Decidí lo que decidí pensando en el pasado, en el presente y en el futuro. Esa es la verdad. Intenté no incluir en la operación el nombre de nadie que no fuera yo, pero fue imposible. Barajé todas las posibilidades, añadí todas las variables, estudié todas las posibles consecuencias. Pero cuando pasado, presente y futuro se ponen de acuerdo…, una debe ser justa consigo misma.
Macarena era una niña emprendedora. Con sueños. Luego se enamoró, se atontó y dejó de pensar en nada que no fuera hacer viable una historia complicada que, con el tiempo, mutó de amor a obsesión. Pasó lo mismo con la otra parte.
Entre los sueños que llenaban sus «lo que quiero ser de mayor» estaban viajar, vivir en sitios diferentes y aprender a hablar muchos idiomas. Macarena era una niña a la que no le molestaba pensar que podía no alcanzarlo, pero… a los trece años, tenía la firme creencia en sí misma de que, al menos, pelearía por ello.
La decepcioné haciendo caso omiso a sus sueños y pintarrajeándolos con el nombre de Leo y un millón de corazones.
Macarena fue una joven con ganas de querer bien y de quererse como merecía. A pesar de su pequeña estatura, sus pechos más bien inexistentes y sus ojeras oscuras, ella se apreciaba. Ese cuerpo del que se quejaba era el que la había acompañado desde que nació, permitiéndole hacer y sentir cosas maravillosas. Y si Macarena aprendió a quererse fue aceptando que uno nunca debe amar a otro por encima de sí mismo. Al menos cuando ese otro no es carne de tu carne y sangre de tu sangre, entendedme.
En el pasado, Leo y yo nos antepusimos a todo y nos equivocamos la friolera de cuatro veces porque no supimos relativizar. Creímos que el mundo giraba a nuestro alrededor y en la primera vuelta nos tumbó de un guantazo. No aprendimos hasta ahora, pero… ya nos tocaba, ¿no? Además, seguía resonando en mi cabeza un consejo que le di a Leo cuando aún salía con Raquel: «En caso de duda, haz lo contrario a lo que hubiéramos hecho nosotros».
La Macarena que gritaba y lloraba constantemente porque Leo le daba mal vivir no hubiera aceptado la oferta de trabajo.
La Macarena que tenía miedo de que el mundo le hiciera daño hubiera preguntado a su madre, y su madre y su afán de protegerla le hubieran convencido de que no era buena idea.
La Macarena a la que no le gustaban los cambios ni los retos y que prefería el calor de la mierda al frío de limpiársela de encima hubiera corrido a consultarlo con las chicas y, en una conversación muy larga, habría llegado a la conclusión de que era una locura, dijeran lo que dijesen Jimena y Adriana.
Pero había crecido, aprendido y visto el mundo con mis propios ojos. Sabía lo que pasaba cuando te aferrabas al pasado y a lo que tenías alrededor. Sabía lo que pasaba cuando no te permitías soñar. Sabía cómo era la vida sin pasar miedo. Pero es que… ¿no dicen que «si te da miedo, hazlo con miedo»?
Hay que trabajar para que la vida sea maravillosa, no convertir el trabajo en algo solamente soportable. Estamos aquí dos días, casi de paso. El mundo sigue girando y no le importan nuestras nimiedades. ¿Y si…, y si nos concentramos en irnos con el pecho lleno? ¿Y si nos preocupamos más por hacernos felices?
Fue la decisión más dura de mi vida y ni siquiera sabía lo que me esperaba…, que fue mucho. Nunca decidí nada tan sola. Nunca me sentí tan respaldada, es verdad.
Leo sonrió cuando le dije que iba a decir que sí, que iba a aceptarlo. Sonrió con pesar, pero sonrió. Me cogió la mano, besó mis nudillos y me dijo algo que jamás había escuchado de su boca:
—Estoy muy orgulloso de ti.
Admiración. Nunca había sentido su admiración por mí.
—¿Me ayudarás a decírselo a las chicas?
—No. —Negó con la cabeza, mirando mis dedos—. No puedo. Tengo que asumir que te vas y no intentar retenerte. Va a ser duro.
—¿Por qué me has convencido para que dijera que sí, entonces?
—Yo no te he convencido de nada, canija. Lo decidiste sola y así es como debía ser.
Las chicas no lo llevaron tan mal como creí. Lloraron, claro. Lloramos todas. Durante unos minutos todo a mi alrededor fue un guirigay de preguntas chillonas.
—¿Cómo que te vas? ¿Cuándo te vas? ¿Por qué? ¿Por cuánto tiempo? ¿Te lo has pensado bien? ¿Y Leo? ¿Y si no te gusta? ¿Qué vas a hacer allí sola? ¿Cómo lo harás, si no sabes italiano más que para pedir la comida?
Ellas lloraban mientras lanzaban las preguntas y se pegaban manotazos la una a la otra para callarse y dejarse hablar, y yo…, yo me reía, pero sollozando como una idiota porque iba a echar muchísimo de menos tantas cosas…
Las cervezas en la cafetería Santander. Los pinchos de tortilla a medias, algunos sábados por la mañana, cuando teníamos el espíritu aventurero y salíamos de la cama a una hora decente.
Las cenas en My Veg y las botellas de «El novio perfecto». El maldito tatuaje que teníamos pendiente de hacernos porque Jimena no se decidía con el diseño.
Escuchar sus quejas por sus trabajos y ver sus ojos brillar cuando se daban cuenta de que estaban donde querían estar.
