, aunque tenía la corazonada de que ella ya estaría al tanto de toda la historia. Días antes me preguntaba, si al final me decidía a seguir mi impulso y romper con Raquel, si debía decírselo a Macarena. Quería que lo supiera, pero me daba miedo que ella respondiera: «Me da igual». Aunque sabía que no se lo daba.

Ella… ¿querría salir conmigo algún día a cenar? ¿De qué hablaríamos? Me gustaba esa Macarena que se acariciaba un mechón de pelo cuando, conversando conmigo, hablaba de cualquier cosa menos del pasado. Estábamos… ¿empezando de nuevo? ¿Era eso posible?

Bien. Estaba a punto de saber si iba o no a ser padre y mentalmente había vivido una regresión a los quince.

 

 

La clínica en la que el doctor que le recomendaron pasaba consulta resultó ser uno de esos centros hiperpijos en los que es muy complicado sentirte cómodo si no tienes un ducado o un marquesado. La sala de espera, a pesar del mes en el que nos encontrábamos, estaba atestada de mujeres embarazadas y mujeres con niños. Ni un hombre. Me pareció extraño y hasta mal. ¿Es que los padres no querían formar parte de aquella experiencia?

Raquel, aunque visiblemente nerviosa, no parecía sentirse incómoda. Estaba habituada a relacionarse con gente muy bien posicionada. Nunca lo habíamos hablado abiertamente, pero me daba la sensación de que venía de una buena familia con muchos recursos.

—Nos miran —le dije en un susurro.

—Porque no llevamos anillo.

La miré con el ceño fruncido.

—¿En serio?

—¿No has visto la foto del Papa en la entrada?

—No.

—Estoy bromeando. —Sonrió—. Nadie nos mira. Al menos a mí. A ti quizá te miren porque eres muy guapo.

—Ya. Claro. —Levanté las cejas con una sonrisa—. ¿Cómo estás?

—A punto de vomitar un montón de vísceras.

—¿Tienes náuseas?

—Serán los nervios.

Pero colocó una mano en su vientre. El gesto me provocó náuseas a mí. Serían los nervios…

¿Puede un hombre de treinta y dos años tener un infarto? ¿Se aceptan llamadas a «mamá» lloriqueando? Carraspeé y me acomodé en la silla, justo en el momento en el que alguien llamó a Raquel. Al levantarnos los dos, concentramos todas las miradas de la sala.

—¿Lo ves? —le dije.

—Camina.

El doctor tendría entre doscientos y tres mil años y una verruga en la frente que captaba toda mi atención. Era hipnótica y desagradable a partes iguales. Creo que Raquel tampoco podía dejar de mirarla, aunque supo disimularlo mejor que yo.

—Entonces, durante la semana de descanso de su píldora anticonceptiva marcó, pero no tuvo una menstruación propiamente dicha.

—Exacto.

—¿Siguió tomándose la píldora?

—Ehm…, durante dos semanas sí. Llevo una semana sin tomarla por si acaso…, por si acaso estoy embarazada y le hace daño al bebé.

El médico la miró como si estuviese tonta.

—Vamos a hacer una ecografía y a salir de dudas.

El tiempo que tardó en desnudarse de cintura para arriba, tumbarse y prepararse para la ecografía se me hizo más largo que los cuatro años que tardé en doctorarme. Pero ¿por qué de pronto la gente era tan jodidamente lenta?

El líquido viscoso con el que untaron su vientre plano parecía estar frío y se le puso la piel de gallina. Me cogió de la mano y me sentí un farsante.

«Señor…, sé que hace años que no rezo. Sé que es hipócrita hacer esto, pero por favor, por favor…, no. Seremos horriblemente infelices».

—¿Estás rezando? —me preguntó Raquel con el ceño fruncido.

—¿Qué?

—Estás moviendo los labios.

—¿Yo? ¡Qué va!

«Por favor, Dios. Escucha mis plegarias».

El milagro fue que no me fulminara un rayo divino para castigarme por la insolencia.

—Nada.

Me quedé mirando la verruga como hipnotizado.

—¿Cómo? —preguntó Raquel, cuya mano sudaba a mares.

—Que no está embarazada. Nada. No lo está.

El alivio que sentí se vio empañado por las lágrimas de Raquel que, además de hacerme sentir fatal, no entendí.

 

 

Nos costó entablar conversación al salir. Una conversación real, ya me entendéis. Preguntarle si está bien, si tiene hambre, si quiere ir a casa, no es tener una conversación. Es hablar por llenar el silencio.

Cuando conseguimos hablar de verdad, fue de nuevo en el salón de su casa que, como siempre, estaba lleno de cajas vacías, prendas de ropa dejadas caer, libros a medio leer y algún par de zapatos.

Raquel se sentó avergonzada en el sofá y le repetí, por decimonovena vez, que no pasaba nada.

—Es que… me siento tonta. Me eché a llorar.

—Fue la acumulación de nervios. Es normal. Ahora ya puedes estar tranquila.

