El orador hace un paneo de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Sonríe gustoso ante el poder de convocatoria del que todavía goza. El sol de mediodía rompe sobre mil cabezas en día feriado que bien podía dedicarse al descanso en casa, así que hay que anotar un tanto a favor de los organizadores.
Comienza diciendo que los tiempos han cambiado. Algún distraído que salió sin sombrilla mira hacia el cielo entendiendo otra cosa, pero la mayoría se hace eco del planteamiento porque conoce que las autoridades se han propuesto sacar al país de la inercia con una política que incentive el debate.
Cita a continuación las múltiples iniciativas que apuntan a reformular viejos conceptos que sostienen que solo la economía estatal es compatible con los sueños de futuro. Para ello necesitamos sacudirnos de estereotipos, empaparnos de teorías desechadas en el pasado ante coyunturas que nada tienen que ver con el presente. Y escuchar a todos por igual, incluso a aquellos que se declaran opositores o esgrimen criterios que marchan sobre otra línea de pensamiento.
Mientras dice esto último ve allá atrás a uno que ―juraría― le saca la lengua. Lo toma por espejismo y prosigue su discurso.
En este repuntar del continuo proceso de perfeccionamiento de la sociedad, es insoslayable reformular el papel de la prensa y los medios de comunicación. Hay que acabar para siempre con la farsa de un periodismo que repite cual papagayo todo lo que opina el pensamiento oficial. Que la gente común vea su vida retratada en los periódicos. Que las próximas generaciones sientan en la letra impresa de años pretéritos el latir de una época.
No quedan dudas de que aquel tipo le saca la lengua. El muy degenerado pone sus manos a ambos lados de la boca a manera de bocina y camufla su burla en cada ovación de la concurrencia.
Por ello es necesario ―se hace el tonto y continúa― desterrar los chismes de pasillo, la doble moral que nos lleva a pensar una cosa y decir otra, a cuestionar en casa lo que no expresamos en las tribunas por temor a la represalia directa o disimulada. Ese que nos cuestiona no es enemigo. Quien nos señala mezquindades merece respeto y media hora o más de nuestra agenda de trabajo.
Con el pretexto de pedirle un vaso de agua a su asistente, le ordena a este se fije en el hijo de puta que le está sacando la lengua junto a la valla del centro. Que averigüe urgente nombre, apellidos y, sobre todo, filiación política.
Culmina su arenga con un llamado a los compatriotas honestos que desean el bien de la nación a expresar sin ambages cuanto criterio a favor o en contra del proceso quieran poner sobre el tapete. Lograr una sociedad próspera es tarea de grandes, y los grandes se hacen grandes cuando tienen el valor de expresar sus ideas, no importa lo malintencionadas que puedan ser las respuestas que reciban.
Esta vez, aprovechando los aplausos y los vivas, el lengüilargo enriquece su escarnio con ambos dedos gordos apoyados sobre las mejillas y el resto de las manos en movimiento reiterado.
El ayudante, con disimulo, toma nota de las orientaciones del jefe: «Ingrésenlo tres semanas a ver si escarmienta. Si la prensa pregunta, le estamos realizando un chequeo. Noto su garganta un tanto irritada».