El reo que ríe

Se presenta ante las oficinas gubernamentales y logra al cabo de varias horas que lo reciban. La carpeta que lleva en su portafolios contiene una solicitud respaldada por cien mil firmas de ciudadanos de los más disímiles estratos sociales. Poco falta para que el funcionario designado añada su rúbrica; en las oficinas colindantes se oye su carcajada al leer lo que se traen entre manos: que en la Constitución de la República quede estampado el derecho a la sonrisa.

El presidente ordena detener tal insulto al orden preestablecido, y de paso detener al individuo.

El juicio sumario dura mucho menos de lo que tardaron aquel día en atenderlo. Aunque el legado acusatorio basa sus conclusiones en que no son tiempos para tomarse en broma las cosas, nada dice el Código Penal al respecto y hay que recurrir a imputarle de que con sus actos sirve, no importa si directa o indirectamente, a una potencia extranjera.

«Deseamos que la cárcel sea educación y no castigo», son las últimas palabras del letrado. Y es así a juzgar por los dos estantes de libros que le sitúan en la celda para que en sus ratos libres lea cuanto de solemne hay en el pensamiento patrio.

Menos de un mes dura el encierro. Un día amanece tieso en el camastro, con un gesto de satisfacción en su rostro y un voluminoso libro entre las manos. Se ha muerto de la risa.

Hoy hace un año. El director del cementerio llama a las autoridades preocupado por los millares de personas que, en silenciosa procesión, han ido a reírlo a su tumba.