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El desastre

Mi madre es dramática como una copla. Una pobre incomprendida para la que el mundo actual no está preparado. O ella no está preparada para el mundo actual, como demuestra su nula capacidad de mandar wasaps con un simple «vale» en menos de dos minutos y medio. Son muchos minutos para cuatro letras.

En su dramatismo coplero, mamá guarda muchas frases y dichos populares que a Antonio y a mí nos fascinan: «Ay del día de tus alabanzas», «Quien todo lo quiere, todo lo pierde», «Quien siembra vientos recoge tempestades», «Entre todos la mataron y ella solita se murió» o «Las desgracias nunca vienen solas». Y… no sé si es que mi madre es muy sabia o que el refranero popular la ayuda, pero… qué razón. Los desastres nunca vienen de uno en uno.

Adriana llevaba semanas manejando su doble vida con éxito; o eso creía. Muchas semanas de racanear minutos en la rutina para escaparse a la habitación de Julia, donde todo le parecía maravilloso. Semanas de sonreír de más, sonrojarse mucho, dormir de menos y levantarse de la cama, del sofá y del escritorio constantemente, si Julián estaba cerca, porque no quería que pudiera leer por encima de su hombro las conversaciones que mantenía con ella, con Julia. Conversaciones que empezaban cuando sonaba el despertador y las dos corrían a desearse feliz día y terminaban cuando los párpados pesaban tanto que las letras del teclado táctil ya se tornaban borrosas.

Para Adriana todo era Julia. Todo. Las cosas que le pasaban en el trabajo, las canciones, las personas con las que se encontraba, lo que comía, bebía y deseaba. No le había pasado jamás. No podía quitársela de la cabeza ni un segundo, ni quería.

Julia y el color rosa pálido de su pelo, que, le confesó, en realidad era de un rubio anaranjado que siempre la acomplejó.

—Hacen muchos chistes con las pelirrojas, ya lo sabrás bien.

Julia y lo suaves que eran sus labios cuando los acariciaba con la yema de sus dedos o con los suyos propios.

—Estaría besándote toda la vida.

Julia y la risa que se le escapaba, a carcajadas, sonora y como un cacareo cuando algo le hacía mucha gracia.

—Te ríes llena…

Julia y la mirada, después de correrse, que lo significaba todo sin decir absolutamente nada.

—Te quiero.

Y ese momento, pensó que ese te quiero compartido haría que valiera la pena todo lo que tuviera que hacer para estar con ella siempre. A veces creía que lo que tocaba era echarle valor y confesarlo todo; otras creía que debía callar para siempre.

Julia no exigía, no pedía, no presionaba, pero esperaba. Y ella lo sabía. Tenía un tictac continuo golpeándole la sien, pero conseguía acallarlo. Siempre conseguía acallarlo.

Por eso supongo que lo que pasó no fue una desgracia al fin y al cabo. Fue solo… la oportunidad. A veces más vale salir por una ventana que esperar a que la puerta se abra sola.

Llegó a casa cansada y un poco aburrida con el papel que le tocaba interpretar en cuanto cruzaba la puerta. «Hola, cariño, ¿qué tal en la consulta?». Beso en los labios. Nada, sin sentir nada. «¿Yo? Bien. Sin más. Ya sabes. Aunque hoy vino una novia adorable, de las que te recuerdan por qué amas tu trabajo. ¿Hacemos la cena? Vengo hambrienta».

—Hola, cariño, ¿qué tal en la consulta?

—Bien. Sin más.

Julián salió del dormitorio y la miró muy fijamente. En su expresión había algo que o era nuevo o había estado demasiado ocupada siendo feliz con otra persona como para percatarse.

—¿Pasa algo?

—No. ¿Por? —le preguntó serio.

—No sé. Estás raro, ¿no?

—Para nada. Voy haciendo la cena…, vendrás hambrienta.

