7

Si los demás se tiran por un puente…

Pongamos que sabes algo de ti mismo que nadie más conoce. Bueno, no es difícil… Todos guardamos algún secreto, ya sea un guilty pleasure o pequeños pecadillos que, oye, cuando nadie nos ve, como en la canción de Alejandro Sanz, «puedo ser o no ser». Hay a quien le cuesta meterse en la ducha los fines de semana, quien se hace bocadillos de Nocilla y chorizo, y luego los que se hurgan la nariz hasta el nudillo en busca de yacimientos petrolíferos. Eso lo tenemos más que dominado. Pero… pongamos que sabes algo, algo importante, algo que cambiaría tu forma de vivir si lo aceptases y aceptarlo pasa por romper con todo.

Uhm. Complicado.

Adriana sabía algo de sí misma. Quizá nunca lo había tenido tan claro como en aquel momento, pero lo sabía desde hacía mucho. Desde que jugando a la botella se le aceleraba el corazón si, al lanzar ella, le tocaba alguien «que no valía» y cuando al volver a tirar, no sentía nada al besar al chico en cuestión. Desde que vio porno por primera vez. Desde que se dio cuenta de que Julián era más amigo que amante, más compañero que marido, y a ambos les daba igual. El statu quo, impuesto por ella misma a través de los años, se había tragado quién era en realidad Adriana.

Si habéis llegado hasta aquí, ya sabéis a lo que me refiero, así que dejemos de darle vueltas y de buscar eufemismos que no tienen sentido. A Adriana desde siempre le gustaban las mujeres, pero nunca se permitió sentir por ninguna nada que no fuera una mirada. Adriana había fantaseado alguna vez con el sexo con otra mujer, con deslizar las manos sobre la piel suave de otro vientre hasta llegar al interior de los muslos y hundir un par de dedos allí. Adriana se preguntaba a sí misma, en silencio, por qué no podía contentarse con ser feliz con lo postizo si lo real le hacía daño. Lo real, su deseo; lo postizo, la vida socialmente aceptable que había adoptado.

 

 

Los primeros días después de alejarse de Julia fueron más fáciles, ¿quién lo iba a decir? Pero no es complicado cuando estás muerta de vergüenza, asustada y no entiendes qué te pasa por dentro: ni por la cabeza, que no dejaba de nombrarla y traer recuerdos con ella; ni por el cuerpo, que se calentaba y humedecía al pensar en repetir aquello. Las dos entrelazadas, desnudas, todo labios, lengua, yemas humedecidas y dedos que alcanzaban el lugar donde quisieron estar. Fue fácil porque para la Adriana que no se dejaba sentir aquello era una vergüenza, estaba mal y podría hacerle perder todo cuanto tenía y quería.

¿Qué pasaría con su vida si se sentase delante de Julián y le dijera: «Cariño, te quiero, te quiero muchísimo, pero no como debiera, porque a quien quiero es a otra»? Lo primero, que Julián tendría que lidiar con el hecho de que su mujer le dejase por alguien de su mismo sexo. No pensó que quizá aquello, por más que doliera, serviría también para que entendiese por fin por qué su relación siempre parecía no ser suficiente para hacer feliz a su mujer. Pensó en que él nunca llevó bien la frustración, en el escándalo, en la suegra que murmura y que lo cuenta a todo el mundo dejándola de «viciosa», en la familia que no entiende qué está contándoles, en la hipoteca a medias…, qué problema, hasta que el banco nos separe. La mudanza, el trabajo, las amigas. ¿Y si en su trabajo se enteraban y la despedían? No se planteó que eso era ILEGAL e IRREAL. Ella solo lo pensó así, sin más, dándose más argumentos que respaldaran la distancia. ¿Y si sus amigas (nosotras) ponían el grito en el cielo y se alejaban? Se quedaría sola. Sin familia, sin amigos, sin trabajo, sin Julián, sin casa. Ni siquiera el amor valía tanto la pena.

¿Era amor? ¿No valía la pena? ¿No estaría imaginándose cosas absurdas?

Los siguientes días fueron complicándose, claro, porque los argumentos vacíos, las exageraciones mentales y las hipérboles de ciencia ficción caían para dejar al descubierto una única verdad que no se podía refutar: Julia no estaba porque ella la había alejado de su vida, y la echaba de menos.

¿Cómo podía añorarla tanto? No había compartido con ella el día a día durante años, no habían compartido mañanas en la cama, ni besos de buenas noches; ni siquiera le había contado demasiadas cosas de ella, de su familia, de sus sueños…

Pero se habían besado y la vida ya no es la misma cuando pruebas a verla tras un cristal traslúcido al que le limpiaste tus miedos. Habían soñado con compartir mucho sin apenas decirlo, y a veces los castillos en el aire nos atrapan al desmoronarse.

La añoraba. Cada día más. Buscaba su perfil de Instagram, en Facebook y hasta revisaba su cuenta de Twitter por si había publicado algo. Poca cosa: todo de trabajo y en ninguna foto salía ella. Necesitaba quitarse de la cabeza la imagen idealizada de su pelo rosa deslizándose entre sus dedos, así que acudía a WhatsApp, donde la había bloqueado, y durante unos segundos en los que se le aceleraba el corazón, quitaba el bloqueo, miraba su foto y cuándo había estado conectada por última vez. Se la jugaba porque, en el fondo, le hubiera encantado que Julia estuviera haciendo lo mismo y aprovechara esos segundos para escribirle, al menos, un «te echo de menos».

