42

Bodas de azúcar y canciones

La vuelta al trabajo fue… suave. Los primeros días Candela y Pipa seguían de vacaciones, con lo que me encontré en la gloria. Incluso me pregunté por qué narices me quejaba siempre tanto de mi trabajo. Era… cool, ¿no? Viajaba bastante, conocía a gente con profesiones diferentes e interesantes, trataba con la moda constantemente y estaba rodeada de cosas bonitas. Además, después de mi «reforma laboral» tenía unas buenas condiciones. A eso le llamo yo el efecto «Vacaciones de mes y medio». Se me habían olvidado las razones que llenaban la parte contraria de la balanza. Eso o que, desde la Polinesia Francesa, Pipa no tenía mucho que decir y yo muchas fotos de archivo que ir subiendo a sus redes sociales sin necesidad de tenerla detrás.

Eso sí: mi mesa, que dejé ordenada e impoluta antes de irme, era un maremágnum de papeles y carpetas plagados de post-its de colores con la letra de Candela. Me costó toda una jornada ponerme al día con la cantidad de mierdas que me pedía que solucionara. Eran tantas que mi parte mezquina no pudo evitar pensar que qué narices había estado haciendo durante mis vacaciones. ¿Irse de manipedi con la jefa?

Me tranquilizó tener aquellos días. Así fue mucho más fácil meterle mano a todo lo concerniente al viaje a México y quedarme tranquila. Solo quedaban algunos flecos pequeños, revisar las condiciones de algunas marcas que «nos acompañarían» en aquella travesía e ir adelantando trabajo tipo post para la web y el montaje de algún vídeo. No era difícil, solamente un poco aburrido. Pero… qué maravilloso fue tener la oficina para mí sola. Pensé que corría el riesgo de pasarme el día revisando el móvil por si había noticias de Jimena (por si la habíamos convencido, aunque fuera un poco, para que volviera a hablar con Samuel) o de Adriana (por si se había levantado aquella mañana con ganas de recuperar la independencia para ser completamente feliz por fin). Pero no. Descubrí que nunca había sacado tanto trabajo adelante. Y que hacer entrar en razón a alguien cuando no quiere… es muy difícil.

Cuando Candela y Pipa llegaron, fue más complicado concentrarse. El problema principal fue darse cuenta de que, en apenas dos meses, Candela había conseguido mantener con Pipa la relación que yo, en tres años, no había podido ni rozar. El primer día entraron a la vez, riéndose, con vasos de café para llevar de la misma cafetería, mientras mi ayudante le contaba muy animada una anécdota de sus vacaciones que Pipa escuchaba con atención.

¿Qué había hecho yo mal?

No tuve demasiado tiempo para pensar en ello. No solo porque tenía asuntos personales que demandaban atención, como dos amigas en momentos vitales muy diferentes, pero igual de críticos según su propia percepción, que necesitaban de su otra mejor amiga para ejercer como tal. Tenía, además, que cuidar de las mariposas que habían crecido en mi estómago y que, cada vez que pensaba en la boda de mi hermano, levantaban el vuelo hasta amenazar con escapar volando por mi garganta. Y, ojo…, me sirvió para no amargarme. Tanto que aprendí que, quizá, le había regalado al trabajo algunas emociones que debí invertir en mí. Había vida fuera de aquel precioso despacho. Había vida más allá de Pipa y sus problemas. Además, no encontrar unos guantes de piel de zorro de color mostaza, queridas, no cataloga como problema en la escala de la razón humana.

Sin embargo, como la vida no es ni blanca ni negra y las personas (casi) nunca responden al perfil del psicópata, malvado porque sí, de las películas de 007, Pipa me puso muy difícil poder ponerla a caldo tranquila. Justo antes de salir corriendo hacia Atocha, a coger el tren con destino a Sevilla para la boda de mi hermano, cargada con la maleta de mano y la funda de mi vestido, tuvo un detalle que no esperaba.

