El camino más corto

«El cáncer de cabello no me acaba de enterrar. Los antibióticos me asientan, los anticuerpos monoclonales hacen lo suyo, y las vacunas me aplacan el dolor. Lo único que me mata y no he podido conseguir, pues está en falta, es un poco de cianuro. ¿Cómo no sentirme mal?». Eso dijo a su socio del alma en son de despedida, para luego colgar el teléfono.

El último intento de suicidio había sido tomar un ejército de meprobamato, y solo logró mitigar sus pretensiones. Leyó en el periódico que la Organización Mundial de la Salud prescribió el medicamento por nocivo, pero el último lote nacional estaba avalado por una campaña de sobrecumplimiento productivo, ya surtía las farmacias y no era político echar por la borda el sudor obrero.

Sus ochenta y tres años, postración camera y convicción de que ya había malvivido lo suficiente eran incentivos para apurar el epílogo de su existencia. Mas siempre ―sucedió en la ocasión penúltima, cuando se disparó él solito medio kilogramo de sal― aparecía la hija, le introducía una manguera por el recto no tan recto, y le desgraciaba la muerte.

Esta vez optaría por convencerla de que lo asistiera en su anhelo de más allá. «Cualquiera puede ―le dijo― olvidar el horario de las medicinas, o dejar abierta la hornilla de gas al salir a hacer compras». La muchacha le respondió sonriente que de eso nada, que ella daría cualquier cosa por desaparecerlo de su vista, pero de ahí a hacer cualquier cosa por lograrlo iba una distancia tan larga como la condena que tendría que cumplir por asesinar a su padre («padricidio», dijo ella).

Consiguió su propósito días después. Su hija le suministró una sobredosis de disgustos y el infarto arribó puntual. Horas antes su socio ―ya dijimos que del alma― la abordó en la calle: «Acaba de decirle al viejo que debe tres años de crédito del refrigerador; que la dieta de leche en polvo se la han sustituido por un infame polvo de soya; que después que se jubiló su editorial se convirtió en empresa y ahora estuviera ganando el doble de retiro; que con la reunificación monetaria va a volverse más puñetera la mierda que le manda tu hermano desde Europa; que la libreta de racionamiento desaparecerá pronto, y con ella sus seguras siete libras mensuales de arroz… La diferencia estriba en que aunque se nombre igual, la eutanasia no la estarías aplicando tú».