—Pues… vale. —Se encogió de hombros con naturalidad para no demostrar la inquietud que le despertaba su seriedad—. Voy a quitarme el uniforme y… voy.

—Vale.

Dejó el bolso colgando de una silla en el salón, pasó al dormitorio contiguo y se quitó la camiseta y los pantalones chinos, todo negro. Se miró en el espejo del armario y estudió su piel…, nada, ni una marca que pudiera hacerle sospechar. ¿Qué mosca le había picado a este? Quizá había tenido un mal día en la consulta. Quizá había dormido mal la noche anterior. Quizá tenía hambre. Quizá estaba enfurruñado porque llevaban mucho mucho mucho tiempo sin acostarse.

Se quitó el sujetador, respiró hondo y se dijo que a lo mejor tenía que hacer alguna concesión…

Después se puso su pijama menos sexi.

El salón estaba ya en semipenumbra cuando se dirigió hacia la cocina, por eso casi le pasó desapercibida la figura sentada en el sofá; la de su marido, claro, al que esperaba encontrar haciendo la cena. Si no hubiera sido por el fulgor de la pantalla del móvil que sostenía entre sus manos, hubiera pasado de largo.

—¡Joder, Julián! ¡¡Qué susto!! ¿Qué haces ahí sentado a oscuras?

El sonido de su teléfono móvil cayendo sobre la mesa de centro la sobresaltó. Adivinó una conversación de WhatsApp abierta en el display. La saliva no le pasó por la garganta.

—No es que me hiciera mucha falta confirmar, pero… antes de montar este numerito necesitaba cerciorarme. Voy a pedir perdón por violar tu intimidad y leer tus mensajes, pero por nada más. No te agarres a eso para justificarte.

—No sé qué has leído, pero lo has sacado de contexto —se atrevió a decirle.

—¿En serio?

Adri encendió la luz del salón de un manotazo; no podía soportar no ver su expresión mientras hablaban. Lo vio inclinarse sobre la mesa otra vez y coger el aparato:

—«Ahora viene lo peor; esperar hasta mañana para verte. Los jueves suele pasar a ver a su madre después del trabajo, así que mañana no tendré que irme corriendo de tu cama». «Es verdad. Los jueves son mi día de la semana preferido. Casi parece que solo estamos tú y yo». —Chasqueó la lengua contra el paladar, dejó el teléfono en la mesa, esta vez con más cuidado, y se volvió a mirarla—. ¿Qué es exactamente lo que he sacado de contexto?

—Julián…

Adriana se apoyó en la pared. Creía que el suelo se abría bajo sus pies descalzos.

—Ahora viene lo incómodo… La típica conversación que creí que no tendríamos que tener nunca: ¿quién es? ¿Cuánto tiempo hace que lo ves? ¿Lo quieres? ¿Vas a mandar a la mierda esto por follarte a otro? Porque si me cuentas la milonga de que solo necesitabas sentirte deseada por otro, sentirte una chiquilla otra vez, tontear y dar vida a la rutina… hasta puedo creérmelo. Hasta ahí llega mi buena intención, Adriana.

—No es… —Miró al suelo, tragó, acercó una silla y se sentó—. No es lo que parece.

—Cuidado —respondió él muy serio—. Me trago la milonga si me la adornas, pero comer mierda no entra en mis planes.

—No es lo que parece.

—¿Sabes lo que más me molesta? —Se acomodó en el sofá, sin mirarla—. Que lo hayas guardado en el móvil con el nombre de una tía, como si con eso bastara. Cuando acabáis de follar ¿os reís de lo gilipollas que soy? ¿Es eso? ¿Te crees que te casaste con un subnormal? ¿O es que crees que el amor me ciega?

No supo qué decir.

—¿Quién es? —repitió él—. ¿Cuánto hace que lo ves?

—Un mes…, quizá dos. No lo sé.

—¿No lo sabes? ¿No tenéis aniversario?

—Julián…

—¿O es que el tiempo pasa tan rápido a su lado que ya ni te acuerdas?