Julián la había notado irascible, pero no triste. Yo sí, claro, pero no conseguí arrancarle la confesión de lo que, a medias, ya me imaginaba. No iba a decirle: «Oye, Adriana, tú eres lesbiana y no lo quieres admitir», porque ella hubiera podido contestarme que yo era imbécil y era demasiado evidente como para que no lo supiera hasta mi madre. No tenía dónde esconderse, así que lo hizo detrás de su mala gana. En todas partes se malhumoraba enseguida, menos en el trabajo, donde todo dejaba de importar y lo único que contaba eran las emociones de otra persona. Ella solo era la desconocida amable vestida de negro que abrochaba y atusaba telas, y eso la tranquilizaba.

Pero…, claro, no podía vivir en el trabajo. A nosotras podía esquivarnos un mínimo porque somos de esas mujeres que entendemos que de vez en cuando a una le puede apetecer no ver a nadie. ¿Y a Julián? A Julián no, claro. Vivía con él. Era su marido. Dormía en la misma cama noche tras noche y esquivaba sus manos muy a menudo, haciéndose la adormilada, la cansada o la despistada. La mejora que el trío había supuesto se había quedado entre las sábanas de casa de Julia.

Para compensar, decidió ceder en algo y dejó de poner excusas para tomar algo rápido después del trabajo con algunos de los amigos de Julián y sus parejas. Eran el típico grupo que se relaciona por géneros: los chicos con los chicos, las chicas con las chicas. A pesar de los años, ellas no habían terminado convirtiéndose en sus amigas porque no encajaban del todo. Eran de esas mujeres que parecen recién sacadas de Amar en tiempos revueltos o alguna película de época; se escandalizaban por cualquier cosa, no dejaban de cotillear malignamente sobre vecinas y familia y casi nunca hablaban de su vida, sus sueños, sus aspiraciones… solo de lo que hacían con sus maridos e hijos, en el caso de que ya los tuvieran.

—Si no cuentan nada es porque no tienen nada que contar —le respondía malignamente Jimena siempre que ella lo comentaba.

Y Adriana había empezado a pensar que era así.

Normalmente no quedaban entre semana: los que tenían niños debían regirse por la rutina del baño, la cena y acostar a sus hijos, y los que no, como ellos, tenían que madrugar al día siguiente. Pero el buen tiempo, que empezasen a alargarse los días y la insistencia de una de las parejas de la pandilla hicieron de aquel miércoles el día D. La hora H: hora de soportar con una sonrisa conversaciones que nada tenían que ver con ella, con gente que no sentía ningún interés en hacerla sentir integrada.

Se sentaron en una terraza, que pronto se llenó de copas de cerveza helada, refrescos, platos de aceitunas y patatitas de bolsa. Mientras echaban un vistazo a la carta por si pedían algo más contundente de picar, Adriana se preparó para las conversaciones intrascendentes sobre el clima pero en lugar de estas, sin previo aviso, sin que ni siquiera pasaran los cinco minutos de rigor para sentirse mínimamente cómodos con la compañía…, alguien lanzó la bomba:

—Chicos…, nosotros queríamos veros porque teníamos muchas ganas de contaros que…

—¡¡No!! —gritó una de las amigas—. ¡¡No me digas que…!!

—¡Estamos embarazados!

Un aluvión de enhorabuenas, vítores, palmadas en la espalda para el futuro padre, abrazos para la madre, preguntas del tipo «¿Cuándo sales de cuentas?», «¿De cuánto estás?», «¿Tú qué quieres, niño o niña?» llovieron pillando a Adri en medio de un río de gente que se movía de un lado a otro.

Se acercó, les dio la enhorabuena sincera y dos besos a los futuros padres y se sentó de nuevo junto a Julián, que la tomó de la mano. Lo miró, se topó con sus ojos brillantes de ilusión, riéndose, haciendo bromas sobre pañales y biberones que sustituían el mando de la PlayStation y las cervezas viendo el partido, y se quedó embobada. Pero ojo, no embobada de amor, sino como cuando la cabeza se va muy lejos de donde estamos y aterriza de lleno en cosas que nos torturan: qué feliz parecía de pronto Julián… tal y como tendría que hacerle sentir una mujer, que, en realidad, lo engañaba con otra mujer. Bueno…, una vez. Solo lo hizo una vez…

—¿Qué? —le preguntó Julián con una sonrisa, sacándola de su mutismo.

—Tú… —empezó a interrogarle ella, aprovechando la algarabía—, ¿quieres bebés?

—¿Quieres hablar de esto ahora?

—Solo di sí o no.

—Sí, pero no creo que este sea el lugar ni el momento para hablarlo. Además, no tengo prisa.

Miró a su alrededor. Las madres sostenían a sus hijos y los acunaban o jugaban con ellos; podían caerle regular, pero se las veía tan felices con sus niños… y a ellos también. Unidos. Con un proyecto en común. Algo sólido entre los dos, tangible; un compromiso indisoluble de por vida. No como ellos, que cada día eran un poco más fríos y distantes.

—Pues yo creo que sí —le respondió.

—¿Cómo?

—Que sí. Que… debería dejar de tomarme la píldora.

Julián la miró con una ceja arqueada antes de acercarse y besarla en los labios.

—Ya lo hablaremos.

Quizá ella pensó que un bebé la centraría. Siempre le gustaron. Siempre quiso ser madre, de eso estaba segura. Pero… no se paró a pensar en otra verdad: los niños no unen lo que antes de ellos ya se estaba deshaciendo.