—Maca, Maca…

Recuerdo cerrar los ojos con fastidio, creyendo que perdería el tren porque a ella, de pronto, se le antojaría que llenara un botecito con mis lágrimas para dárselas a beber a sus enemigos o algo así. Pero no. Al volverme con una sonrisa educada, me tendía una tarjeta.

—¿Qué es? —pregunté extrañada.

—Es el teléfono de la chica que me maquilló cuando tuve el evento de aquella bodega en Sevilla.

—Te lo agradezco de verdad, pero… no hace falta.

—Llámala para concretar la hora y la dirección. Ya tiene parte del sábado reservada para ti y para tu madre.

Abrí la boca a la vez que notaba las cejas aproximarse al nacimiento de mi pelo.

—Eh…, yo…, ahm…, pues…

—Un gracias basta.

—Gracias. Claro, por favor. Mil gracias.

—Está pagado.

Cuando se marchó hacia su mesa, me pareció ver en su boca una sonrisa cómplice para mí, pero desapareció enseguida, al igual que el gesto de fastidio de Candela cuando se dio cuenta de que la miraba.

—Es un detallazo.

—Corre o perderás el tren. Siempre llegas a todas partes corriendo —respondió Pipa mientras se sentaba en su silla—. Aunque, bueno, al menos esas carreras no te pillarán en tacones.

Ya. No sabe ser amable durante mucho tiempo.

 

 

Llegué, efectivamente, sin tiempo de tomarme una cerveza en la estación con Jimena, así que ella me llevaba ventaja. No me había esperado. La compensé con un par de latas en la cafetería del AVE. El resultado fue que, aunque pasamos por nuestros asientos para dejar el equipaje, no volvimos a sentarnos hasta que se anunció la llegada a la estación de destino. Pero… qué bien supieron aquellas dos horas y media, apoyadas en la bancada junto a esas ventanas tan bajas a través de las que vimos cómo el paisaje nos tragaba. Casi me olvidé de cuidar a las mariposas. Casi. Al llegar al hotel les di unos mimos cuando se me ocurrió pensar si Leo ya estaría allí, si su habitación estaría cerca de la mía o si estaría pensando también en mí. Después, Antonio me dijo que Leo llegaría a la mañana siguiente porque no había podido saltarse un claustro importante aquel mismo viernes y las mariposas durmieron tranquilas unas cuantas horas más.

La cena fue sencilla y muy familiar. Sin protocolos. Mi casi oficialmente cuñada quiso que fuera de aquella manera: ella con sus padres y hermanos por un lado y nosotros cinco, contando a Jimena, por otro, como antaño. Como aquellas cenas de viernes, años atrás, cuando mi madre nos cocinaba huevos fritos con patatas. Mi padre reservó mesa en la terraza de Casa la Viuda, donde estuvimos tan a gusto que cuando quisimos darnos cuenta estaban cerrando. Corrieron las anécdotas casi tanto como el vino dentro de las copas y los brindis por Antonio, por su prometida, por el amor y por nosotros como familia. Y al final Jimena, a la que el vino había puesto ñoña, lloró porque nos quería mucho, dijo, y arrastró a mis padres al lloriqueo. Mi hermano y yo resistimos como campeones, pero nos cogimos la mano, como cuando teníamos miedo por la noche siendo unos mocosos.

El día de la boda amaneció algo gris y a mí me pilló despierta. Genial para pensar, para soñar, para montar castillos en el aire. Fatal para mi salud emocional y mis ojeras. Aguanté sin despertar a mi compañera de habitación hasta que sonó el despertador y tuve excusa para saltar de la cama y meterme en la suya.

—Eres una pesada —rezongó—. Y estás tan nerviosa que me duele el estómago hasta a mí.

Tenía razón. Estaba muy nerviosa. Como una niña.

Cuando Jimena y yo descorrimos las cortinas, arrugamos el ceño. El cielo estaba mucho más gris de lo que se podía adivinar a través de la poca luz que entraba instantes antes en la habitación.

—Como llueva… —musité.

—La lluvia en Sevilla es una maravilla, chiquilla.

—Sí, y novia lluviosa es novia dichosa, pero es una putada.

