Jimena me arrancó de allí. De la canción, de sus brazos, de la fantasía de poder hacer que el tiempo nunca se escapara por aquel agujero de gusano que era la memoria y que los recuerdos de nosotros dos se quedaran donde estaban, en el pasado, donde no pudieran estorbar a las personas que habíamos terminado siendo.
Pero Leo tenía razón. Mi hermano es un nostálgico. Estaba claro que habría pedido algunas canciones. Algunas en concreto.
Nos separamos. Leo se marchó hacia la barra con los amigos de entonces y yo me quedé junto a Jimena, bailando con la falda arremangada cualquier tema que sonara, quitándonos y poniéndonos las sandalias, según si mi madre miraba o no, y haciéndonos fotos para mandárselas a Adriana en mensajes etílicos cargados de «faltas aquí» y «te echamos de menos». Ser dos chicas de veinte de nuevo sentaba bien.
La primera canción que sonó como un disparo fue «Corazón de mimbre», de Marea. Leo y yo nos buscamos inconscientemente con los primeros acordes. Yo estaba recobrando el aliento después de una canción movida con una botella de agua en la mano y él apoyado en un hueco libre de la barra, en mangas de camisa y acariciando el cristal de una copa. La dejó y dio un paso hacia mí justo en el momento en el que Kutxi Romero nos cantó: «Quieto parao…, no te arrimes».
Levanté la palma de la mano, pidiéndole que no se acercara. Leo paró para leer en mis labios cómo seguía la letra de la canción:
—«Ya son demasiados abriles. Para tu amanecer desbocao, mejor que me olvides».
Negó despacio con la cabeza y una sonrisa, y contestó con la siguiente estrofa:
—«Yo me quedo aquí a tender mi pena al sol, en la cuerda de tender desolación».
Mi boca esbozó una sonrisa enorme. El salón se movió a toda velocidad por un túnel del tiempo y nos depositó con violencia en la plaza de aquel pueblo, ni siquiera recuerdo cuál, bajo un montón de bombillas. Noté la espalda empapada de sudor de tanto saltar al ritmo de aquella canción que me encantaba cantarle, sobre todo cuando decía eso de «solo es mi maltrecho corazón que se encabrita cuando oye tu voz, el muy cabrón».
—¡¡Maca!! ¡Estás apollardada! —se quejó Jimena.
El salón volvió a su sitio y nosotros con él. Aparté la mirada de Leo.
—¿Qué?
—¿Me acompañas al baño?
Al volver del baño mi madre me reprendió por haberme recogido el pelo.
—¡¡Con lo guapa que estabas!!
—Ay, mamá —soné muy adolescente—. ¡Hace un calor horrible! Lo llevaba todo pegado.
¿Cuándo se iban a marchar mis padres? Nadie debería estar en el mismo salón en el que sus padres intentan seguirle el ritmo a una canción de Bisbal.
—Ya os hacía de camino al hotel —le dije, por si les venía la inspiración y se iban.
—Eso es lo que te gustaría a ti.
Pues sí. Me leyó la mente.
Melendi. A mi cuñada le encanta Melendi. Yo habría optado por pedirle al dj «El caballo la mató», pero no era muy festiva. Así que este se decidió por «Desde que estamos juntos»: una canción virgen, sin recuerdos.
—¿Bailas? —me preguntó una voz junto al oído.
No era Jimena. Ella estaba junto a la barra, pidiendo dos copas más, y… tenía razón, yo estaba apollardada.
—Me da vergüenza —le respondí a Leo.
Su contestación fue tenderme la mano otra vez y arrastrarme a la pista, donde bastantes ojos nos siguieron. No dejábamos de ser, para muchos, esos dos que estuvieron a punto de casarse. «Qué apuro», podía escucharles pensar. «Él la dejó casi plantada en el altar».
—Pensarán que me sacas por pena —intercedí entre estrofa y estrofa, resistiéndome a bailar.