—No dejaba de pensar que había fumado más que en toda mi vida en las últimas semanas. Y me emborraché con las chicas. Mucho.

—Deja de pensar en eso. ¿Quieres algo? ¿Un vaso de agua? ¿Un chupito de tequila?

—Qué vergüenza.

—Eh… —Me puse de cuclillas frente a ella—. Eh, morena…, déjate de historias. De haber sido que sí, a lo mejor el que hubiera llorado habría sido yo.

Me lanzó una mirada de odio completamente merecida.

—Qué ilusión te hacía…

—Ninguna —contesté en una mezcla entre sinceridad y mezquindad que no pasó por el filtro de la razón.

—Qué sincero.

—Quiero decir que… no era el momento, ¿no? En eso estamos de acuerdo.

Se mordió una uña y evitó mirarme.

—Ya puedes decírmelo —musitó.

Me puse en pie y arqueé las cejas.

—¿Cómo?

—Que ya puedes decírmelo, Leo. Ya no tienes que sentirte mal. Ha sido que no y ya puedes ser honesto y decirme lo que ayer no te dejé decir.

—No sé si… —Me hice el tonto.

—Quieres romper conmigo.

Mierda. ¿Por qué siempre olvido que las mujeres listas nos dan cien mil vueltas? Saben las cosas antes incluso de que nosotros las pensemos.

—Raquel…

—¿Es por ella?

Al humedecerme los labios me parecieron de cartón, de otra persona, muertos. Negué con la cabeza. Luego asentí.

—Tengo que estar solo.

—Has estado solo tres años.

—Nunca he estado solo, Raquel. Ella siempre está. La llevo dentro.

¿Habéis roto con alguien alguna vez? Pues por más que imagines escenarios, siempre sucederá de la manera que no esperabas. Nunca son amables; incluso cuando las dos partes están de acuerdo hay mucho en el aire, mucho que no se dice. Reproches… Todos pensamos: «Si hubieras hecho equis, esto habría funcionado». A veces se verbaliza, otras no. Ella lo hizo. Claro que lo hizo. Sabía, tenía clarísimo, que la culpa no era suya y esa certeza, la de que no habría podido hacer nada para que funcionara, la cabreó. La había hecho perder el tiempo, ilusionarse, creer en nosotros mientras yo trazaba planes para poner parches en mis proyectos vitales. Quería el pareado, el perro corriendo en el jardín, el niño jugando en el salón. Siempre lo quise, pero se me olvidó que el fin no justifica los medios. Mi planteamiento era egoísta y enfermizo. Uno no puede obsesionarse con la meta hasta tal punto. Uno no puede pensar que lo que quiso con una persona puede hacerle feliz con otra, sin variar ni un ápice el plan. No eran todas esas cosas las que me harían feliz, era ELLA. La única ELLA que podía escribir en mayúsculas.

Yo quería el pareado, el perro corriendo en el jardín y el niño jugando en el salón…, pero con Macarena leyendo descalza, sentada en el escalón del porche. No con Raquel, aunque fuera, de todas todas, la mejor opción si no era con Macarena. Las personas no son opciones ni variables de éxito. Las personas no son escalones para alcanzar metas. Lo aprendí dándome cuenta de la mentira que yo mismo me había contado.

 

 

Cuando salí de su piso supe que durante mucho tiempo Raquel no querría saber nada de mí y la entendía. La dejé llorando de rabia. Me prometió, sin que yo tuviera que pedírselo, que Macarena no se vería afectada por aquello y yo la creí, porque lo jodido es que Raquel era perfecta. Demasiado. Como la buena chica que era, se daría un tiempo y después sería justa con Maca. Conmigo no sentía esa obligación, claro está.

Justo antes de irme, lanzó al aire algo que quiso ser, me imagino, una queja, pero que acepté como consejo:

—Dejad de ensuciar la vida de la gente con vuestra historia. Dejad de ser cobardes y de escudaros en lo mal que les parecería a todos que volvierais a intentarlo. Si queréis ser infelices, allá vosotros, pero dejadnos al margen. Vivid de una puta vez en vuestra propia piel.

Aquella noche apenas pude dormir. No me preocupaba el hecho de que tuviera razón, palabra por palabra, en aquella crítica. No me preocupaba tener dentro de mí un lugar que solo podría ocupar Macarena. Ni seguir queriéndola. Ni recordar de manera tan vívida de lo que éramos capaces, para bien y para mal. Lo que me preocupaba, lo que me quitó el sueño, fue saber que había conocido a alguien nuevo que me gustaba y la seguridad de que cuanto más la conociera, más me gustaría. Y era extraño. Y daba miedo. Y no lo entendía. Porque esa persona había estado en mi vida desde siempre. De pronto la Macarena de siempre tenía que convivir con esa mujer en la que se había convertido. A una la quería y la otra me encantaba. Macarena era, me cago en mi puta suerte, dos personas: el amor de mi vida y la esperanza. Si aún era capaz de sorprenderme…, ¿no significaba que quizá no llegábamos tarde?

Se veía venir, pensaréis. Sí. Supongo que sí.