La luz que entraba en mi piso los domingos por la tarde, a finales de primavera, tiñéndolo todo de rosa.
Los paseos en moto con Leo que casi no había tenido tiempo de disfrutar. El futuro con Leo, que se nos deshacía en las manos por no destrozarlo más quedándome y culpándonos por siempre.
Madrid. Echaría de menos Madrid, que me adoptó y me hizo sentir parte de sus calles, sus plazas y sus luces. La ciudad en la que crecí. Y aprendí.
Añoraría a la Macarena que dejaba allí, la que aún no sabía cuán fuerte podía sonar su voz, la pequeñita, la que se movía por inercia pero siempre se movía.
—Lo siento mucho —les dije empapada en lágrimas.
Ellas se callaron, dándose codazos y secándose las mejillas.
—Es tu decisión y nosotras te apoyamos —pudo contestar Adriana.
—Pero me voy justo ahora…, justo ahora que tú empiezas con Julia, que vas a mudarte, que tienes todo el lío del divorcio y que tu suegra te deja notas con faltas de ortografía en la tienda. —Sollocé ridículamente. Ellas se rieron también entre lágrimas—. Y justo ahora, Jime, que te has rendido y vas a querer a alguien que está vivo.
—Pero es que te tienes que ir, Maca —contestó ella.
—A veces no sé si…
—Te tienes que ir; no se puede vivir eternamente de recuerdos. Hay que vivir de nuevo.
Y eso es lo que pensaba hacer. Vivir. Vivir de nuevo.
Hacérselo entender a mis padres ya fue otro cantar.
Leo me ayudó a empaquetar todas mis cosas y decidir qué me llevaba y qué no. Fue una lucha contra la memoria. Junto a las maletas, agarré un poco de lo bueno, un poco de lo malo y también una pizca de lo regular. La ilusión y la desilusión; lo aprendido. Las lágrimas, las sonrisas; el cociente resultante.
—¿Y si lo intentamos? —le pregunté, sentada en el suelo de mi habitación, doblando ropa, como aquella vez que preparé mi maleta para viajar a Milán con Pipa pero sin intención de volver.
Leo no contestó. Siguió de pie, mirándome, apoyado en el armario abierto y casi vacío. Levanté la cara hacia él y negó con la cabeza.
—No lo sé —terminó diciendo—. Son muchos kilómetros. Nos arriesgamos a idealizarlo otra vez y convertirnos en una pareja cuyos encuentros siempre son decepcionantes.
—Estás dramatizando —me obligué a decir.
—¿Y si piensas en ti durante un tiempo, canija? ¿Y si dejas el nosotros para cuando seas quien quieres ser sin que nadie medie en ello?
Hice una mueca.
—No te entiendo. —Suspiré y dejé la prenda que estaba doblando en mi regazo—. No te entiendo, Leo.
—Bueno…, estoy innovando. Te estoy queriendo bien. A veces, para encontrar hay que dejar ir.
Aprovechamos el tiempo que nos quedaba para vivir la historia de amor más bonita de nuestras vidas porque, escuchadme…, nada es más bonito que aquello que sabes que se acaba. No hay dudas, no hay rutinas, no hay nada desdeñoso en aquello de lo que te estás despidiendo. Más que la despedida, claro.
Hicimos el amor como animales. Follamos por deporte contra todas las paredes, ventanas y superficies horizontales. Nos permitimos algunas promesas, no muchas, por si no podíamos cumplirlas. Y nos dijimos te quiero tantas veces que creo que valió por todas las vidas que vivimos en una. Hay personas con las que el destino, sin saber por qué, no funciona.
Me preguntó si me molestaba que no fuese a despedirme al aeropuerto. No se sentía capaz de no pedirme que me quedara en el último momento.
—Me da miedo volverme loco. Y me da miedo que te quedes y me odies por ello.
Le dije que no, que no me molestaba, pero luego cambié el discurso.
—Claro que me molesta, pero así será más fácil.
—Es que ninguna de las opciones es la buena.
—Sí, que te canses de esperar a ser feliz sin mí aquí, cojas todas tus cosas y me sigas allá donde vaya.
—Suena a cuento con final feliz.
Y la vida no es un cuento, ¿verdad que no?
Nos despedimos, por tanto, la noche antes de mi viaje en el que ya no sería nunca más mi portal. De repente, volvieron a mi cabeza todas las vidas que imaginé junto a él. Todas las posibilidades que fueron quedando obsoletas conforme el tiempo pasó sobre ellas. Todas las cosas que no hicimos y no haríamos. Todas las versiones de nosotros mismos que habíamos jugado a ser y que terminaron rompiéndose de tanto tirar, porque no éramos nosotros.
¿Y qué éramos nosotros? Un puñado de canciones, ¿no? Canciones condenadas a ser recordadas siempre sin poder volver a sonar en vivo.
—Me da miedo…
—¿Estar sola? —me preguntó, acariciándome las mejillas.
—No. Estar sin ti.
—No. No temas eso. Vas a estar contigo, que es mucho mejor.
Besó mi frente, mi nariz y después mis labios, en un abrazo apretado que olía a despedida.
—¿Cuánto durará esta vez? —le pregunté sin saber si me refería al olvido, a la esperanza o a nosotros.
—Lo que duremos nosotros, Maca. Esto es de por vida.
Como un tatuaje. Como una cicatriz. Como el primer beso. Leo y yo éramos de por vida, pero ni siquiera en nuestra despedida supimos qué éramos. Ni qué seríamos.