—O se darán cuenta de lo gilipollas que fui. Corre, se terminará y no le habremos sacado recuerdos nuevos.
—Es Melendi.
—Como si es el Puma.
«Desde que estamos juntos,
porque volví a buscarte.
Yo te pedí perdón.
Me hiciste arrodillarme».
Ay, mi madre.
Sí, mi madre, esa señora que nos miraba bailar como al borde de sufrir un vahído. Aún disfruté más al moverme sin vergüenza, de pronto, entre sus brazos, contoneándome al ritmo caribeño del final de la canción. Éramos dos rebeldes y casi sentaba mejor que fingir tener todavía veintipocos.
La siguiente fue una canción sobre unas chicas que no querían ningún chico malo en su vida y me alejé de Leo a regañadientes cuando Jimena, que quería bailarla con toda la intención de meterme en la cabeza la letra de la canción, me arrastró a través de la pista lo más lejos de él que pudo.
Él sonrió divertido por esa lucha de espacio. Él contra todos. Yo debatiéndome entre el reproche conocido o la nada que suponía todo lo que no habíamos vivido.
Bailé con Jimena, pero sin dejar de mirarle y sonreír.
Corrieron canciones de reguetón como el agua del Guadalquivir; canciones sin recuerdos que llenamos con carcajadas cuando, si nos acercábamos, siempre irrumpía alguien en la escena. Como Romeo y Julieta rodeados de Capuletos y Montescos tratando de evitar un drama que, en realidad, nadie tenía intención de iniciar.
Pero sonó…, sonó otro recuerdo. «Sin documentos», de Los Rodríguez.
«Quiero saber que la vida contigo no va a terminar».
Su mano tiró de mí, aprovechando que mi hermano hablaba con Jimena sobre vete tú a saber qué. Me deslicé entre los bailarines amateurs que llenaban la pista hasta chocar contra su pecho.
—Esta noche estás especialmente solicitada.
—Hay mucho bombero evitando fuegos que no existen.
—Ah, ¿no existen?
Rodeé su cuello y nos movimos de un lado a otro. En realidad, él no bailaba. Él me rodeaba con los brazos y miraba mi cara mientras mis caderas provocaban la falsa sensación de que ambos bailábamos. Ni siquiera tuvimos la canción entera de tregua. Una de mis tías vino a despedirse con expresión grave.
—Nos vamos ya. Mira qué rojo está tu tío. Creo que le ha subido la tensión.
Por Dios santo…
Katy Perry. Por favor, que alguien le cortara el suministro de chupitos psicotrópicos al dj que estaba mezclando temas en una orgía de variedad sin parangón. «I kissed a girl». Jimena gritó mi nombre.
—¡¡Maca!! Ven, vamos a mandarle un vídeo a la que come ostras.
Qué hija de la grandísima fruta es cuando quiere…
Vi a Rosi acercarse a su hijo y decirle algo que lo hizo sonreír, pero como sonreiría un hijo adulto que no va a atender las indicaciones de su madre porque ya puede no hacerlo. Miró su reloj de pulsera y dijo algo.
—Ahora: «I kissed a girl and I liked it» —cantó Jimena mientras grababa una nota de voz.
Ni siquiera me volví para increparla por su falta de tacto. Estaba muy ocupada intentando interpretar la escena.
—Tía…, ¡¡tía!! —gritó—. ¿Puedes hacerme caso durante un minuto?
La miré, hice una mueca y volví a mirar a Leo, que se palpaba los bolsillos mientras su madre rebuscaba en el bolso. Seguro que Rosi había perdido la tarjeta de su habitación. Sonreí.
—Joder. —Escuché quejarse a Jimena—. Venga…, yo te cubro. Pero solo un par de canciones o tu madre me matará, ¿vale?
—¿Desde cuándo necesito niñera?
—Desde que Leo volvió. Venga, ¡ve! Pero si os enrolláis, mañana me suicido con el beicon del desayuno.