—Y que lo digas. Llevo sandalias.

—Como todas. ¿Qué esperabas? ¿Que alguna invitada llevara katiuskas?

En el salón de desayuno del hotel, además de mis padres, los de mi cuñada, alguna tía a la que hacía años que no veía o amigotes de mi hermano, nos esperaban un millar de chinos. No exagero…, los había a miles. Y todos querían jamón. Temí que Jimena luchara a muerte con alguno, cuchillo en mano, por una loncha. Fue un desayuno divertido. Mi hermano estuvo espléndido…, los nervios siempre le hacen ser más gracioso.

Supe que Leo había llegado porque las mariposas levantaron el vuelo sin aviso previo. Y no soy una de esas personas que creen en el poder mágico del amor porque sí, pero después de lo de las cartas del tarot… había dejado abierta la posibilidad de que el cuerpo percibiera cosas que no pasaban por la razón.

Eran las dos de la tarde en Sevilla y las nubes ya prometían escampar.

La maquilladora llegó un rato después, cuando ya habíamos dado un bocado rápido y mi madre alcanzaba el punto álgido de sus nervios, contagiándonos a todos y provocando algún que otro cruce de gritos. En mi casa somos muy así. Un par de ladridos, un beso, una disculpa y andando. Como nuevos.

Tenía mis reservas con lo de la maquilladora. Pensaba darle el cambiazo y regalarle la oportunidad de que arreglase a Jimena en lugar de a mí, pero me dijo que pasaba de ponerse en manos de alguien que pudiera pintarle los labios de rosa. Y ella se lo perdió, porque la verdad es que tanto mi madre como yo quedamos encantadas con el resultado. Joder, cuando me miré en el espejo no me reconocía sin las ojeras. ¿Cómo lo hizo? Ni idea. Nunca más he podido disimularlas de aquella manera.

A las cuatro, nos tocó ponernos los vestidos y marcharnos corriendo para hacer las fotos de rigor con mi hermano y salir pitando hacia la basílica de Santa María de la Esperanza Macarena para esperar a la novia. Y al resto de invitados. Y a Leo, claro.

Fueron llegando con cuentagotas. Al principio les esperamos en la puerta, pero el calor apretaba y terminamos buscando el refugio del interior. Antonio se situó frente al altar, al lado de mi madre, que estaba guapísima vestida de granate.

Estaba sentada en el primer banco, dándome aire con un abanico de madera que mi madre me había comprado para la ocasión, cuando Jimena me dio un codazo que me hundió la costilla flotante.

—¡Au! —me quejé.

Ella, con su vestido negro con un solo tirante cruzado sobre el pecho, se estaba poniendo de pie. Creí que la novia se había adelantado. Pero no.

Lo vi llegar a cámara lenta. Os lo juro. Él y ese traje oscuro con camisa blanca. Otra vez la camisa blanca. Casi ni me molestaba la corbata que, aunque era preciosa, rompía ese símbolo hecho tela. Se apartó el pelo de la frente en un gesto recurrente y bajó la mirada, como si evitase mirarme hasta estar junto a mí. Me había quedado tan agilipollada que seguía sentada cuando llegó, pero me tendió la mano y me levanté. La palma de su mano era suave, como solo podía ser la mano de un hombre acostumbrado a acariciar las hojas de los libros. Y estaba seca. La mía no. La mía sudaba a mares.

Nos miramos a los ojos sin separar las manos y fuimos sonriendo despacio, como si ese movimiento casi imperceptible de nuestras manos fuera un preliminar.

—Estás muy guapo —dijo Jimena, incómoda por el momento.

—Ah…, ¿qué? —preguntó con el ceño fruncido—. ¿Yo? Gracias. Vosotras también estáis… —me miró— increíbles.

—Gracias —musité.

—Ese vestido…

—Es el que te dije. —Solté su mano y acaricié la falda—. ¿Verdad que recuerda a Coco?

—Da ganas de vivir.

El pedorreo de Jimena ni me molestó. Que se riera tanto como quisiera.

—¿Dónde están tus padres? —quiso saber Jime.