Esa era la opción correcta, pero miró al suelo y no respondió.

—¿Lo quieres?

—Creo que sí.

—¿Crees que sí? Perdona, ¿me lo puedes repetir mirándome a la cara? Es lo menos que puedes hacer después de cinco años casados y casi diez juntos.

Levantó la mirada y sostuvo la de Julián.

—Yo no he buscado esto —confesó.

—Pobre… —La ironía empapó cada mueble del salón—. Lo debes de estar pasando fatal. Pero dime una cosa…, ¿te folla bien? ¿Mejor que yo? Porque lo último que me esperaba es que una mujer a la que casi tengo que drogar para que finja que tiene ganas de que me la folle, me engañe.

—A lo mejor ese es el problema, ¿no crees?

—¿Te vas a poner chula, Adri? —Julián arqueó las cejas—. Te pillo con esta mierda y… ¿te pones chula?

—No me has entendido. —Se frotó la frente.

—No. No entiendo nada. Lo de que tuviéramos hijos ya, ¿qué fue? ¿Un ataque de conciencia?

—No estábamos junt…

Iba a decir «juntas» cuando Julián la interrumpió:

—Ah…, ¿te dejó? ¿Se tomó unos días libres y tú volviste corriendo a los brazos del gilipollas de tu marido?

—Julián. —Tragó saliva—. Escúchame…

—Venga, ahora la milonga. —Se preparó él, cruzando los brazos.

—No es ninguna milonga. Es la verdad. —Ahí iba—. No le he cambiado el nombre al contacto. Es una mujer.

Él parpadeó.

—¿Qué?

—Que… Julia se llama Julia. Ni Carlos ni Julio ni Manuel ni… nada. Se llama Julia porque es una mujer. Una chica. —El silencio se extendió en el salón cuando Julián se levantó del sofá—. Es una chica —repitió, porque cada vez que lo decía, un peso desaparecía de su estómago—. Y creo que la quiero.

—No me hace gracia, Adriana, déjalo ya.

—Querías la verdad y te la estoy diciendo.

—¿Me estás engañando con una tía?

—Sí —asintió—. Con Julia.

—Deja de decir su nombre como si supiera quién es.

—Sabes quién es —aclaró.

Pum. Conexiones cerebrales activadas y Julián cayendo en la cuenta en tres, dos, uno…

—¡¡No me lo puedo creer!! —gritó—. ¡¡No me lo puedo creer!!

—Cálmate. Yo tampoco quería esto.

—¿Es ella? ¿Es ella? No puede ser… —Respiró hondo—. ¿Y aquello qué fue, un papelón? ¿Un…?

—La conocí en persona un poco antes que tú. Muy poco. Solo quería asegurarme de que no estaba loca, de que no nos había mentido y…

—Y te enamoraste.

—Sí —asintió.

—¿Te gustan las tías?

—Sí.

—¿¡Te gustan las tías!? —repitió gritando más.

—Sí, Julián, pero eso no es lo importante. Lo importante es que la quiero a ella. A ELLA.

—¿¡¡¡Me estás diciendo que eres una puta lesbiana!!!?

Una bofetada duele, pero… lo hubiera preferido a aquella pregunta que no pudo contestar.

—¿Quién lo sabe?

No respondió tampoco a aquello, pero porque la anterior pregunta no dejaba de repetirse en su cabeza. Sin parar.

—¡¡Que quién lo sabe, joder!! —gritó de nuevo Julián.

—Las chicas. A Macarena se lo conté; Jimena me pilló.

—¿Te pilló? ¿Qué pasa, que por la calle con ella de la mano dándoos besitos? Pero ¿qué es esto, Adriana? ¿Qué mierda es esta?

—Esta mierda es lo que siento. —Levantó la voz—. Y deja de hablar con ese asco de algo que no tiene nada de sucio. Sucio es que te vistas ahora de moral, pero que te pusiera bien cachondo verme comerle el coño mientras te pajeabas.