Le sonreí y Jimena me adelantó muy decidida.
—¡¡Rosi!! —vociferó—. ¡¡Rosi!! ¡¡Escúchame una cosa!! Ven…, ¡¡ven aquí, te he dicho!!
Miré a Leo y moví la cabeza hacia la salida. Me interrogó con la mirada y, sin estar segura de lo que preguntaba, asentí.
Se movió a la izquierda, dejó a su madre hablando con Jimena y, como un espía soviético en plena Guerra Fría, se escabulló del salón lleno de enemigos. Yo, agente doble, le seguí. En la puerta, tras echar un vistazo hacia atrás, Leo me cogió la mano y tiró de ella para hacerme correr tras él.
Nos sentamos en un murito del jardín a recobrar el aliento y el eco de una machacona canción de finales de los noventa que le encantaba a mi hermano nos persiguió hasta allí.
—Pero qué horror —me quejé entre risas.
—¿Soy yo o hay un complot contra nosotros dos ahí dentro?
—Alguien ha debido de creer que no es buena idea que tú y yo bailemos.
—¿Por si invocamos al demonio con nuestra danza?
Estallamos en carcajadas y perdimos la mirada entre las bonitas plantas que llenaban la finca.
—Odio esta canción. —Leo se apartó el pelo de la frente y suspiró—. Me recuerda a cuando tu hermano me obligaba a ir a The Face con él.
—Para cuando mis padres me dejaron ir, esa discoteca ya había cerrado.
—Qué millennial eres —fingió quejarse.
—Tú también lo eres, querido.
—Lo sé, pero no se lo digas a mis alumnos.
—Ya lo saben. ¡Si hasta fuiste un fenómeno en redes sociales!
—No me lo recuerdes. —Se frotó la cara.
—Sexpeareteacher.
—¡Dios! ¡Cállate! —se quejó avergonzado, pero con una sonrisa.
—Sería capaz de hablar sin parar, aunque fuera de esto, para no tener que escuchar esta tortura de canción.
—Tengo una idea mejor.
Sacó el móvil del bolsillo de su pantalón y abrió Spotify, donde rebuscó con dedos rápidos, buceando entre varias listas de reproducción hasta dar con una canción.
—Vamos a escuchar a Pecker.
—¿Pecker?
—Mola mucho. —Me miró fugaz.
—«Mola mucho», dijo el profesor millennial.
—Calla o te perderás la letra y no entenderás por qué no dejo de escucharla desde que la descubrí.
—¿Cómo se llama?
—«El cielo, el fuego y el hielo».
Me sonaba a algo épico, tipo Juego de tronos, pero no. NO. No hablaba de batallas, de reyes tiranos, de relaciones incestuosas e hijos bastardos. Nada de justicia o mundos mágicos. De lo que hablaba era de nosotros. De nuestra historia. Pero… la de ahora. La historia que iniciamos cuando chocamos a regañadientes en la plaza de Santa Bárbara.
«Ha pasado mucho tiempo.
¡Cuánto te sigo queriendo!
Y a pesar de todo lo que ocupa el hielo,
siempre rozamos el cielo».
Como instantes antes había pasado con el interior del salón en el que los invitados bailábamos, el jardín se convirtió en un borrón, un tornado de cosas por decir que nos lanzó con fuerza a otro espacio, a otro tiempo verbal, que esta vez no era el pasado.
Nos vi. Lo vi. Vi todo lo que podríamos ser. Todo lo que podría pasar. Todo lo bueno. Y lo malo, que me mordió las tripas con un bocado de miedo. Pero allí estábamos, cogidos de la mano, invirtiendo en lo único que nos había importado lo suficiente como para arriesgarnos una y otra vez a salir destrozados.
Lo miré; él me miró. A nuestro alrededor los recuerdos por crear dibujaron una mancha que nos convirtió en el vértice.
—¿Te recuerda a mí? —me atreví a decirle.