—En la puerta, saludando a no sé quién. Parecen de la familia.

—Son de la familia —insistí.

—Bueno, ya me entiendes.

Y hablando de padres, mi madre se abalanzó a sus brazos como quien ve al hijo pródigo, repitiéndole sin parar lo guapo que estaba. Mi padre, sin embargo, solo le dio la mano con una sonrisa tensa. Para nuestros padres…, asumidlo, nunca dejamos de ser las niñitas que corrían a abrazar sus piernas cuando volvíamos de la escuela. Guardan nuestra imagen más tierna y la conservan para siempre. Así que, por más cariño que le tuviera, aquel seguía siendo el hombre que rompió por dentro a su pequeña. Percibir aquella tensión me puso triste, pero no tuvo nada que ver con los recuerdos. Lo que me entristeció fue que aquella barrera no le dejara ver al hombre en que ese chico que mi padre conocía se había convertido.

—¿Necesitas ayuda para la traca? —le preguntó Leo con su mano aún entre las de mi padre, en un apretón muy familiar.

—No me vendría mal.

—No la necesita —solté yo—. La voy a encender yo.

—Te prenderás el vestido —advirtió mi madre.

Pero los valencianos somos así, medio comerciantes medio piratas, enamorados del olor de la pólvora y el calor del fuego en la cara. Así nos ha ido forjando el carácter la tierra y la tradición. Aún recuerdo bien la cara que se le quedó a Adriana cuando Jimena y yo la llevamos a su primera mascletà. Al terminar se volvió hacia nosotras y musitó: «Aquí estáis pirados». Y en el fondo…, en el fondo estaba en lo cierto.

 

 

La mecha prendió rápida entre mis manos pero di un par de pasos antes de que explotara el primer petardo. Podíamos ser dos familias valencianas celebrando una boda en Sevilla, pero las costumbres son las costumbres y se vinieron con nosotros. La detonación arrancó el grito de varios viandantes y nos hizo sonreír. Cuando las explosiones terminaron, todos los asistentes estallaron en aplausos y a la novia, que bajaba del coche en aquel preciso momento, se le escaparon un par de lágrimas.

¿Qué tendrán las bodas? ¿Por qué nos hacen llorar? ¿Es porque nos emociona la celebración del amor? ¿O porque despiertan fantasías olvidadas de amor romántico y cuentos con final feliz? No lo sé. Solo sé que lloré, pero más por dentro que por fuera.

Cuando ahogué la primera lágrima viendo cómo mi hermano miraba a su futura esposa con aquella devoción, me di cuenta de que, además de la emoción normal y humana de ver casar a alguien tan cercano como él, aquella era la primera celebración de un matrimonio a la que acudía desde que Leo y yo no nos casamos.

Y fue casi como imaginamos que sería la nuestra, aunque a nosotros nos iba a casar un párroco joven en un monasterio de piedra clara, en un pueblecito marinero junto a Valencia.

Busqué la mirada de la Virgen de la Macarena por la que llevaba mi nombre no por creencia, sino por buscar las siete diferencias que ahuyentaran el recuerdo de una fantasía que nunca existió. El recuerdo, en aquel momento, fue más fuerte que la sorpresa de todo lo nuevo que Leo tenía por compartir. Y aunque encontré a la Macarena, mis ojos resbalaron hasta donde él estaba sentado. ¿Y qué creéis que encontré? ¿Más recuerdos? ¿Arrepentimiento? ¿Dolor por lo que perdimos? ¿Duda? No. No, por favor. Encontré una sonrisa que devolví con un nudo en la garganta. Al fin y al cabo, teníamos razones para sonreír.

Pensé en mi vestido de novia, que nadie había querido comprar por Wallapop. Pensé en si él guardaría su traje o si sería el que llevaba puesto en aquel preciso instante. Pensé en el viaje de novios que no habíamos hecho. Pensé en todo lo que hubiera seguido a nuestra boda, siendo consciente de que no estábamos preparados para dar aquel paso. No es el siguiente escalón lógico cuando uno se quiere. Esto no va de enamorarse, casarse y tener hijos. La vida, al fin, es vivir el amor como vaya a hacernos felices.