Julián pestañeó antes de contestar, pero contestó tranquilo, sin gritos, sin palabras malsonantes, pero con una rabia que podía masticarse:

—Eres una guarra. Una jodida viciosa. ¿Me oyes? Yo no hice nada malo. ¡¡No hice nada malo!! Pero tú…, tú eres una cerda indecente.

Por más años que conozcas a alguien, siempre puede sorprenderte lo que guardaba debajo de la piel social, de lo aceptable, de lo que fingimos defender hasta que nos toca de lleno.

—Yo no soy ninguna cerda indecente. —La voz le falló, pero se obligó a ser firme—. Estoy enamorada de una mujer y eso, Julián, es un problema porque estoy casada contigo, no en sí mismo. El amor no está bien ni mal, y no eres nadie para juzgarlo.

—Vete. Pero vete… de verdad. Recoge todas las cosas tuyas que aprecies y llévatelas… ¿Adónde? Me da igual. Las que queden aquí cuando cierres esa puerta puedes darlas por perdidas. Coge la maleta grande, llénala y vete de aquí.

—Julián…

—No intentes llamarme, volver o… hablar con mi familia.

¿Con su familia? Ese hombre debía estar alucinando.

—Esta casa es tan mía como tuya —respondió ella—. Podría pedirte que te fueras tú, ¿no?

Julián la miró un instante.

—¿Sí?

—Sí —contestó ella muy segura de sí misma de pronto—. La hipoteca va a tu cuenta, pero yo me hago cargo de los gastos. Podemos discutirlo con un abogado si quieres.

—Con el abogado vamos a discutir esto y muchas cosas más, como que has estado haciendo la tijera por todo Madrid con esa guarra, creyéndote moderna y…

—Cuidado —advirtió Adriana levantando un dedo.

—¿Cuidado?

La risa seca de Julián la acojonó. Que se dirigiera tranquilo hacia el dormitorio, más. No le siguió hasta que no escuchó las puertas del armario y la ventana abrirse con violencia.

Su ropa. Sus zapatos. Su ropa interior. El libro que descansaba en su mesita de noche. Los discos que guardaba cerca del equipo de música. La bolsita con su maquillaje. El perfume. Todo voló a través de la ventana. Todo. TO-DO. Y mientras él arrojaba por la ventana del segundo piso todo lo que Adriana tenía, sin importarle dónde cayera o sobre quién, ella no pudo tranquilizarlo, pararlo o hacer algo que no fuera gritar y tirar de él. Hasta que no quedó nada. Ni ropa ni zapatos ni ropa interior ni libros ni discos ni maquillaje ni perfume ni la alianza de su boda que, después de quitársela, siguió el mismo camino que las pertenencias de su mujer. No quedó insulto que pronunciar ni habitante del edificio por escucharles. No quedó nada bonito allí que recordar, sobre todo cuando la empujó hasta la puerta, tiró su bolso abierto por las escaleras y después la arrojó al rellano con tanta fuerza que aterrizó en el suelo, golpeando con la espalda la puerta de los vecinos de enfrente. Y así, entre el dolor lacerante de su espalda, el portazo y la amable señora que la recogió de su felpudo, Adriana aprendió algo que no esperaba cuando se levantó por la mañana: muchas personas llevan un monstruo dentro, tan dentro que pueden pasar años escondiéndolo.

Jimena y yo fuimos a recogerla, pero tuvimos que esperar a que terminara con los trámites de la denuncia, claro, porque nadie, sea quien sea, esté lo enfadado que esté, hayas hecho lo que hayas hecho, tiene derecho a empujarte, sacarte de tu casa, vejarte y tirarte al suelo como a un perro. Y da igual cuánto llore después, lo arrepentido que esté y todas las excusas que su lengua consiga conjugar. El monstruo, una vez da la faz, no puede seguir a tu lado, aunque no vuelva a salir de su guarida jamás. El hecho de que exista es más que suficiente.