—Como todas las canciones del mundo. —Sonrió—. Pero esta es nueva. Es de ahora. Y eso es…
—Reconfortante —terminé la frase por él.
Sonrió. Sus dedos rozaron los míos, que estaban apoyados en aquel muro bajo de piedra. Nos agarramos, por si la fuerza con la que giraba el futuro a nuestro alrededor nos hacía caer.
—Ponla otra vez.
La canción comenzó de nuevo antes incluso de terminar.
—¿Cuánto tiempo tendremos antes de que salgan a buscarnos? —preguntó echando la vista atrás, pero el borrón de momentos por vivir seguía aislándonos de la realidad.
—Un par de canciones.
—Todo lo nuestro se mide en canciones, ¿te das cuenta?
—Y lo de todo el mundo. —Me reí—. Cualquier historia de amor podría contarse solamente con un puñado de canciones.
—Entonces no somos especiales.
—Nadie lo es, eso es lo mágico.
Apoyé la sien en su hombro.
—¿Por qué no me lo has dicho? —pregunté—. ¿Por qué no me has contado que rompiste con Raquel?
—Porque ya lo sabes.
—Pero hay cosas que necesito escucharte decir a ti.
—No sabía qué interpretarías de esta ruptura y no quise… —Se pasó la mano por la barbilla—. No quiero presionar. O parecer un imbécil.
La canción repetía «cuánto te echo de menos» y yo me puse triste. Agaché la mirada, pero sus dedos se movieron junto a los míos, como recordándome que estaba allí, cogido a mi mano.
—Me voy a México la semana que viene. —Se volvió hacia mí con cierta alarma en la expresión, pero lo tranquilicé añadiendo—: Por una semana.
—Ah… pues… bien, ¿no? ¿A qué parte?
—A Guadalajara y luego a Acapulco, a unas sesiones de fotos. No sé por qué, pero quería contártelo desde que nos despedimos en el apartamento de Jimena.
—Quizá porque odias volar y tienes la «creencia» de que si hablas de tus viajes con la gente, no te pasará nada —se burló.
No pude contestarle. La voz de Rosi llamándole como cuando éramos unos críos abrió un boquete en la espiral de futuro que nos envolvía y ambos nos giramos para buscarla. Su cuello quedó cerca de mí y no pude evitar susurrar:
—Quizá deseaba contártelo porque quiero decirte que hasta que vuelva te echaré de menos.
Su cabeza se volvió unos grados hacia mí y sonrió.
—Entonces yo tendré que decirte que estaré encantado de inventar una excusa que haga completamente necesario que nos veamos cuando vuelvas.
Rosi volvió a gritar y a maldecir. No podíamos verla aún, pero se acercaba… como Leo a mí. Su nariz golpeó con suavidad la punta de la mía en una caricia mitad beso prohibido mitad promesa. Hasta con los ojos cerrados supe que él también los tenía cerrados.
—Tienes que irte.
—Sí. —Asumió con los ojos cerrados—. Pero es que me cuesta.
—Me tienes muy vista —bromeé.
Abrí los ojos con pereza y otro jirón de recuerdos aún imposibles se deshizo en el aire, dejándonos más expuestos. Leo abrió los suyos también y me estudió…
—¿Qué? —pregunté.
—¿Quién eres?
«¿Qué más da quién soy si quiero serlo contigo?», pensé.
—¡¡Leooooo!! —gritó su madre.
—Vete antes de que te llame por tu nombre completo.
—Y rompa más la magia.
La ausencia de sus dedos entre los míos me pareció insoportable, pero se aligeró cuando tras levantarse y sacudirse el polvo de los pantalones, me sonrió.
—Me encantan tus camisas blancas —confesé.
—¿Sí? —Se miró fugazmente—. Qué curioso…, te quedarían mucho mejor a ti.
El sonido de sus pasos por la gravilla se despidió de mí por él. De mí y de la noche en la que, sin necesidad de besos, prometimos más con hechos que con años de palabras.