Sonreí al ver su expresión porque creí entender que me decía que «aquellos no éramos nosotros». Y no lo éramos.

Quise correr a su lado apartando a todo el mundo e ignorando que mi hermano y Ana estaban a punto de dar el sí quiero para decirle: «Nosotros, los de verdad, nunca lo hubiéramos hecho así. Habría sido bonito, pero no habría sido nuestro, porque nosotros lo que querríamos era casarnos de noche, con las manos cogidas y solo iluminados por velas». Él me contestaría: «Solo cuando me miras, soy».

Lluvia de pétalos. Purpurina. Unicornios eructando arcoíris. Bebés soñando. Cachorritos. Bollería recién horneada. Un orgasmo. Mi mente, en aquel momento, se marchó lejos, al País de la Piruleta.

Una colina completamente verde salpicada de flores, el puto perro de nuestros sueños corriendo con la lengua fuera y nosotros con cara de estar de propofol hasta las cejas, mirándonos como gilipollas con un montón de corazones flotando alrededor.

—Macarena. —Jimena me dio otro codazo—. Macarena, joder. No me hagas decir tacos, que el Niño Jesús se pone triste.

—¿Qué quieres? —me quejé, saliendo de mi fantasía.

—Que te están esperando. Te toca leer.

Por eso lloramos en las bodas, creo. Porque nos damos cuenta de las fantasías que cumplimos, de las que no y de las que, sencillamente, alcanzamos mal.

 

 

Por supuesto, a la salida, además de la tradicional lluvia de arroz, volvimos a encender una traca. Una más grande que la anterior, tras cuyo estruendo gritamos «Vivan los novios» como descosidos. Y cuando estuve a punto de resbalar con un grano de arroz sobre mis zapatos de tacón, la mano de Leo me sostuvo. Y cuando él se tropezó con la cola del vestido de la novia, la mía agarró su codo.

Para cuando llegamos a la finca donde se celebraba el convite ya no hacía tanto calor, pero todos estábamos sedientos. En el jardín donde tenía lugar el cóctel previo a la cena, decenas de camareros nos esperaban, gracias a Dios, dispuestos a rellenar nuestra copa cuantas veces fuese necesario.

Jimena, Leo y yo brindamos tantas veces que solo con nosotros los novios amortizaron el precio del sarao. Y menos mal, porque nos ayudó a capear con elegancia la tensión cuando mi abuela, que fue la persona más cascarrabias y con peor follá que conoceré en la vida y que andaba ya un poco chocha, nos preguntó al pasar del brazo de mi padre cuándo nos casábamos nosotros.

—Joder… —balbuceó Jimena, temiéndose que aquella pregunta desencadenara el caos.

—Ya nos casamos, señora Jacinta. ¿No se acuerda? Fue una ceremonia preciosa —le dijo Leo después de guiñarme el ojo.

—¿Sí? Pues no me acuerdo.

—Sí, abuela… —le seguí el rollo—. Una ceremonia preciosa, claro que sí. De noche. Rodeados de velas.

—Cerca del mar.

Cruzamos una mirada.

—¿Cerca del mal?

—Del mar, abuela —aclaré aguantándome la risa—. Del mar. De las olas. En la arena.

—Pues vaya ideas… —refunfuñó.

—Sois unos cafres. —Escuché que nos reprochaba mi padre mientras se la llevaba confundida lejos de nosotros.

Cuando los perdimos de vista entre la gente, volvimos a brindar: por los cafres. Rosi, que hablaba con la hermana de mi madre, nos lanzó una mirada recriminatoria que tuvo menos efecto del deseado a causa de la sonrisa que la acompañó.

 

 

Mi hermano y Ana tuvieron el atino de sentarme en una mesa con los amigos de toda la vida, de modo que no me aburrí como una ostra escuchando a mi madre y a la suegra de Antonio analizar los pormenores de la organización del bodorrio. No. Yo pude ponerme tibia a vino, reírme a carcajadas con la boca abierta y levantar la voz para terminar de contar con mi versión de los hechos las anécdotas que consideraba poco fidedignas.

Y pareció que hasta Santi estaba con nosotras, joder, porque habrían pasado quince años, pero muchos de los que ocupábamos aquella mesa vivimos con él los años de instituto, los primeros cigarrillos y los botellones de litronas en el Parque Amarillo. Brindamos también por él cuando su nombre apareció en las historias rememoradas y Leo palmeó la espalda de Jimena con suavidad.

—Estoy bien —le dijo con una sonrisa tímida—. No lo echo de menos. Sé que viene conmigo a todas partes.

Y ese comentario que podría haber rechinado en otros oídos, dibujó una sonrisa de comprensión en los labios de Leo, aunque el «Leo» de hacía unos años hubiera puesto los ojos en blanco.

Para cuando llegaron los postres, Jimena y yo ya habíamos notado que el vino hacía estragos y que nosotros tres, dentro de lo que había por allí, conservábamos una psicomotricidad muy digna. Fuimos los únicos que no nos manchamos la ropa ni volcamos ninguna copa. Mi madre, que vigilaba desde su mesa como un halcón, parecía orgullosa de nuestro comportamiento. El café que nos tomamos ayudó, por supuesto. Y la charla. Y el calor. Creo que sudamos el alcohol y este se evaporó en el aire. Y mientras Jimena desplegaba toda su verborrea para explicar lo maravilloso que era su trabajo, Leo se volvió hacia mí.

—Estoy asustado —dijo con una sonrisa enorme.

—¿Por Jimena? Eso es que has perdido la costumbre de tratar con ella.

—No. —Se rio—. Jimena me da ternura, no miedo.

—¿Entonces?

—Tu hermano. Antonio.

—Solo tengo uno. —Le devolví la carcajada—. No hacía falta la especificación. ¿Por qué te da miedo?

—Por la música.

Fruncí el ceño y bajé la barbilla, en una expresión de incomprensión total.

—¿Qué dices? ¡No te hacía tan borracho!

—No estoy borracho. Bueno…, no estoy tan borracho. Solo un poco achispado.

—Los hombres de las novelas, deberías saberlo, nunca se achispan. O se emborrachan como babuinos o aguantan el alcohol como unos campeones.

—Pues entonces yo seré la damisela.

—Y yo el héroe. ¿De qué tengo que salvarte?

—De las canciones.

—¿¡Qué dices!? —Volví a reírme.

—De las canciones —aseguró falsamente serio.

—Pues me temo que está a punto de empezar el baile —susurré con esperanzas de que fuera una petición encubierta para que lo sacase de allí y nos marcháramos solos a pasear por los jardines de la finca—. ¿Qué debo hacer cuando comience la primera canción? ¿Atento contra el equipo de música o rompo una ventana con una silla y te saco en brazos?

—Nada de eso. Tienes que estar preparada para buscar recuerdos nuevos. Es nuestra misión.

—No entiendo ni una palabra de lo que dices.

—A ver, valiente. —Y aquella palabra me supo a gloria cuando la tragué—. ¿Qué haremos cuando salgamos corriendo de todas las canciones? En cada nota, una explosión y pedazos de recuerdos por todas partes. Tú y yo a los quince, a los veinte, a los veinticinco.

Levanté las cejas.

—Oídos sordos.

—Eso no vale. —Se apoyó en el respaldo de la silla y se concentró en arremangarse la camisa blanca.

—Pues correremos.

—Por un campo de minas.

—Quítate la corbata.

Ni lo pensé. Me salió solo. Y él desató el nudo y la deslizó por debajo del cuello de la camisa hasta el bolsillo de la americana, que colgaba en el respaldo de la silla, igual que el novio que un rato antes se había pasado el protocolo por el forro y se había quitado la suya.

—¿Alguna petición más? —me preguntó lanzándome una fugaz mirada.

—Que te prepares para pedir alguna canción que no sea nuestra.

—¿Hay alguna en el mundo que no lo sea?

Si no hubiera bebido tanto, quizá habría tenido la mente más fría y más centrada en por qué, a aquellas alturas de la noche, aún no me había dicho nada sobre su ruptura. ¿Imaginaba que Raquel me lo había contado o simplemente esperaba el momento adecuado para decírmelo? ¿Habría momento adecuado? Pero había probado el vermú, el vino blanco, el tinto, el cava y hasta una copa de orujo… Quizá cuando me levantase de la mesa me subiera todo el pelotazo y cayera desmayada. O a lo mejor eso ya había pasado y yo estaba viviendo una ilusión paralela dentro de mi inconsciencia.

Los novios no cortaron la tarta, menos mal. Es un momento que me pone muy violenta; lo paso mal por ellos. Pienso en la vergüenza que me daría a mí estar en su lugar y me recorren incluso escalofríos. Si les sacan una espada para cortarla, ya me encuentro al borde del colapso. Pero Antonio me lo ahorró. La repartieron ya cortada y ellos se lanzaron poco después a la pista de baile para abrir con un vals, según la tradición. O no, claro, porque en mi familia somos muy de hacer nuestras propias versiones incluso de la costumbre más arraigada.

Estuve segura de que fue mi hermano quien escogió la canción en cuanto esta empezó a sonar. Y, gracias a Dios, todavía no era nuestra: ni de Leo, ni mía, ni de ningún recuerdo que tuviera nuestro nombre.

De todas las canciones del mundo, que son millones, nunca habría imaginado que Antonio elegiría una de Rihanna, pero ¿qué narices? A la mierda el prejuicio sobre la música moderna, «Love on the brain» es preciosa.

Cacé los ojos de Leo escalando mis hombros desnudos en cuanto nos levantamos para ver de cerca lo mal que bailaba mi hermano. Como me sentí cohibida por la mirada, eché la mano hacia atrás, agarré la suya y tiré de él para que anduviera más rápido, pero me paré cuando choqué con la mirada temerosa de sus padres.

—La alarma maternal —le indiqué, dejando que Jimena se acercara a la pista sin nosotros—. No les dejemos ver que volvemos a caernos bien o habrá accidentes cardiovasculares.

—No te descentres del objetivo —me recordó con guasa, obviando la vigilancia de sus padres—. Las canciones…, las canciones son lo que nos ocupa.

—Esta no es nuestra.

—Pues quizá pueda ayudarnos a crear recuerdos nuevos.

Jimena me fulminó con la mirada a lo lejos cuando dejé que Leo me rodeara la cintura con uno de sus brazos y que me meciera con discreción al ritmo de la canción.

—Los novios tienen que terminar de bailar para que los invitados puedan…

—Bah…, cállate. Nadie nos presta atención.

Ja. Mi madre, la suya, su padre, el mío, Jimena y hasta el ojo izquierdo de mi hermano nos acechaban. Pero… a la mierda.

Apoyé la sien en su pecho y noté cómo lo llenaba con una bocanada de aire.

—Bailar no es lo nuestro.

—Sinatra hubiera sido una mala idea —musitó.

Y es que quisimos bailar «Under your skin» en esa boda nuestra que nunca celebramos.

—No te quejes de los recuerdos cuando eres tú quien los trae de vuelta. —Levanté la cabeza hacia él—. Aunque, sinceramente, a estas alturas hay algunas cosas que me resultan tan lejanas que parecen que pertenecen a otra persona.

—Porque son de otra persona. Esa es la magia del tiempo. —Acercó su boca a mi oído—. Tú conoces a aquella Macarena porque la has podido espiar durante años, recordándola, pero ella no sabe de ti. No sabe lo que aprendiste y lo que sigues ignorando.

—El tiempo es un camino de una única dirección.

—Pues no lo hagamos a la inversa.

Apoyó la mejilla en mi sien y nos mecimos. Nos mecimos escuchando a Rihanna cantar: «Solo ámame. Solo ámame. Todo lo que tienes que hacer es amarme».

Ojalá hubiéramos escuchado aquella letra entonces, cuando aún podíamos hacerlo bien.